Capítulo 29

Diana

Estoy cansada. Agotada y sin deseos ni de respirar. Me lavo la cara con agua fría, muevo la cabeza, cierro los ojos. Las pataditas de Diego es lo único que me reconforta.

—Te ves pálida.

Miro a Ámbar, quien me observa con preocupación.

—Quiero irme.

—Hazlo, yo le aviso a la jefa.

Lo sopeso. Entonces, imagino la cara de satisfacción de Andrew.

—No es tan grave y ya casi es la hora del almuerzo.

Ella asiente, aunque noto la duda en sus facciones.

—No te sobreesfuerces, Diana.

Sus palabras amables derriban una parte del muro que siempre impongo entre mí y los demás. Ámbar, pese a mi negativa de involucrarme con alguien de aquí, me ha demostrado que puedo contar con ella.

—Gracias —digo con sinceridad—. En serio, gracias.

—No hay de qué, somos compañeras. —Una sonrisa cálida adorna sus labios—. Tú siempre eres esquiva, pero quiero que sepas que puedes confiar en mí.

Asiento y ella me pone una mano en el hombro, condescendiente.

—Y tú en mí.

—Lo sé.

Salimos del baño y nos dirigimos a la oficina. El suplente se encuentra sentado en mi sillón, tecleando con habilidad. Muy concentrado. Suspiro, agarro el móvil y me retiro antes que los demás.

La fila para comprar el almuerzo no es larga. Sin embargo, el comedor se va llenando al pasar los minutos. Cuando me acerco a la mesa, mis colegas ya han llegado. Me acomodo entre Tulio y Ámbar.

—Los rumores corren como pólvora en este sitio —dice Andrew, interrumpiendo la charla casi silenciosa de Janah y Tulio.

—Siempre ha sido así, pero ¿a qué te refieres?

La pregunta de Ámbar llama la atención de cada uno de nosotros, que ahora miramos al suplente.

—Esos de allá. —Señala la mesa donde hay varios doctores. Específicamente a Marcos y una joven que no había visto antes—. Escuché que son amantes.

Dejo caer el tenedor en el puré al momento en que los ojos de mis compañeros se posan en mí. No es un secreto para nadie que Marcos y yo estamos involucrados, incluso si nosotros no lo hemos dicho.

—No creas todo lo escuchas —interviene Ámbar, encogiendo los hombros—. Solo son chismes.

—Yo sí los creo —dice Janah y posa su mirada sobre mí—. Ese doctor es un puto. No me sorprende.

—Cállate.

La voz de Tulio me hace girar la cabeza. Me concentro en todo para no hacerles frente.

Ellos no saben que Marcos y yo somos novios, los planes que hemos hecho. Desconocen que dormí con él anoche y que es muy probable que hoy también. Y mañana.

Llevo la vista a Marcos. Nuestros ojos se encuentran y me sonríe. La doctora esa sigue conversando con los demás. ¿Por qué han corrido esos rumores sobre ellos?

Agacho la cabeza. Una sensación extraña me recorre el cuerpo. Mi teléfono timbra y solo así regreso a la realidad.

—¿Sí? —contesto al tiempo que me levanto de la mesa. Los ojos de mis compañeros están puestos en mí. Recojo el plato y me alejo.

—Diana, perdona que te moleste —dice mi madre—. Necesito tu ayuda...

Tiro los desperdicios en el zafacón y salgo de ahí a pasos rápido, lo que me permite la pancita.

—Claro, mamá. No te dejaré desamparada.

Un suspiro profundo se escucha del otro lado.

—Gracias, hija. Tu padre irá a la entrevista, logré convencerlo.

—Me alegra mucho. Espero que le vaya bien.

—Y yo... Quiero emprender en algo.

Me quedo muda, procesando lo que ha dicho.

—Me gustaría discutirlo contigo —prosigue.

—Por supuesto. Te llamaré más tarde.

—Gracias, Diana.

