Capítulo 34

Diana

Hacía mucho tiempo no me sentía tan bien.

Aún estoy en la clínica y Diego sigue en la incubadora, pero las cosas han mejorado. O así las percibo.

Los dolores en el cuerpo han menguado, a excepción de la herida de la cesárea. Esa aún me late como si estuviese a carne viva. Cicatrizo lento.

Ya puedo sentarme mejor. He caminado de vez en cuando por los pasillos con Marcos a mi lado. Nuestras charlas tranquilas y sin preocupaciones se han extendido hasta la madrugada. Mi doctor, ayer mismo, nos reprendió.

Pero no hay que temer, Marcos es médico y él nunca pondría mi seguridad en riesgo. Sabe lo que hace.

Un carraspeo me devuelve a la realidad, donde mi padre me mira con la cara en una mueca que denota desagrado.

—¿Cuándo te darán de alta? —pregunta en un tono de voz neutro. No sé qué esperar de él.

—No lo sé. Marcos dijo que me faltan algunos estudios antes de eso.

Asiente sin quitarme los ojos de encima.

—¿Y cuándo pensabas ponernos al tanto de lo otro?

El corazón se me detiene por unos segundo, después late tan rápido que me da miedo quedarme sin aire.

Otto me observa con el reproche marcado en sus facciones.

—¿Mamá lo sabe? —Emite un sonidito de confirmación—. Lo siento.

—Vas a estar bien —afirma, pero deduzco que lo dice más para él que para mí—. Lucas no tiene por qué enterarse.

—Estoy de acuerdo.

—Diana —camina hacia mí y se queda al pie de la cama—, eres mi hija.

El dolor se instala en mi pecho, lacerando todo a su paso. ¿Cuántas veces necesité esta mirada o esa voz suavizada? Quizás por esto oculté la enfermedad, no quería ver lo que estoy viendo en los ojos de Otto. Ni quería hacer sufrir a mi familia.

—Lo sé, papá.

El titubeo que veo en su mirada me conmueve. Él no sabe cómo ser amable conmigo, nunca lo ha sido y le es más difícil de lo que parece.

—No te preocupes —prosigo para aligerar el ambiente—. Todo está bien ahora.

Otto asiente, sin quitar sus ojos de los míos. Una sombra se ha mudado en su cara. No quiero que esté así, mi mamá tampoco. Dios, mi madre.

—¿Cómo está ella? —pregunto y él se sacude como si hubiese salido de un trance.

—Calmada —responde en voz baja—. Tu marido se quedó explicándole la situación.

Agacho la mirada, incapaz de sostener la suya un segundo más.

—Hoy me desperté diferente —confieso bajito. Otto abre los ojos en demasía—. Renovada, menos adolorida —explico en medio de una sonrisa para tranquilizarlo.

—Eso es una buena señal —murmura con cautela.

—Hasta cargué a Diego y pude pasearlo en mis brazos por toda la habitación.

Ha sido de las mejores experiencias que he tenido. Mi padre me observa con la cara neutra ahora.

—Siento que es cuestión de unos días para que salga de aquí —prosigo muy segura.

Él se sacude y traga saliva.

—Así será, Diana.

La puerta se abre de repente y entra Marcos. El ambiente cambia drásticamente, aunque él intenta disimular.

—¿Qué pasó? —pregunto alarmada.

—Nada.

—Esperaré fuera —interviene Otto y sale a pasos rápidos.

Observo a Marcos, arriba y abajo. La manera en que aprieta las manos es motivo suficiente para preocuparme.

—Marcos...

—Debo ir al hospital —me interrumpe.

—¿Por qué?

Nos miramos directo a los ojos, pero él desvía la cabeza.

—Vendré en un par de horas, solo debo averiguar algo.

No me convencen sus palabras, mucho menos sus fallidos intentos de fingir calma. El corazón se me acelera.

—Puedes confiar en mí.

—No es eso, Diana.

