Capítulo 22

Diana

Salimos de la emergencia más rápido de lo estipulado. El bebé está bien, gracias al cielo. Marcos se ha mantenido callado en el trayecto a la ciudad, pero sé que es cuestión de tiempo para que me bombardee con preguntas.

Lo he sopesado mucho y no sé si decirle la verdad o hacerme la desentendida.

—Voy a pararme aquí para comprar la cena. ¿Te apetece algo en particular?

Entra al parqueo de un restaurante chino y apaga el vehículo.

—Pídela para llevar, te espero aquí.

—No fue eso lo que te pregunté, Diana.

Percibo sus palabras cortantes.

—Compra lo que te venga en gana.

—¿Podrías ser más considerada? Salí de mi casa a las cinco de la mañana y esta es la hora en que no he regresado.

—Estás en esta situación porque quieres, yo no te pedí que vinieras.

—¡Maldición! —grita y manotea el volante—. Lo hago por ti, Diana. Tienes casi seis meses de embarazo, en los cuales no me has dejado inmiscuirme. Me entero de que estás enferma por terceros, porque no has tenido la decencia de ser sincera conmigo.

Está tan agitado que su respiración se escucha entrecortada.

—¿Crees que es fácil para mí? —continúa, esta vez con voz suave—. Te he complacido en no acercarme mientras estamos en el trabajo, pero tú me has desligado por completo en lo que concierne con mi hijo o hija. Ni siquiera me has dicho qué es.

Me mira con tanta tristeza que desvío los ojos.

—Es un niño.

—Oh, por Dios...

—Arroz frito con pollo agridulce, eso me apetece —digo y él suspira.

—Vengo enseguida.

No me da tiempo de responder, sale de inmediato. Lo sigo con la mirada hasta que se pierde dentro del local.

Cierro los ojos, debo calmarme. Quizás no debería seguir esquivando la realidad. Llevo tanto tiempo conteniendo este gran peso que no sé si pueda durar un segundo más de pie. ¿Cambiará algo si le cuento a Marcos?

Me fijo en la hora que marca el vehículo, las once de la noche. Aún falta un gran recorrido para que lleguemos.

Marcos abre la puerta y me pasa una bolsa de papel. El aroma a comida inunda el espacio y me hace salivar.

—Puedes ir a la parte de atrás para que estés más cómoda —sugiere, colocando dos bebidas a su lado en el asiento.

—Ya es muy tarde, necesito dormir.

—Nos falta una hora de camino aún.

Se mete unos rollitos de carne a la boca. Lo miro, ensimismada, e imagino lo rico que deben estar.

—¿Quieres? —pregunta y me extiende uno.

Agacho la cabeza, aun así, lo cojo y lo muerdo deprisa. Casi gimo ante lo delicioso que sabe.

Él empieza a manejar con una mano y come con la otra. Estoy tan agotada que me quedo en el mismo lugar. Devoro mi cena en tiempo récord.

—Marcos.

—Ujum...

—Necesito ir al baño.

Me mira con cara de espanto. Ya estamos en plena carretera, solo hay monte a nuestro alrededor.

—Tengo toallitas —dice sugestivo.

Detiene el carro, se baja y abre la puerta del copiloto. Me ayuda a salir con cuidado.

—¿Aquí?

—¿Puedes aguantar unos minutos en lo que encontramos alguna tienda? —Niego—. Entonces, adelante.

Las luces del vehículo iluminan donde nos hemos parado.

Resoplo, molesta, pero no puedo retenerlo más. Me bajo los pantalones y panti, después me agacho. Marcos extiende sus manos para que las tome. La vergüenza hace que me se caliente las mejillas, aunque accedo para no caerme.

—Nunca había hecho algo como esto —digo cuando me incorporo.

Me limpio y me arreglo la ropa bajo su atenta mirada.

—Una vez, en un grupo del bachillerato, hicimos un camping y tuvimos que orinar entre los árboles —cuenta, divertido—. León se ligó a una chica en pleno bosque.

Su sonrisa se desvanece casi de inmediato. Me gustaría preguntarle qué sucede, pero no me atrevo.

—Debemos volver.

—Sí, quiero llegar a mi casa.

—¿A la tuya? —pregunto a la vez que me subo en los asientos traseros.

Marcos entra al volante y empieza a conducir de nuevo.

—Sí. Tenemos una conversación pendiente. 

Me recuesto en posición fetal, dispuesta a dormir en lo que queda de recorrido. No sucede, mi mente no me deja tranquila con lo que pasará cuando le confiese lo que me aqueja.

