Capítulo 23
Diana
Salgo del consultorio con el corazón agitado. Mi vista está borrosa debido a las lágrimas contenidas y a la sensación de que el pecho se me ha encogido.
Me pongo sensible cada que visito al doctor pese a que me dio buenas noticias. Mi bebé está creciendo bien.
—Diana. —Avanzo deprisa hacia Marcos, quien sale del vehículo—. ¿Cómo te sientes? ¿Qué te dijeron? Discúlpame, debí estar contigo, pero se me presentó una emergencia.
Asiento y me meto al carro. Marcos se sienta al volante y fija su mirada sobre mí.
—El embarazo va de maravilla.
Su rostro refleja alivio. Sé que está muy preocupado por mi bienestar y del bebé. Cuando le enseñé mis diagnósticos, no dijo nada al respecto y no hizo falta. Marcos sabe lo mal parada que estoy.
—Vi a Gala —añado ante su silencio—. Está embarazada de León.
—Vaya... —masculla y desvía la cabeza.
—Me sorprendió. —Me mira expectante ahora—. Nunca pensé que León iba a ser papá algún día.
—¿Lo viste?
—No. Gala estaba sola y yo tuve que entrar al consultorio.
Asiente a mis palabras y enciende el vehículo. Maneja con una mano y con la otra se revuelve el pelo.
—Hablé con unos doctores referente a tu estado —dice sin despegar los ojos de la carretera—. Diana, ¿estás dispuesta a empezar el tratamiento cuando tengas al bebé?
—Por supuesto que sí —respondo sin siquiera sopesarlo—. Antes no tenía ninguna razón para luchar con esto, aparte de Lucas. No quiero morirme y dejar a mi bebé.
Marcos detiene el vehículo a causa del semáforo.
—Los medicamentos que estás tomando ayudan también —habla con la voz entrecortada.
Sus ojos llorosos y hombros caídos son un indicio de que sufre.
—Me he sentido mejor, no te preocupes tanto.
—Soy un irresponsable —dice a la vez que empieza a manejar—. No quiero que me malinterpretes con esto, pero no debí acostarme contigo sin ninguna protección.
Desvío la cabeza hacia el cristal de la ventanilla para que no se dé cuenta de cuánto me han dolido sus palabras.
—Esto fue cosa de dos, yo también soy culpable.
—Diana, no es lo que crees. Amo a ese niño.
No le contesto. El corazón me late desenfrenado y unas ganas inmensas de llorar me invaden. Odio lo vulnerable que me siento casi todo el tiempo.
—Tengo miedo de perderte —confiesa con tanta tristeza que el estómago me da un vuelco—. Si hubiese sabido sobre tu enfermedad antes...
No le contesto, estoy muy agitada como para discutir con él. Precisamente por esto es que no quería que nadie supiera lo que padezco. Marcos no es el mismo conmigo. Su cambio tan notorio, en vez de ayudarme, me lastima.
—¿Quieres comer algo? —cambia de tema, incluso finge que está relajado.
—No. Llévame a mi casa, por favor. Necesito descansar.
En silencio, se desvía hacia el barrio donde vivo. La tensión es tan densa que quiero salir corriendo del carro.
La fresca brisa de la tarde me da cierto alivio cuando salgo del auto. Troto hacia el edificio con Marcos detrás de mí.
—¿No tienes cosas que hacer? Imagino que te necesitan en el hospital.
Abro la puerta de la casa y entro seguida de él.
—Me tomaré lo que resta del día libre. —Se quita la bata y la deja sobre el sofá—. ¿Te importa si preparo el almuerzo? Me muero de hambre.
Encojo los hombros mientras él revisa el refrigerador, concentrado.
Marcos deshace varios botones de su camisa y se sube las mangas hasta el codo. Lo dejo sacando algunos alimentos y me dirijo a la habitación.
Tengo hambre, pero el cansancio es mayor. Me siento en la cama aturdida. Estos últimos días me han dado mareos recurrentes y hoy no es la excepción. Me recuesto, con los ojos cerrados, por unos minutos.
Cuando pasa, no sé después de cuánto, me quito la ropa y me pongo algo cómodo.
—Diana, ven a comer.