—Debo colgar, mamá. Te pondré el dinero en unos minutos.

—Antes de irte —hace una pausa por unos segundos—, ¿cómo te sientes?

Me tiemblan los labios cuando le respondo que bien, después cuelga. Me detengo en el pasillo, justo antes de bajar la escalera. Las palabras de mi madre hacen eco en mi mente. Ella intentará moverse, hará algo para cambiar su situación. Cuánto deseé esa determinación de su parte años atrás.

—¿Tú tampoco sabes adónde ir? Podemos regresar a la oficina y adelantar el trabajo.

—Aún es mi hora de almuerzo.

—Sí, pero se llama dar la milla extra. ¿Sabes lo que es eso?

Andrew se acomoda los lentes mientras me mira con arrogancia.

—Prefiero dar esa dichosa milla en mi turno, no fuera de él.

—Personas como tú no llegan a nada, mucho menos en un sitio como este.

—Sigue así —aliento con una sonrisa fingida—. Quizás te quedes con mi puesto cuando me vaya de licencia.

—Nuestra jefa sabe, Martin. Todos, en realidad. Eres el tipo de mujer...

Las palabras se quedan en el aire cuando, en un movimiento rápido, Andrew es alejado de mí con violencia.

—Te reto a que la insultes.

La piel se me eriza ante la voz ronca y entrecortada de Marcos. Andrew da pasos hacia atrás.

—No es lo que piensa, doctor.

Marcos lo mira con tanto desprecio que él se encoge. No hay rastros del tipo intimidante que deja comentarios venenosos cada que puede. Es un maldito cobarde.

—Espero que sea así —espeta mi novio—. Diana no está sola y si me llego a enterar de que la molesta, se la verá conmigo.

El suplente asiente y se marcha a pasos rápidos.

—¿Estás bien?

Su pregunta hace que lo mire a los ojos. Los suyos se han suavizado, aunque aprieta las manos con fuerza.

—Es la primera vez que te veo tan... enojado.

—No sabes de lo que sería capaz por mi mujer y mi hijo.

Un escalofrío me recorre la espalda.

Marcos me hace señas y me guía hacia la planta baja. Camino detrás de él hasta el lugar ya conocido. Abre la puertecita y se hace a un lado.

El aire fresco me golpea el rostro. Los rayos de sol se cuelan a través de las ramas. Me encojo cuando siento las manos de Marcos tocarme la pancita desde atrás. Me besa el cuello, el hombro.

Me recuesto de su pecho y cierro los ojos.

—Estoy loco por llegar a la casa —susurra en mi oído—. Ya quiero decorar esa habitación.

—Yo también —respondo con un hilo de voz.

—Y acurrucarme contigo hasta el amanecer.

Se posiciona frente a mí. Nuestras miradas se entrelazan y la suya refleja tantas cosas que nunca pensé me dedicarían.

—Ya has dado por hecho que me quedaré contigo —digo seria mientras le toco le toco el pecho por encima de la bata—. Te dije que por ahora no.

—Diana...

—¿Tienes idea de lo que se rumora de ti? —Marcos me mira con tanta confusión que entorno los ojos—. Dicen que la nueva doctora es tu amante.

—¿Quién...?

—No sé su nombre, Marcos. Ella es llenita, cabello negro y largo. Se sentó junto a ti en el comedor.

—¿Paulette?

—¿Así se llama?

—Es su apellido.

—Oh, interesante —digo y hago ademán de irme.

—Sabes que es mentira, ¿cierto?

Me encojo de hombros. Marcos acorta la distancia entre los dos, lo que permite mi pancita. Me toma la cara con ambas manos y me obliga a mirarlo a los ojos.

—Estamos en el mismo turno y sala, así que hemos pasado varias horas juntos. Trabajando. —Remarca la última palabra.

—Claro, claro.

—¿No me crees? —pregunta con impaciencia—. Estoy harto de que no puedo acercarme a nadie porque empiezan a hablar mierda y a suponer estupideces.

