Capítulo 26

Diana

Las manos me sudan mientras camino hacia la sala, donde ya se encuentra Marcos con sus padres. Las risas cesan cuando me ven.

—Dianita, cuánto tiempo. —La señora Gloria es la primera que se levanta y se acerca a mí como un tornado—. Qué bella estás.

Me acorrala en un caluroso abrazo.

—Es un gusto verla de nuevo —digo con sinceridad. Ella no me suelta y se mueve de un lado a otro.

Se aleja un poco, agarrándome de las manos.

—Esa pancita dice varón por dondequiera.

Sonrío por lo emocionada que luce.

—Es un niño —avisa Marcos.

—Diana. —El papá de Marcos, serio, se para frente a mí. Su mirada me intimida—. Bienvenida a la familia.

Me palmea el hombro, guardando la distancia.

Susurro un gracias, apenada.

Marcos nos mira con una sonrisa que delata lo feliz que está. Yo, en cambio, me siento incómoda. Y no se debe del todo a sus padres, que son amables y me han abierto las puertas en sus vidas, sino a mis inseguridades.

Empeora al momento en que nos sentamos en la mesa y veo la interacción de los tres. Es una familia sana, sin insultos ni gritos. Muy diferente a la mía.

—Me comentó Marcos que trabajan juntos.

La voz del señor Bauer me toma desprevenida. Siento un apretón en la pierna que me despabila.

—Ah, sí.

—También que estudiaste Economía —interviene la señora Gloria—. Es una buena carrera.

—Sí, eso estudié.

Agacho la cabeza y me dispongo a cortar la carne en mi plato. Me siento ridícula.

—Diana y yo ya tenemos el nombre del bebé —dice Marcos, cambiando de tema—. Se llamará Diego Marcus.

—Es un hermoso nombre, hijo.

El ambiente se relaja, aunque permanezco en silencio. Los padres de Marcos hablan de la infancia de él, sus travesuras. También de los viajes que hacen con regularidad y que algún día deberíamos acompañarlos.

Tanta armonía me descoloca, indicio del mal trabajo que hicieron mis padres en comparación con los de Marcos. Ellos son adinerados y solo tuvieron un hijo.

—¿Qué te sucede? —pregunta, asomándose por la puerta. Entra y cierra despacio—. Te noto tensa, Diana.

—Son los nervios.

—¿Por qué? —inquiere sorprendido—. Solo son mis padres.

—No es eso —digo y me siento en el inodoro—. En realidad, es una tontería.

Marcos se acerca y se arrodilla frente a mí, de modo que quedamos casi a la misma altura.

—No es una tontería si te pone de esta manera.

Lleva una mano a mi mejilla y la acaricia con el pulgar.

—Creo que no le caigo bien a tu papá.

—Estás equivocada —dice entre risitas—. Mi padre no suele mostrar sus emociones, pero le encantaste.

—¿Seguro?

—Me dijo hace unos minutos que no pierda tiempo y te lleve al altar.

Sus palabras provocan que el corazón se me acelere. Agacho la cabeza para que no vea la sonrisa que han formado mis labios.

—¿Quieres salir o prefieres tomarte un tiempo más? —Hacemos contacto visual. Sus ojos reflejan un brillo que no había visto antes o quizás no me había percatado de ello.

—Estoy bien, gracias.

Me ayuda a ponerme de pie y salimos uno al lado del otro.

Marcos me guía a la terraza donde se encuentran los señores Bauer, acostados en unas tumbonas frente a la piscina.

—Qué bueno que vinieron, estábamos discutiendo sobre los regalos que le haremos a nuestro nieto.

El señor Bauer asiente, risueño.

No sé si es por la brisa de la tarde, la paz que transmiten o la buena relación de los tres, que me relajo y me uno al debate.

Cuando llega la noche ya hemos hablado de toda una vida y ellos, antes de marcharse, me hacen prometer que iré a su casa pronto. El abrazo que me dan me pone sensible.

—¿Tienes hambre? —pregunta Marcos y niego. Me pasé el día comiendo de todo—. Me gustaría que habláramos de algo.

