Capítulo 3

Se llevó el cañón del arma a la boca, mientras unas amargas lágrimas caían por sus arrugadas mejillas.

Por suerte o desgracia (más lo primero), no dejaba descendencia. Su hermosa Barbie no había podido crear aquella familia numerosa que siempre había deseado. A parte de la salud, Dios le había quitado la fertilidad. Después había llegado él, prometiéndole el paraíso, pero abandonándola en el último círculo del infierno.

«¿Dios? ¿Quién coño es Dios?», pensó resentido. Si Él de verdad existía, era un sádico bastardo que había permitido que su esposa sufriera desde su primer aliento. «Si hubiera uno, habría impedido que nuestros caminos se hubieran cruzado».

Ya casi no podía recordar cómo eran sus facciones antes de ser atacada por la leucemia. Había quemado todas las fotos en una mala borrachera poco después de fallecer. Aquellos ojos aun lo miraban. Ojos vidriosos, inyectados en sangre, que se vestían de gris como en un día de tormenta. Nada tenían que ver con aquel celeste, refulgente y brillante como un día de primavera. Dan casi podía ver bandadas de pájaros revoloteando en ellos, cantando felices por ser parte de aquella hermosa mirada.

No quería recordarla más así. No podía vivir atormentado por la caída de aquel ángel. El alcohol no era suficiente. Dormir no ayudaba. Estaba seguro de que, si se drogaba, sus miedos crecerían exponencialmente. «La paz está en la recámara», sentenció.

Pensó en motivos por morir. Tantos como granos de arena había en el desierto. Trató de capturar al menos uno por vivir y no halló nada. El mundo sería un lugar mejor sin él. ¿Qué puede aportar un cuarentón borracho, exconvicto y bueno para nada? Gente como él sobraba.

En el momento en el que estaba por apretar el gatillo, el grito de una niña lo asustó. Era un clamor como de quien enfrenta a la muerte y ruega por su vida. Seguidamente, dos golpes y un portazo.

—No es mi problema —dijo mientras se ponía en pie, revólver en mano y se encaminaba a la puerta.

Avanzó por el pasillo de paredes mohosas y desconchadas con olor a rancio de los orines de los yonquis y borrachos que frecuentaban el edificio. La bombilla incandescente y desnuda iluminó las rotas baldosas de un horrible color verde hasta una puerta que había quedado entreabierta.

—No es mi jodido problema —repitió Dan mientras se asomaba por ella.

De rodillas en el suelo, una niña, de no más de doce años, masajeaba su mejilla enrojecida mientras sollozaba desconsolada. Su cabello rubio y rizado estaba despeinado y sucio, tal y como sus ropas andrajosas de un par de tallas mayor. Distinguió la sangre seca en ellas y en su piel pálida, fruto de una mala alimentación. Era muy probable que estuviera enferma. Su delgadez era preocupante.

La niña entonces lo descubrió y lo miró con ojos repletos de terror. Sin decir nada, pegó la espalda contra una agrietada pared.

—P-por favor... No me-no me hagas daño... —balbuceó mientras las lágrimas dibujaban un nuevo surco en sus mejillas sucias y magulladas.

Dan quedó paralizado ante la mirada de la niña. Reconocía esos ojos. ¡Eran los de Barbie! «¡Por qué los tiene ella!», pensó entre la ira y la tribulación. «¡Se los ha robado!».

Se adentró en aquella vivienda dispuesto a preguntarle de dónde los había sacado, pero la expresión de terror y su ruego desesperado lo frenaron en seco. Un repentino charco surgió bajó ella mojando un suelo de parqué astillado y manchado por tantas sustancias que era casi imposible conocer su color original.

—Pro-prometo no portarme m-mal. No me hagas daño. Ha-haré lo que quieras —rogó entre jadeos.

Dan se dio cuenta que la niña miraba a su mano derecha, con la que todavía empuñaba su revólver. De inmediato lo aseguró y se lo metió en el bolsillo agujereado del pantalón.

—No te voy a hacer daño. ¿Cómo te llamas? —preguntó mientras una voz le ordenaba que se diera la vuelta y dejara aquel infecto lugar.

—Ji-Jimena.

—¿Tú padre te hizo eso? —preguntó mientras la señalaba en los brazos marcados, además de su delicado rostro.

—Vete o te matará.

—Responde a mi pregunta. ¿Él te hizo daño?

Un repentino golpe en la cabeza lo tiró sobre Jimena. Detrás un hombre de treinta y tantos, mirada desencaja, barba de varios días y tan alto como él lo apuntaba con una pistola automática.

—Deberías haberte quedado en tu zulo, borracho.

—Hijo de puta —murmuró mientras se ponía lentamente en pie.

Tranquilamente Dan podría moler a golpes a ese pobre diablo. Un golpe de viento se lo llevaría junto con las bolsas de aperitivos vacías y los pañuelos de papel sucios que encontraba en la calle. Pero lo apuntaba con su pistola.

—¿Le hiciste eso a la niña? —preguntó con tono amenazante.

—¿Qué me vas a hacer si lo hice, pedazo de mierda?

El destino le había dado una oportunidad de salvar de nuevo a su mujer. Jimena tenía la misma mirada que Barbie. En los demás rasgos, eran tan distintas como el día lo era de la noche. Pero de alguna manera, estaba allí. En aquellos ojos de celestial tono.

—No puedo perderla de nuevo —dijo mientras volvía a mirar a la niña.

Antes que aquel mierda pudiera reaccionar, Dan se abalanzó sobre él. Había participado en muchas peleas en la cárcel y no había forma que, alguien como el esmirriado padre de Jimena, lo intimidara. Ni aunque tuviera un arma. No sería el primero al que reventaría a hostias.

Echado sobre él, le propinó un puñetazo tras otro mientras pensaba en las atrocidades que habría sufrido aquella niña. Dan perdió la cordura. Dejó de ver a un hombre y empezó a ver una vida llena de faltas e injusticias.

La detonación de la automática lo despertó de su locura. De alguna forma aquel tipo había escapado a sus golpes y había recuperado la pistola. En su costado derecho, su camiseta de color negro se humedecía a partir del agujero provocado por la bala. Se llevó las manos a la cara y encontró su sangre y la del padre de Jimena mezcladas.

Otro disparo más, esta vez en el pecho. Dan sentía el ardor en las heridas, el olor a carne quemada pero curiosamente, no sentía dolor. No obstante, había otro sentimiento, aceptación, que desterraba el miedo a morir. Era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. Y lo iba a conseguir. «Seré libre por fin».

Cayó de rodillas, mientras el padre de Jimena se ponía en pie con mirada triunfante.

—Te equivocaste, gilipollas —sentenció mientras levantaba su brazo tembloroso y apuntaba a su cabeza.

Dan sonrió. Después, la detonación. 

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