Capítulo 6
Marcos
Detengo el auto frente a un condominio a petición de Diana, supongo que ella vive aquí. Antes de que salga, le digo que espere y agarro un paraguas que siempre cargo en la parte trasera.
Sigue lloviendo, así que ella me hace caso a pesar de lo desesperada que luce por bajarse.
—Gracias por esto —dice una vez más mientras la ayudo a salir del auto.
Trotamos a la par hacia la entrada, cubriéndonos con la sombrilla. Diana se detiene de golpe y me percato de que observa a unos jovencitos que están parados justo en el portón del edificio.
—¿Estás bien? —pregunto al notar lo tenso que se ha tornado su cuerpo.
—S-sí —responde y posa su mirada sobre mí—. Puedes irte.
—¿Segura...?
—Di-Di, al fin llegas.
La voz grave del chico rubio me interrumpe. No me gusta juzgar a nadie por su fachada, pero se me hace casi imposible pasar por alto los aspectos de esos chicos.
Son tres, lucen como unos vándalos y puedo jurar que no se encuentran en sus cabales. Conozco demasiado esos ojos rojos y hundidos, los movimientos descoordinados.
—Nos estamos mojando —se queja uno de ellos, arrastrando las palabras.
—Lucas, no me dijiste que vendrías con visitas.
El hermano me observa de una manera extraña e intimidante.
—Ellos ya se iban —responde sin quitarme los ojos de encima.
Diana se acerca al portón mientras revisa su bolso. Me muevo para cubrirla con el paraguas.
—Ya cumplí —dice de repente el tal Lucas en el momento exacto en que a su hermana se le cae el juego de llaves.
Me agacho al mismo tiempo que ella y nuestras miradas se conectan. Hay algo en los ojos de Diana que me llama la atención. Reflejan miedo, decepción, angustia.
—No te dejaré sola —susurro tan bajito que casi parece una mímica.
Sus orbes acaramelados se tornan cristalinos y por un segundo logro ver un atisbo de alivio en ellos.
Agarra las llaves deprisa y nos levantamos del mismo modo.
Ya los otros dos han desaparecido cuando ella abre el portón. Lucas entra primero, sacudiendo la cabeza.
Pasamos por varios pisos antes de que Diana se detenga en una puerta blanca. La pieza por dentro es humilde, pero ordenada.
El chico, que no debe pasar de los diecisiete, se tira en el sofá de manera despreocupada.
—Tardaste demasiado —se queja.
—Tuve un percance cuando salí del trabajo —aclara ella—. ¿Quiénes eran esos tipos?
El hermano posa sus orbes dilatados sobre mí de nuevo.
—No me habías dicho que ya tienes novio, Di.
—No soy su novio —hablo al fin y me siento en un taburete, cerca del desayunador.
—Marcos en un compañero de trabajo —explica Diana de inmediato—. Tú y yo debemos hablar, Lucas.
Él la mira con hastío, después chasquea la lengua.
—Lo que necesito es dinero —responde como si nada—. Puedes ahorrarte los sermones, déjale ese trabajo a mamá.
Su forma de hablar y actuar me molesta, y eso que no es conmigo.
—¡Eres tan desconsiderado! No me encuentro el dinero en la calle, ¿qué hiciste con lo que te envié el fin de semana?
Bien, me siento fuera de lugar. Deseo decirle que es obvio en qué lo gastó, mas no lo hago.
—Dile que se largue o me voy yo —espeta Lucas señalándome.
Diana me observa y abre los ojos de manera exagerada. Tengo la sensación de que ella había olvidado que me encontraba aquí.
—Marcos, gracias por traerme...
Asiento a sus palabras y, aunque no quiero dejarla a solas con él, su mirada me obliga a levantarme.
—Tienes mi número, me llamas si necesitas cualquier cosa.
No espero una respuesta de su parte, agarro la sombrilla y salgo de su casa a pasos rápidos.
***
—¿Desde qué hora estás aquí?