Lo sigo hacia su habitación, curiosa. Me siento en la cama y él se acomoda al lado de mí.

—Dime, Marcos.

—¿Qué es lo que le impide a tu padre trabajar? ¿Está enfermo?

No puedo disimular el desagrado a la sola mención de ese hombre. Detesto a Otto.

—Nunca entendí del todo, pero es que es más cómodo ser un vago y que otra lo mantenga —suelto con tanto rencor que Marcos desvía la mirada—. Él dice que nadie lo contrata por la edad y porque, supuestamente, su antiguo jefe tachó de mala manera su historial.

La realidad es que nunca se ha esforzado demasiado en conseguir dinero. Yo he tenido que cargar con la familia desde hace años.

—Es que me tomé el atrevimiento de hablar con Leonardo, el padre de León. Es jefe de una empresa constructora.

—¿Le buscaste un empleo a mi papá? —pregunto, anonadada.

Marcos me mira directo a los ojos.

—Aún no es seguro, pero puede que sí le dé el trabajo. Leonardo me dijo que debe ir en dos semanas, temprano, con su hoja de vida.

Me quedo muda. ¿Otto iría? Lo dudo mucho.

—Le avisaré con tiempo para que no tenga excusas.

—Perfecto. Me pondré en contacto con Leonardo.

—Muchas gracias...

—No es necesario, Diana. Deseo que sueltes ese peso que no te corresponde.

—Lo haré.

Y no solo me refiero a la carga económica de mi familia, sino a las culpas que arrastro de mi niñez y adolescencia. Al miedo que me produce que los demás hablen o piensen de mí. Al temor que me ha paralizado para lograr mis sueños y vivir, lo que me queda, a plenitud.

***

Este lunes no parece un lunes. Quizás fue que me desperté más temprano, no encontré mal tráfico y fui la primera que llegó a la oficina. Me siento tan bien que hasta saludé con entusiasmo a Ámbar.

—Estás muy feliz —dice mientras se sienta en su escritorio y enciende la computadora—. No quería venir.

Me causa gracia su queja de todos los días.

—Hoy todo ha fluido de maravilla.

—Me alegra. A mí me entró la semana como la mierda.

Me enfoco en el trabajo, pero hay algo que deseo saber y no me he atrevido. Ella está viendo su teléfono. Es ahora o no podré cuando lleguen los demás.

—Ámbar, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro que sí. Dispara.

Acerco mi silla a la de ella y suspiro.

—¿Qué tan malo es que dos empleados tengan algo?

Mi compañera enarca una ceja, después sonríe.

—Sé por dónde vas —dice entre risitas—. En realidad, no hay ninguna política que lo prohíba. Pero a nuestra jefa no le gusta.

—Me imagino.

—Es una tontería porque aquí todos sabemos quienes ligan. Es más común de lo que piensas.

—¿En serio? —Ella asiente efusiva.

—Te lo juro. Los doctores se cogen con las enfermeras, pasantes, y demás. Tulio salía con uno de emergencia.

Me cubro la boca por la sorpresa.

—¿Y qué pasó?

—Al chico lo despidieron, pero estoy segura de que no fue por eso.

—Vaya...

—Yo nunca tendría nada con nadie aquí —interrumpe seria—. Es muy difícil encontrar fidelidad y amor genuino en este sitio. He visto cómo casados y casadas se enrollan con colegas. El hospital es lo más parecido a un burdel, sin exagerar.

Quiero seguir indagando, pero la llegada de Tulio y Janah me frenan. Mi humor ha cambiado. No dejo de darle vueltas a sus palabras y no estoy segura de si lo que me contó me ayudará.

«Es muy difícil encontrar fidelidad y amor genuino en este sitio».

—Buenos días.

La voz gruesa y varonil nos ha tomado desprevenido a todos.

—Hola, ¿en qué puedo ayudarlo? —pregunta Tulio, amable.

—Soy Andrew García —dice mientras se acomoda los lentes—. El nuevo.