—Me siento bien, mejor que nunca. —Extiendo los brazos y la vía intravenosa se agita con el movimiento—. Dime, Marcos.

Su rostro se descompone en una mueca que denota angustia. Deja caer los hombros.

—Es León —dice entre dientes.

—¿Qué le pasó a León? —Trato de que los nervios no me superen.

Marcos resopla.

—Estuvo envuelto en un... Un percance. —Agacha la mirada—. Dicen que lo hirieron y ahora no se sabe dónde está.

—¿Qué...?

—Por eso debo ir al hospital, Diana. Moveré todos mis contactos hasta encontrarlo. Lo prometo.

Asiento ida. León está herido y sabrá Dios en dónde. Un frío se apodera de mi pecho.

—Ponme al tanto desde que sepas algo de él, por favor —pido y él asiente.

Se acerca a la cama, después se sienta a mi lado.

—Todo estará bien, Diana.

Me abraza con fuerza y deja un beso en la coronilla de mi cabeza.

—Lo sé. —Sonrío para que se relaje.

Él hace lo propio mientras me acaricia las mejillas.

—Dice el doctor que, quizás, en dos días les darán de alta. Tu recuperación y la de Diego han avanzado muchísimo.

El alivio me recorre el cuerpo. La paz me inunda y algo se destensa en mi interior. Por primera vez, en mucho tiempo, el futuro se ve reluciente. Esas promesas escritas en papel cobran sentido.

***

Mi madre me acompaña a visitar a Diego. Aún no ha tocado el tema de la enfermedad. Su silencio y la manera en que desvía la mirada me dan a entender que no ha reunido el valor de enfrentarlo todavía.

Yo tampoco, si soy sincera.

El calor de mi bebé despeja cualquier tristeza. Lo observo maravillada. Ha crecido bastante y ya puedo alimentarlo por mí misma.

—Tú naciste casi igual que él —dice mi madre con la voz entrecortada. La miro—. Eras tan pequeñita que me daba miedo cargarte.

—¿Tuviste complicaciones?

—Sí, con ambos. Lucas también nació prematuro y era enfermo.

Lo recuerdo. Mi hermano no salía de un hospital, siempre le daba gripe o fiebre.

—Yo me quedé en casa para cuidarlos. —Sonríe con un dejo de tristeza que me destroza por dentro—. Vivía con el miedo constante a que les pasara algo yo estando lejos.

No digo nada, pero sé que ahí comenzaron los problemas económicos o, tal vez, mucho antes. Ese matrimonio, nuestra familia, estaba deshecho a puertas cerradas. Yo presencié cosas que ningún niño debería presenciar.

—Una madre nunca estará preparada para enterrar a sus hijos —prosigue con el dolor goteando de cada palabra—. Ni debería ser así.

Un escalofrío me recorre la espalda. Aprieto a Diego contra mi pecho al imaginarme una vida sin él. No lo soportaría.

—Mamá, lo siento. —Parpadeo para que las lágrimas no salgan—. No les dije...

—No sigas, Diana —me interrumpe y me toca los brazos. Relajo la postura, no quiero hacerle daño a mi bebé—. Vas a sanar.

No estoy segura de si trata de convencerme a mí o a ella. Aun así, asiento.

—Lo sé, me siento mejor.

Miro a Diego a los ojos y sonrío. Él está despierto, sereno. Algo me dice que será un niño tranquilo y obediente.

—Tengo muchas razones para luchar por mi vida —susurro sin despegar la vista de mi bebé.

Alguien toca la puerta y vislumbro a la señora Gloria desde el cristal. Hago un ademán para que pase.

Su buena vibra y energía despejan las sombras que se habían instalado entre mi madre y yo. Con ayuda de ellas, me siento en uno de los sofás con Diego.

Ellas entablan una animada conversación mientras sigo pensando en lo que hablé con mamá. También repaso lo que me dijo Marcos. ¿Cómo estará León? Trato de estabilizar la respiración, no puedo darme el lujo de alterarme.

Solo espero que León se encuentre bien donde quiera que esté.

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