—Te has ganado esa fama.

Se queda callado, con los labios apretados y una mirada que denota angustia.

—Te quiero. Nunca estaría con nadie, no con esto que siento por ti.

Su toque se afloja. Yo desvío la mirada.

—Eres mi novia, mi mujer, la madre de mi hijo —continúa—. Eres todo para mí, Diana. No tengo ojos para nadie más.

—Debo regresar. Nos vemos más tarde.

Marcos me agarra de un brazo. 

—Me tiene sin cuidado lo que los demás digan de mí, pero necesito saber qué piensas tú.

Atrapo su cuello con fuerza y le sostengo la mirada.

—Que mantenga sus manos lejos de ti y todo estará perfecto.

Marcos sonríe.

—Esa mujer está felizmente casada, corazón. No hay interés en ninguna de las partes. Te lo juro.

Asiento y dejo un beso sobre sus labios.

—Entonces, ¿saldrás a las cinco?

—Sí, espérame en el parqueo.

Atrapa mis labios y se adueña de mi cavidad bucal. Nos abrazamos por unos minutos hasta que recuerdo que debo transferir dinero a mi mamá y volver a la oficina.

—Pórtate bien —digo antes de dirigirme hacia la puertecita.

***

Cuando llegamos a la casa nos encontramos con Mari. Ella me saludó con toda la amabilidad y cariño que la caracteriza. También me ofreció unos bocadillos y jugo de naranja.

La habitación que Marcos escogió para Diego, de las cuatro que hay en su casa, es enorme. Al lado de la de él.

—Compré pintura —dice mientras medimos las paredes blancas—. Quedará mucho mejor con un poco de color.

—Intentaré hacer unos dibujos.

—Oh, ¿sabes pintar? —pregunta con sorpresa y cierta diversión.

—No, pero puedo intentarlo.

Marcos busca periódicos y los ponemos en sitios estratégicos para que no se manche el piso. Además, saca las pinturas y los artefactos que necesitamos.

Se me hace raro verlo en pantalones cortos, camiseta sin mangas y descalzo. Contrario al hombre trajeado y bien arreglado que siempre es. Aun así, me parece tan atractivo.

Yo llevo puesto una camiseta ancha de él.

Marcos mezcla las pinturas hasta crear una de un azul clarito, parecido al cielo. Usa un rolo mientras yo pinto con una brocha. Le agradezco en silencio que no huele feo.

—¿Hoy no irás a la universidad? —pregunto curiosa. Me es muy sospechoso todo el tiempo que está teniendo.

—No. Reduje las materias.

—Marcos...

—El embarazo está avanzado —me interrumpe, dejando de lado lo que hacía—. Necesito dedicarme a ustedes.

—Eso retrasará tu carrera.

Él se encoge de hombros.

—Ahora tengo mis prioridades.

Sigue en su labor como todo un profesional. Yo, en cambio, siento que me podría caer en cualquier momento.

Me acomodo en el piso en medio de la habitación bajo su atenta mirada.

—Solo es cansancio —aclaro, pasando una mano por mi pancita—. Tu hijo está inquieto.

—Ve a descansar, Diana. Yo me encargo de lo que falta.

Se acerca y me ayuda a levantarme. Hay rastros de pintura en su camiseta y pantalones, en las manos y en la mejilla.

Aferrada a él, uno mis labios con los suyos. Es un beso lento, dulce. Marcos me aprieta los brazos y toma el control.

Nos alejamos, mirándonos a los ojos. La sonrisa que esboza su boca es un reflejo de la mía.

Salgo de la habitación y entro a la suya. El cuerpo me duele, la espalda. Las ganas de orinar me mueven hacia el baño. En medio de un mareo, hago mis necesidades y doy pasos al lavamanos. Las sienes me laten.

Me miro en el espejo y lo que veo me deja horrorizada. Entonces, lo percibo. El hilillo rojo y tibio que me baja por la nariz.

Estoy sangrando.

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