Marcos entra a la habitación y se queda parado en el umbral de la puerta. Bajo su atenta mirada, salgo.
Nos sentamos en la mesa, uno frente al otro. El olor de la pasta que ha preparado me hace salivar.
Comemos en un silencio incómodo, por lo menos de mi parte.
—Mis padres quieren reunirse con nosotros —dice de repente, sorprendiéndome—. Les gustaría hablar contigo.
—Marcos.
—Ellos saben que no somos nada, no te alteres.
Sus palabras me saben amargas. La manera en que su rostro se distorsiona en una mueca, me descoloca.
—Está bien, pero que sea un domingo.
—Les avisaré —dice, poniéndose de pie y recoge los trastes—. Tengo sueño, ¿puedo acostarme en tu cama?
Asiento y él desaparece en la cocina.
Me acabo la comida y llevo el plato en el fregadero, después me encamino al cuarto.
Marcos está acostado, con los brazos detrás de la cabeza y mirando hacia el techo. Sus músculos me llaman la atención, ya que solo usa una camiseta desmangada, pantalones de vestir y medias. Se ha quitado los zapatos.
—Por esto no quería contarte nada.
—¿De qué hablas? —Se sienta y me mira con intensidad.
—Mira cómo estás —respondo, señalándolo con las manos de manera exagerada—. No necesito tu lástima ni quiero ver cómo mi condición te produce malestar.
—No es eso, Diana.
—Sé perfectamente lo que es. No soy idiota.
Se levanta y se posiciona frente a mí. Trato de mantenerme en calma, pero su perfume agita mi interior. Empeora al momento en que me toca las mejillas con sus dos manos.
—Estoy enamorado de ti, Diana. Quiero protegerte, estar contigo a cada instante, gritar lo que siento. Si me ves fuera de sí es porque no sé cómo lidiar con tanto. No es lástima, te lo aseguro.
—Marcos, yo...
—Dame tiempo —me interrumpe—. Prometo que no lo arruinaré.
Se aleja y vuelve a su posición anterior en la cama. Me acerco y me acuesto a su lado, aunque mantengo la distancia.
Sus brazos me llaman la atención, así que lo toco con un dedo. Marcos me mira, pero se queda quieto. Su respiración se vuelve irregular.
—Tu piel es tan perfecta —digo ensimismada, tocando su hombro—. Es raro que no te hayas hecho ningún tatuaje.
—No me gustan —dice bajito, siguiendo los movimientos de mi mano—. Tampoco las perforaciones.
—Eres muy conservador.
—Quizás —alega, divertido. La atmósfera entre los dos ha cambiado de manera drástica—. ¿A ti te gustan los hombres tatuados?
«Me gustas tú», pienso.
—No —digo en cambio, ganándome una sonrisita de su parte—. No me enamoro del físico, sino de lo que me hacen sentir.
—¿Qué te hago sentir yo, Diana? —pregunta y acorta la distancia entre los dos.
Su aliento choca con el mío, nos miramos directo a los ojos.
—Bonita, especial. Nadie nunca me ha mirado ni me ha tratado igual.
Lleva una mano hacia mi pelo y lo acomoda detrás de la oreja. No aparta su toque, deja la palma en mi mejilla y me acaricia con su pulgar.
—Eres todo eso y mucho más para mí.
El deseo me recorre entera. Las ganas de besarlo se vuelven tan insoportables que cierro los ojos.
Sus labios tocan los míos de una manera tan sutil y dulce que me rindo a él. No quiero seguir peleando con esto, así que me adueño de su boca.
Marcos me desnuda y me hace el amor con delicadeza. Despacio, sin prisas. Me deshago debajo de él entre jadeos. El calor de su cuerpo aquieta mis demonios internos, olvidándome así de todos los problemas que estamos atravesando.
***
La oficina está más tranquila que de costumbre. Los tecleos y las llamadas es lo único que se escucha de vez en cuando. Es muy extraño que mis compañeros estén sumergidos en este mutismo, pero me encanta.
—Buenos días.
El corazón me da un brinco inesperado ante esa voz.
—Doctor Bauer —saluda Tulio.
Janah y Ámbar lo miran con sorpresa.
—Diana, nos vemos a la hora de almuerzo en el parqueo.