Una vez en su casa, Marcos me guía hacia la habitación. De solo ver la cama, empiezo a bostezar.

—Me daré una ducha caliente —dice, quitándose la ropa.

—También quiero tomar un baño.

—Ven conmigo.

Abro la boca para decirle que no, pero me agarra de la mano y me conduce hacia el baño.

Marcos pone la bañera a llenar y toca el agua para medir la temperatura. Se quita el pantalón y el bóxer, después me hace señas para que me acerque.

Le hago caso, pero antes me desvisto. Me mira con tanta intensidad que trago saliva. No recuerdo que nadie me haya observado, nunca, de esta manera.

Se mete a la bañera y hago lo mismo.

—La pancita ha crecido mucho —dice cuando se posiciona detrás de mí. Lleva sus manos a mi vientre y lo acaricia con ternura—. No sabes lo bella que te ves embarazada de mí, Diana.

Un cosquilleo me recorre el cuerpo, lo que provoca que cierre las piernas.

Me giro, de modo que quedamos frente a frente, mirándonos directo a los ojos.

—¿Vas a ponerme al corriente o tendré que seguir esperando? —pregunta con un hilo de voz.

Lo sopeso, el momento ha llegado.

—Lo descubrí hace seis años. Fui al médico por unas manchas raras en la piel y los estudios revelaron lo que padezco. Estaba sola y acababa de perder mi empleo. Pasé por varias fases hasta que llegué a la resignación, así que, luego de que empecé a laborar de nuevo, me sometí al tratamiento.

—¿Por qué no le dijiste a tus padres? —pregunta en un susurro mientras me acaricia los brazos de abajo hacia arriba.

—¿Por qué debía hacerlo? Ellos me tenían como la villana de su cuento. Me culpaban de que Otto había perdido su trabajo. Mamá estaba ciega, más que ahora, y Lucas era pequeño.

—Lo siento tanto...

—Mañana te mostraré los diagnósticos y cada prueba que me he hecho.

Marcos no aparta su mirada de la mía ni retira su toque. 

—Te dejaste de cuidar, ¿cierto?

—El tratamiento me hacía más mal que bien. Además, no habría mucha diferencia. No hay cura, Marcos. En cualquier momento moriré.

—No hables así...

—Soy realista —lo interrumpo—. Prefiero vivir sin tanto dolor, un día a la vez. Antes solo me preocupaba Lucas, tenía miedo de irme y que él quedara desamparado. Ahora, temo que no pueda ver crecer a mi hijo.

—Haré hasta lo imposible por ustedes. Visitaremos a los mejores médicos, moveré cielo y tierra para que sigas aquí con nosotros.

Sus palabras me desgarran el alma. Me gustaría que se hicieran realidad, pero sé que no es posible.

—Marcos, no te enamores de mí. Por favor, dime que solo me tratas tan bonito porque espero a tu hijo. —Llevo mis manos hacia su rostro—. Necesito que me convenzas de que soy una más de las mujeres que te coges.

—No puedo, Diana. Lo siento.

Agacho la cabeza con pesar para que no vea mis lágrimas.

—Estuve en una relación de casi dos años —continúa con la voz entrecortada—. Ha sido mi mayor logro, nunca había permanecido en serio con ninguna mujer. Le pedí matrimonio y todo iba bien ante mis ojos hasta que ella me pidió tiempo. De un momento a otro nuestra historia se derrumbó. Hace poco me di cuenta de que no estuvimos en la misma sintonía. Estaba cegado por mis sentimientos.

—Lo lamento.

—Está superada —habla con rapidez—. No quiero cometer los mismos errores, Diana. Si no estás lista para que estemos juntos ni sientes lo mismo que yo, lo entiendo. Respetaré tu decisión, pero no creas que fuiste o eres un pasatiempo. No estoy aquí porque me siento comprometido o es mi deber. No te dejaré sola, puedes confiar en mí. 

Sus palabras me calan tan hondo que remueven mi interior. No puedo contener el llanto, tampoco esconderlo de él.

Me abraza en silencio con fuerza, como si supiera que es lo único que necesito ahora mismo. Como si entendiera que no hay nada que pueda decir que expresara lo que estoy experimentando.

Me aferro a él cual si fuera mi ancla, y ruego en silencio por un milagro. Aun si jamás he sido muy creyente, necesito que algo divino, lo que sea, se apiade de mí por lo menos esta vez.

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