Capítulo 27
Diana
La vida ha adquirido otro color. Por primera vez en mucho tiempo me permito fantasear con un futuro. Hay algo más que una luz cegadora al final del túnel. Ahora puedo ver el otro lado.
Sin embargo, las ganas de no rendirme no han disipado el temor. Sigue latente en medio de mi pecho y es un recordatorio de las pocas posibilidades que me quedan. Pero las hay, y eso es suficiente para intentarlo.
Estoy tan determinada a ser feliz que el presunto boicoteo de mi nuevo compañero no ha logrado empañar mi buen humor. Andrew solo lleva una semana en la oficina y ya se cree con derechos que ni yo he ganado. Eso sí, debo reconocer que es inteligente. Domina como un experto los procesos.
Sus comentarios pasivos agresivos hacia mí son cada vez más constantes y se ha echado en un bolsillo a nuestra jefa. Debo andar con cuidado con él.
—¿Qué significa esto?
La pregunta de mi padre me devuelve a la realidad. Mamá lo mira, espantada, con una mueca que denota temor.
—Llegó tu oportunidad para emplearte —digo desde el sofá, muy tranquila.
Diego empieza a patear, por lo que me llevo una mano a la pancita.
—Esto no va a funcionar —masculla y arruga el papel—. No voy a perder mi tiempo.
—Otto, podrías intentarlo.
Las palabras de mi madre salen como un ruego. Cuánto me gustaría que ella lo retara. Que despertara de ese letargo y se librara de las garras de este hombre.
—Es una idiotez —afirma, mirándome con tanto odio que me retuerzo—. ¿Crees que puedes venir a decirme qué debo hacer, Diana?
—No entiendo por qué lo tomas con un ataque cuando te estoy ayudando. Deberías agradecer que Marcos se tomó la molestia.
—¡Yo no se lo pedí! —grita y se acerca a mí como un rayo. No lo niego, me intimida la manera que me mira—. ¿Es tu plan para deshacerte de nosotros?
—No sé de qué hablas.
—¿Tanto te cuesta mandar la miseria que sacas de tu salario? No puedo trabajar, mucho menos en el sol.
—Nadie te ha dicho que será a la intemperie, papá —espeto con frustración—. Ni siquiera es seguro que te darán el empleo, solo irás a reunirte con ese señor.
—Sé lo que haces y te aseguro que no funcionará —habla con tanta rabia que se ahoga—. Ese hombre te ha estado llenando la cabeza de porquería.
—Marcos solo quiere ayudar.
—¿Segura? Me parece que quiere alejarte de tu familia.
El asombro opaca cualquier otro sentimiento.
—Ser la puta de ese hombre te está dando alas —prosigue con burla.
La ira me nubla la razón, así que me levanto y me posiciono frente a él. De reojo, veo cómo mi mamá se acerca.
—Deja de insultarme. ¿Crees que ganarás algo con eso o que me afecta de la misma manera que antes? Te aconsejo que le pongas empeño para que te den el empleo. No seguiré manteniéndote, Lucas casi es mayor de edad y trabaja.
—Ese doctor te trató de incubadora, Diana. Tendrás a su hijo, pero no te pide matrimonio.
—Otto —interviene mi madre—, esto no es necesario.
—Claro que lo es —espeta, mirándome de arriba abajo—. Tu hija pide a gritos que le recuerde su posición en esta casa.
Encierra las manos en puños y me observa con desdén. Conozco sus intenciones.
—Atrévete, vamos —aliento con la cabeza en alto—. Ponme un dedo encima, Otto. Marcos vendrá a buscarme y esta vez no me quedaré callada.
Titubea y desvía la mirada.
—No le tengo miedo —dice, pero sé que es mentira. Se aleja despacio de mí como el maldito cobarde que es.
—No podré mandarles dinero como antes —informo y mamá hace una mueca que denota desagrado—. Lo siento por mi madre y Lucas.
—Sabremos apañarnos —responde ella bajito.
Otto resopla como un toro salvaje, después sale de la casa deprisa.
—Ayudaré en lo necesario, mamá.
—Te entiendo, hija. —Se sienta en el sofá con la mirada perdida—. Tu padre irá a esa entrevista.
Asiento, aunque lo dudo bastante. Él sabe lo que le conviene y le he dejado claro que ya no me usarán como cajero automático.
***
—Di-Di.