Un escalofrío me recorre la espalda y no puedo decirle nada porque siento que me asfixio. ¿Qué demonios está haciendo?
Se despide y se marcha como si nada hubiese ocurrido. Ahora tengo seis pares de ojos sobre mí.
Las manos me tiemblan tanto que las escondo en los bolsillos de mi chaqueta para no ser tan obvia.
—¿Es cierto, entonces? —pregunta Janah, mirándome fijamente.
—Eso es cosa de ellos —interviene Tulio condescendiente.
—¿De qué están hablando?
—Hay rumores en torno al doctor Bauer y tú —aclara Ámbar bajito, como si contara un secreto—. Dicen que el hijo que esperas es de él y que tienen una relación secreta.
—Llegó a oídos de la supervisora —añade Tulio con lástima.
—¿Por qué creen eso?
—Eso no es lo importante, Martin. ¿Es cierto o no?
La pregunta directa de Janah me cae como una patada en el estómago.
—Necesito ir al baño.
Me levanto y salgo a trompicones de la oficina. No puedo dejar de procesar las palabras de mis compañeros. Sería desastroso si perdiera mi trabajo.
—¿Estás bien? —pregunta alguien que no reconozco.
Me sostengo de la pared porque todo me da vueltas. Sudores fríos bajan de mi frente. El corazón se me quiere salir del pecho.
—¡Diana!
Me desestabilizo, pero unos brazos fuertes no permiten que caiga. El perfume de Marcos llena mis sentidos y hago ademán de alejarme.
—N-no me toques —balbuceo, manoteando para que me suelte.
No me hace caso. Me carga como si no pesara nada y me lleva a otro sitio. A pesar de que no estoy en mis cabales, logro ver la pequeña multitud de empleados amontonados.
No sé cuánto tiempo pasa, pero ya no me siento en el limbo. Abro los ojos. Lo primero en que me fijo es en el hidrante que tengo conectado en mi muñeca derecha.
—¿Cómo te sientes?
Marcos está al lado de un doctor que nunca había visto.
—Martin, soy Daniel. Sufriste un desmayo por estrés. Le dije a Marcos que necesitas reposo.
—Me llamo Diana —digo a la defensiva—. Ya me siento mejor, ¿podría quitarme esto? —Señalo la aguja.
—Sí, vendrá la enfermera en unos minutos.
—Yo me hago cargo —interviene Marcos sin dejar de mirarme—. Gracias, Daniel.
El doctor asiente y se retira de la habitación.
—Estabas muy agitada, ¿pasó algo?
Sus palabras me molestan, pero trato de no explotar por el bien de mi hijo.
—¿Sabes lo que dicen de nosotros?
Él abre los ojos de más, aunque no refuta mis palabras. En cambio, me agarra la muñeca y empieza a quitarme la intravenosa.
El picor de la aguja al salir de mi piel casi pasa desapercibido, porque me interesa más lo que tiene por decir.
—No le hagas caso, Diana. Solo son chismes de pasillo.
—Chismes que llegaron a oídos de mi jefa y que tú mismo reafirmaste al ir a buscarme en la oficina.
—Diana, no te van a echar.
—¿Por qué es tan difícil para ti entenderme? Debiste respetar lo que te pedí.
—Lo he respetado y te comprendo perfectamente —alega molesto—. Fui a buscarte porque te estuve llamando y no respondiste.
Termina de limpiarme, por lo que me alejo de él lo más que puedo.
—Estás haciendo una tormenta en un vaso de agua —continúa.
La rabia me hace ver borroso. No encuentro cómo canalizar el enojo, por lo que aprieto las manos causándome daño con las uñas.
—Tú y yo nunca estaremos juntos, Marcos —digo con la voz entrecortada por la ira—. Lo que pasó entre nosotros no significa nada para mí. Así que, por favor, limítate a hablarme solo de lo que nos compete a ambos.
—Diana. —Atrapa mi brazo para que no me levante—. Por favor, piensa bien lo que estás diciendo.
—Lo tengo muy claro —replico furiosa—. No quiero nada contigo y es mi última palabra.
Su agarre se suaviza hasta que me suelta. Me paro de la camilla con cuidado, pero decidida a irme para no verle la cara por lo que resta del día.
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