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Cuando la joven apareció, él ya tenía preparada una cesta, similar a la de aquel picnic que organizó en su casa de Boston, junto al mar. Se encontraba en el comedor, vestido con un pantalón de lino claro y una camisa del mismo color, lucía fresco, relajado y aterradoramente varonil.

—¿Qué hay dentro? —preguntó ella, logrando con eso que su esposo volteara. Los rizos rubio oscuro ondeaban alrededor de su cara, que se iluminaba por la luz de las lamparillas encendidas en ese espacio de la casa.

Sonrió con calma, observándola, tomándose su tiempo.

Un simple pantalón holgado de color azul oscuro y una blusa de tirantes naranja... sin sostén. Su nariz pecosa, así como sus hombros, lucían algo enrojecidos, no se había puesto nada en el rostro. Era perfecta, corroboró.

—Deberás descubrirlo, pelirroja —respondió con voz ronca, la misma a la que Sam reaccionó sin remedio—. ¿Vamos? —invitó con un ademán cargado de caballerosidad. La joven tomó aire y asintió. Tenía mucho sueño ya para ese momento, pero sabía cómo se combatía el jet-lag.

Anduvieron por el camino de madera, al llegar a la playa, algunas antorchas y una fogata, regaban su luz por el lugar. Sonrió enseguida, animada.

—Me encanta.

—Lo sé, anda, acomodemos esto —sugirió alzando un poco la cesta.

Minutos después estaba sobre una frazada y una variedad de comida griega, cuidadosamente organizada, se hallaba frente a sus ojos.

—Si algo no te gusta, no lo comas, pero... Dalia no debe saberlo, es muy susceptible con su comida —habló él, relajado, frente a ella.

Su esposa no paraba de estudiar cada platillo, atenta, decidiendo por cuál empezaría importándole poco que su cabello se cruzara por su rostro una y otra vez.

—Dudo que eso suceda, pero si ocurre, no lo diré.

—Gracias.

Ella alzó la mirada y la posó en sus ojos grises.

—Guíame —pidió. Él lo hizo y se dieron un delicioso festín que concluyó cuando Samantha ya se sentía explotar. Se frotó la barriga y suspiró satisfecha.

—Esta comida no tiene nada que ver con la que dice ser griega en Boston. Es deliciosa.

—Me alegra que te gustara —respondió el hombre viendo cómo se recargaba cómodamente sobre sus codos y cerraba los ojos permitiendo que el viento jugara con su piel, su cabello.

—Háblame de ti —pidió ella, serena, sin verlo. Kylian guardó silencio en respuesta, Sam esperó, sin presionarlo. Se sentía simplemente a gusto ahí.

—¿Qué quieres saber? —inquirió su marido con voz ausente.

—Tu infancia. ¿Cómo eras? ¿Estabas siempre detrás de un libro y esas cosas? ¿O te divertías a veces?

Kylian aspiró con fuerza y se recostó con los brazos tras la cabeza, perdiéndose en las estrellas, en la oscuridad.

—Fui lo opuesto a tranquilo, en realidad no podía estar quiero jamás —recordó como su madre vivía preocupada.

—Vaya, eso suena ajeno a ti y a la vez, muy tú. Aunque no sé quién eres en realidad, podría creer que encaja un poco.

El hombre giró el rostro y enseguida se perdió en su perfil, ese que lucía sereno, tranquilo y que, por primera vez comprendió la ansiedad que podía estar escondiendo, misma que le estaba contagiado sin remedio. Fue justo en ese instante que sintió un peso abrumador posicionarse sobre su pecho.

—Me conoces mejor que nadie, Samantha —intentó convencerla de esa realidad pues desde que, por medio de aquel acuerdo, la tuvo a su alrededor, hubo algo que se accionó y comenzaba a cuestionarse cosas que desde la adolescencia evitó: conciencia, dolor, amor, pero ella, como un huracán que llega y barre con lo que sea que tenga a su paso, estaba consiguiendo que todo eso que en su momento le ayudó a sacar a la familia del agujero donde se hundían, fuese perdiendo poder como si de arena soplada se tratara.

—¿Cuál era tu deporte favorito? —continuó ella cambiando de tema, ignorante de los complejos pensamientos que a su marido lo aprisionaban.

Una serie de preguntas surgieron, nada personal, solo cosas como notas en el colegio, materia favorita, aficiones, libros que más haya disfrutado y cuando buscaba ahondar ella lo esquivaba y continuaba.

Era frustrante. Parecía querer saber de él y a la vez no. Cuando intentó ser quien preguntaba, Sam sonrió negando alegando que era su turno.

Entraron a la habitación en silencio, la velada había transcurrido bastante agradable, el día mucho mejor de lo que pensó en un inicio tras tanto tropiezo, aunque todo se sentía superficial.

Suspiró cuando la joven se detuvo frente a la cama y luego lo miró. Esperaba una barricada de almohadas según los acontecimientos durante el día, que intentase mandarlo a otra habitación, cuestión que quizá merecía pero que no concedería, a lo mejor simplemente se recostaba y quedaba dormida mandándolo a la mierda como tan bien sabía hacerlo.