Lucas me abraza con fuerza. Le correspondo, posando la cabeza en su hombro. Mi hermano huele a sudor y caucho. A niño grande. Ha crecido tanto y justo ahora es que me doy cuenta. Tiene las espalda más ancha, los brazos definidos y la voz ronca. Se está perdiendo la forma aniñada de su cara.
—Te extrañé muchísimo —digo cuando se aleja un poco de mí.
Se encuentra agotado y sucio, pero la sonrisa que me dedica es real.
—Yo también —responde mientras me toma de la mano—. Quiero que veas algo.
Me dejo guiar hacia su habitación, un cuarto pequeño con una cama individual. Hay rastros de su gusto en los deportes en las paredes con pinturas desgastadas.
—Cierra los ojos —pide emocionado.
—Cuidado con lo que haces.
Lucas chasquea la lengua.
—¿No confías en mí? —Niego y él sonríe, como si hubiese esperado esa respuesta—. Prometo que no es nada malo.
—Bueno...
Hago lo que me pidió con el corazón agitado. Escucho que mueve algunas cosas, después lo percibo frente a mí de nuevo.
—Puedes abrirlos.
Un sonriente Lucas sostiene una caja cuadrada adornada con detalles de bebés y un moño azul.
—¿Qué es?
—Le compré un regalo a mi sobrino —dice feliz—. Ábrelo.
—No debiste, Lucas.
Se me estruja el pecho y una sensación extraña me recorre entera.
—Por favor, Di. Ahorré para esto.
Sus palabras, y la forma en que las dice, remueven todo dentro de mí. Deseo reprocharle por haber gastado su dinero, pero no quiero opacar la emoción que muestra.
Con el alma en un hilo, abro el regalo bajo su atenta mirada. Saco un enterizo a juego con guantecitos y un gorrito de Spiderman. El superhéroe favorito de mi hermano.
—¿Te gusta? —pregunta serio.
Una lágrima escapa de mi ojo, pero la limpio rápidamente.
—Me encanta, Lucas. Muchas gracias.
—No hay de qué, Di.
Lo abrazo con fuerza. El simple hecho de que él tomó parte de lo que gana para esto, me pone sensible.
—Ven a vivir conmigo, Lucas. Por favor.
—Estoy bien por mi cuenta. No te preocupes.
Me aparto y limpio mis mejillas. Pongo el regalo con cuidado en su cama.
—Vienen días duros, pero puedes contar conmigo para lo que sea. No permitiré que nada te falte.
—Puedes estar tranquila —dice, encogiendo los hombros—. Jaime, mi jefe en la ferretería, me está dejando ir todos los días después de clase. No le he dicho a mis padres, pero me paga en efectivo como los demás.
—Cuánto me alegro.
—Estoy ahorrando para irme de aquí, Diana. Muy pronto.
—Me dejas saber si necesitas ayuda.
—Lo haré si es necesario, aunque creo que no.
—¿Qué pasó con mi hermano pequeño?
Y no solo hablo del tamaño. Lucas ha dado un cambio muy significativo en todos los aspectos después de su recaída.
—¿Vas a quedarte a dormir? —cambia de tema.
—No. Marcos vendrá a buscarme.
Escuchamos a mamá que grita mi nombre. Agarro su regalo y salimos.
—¿Vas a quedarte a cenar? —pregunta tímida.
El sonido de mi teléfono no permite que responda. No necesito ni mirar para saber de quién se trata.
—Ya debo irme, Marcos vino por mí.
Ella asiente, ida. Me da lástima, pero en sus manos está la decisión para que eso cambie. Solo espero que algún día logre despertar.
Nos despedimos y salgo, apretando el regalo en mi pecho.
La tarde está cayendo, por lo que el cielo luce anaranjado.
Marcos me abre la puerta del copiloto y entro. Me sorprende con un beso en los labios.
—¿Qué es eso? —pregunta como si nada cuando vuelve al volante. Yo me siento desorientada.
—Un presente de Lucas.
Le muestro la ropita. Él dice que le encanta.
—No quiero manejar hasta tarde, así que dormiremos en un hotel y mañana te llevaré a un lugar.
—¿A dónde?
—Es una sorpresa.
Resoplo con hastío.
—¿Qué tal tu día?
—Un asco, ¿y tú? —pregunta mientras conduce, concentrado.
—Parecido al tuyo. Espero que Otto vaya a esa entrevista.
—Ojalá.
Marcos recorre el pueblo en busca de algún motel decente, pero la mayoría está lleno o hay algo que no nos gusta.