—Las cinco de la mañana —respondo sin quitar los ojos del libro que estoy escudriñando.
Unas manos en el cuello me obligan a dejar de lado lo que hacía.
—No estoy de humor.
Mildred se sienta en mi escritorio con las piernas cruzadas. Me recorre con la mirada con tanto deseo que es inevitable que mi cuerpo no reaccione.
—¿Te gusta otra?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Es que me estás evitando —responde mientras pasa los dedos por los contornos de mi cara.
—Tú me mandaste al diablo, ¿lo olvidaste?
—No te tomes las cosas tan a pecho, Bauer.
Suspiro profundo, tratando de canalizar el agotamiento.
—Aquí no.
—Aseguré la puerta, tranquilo.
Me posiciono entre sus piernas y atrapo su boca con la mía. Es un beso obsceno, para nada delicado. Ella me pasa las manos por el pelo varias veces, después las deja en mi nuca.
—Vete, mi receso está a punto de terminar —digo al tiempo que me separo de ella.
—Pero si apenas iba a empezar lo bueno. Estás muy aburrido, Bauer.
Sigo sus movimientos cuando se baja del escritorio y empieza a tocar los artefactos que reposan sobre él.
—Como digas...
La puerta cerrarse es la confirmación de que me ha dejado con la palabra en la boca.
Miro la hora en el reloj, aún tengo tiempo para tomar algo. Me levanto y, después de arreglarme el pelo, salgo del consultorio.
Hoy ha sido un día más o menos tranquilo, cosa extraña porque en este sitio siempre hay un «corre corre». Esto me ha llevado a sobrepensar, algo muy desfavorable para mí.
Mildred tiene razón, últimamente mi estado de ánimo ha sido fatal. No me he visto con nadie por semanas, tampoco me ha apetecido meterme entre las piernas de ninguna chica.
«Estoy acabado».
Mi madre me recomendó que visitara a un terapeuta, pero yo no lo siento necesario. Solo terminé con mi novia, no debe ser una cosa del otro mundo.
Entro al comedor y de inmediato me acerco a la máquina del café. Recorro el lugar con la vista, hay una sola persona sentada verificando su teléfono.
Agarro el vaso humeante y me acerco a la mesa.
—Hola —digo mientras me siento frente a ella.
Diana levanta la mirada, sus ojos se encuentran con los míos.
—Marcos, ¿qué tal?
Lleva las hebras que le sobresalía detrás de las orejas, luego bloquea el teléfono.
—No te había visto desde ese día en tu casa, ¿arreglaste el vehículo?
—Sí, gracias.
Me doy cuenta de cómo mira a los lados con recelo, también del termo que hay sobre la mesa al lado de un plato con restos de algún pan.
—Nunca me llamaste por el chocolate —saco conversación en tanto tomo de mi café.
—Ah, es que estoy trayendo. —Me señala el termo—. De todas maneras, agradezco que me hayas dado esa opción.
No estoy muy convencido.
Quiero preguntarle sobre su hermano, pero algo me dice que ella está nerviosa, aunque no hay ninguna razón para eso. Lo que sí es seguro es que esta mujer no ha dejado de ser rara.
—Ya debo regresar —prosigue con rapidez, levantándose.
—Yo también.
Agarro su plato al mismo tiempo que ella. Nuestros dedos se rozan, nos mantenemos quietos y nos miramos a los ojos.
El corazón se me acelera, siento una molestia extraña en el estómago.
—Puedo hacerlo, Marcos.
Espero que ella bote los desperdicios. Da pasos hacia mí hasta que se paraliza a una distancia prudente. Le abro la puerta para que salga, pero se queda en el mismo lugar.
—Adelante —aliento para que siga caminando.
Ella resopla, luego termina de salir.
Avanza a pasos rápidos y se pierde por las escaleras casi corriendo. Entonces, comprendo lo que le sucede.
Diana no quiere que la asocien conmigo y no sé cómo sentirme al respecto.
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