El corazón me late desenfrenado en el pecho. ¿Cómo que el nuevo?

—Ah, ¿eres el que cubrirá a Diana? La jefa no podrá venir hoy, pero te pondremos al día. Soy Janah Bravo.

Los demás nos quedamos en silencio mientras el señor saluda a nuestra compañera. Está vestido de traje, con un maletín en una mano. El cabello negro corto a juego con los ojos pequeños y facciones rudas. Quizás no pasa de cuarenta años.

Cada quien se presenta, pero me quedo en una especie de trance. Pensé que mi sustituta sería una mujer.

—Debes sentarte con Diana, ella te enseñará todo el proceso.

Ámbar le busca una silla y él se acomoda junto a mí. Trato de hacer distancia, pero es inútil. Me siento reducida, y el nudo en la garganta no me permite hablar.

—¿Cuánto tiempo tienes aquí?

—Un año y algunos meses.

—¿Y ya estás embarazada?

Su pregunta me cae como una patada en el estómago.

Con dificultad, le hago una introducción de mi trabajo. Andrew observa los pasos con detenimiento y apunta en una libreta de vez en cuando.

—Puedo enseñarte unos trucos de cómo hacerlo más rápido y mejor —dice, poniendo un dedo en la pantalla—. Soy un experto.

—Cada quien trabaja a su manera. —Apago la computadora—. Iré al baño.

Sin esperar respuesta, me levanto y salgo a toda velocidad.

Se me ha arruinado el día. Apenas va media mañana y ya quiero salir corriendo. Me tomo mi tiempo. Solo deseo que el turno acabe para irme a acostar.

La sugerencia de tomar la licencia antes de tiempo pasa por mi mente.

Regreso a la oficina. Andrew habla con Janah muy animado. Eso cambia al momento en que me siento porque vuelve a mi lado.

—Vamos a comer fuera, ¿quieres acompañarnos? —Niego a la pregunta de Tulio.

Me alegra que Andrew vaya con ellos. Soy la primera en salir cuando llega la hora de almuerzo.

El comedor está lleno, por lo que debo hacer una fila para comprar mi comida. Algunos me dan su turno por el embarazo, pero a otros no les importa siquiera.

Me siento en una de las mesas que les toca a los de administración, sola y alejada de todos.

Antes de dar el primer bocado, le mando un mensaje a Lucas.

Recorro los alrededores con la vista y me detengo cuando veo a Marcos. Tiene los auriculares puestos y algunos libros al lado de su almuerzo. Está acompañado de Mildred. Ella habla y él ni la mira.

Una idea me pasa por la cabeza, pero trato de alejarla. Me echo una cucharada de arroz en la boca sin dejar de observarlo. Me molesta cómo esa mujer le toca el brazo con insistencia.

No lo sopeso un segundo más, me levanto y me acerco a ellos. Mildred me mira con desdén cuando pongo el plato y el teléfono en la mesa, después me siento frente a él. Marcos levanta la cabeza. Abre mucho los ojos y escudriña los lados, confundido. También hago lo mismo, dándome cuenta de que nadie nos presta atención. De hecho, cada quien está sumergido en su mundo.

—Diana —dice y se quita los auriculares—, ¿todo bien?

Asiento, con una sonrisa en los labios para que se relaje.

Marcos también sonríe y suspira.

—¿Mucho trabajo? —pregunto como si nada mientras pruebo un trozo de carne.

Mildred agarra su plato y se aleja de nosotros.

—Lo normal —responde, encogiéndose de hombros—. ¿Y tú?

—Demasiado, y más ahora con el nuevo —digo y él ladea la cabeza—. Te daré los detalles esta noche cuando nos veamos.

Marcos abre la boca y la cierra. Estoy segura de que está procesando lo que he insinuado. Asiento a su pregunta silenciosa y él me toma de la mano sobre la mesa. La aprieta y yo le correspondo, acariciando sus grandes dedos con los míos.

Nos miramos a los ojos, no hay necesidad de explicar nada. Los dos sabemos qué significa. Solo así se me olvida el trago amargo que pasé en la mañana.

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