—Bueno, iremos a la casa de mis padres.
—¿Qué...?
—Ellos no están ahí, tranquila.
El corazón se me acelera porque no tenía planeado visitar el hogar materno de Marcos.
Pronto entramos a un bonito residencial. Las casas son altas y grandes, separadas considerablemente de las demás. Nunca había pisado este sitio.
Se detiene y se baja frente a un portón que no permite que vea más allá. Habla por el intercomunicador, a los segundos la puerta se abre.
Regresa y maneja hacia dentro. Entramos a un parqueo techado. Hay dos vehículos parqueados, y sobra espacio como para uno más.
Marcos me ayuda a salir. Observo alrededor con detenimiento. El jardín delantero está lleno de flores de todas formas e iluminado con luces de colores.
—Joven —saluda un señor mayor y abre la puerta principal.
—Gracias, David. Ella es Diana.
Me saluda con amabilidad antes de que Marcos me guíe. El salón es enorme, con ventanales de cristal, sofás alargados y lujos por doquier. No me pasa desapercibido de que es muy parecida a la casa que vive Marcos, pero esta es más amplia.
—¿Qué te apetece cenar? —pregunta mientras se quita la bata y suelta varios botones de su camisa.
Dejo el bolso y el regalo sobre una mesita y me siento en uno de los sofás.
—¿Dónde están tus padres?
—Viaje de negocios. Me dijeron que regresarán la otra semana —dice cuando se acomoda a mi lado—. ¿Deseas un baño?
Niego, aún mirando a los lados con temor.
—Diana, no te preocupes. Esta es mi casa y, por ende, tuya también.
—Marcos.
Atrapa mis manos entre las suyas y me levanta.
—Voy a pedir comida china, ¿te parece? —Asiento—. Vamos a la habitación.
Me guía por un pasillo largo y estrecho. Las paredes están llenas de fotografías, cuadros y espejos.
Marcos abre una puerta. Entra y se hace a un lado para que pase.
Cada detalle grita que es el cuarto del adolescente Marcos. La cama no es tan grande como la de su casa en la ciudad ni el armario. Aunque aquí también hay consolas de juego, una computadora de una sola pantalla y libros apilados en una mesa esquinera.
Me adentro con la sensación de que estoy invadiendo su privacidad. Conociendo una parte de él que nunca me había mostrado.
En una de las paredes hay varias medallas y fotografías. Reconozco a León y a Marcos de niños. Son diferentes: en fiestas, jugando a la pelota, en la playa.
—Ahí nuestros padres casi nos matan porque nos embriagamos —dice al borde de la risa, señalando una donde él y León están tirados en el piso—. Teníamos dieciséis.
Me sigue mostrando y contando las historias detrás de cada imagen.
—En esa fiesta di mi primer beso. Tenía trece.
También saca varios álbumes, que vemos mientras cenamos tirados en la alfombra de la sala.
—Oh, rayos. —Bebe de su jugo entre risas—. Ese día hicimos tanto desmadre que el señor Leonardo y la abuela de León nos dieron la reprimenda de nuestras vidas.
La fotografía muestra a un Marcos y León llenos de lodo de pies a cabeza.
—Eran terribles —digo enternecida, sin dejar de mirar la imagen.
—Siempre nos metíamos en problemas.
No puedo evitar comparar su niñez y adolescencia con la mía. Tuve tantas carencias, emocionales como económicas. No guardo fotografías ni anécdotas divertidas que contarle a mi hijo. Nada bueno que recordar.
Entonces, deseo que mi bebé crezca en un ambiente sano. Lleno de amor y armonía.
—¿Qué sucede, Diana? —pregunta con preocupación.
Nuestros ojos se entrelazan. Marcos me quita el álbum y lo deja a un lado junto a los demás.
—He pensado mucho en nosotros, y...
—¿Sí?
Trago saliva por la intensidad de su mirada.
—Me gustaría decorar la habitación de Diego en tu casa.
—¿Estás segura?
—Sí, pero seguiré en la mía. Aunque cuando dé a luz me quede contigo.
—Me parece perfecto.
Sonreímos cómplices. Marcos me da un beso en la frente.
—Trataré de salir temprano del hospital para que vayamos arreglando todo.
—Está bien.
—¿Diana?
—Dime, Marcos.
—Te quiero. Demasiado.
La manera en que habla hace que se me erice la piel.
—Yo también te quiero.
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