Capítulo 32

Marcos

El dolor de cabeza se apoderó de mí desde ayer, cuando recibí esa noticia. He tratado de ocuparme de más para no sobrepensar en lo que pasará en unos días.

¿Para qué tanto dinero en mi cuenta bancaria si no puedo garantizar la vida de mi mujer y mi hijo?

¿De qué me sirve lo que he logrado hasta ahora?

Lo único que quiero es a ellos. Con bien.

Entro a la casa y lo primero que veo es a mi madre, mirándome con amor y añoranza.

—Marcos.

Corro a sus brazos, de la misma manera que siempre lo he hecho. Mamá me acorrala con tanta fuerza que las lágrimas escapan de mis ojos.

—Diana estará bien, cariño —dice con dulzura sin dejar de sostenerme.

No puedo hablar, solo me fundo en el calor y comodidad que me ofrece. En esa protección inquebrantable tan conocida para mí.

Así nos mantenemos. Ella no me suelta en ningún momento. Desde que tengo uso de razón, mi madre nunca se ha soltado de un abrazo mío antes. Deja que yo lo haga. Como si fuera capaz de ver qué necesito mientras la aprieto, en el tiempo que yo considere mejor.

Poco a poco me alejo. Me limpio las mejillas antes de enfrentarme a su mirada. Los ojos de mamá están cristalinos, amables. Gritan lo que ella calla. Ese amor incondicional y comprensión que me ha brindado siempre.

Suspiro profundamente.

—En tres días le harán la cesárea.

Decirlo en voz alta hace que el pecho se me encoja.

—Vas a conocer a tu hijo —habla con alegría. No hay una pizca de dolor en sus facciones—. Ella saldrá bien, Marcos. Estoy segura de que será un éxito.

—¿Y si no...?

—Aleja esos pensamientos negativos, hijo.

—No se trata de eso, mamá. —Inhalo y exhalo—. Su situación es compleja.

—Lo sé.

—Tengo miedo.

Y no se compara a ningún temor que haya experimentado antes. A nada. Este sentimiento es tan nuevo como desolador. El simple hecho de que vamos a una cita a ciegas, donde podría ocurrir cualquier cosa, me retuerce hasta la médula.

Diana ha respondido bien al escaso tratamiento que soporta en su estado. No obstante, su cuerpo es débil por la enfermedad.

—Ella es fuerte, cariño. Los dos, Diana y tu bebé, estarán a salvo.

Asiento a sus palabras, aferrándome a ellas como si fueran un bote salvavidas.

—Gracias.

—Aquí estaremos para ti cuando lo necesites.

Miro alrededor con el ceño fruncido.

—¿Y papá?

—En la habitación —responde con una sonrisa—. Quería darnos este momento a solas.

Me río por lo solemne que es mi padre. Él huye de la cursilería, pero se mantiene cerca. Atento a lo que yo necesite. Desde niño ha sido así.

Camino con ella hacia el cuarto y, una vez dentro, papá me palmea la espalda. Su manera de decirme que está conmigo.

—Debiste traer a Diana —alega mientras se aleja, mirándome de arriba abajo.

—Ella necesita reposo.

Además, me sentía muy mal y no quería que me viera así. Debo ser fuerte o por lo menos parecerlo delante de ella. Me da pavor desmoronarme en su presencia.

—Pudiste avisarnos y hubiésemos ido a tu casa.

—Ansiaba esta escapada.

—Cualquier cosa que necesites...

—Lo sé, papá, y lo agradezco.

Él asiente, la cara marcada por una preocupación profunda.

La conversación se desvía a mi trabajo y estudios. Me da vergüenza decirles que retiré todas mis materias, aunque lo comprenden. Ahora tengo prioridades.

Salimos del cuarto hacia la cocina. Mamá prepara algo en tanto mi padre me cuenta sobre algunos negocios que ha cerrado. Habla de números, reuniones. Siempre le ha apasionado la administración, y hubo un tiempo en que quiso que yo siguiera sus pasos.

Era imposible. Soy un desastre en cuanto a eso. De hecho, ni siquiera tenía claro qué estudiaría cuando salí de la escuela. Me decidí por la medicina por León. Aunque se convirtió en una pasión y no me veo haciendo otra cosa. Considero que tuve suerte.

Comemos en medio de una conversación amena. Los pensamientos se arremolinan en mi mente, es el momento de decirles.

—Le pedí matrimonio a Diana. —Papá deja caer la cuchara en su plato y mi madre me observa con la boca abierta—. Ella dijo que sí. Nos casaremos cuando se haya recuperado de la enfermedad.

La manera en que los ojos de mi madre se cristalizan hace que trague saliva.

—Tomaste muy en serio el consejo que te di en broma —espeta mi padre.

Sus palabras dan en un punto en algún lugar de mi pecho. Entonces, lo veo. Ellos están preocupados por mí. Mierda.

—¿No es algo precipitado? —La pregunta de mamá me desconcierta—. ¿Estás seguro?

—No pasará igual —me defiendo.

—Marcos —llama papá con esa calma que anuncia que nada bueno vendrá—, eres un hombre y sabes lo que haces.

—¿Pero...?

Los dos se miran y mi madre agacha la cabeza.

—Nada, hijo —dice bajito—. Felicidades.

Dejo de lado el plato y los cubiertos, el hambre se me fue de repente.

No sé qué me molesta más, que ellos piensen que he cometido el mismo error o que no se atrevan a decirlo.

—Debo irme.

Me levanto y camino hacia la sala.

—Cariño, no te pongas así.

—¿Cómo quieres que esté? Ustedes piensan que soy el mismo imbécil de hace casi cuatro años.

—Eso no es cierto. Solo nos preocupamos por tu bienestar.

Me río sin gracia ante las palabras de mi madre.

—Diana no es Kim, esta es una situación diferente.

—Lo es —alega papá—. Y mucho más delicada.

—¿Cuál es su punto? —pregunto airado—. Ayúdenme a entenderlos.

—No es nuestra vida, cariño. Lo que nosotros pensemos no hará la diferencia.

Mi padre asiente a lo que ella ha dicho.

—Pero quiero saberlo.

Ellos se miran por unos segundos, después desvían los ojos a mí.

—Le tienes miedo a la soledad, Marcos. Saltas de una relación a otra, entregas el corazón demasiado pronto.

—¿Crees que no amo a Diana?

—Considero que te has aferrado demasiado a ella.

—Ni siquiera fuiste a terapia antes de comenzar otra relación —dice papá con cautela.

—Porque no la necesitaba.

El silencio reina entre nosotros. Odio la duda que han clavado en mí a pesar de lo que siento por Diana.

«Miedo a la soledad».

Esa maldita frase retumba en algún lugar de mi mente.

—Bueno, quizás nos preocupamos por nada —dice mi madre, calmada, con una sonrisa en la boca—. Eres nuestro hijo, eso es parte de ser padres.

Papá asiente en acuerdo y se toman de la mano. Lucen relajados, como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, no puedo dejar de recordar sus palabras.

Me despido de ellos entre besos y abrazos. Prometen que estarán con nosotros cuando Diana dé a luz.

El dolor de cabeza me aturde. La duda carcome mi interior y un nuevo miedo aflora en mí. Estoy seguro de que la amo y haría lo que fuera por ella y mi bebé.

Una incógnita me llena la mente: ¿qué hubiese pasado si Diana no hubiera quedado embarazada? ¿Estaríamos juntos y comprometidos?

Trato de relajarme, pero la incertidumbre e impotencia no me lo permiten. No obstante, hago el esfuerzo porque no quiero que ella se dé cuenta de mis inquietudes.

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