Pero jamás imaginó que ese huracán de cabellos color fuego, bajara un tirante de su blusa naranja. Pasó saliva al notar sus movimientos dulces, casi suaves y su mirada ardiente sobre él, casi suplicante.

Pasó saliva sin moverse de su sitio, expectante y nervioso, nervioso como jamás lo había estado en su presencia. Sabía que una palabra de más, un paso en falso, un movimiento que la alertara, rompería ese momento que, aunque durase segundos, para él ya se estaba grabando de forma peligrosa a fuego en su memoria

La joven pasó la yema de su dedo pulgar por su hombro cuando el tirante descansó sobre su delgado brazo, descubriendo así parte de su pequeño seno derecho.

Quizá debía detenerla, quizá lo más sensato era dar la vuelta y salir de ahí, pero sus pies estaban anclados al suelo, sus sentidos seguían incluso la respiración acompasada de esa mujer. Joder. Recorrió con los ojos su delicada clavícula, nunca se había detenido en los detalles de aquel cuerpo que aunque sabía perfecto, en ese momento lo percibía como... precioso, Sam era preciosa para él.

No, debía detener aquello, se dijo en un instante de lucidez.

—Saman...

Pero no consiguió terminar cuando ella realizó la misma acción pero con el tirante opuesto y entonces la tela escurrió sobre su piel de manera exquisita, primero resbalando por sus erectos pezones rosados, luego por su vientre plano y cremoso para terminar en el suelo después de pasearse por sus angostas caderas.

Su pulso se desbocó, sus sentidos la reclamaron, pero no de manera territorial, sino animal, como un hombre reclamando a su mujer, como el ser humano que encajaba perfecto en su propia humanidad.

Aun así, no se movió, aguardando el siguiente movimiento. Samantha no parecía nerviosa, tampoco dudosa, pero sabía lo que esa mujer era capaz, su voluntad y temperamento, después de todo no eran tan distintos.

No, no quería romper el momento, tampoco sus planes, aunque acabaran en desastre.

La joven sonrió complacida al ver que no se movía. Movió su melena y entonces esta se enrosco sobre sus pechos. No buscaba ser sensual, pero lo era, maldita sea que lo era una manera que hasta él se sentía un novato.

—Solo, ¿podrías presentarme a ese chico que dices que eras, Kylian? —susurró tranquila, con su mirada azulada turbia y anhelante.

—Pelirroja...

La mujer negó despacio desde su sitio, con los brazos colgando a los costados, lucía tremendamente serena.

—Solo para mí, solo esta vez.

—Mierda, Samantha —gruñó con el autocontrol roto, terminando con la distancia que lo consumía, aferró su nuca y la acercó a sus labios sin besarla, pero rosándolos, rodeando su desnuda cintura con firmeza.

Sam dejó salir el aire, cansada de esas semanas, de subir y bajar, pelear, agredir, sobrepensar. Quizá era el cambio de horario, el cúmulo de emociones, pero si ella era perfecta, como había dicho de aquella manera tan vehemente, y si él era lo opuesto a lo que se empeñaba en mostrar, entonces, quizá solo entonces, es que no había cometido la peor de las decisiones y él, de alguna manera era para ella a pesar de la desconfianza que sentía en cada paso, de la ansiedad por no poder diferenciar de lo real o lo que era parte del acuerdo.

Porque una cosa ella tenía clara, no actuaba, no lo hacía en lo absoluto y quería sentir que, por una vez, solo por una, era solo para ella.

—Hazme el amor como se lo habrías hecho a la mujer que tu corazón hubiese elegido, Kylian, por favor —suplicó con el puro aire mientras era consciente del aliento de ese hombre sus labios.

—Te haré el amor, Samantha, como se lo haría a la mujer que es mi compañera —decretó besándola con devoción, con delirio y deseo. La joven aferró su cabello sin perderse en sus palabras y se dejó llevar por su potencia, por su poder, por la fuerza que ejercía sobre ella, esa contra la que no quería luchar en ese instante.

Kylian mordisqueó su labio inferior, luego lo rozó con su dedo pulgar, para enseguida arremeter contra ellos de nuevo al tiempo que se sentaba en la orilla de la cama y por la cintura la aproximaba soltando su boca para posar la suya sobre su vientre, lamiendo con cuidado su piel delicada, dejando marcas de su olor en cada hueco de ese cuerpo.

Entonces se detuvo y alzó la mirada, recargando la barbilla sobre su estómago. Sam bajó la cabeza, su cabello los envolvió, y peinó hacia atrás el de él, perdiéndose en sus iris grises, en la picardía y agonía, en la añoranza.

—No tengas miedo, solo permite que él tome el control —murmuró con una convicción tal que su garganta se apretó.

—Ya no soy él.

Ella sonrió con paciencia, acariciando su melena ondulada.

—Yo creo que sí, pero le tienes miedo. Estará a salvo conmigo —replicó guiñándole un ojo con infantil complicidad. El hombre la sentó de un movimiento sobre uno de sus fuertes muslos, entonces pasó el dorso de su mano por la mejilla de Sam, luego por su cuello, rozó apenas su pezón, en consecuencia, la mujer dio un respingo.

—Haces temblar mi vida entera, pelirroja.

Entonces con cuidado rodeo su cuello y volvió a besarla despacio, seduciendo sus labios, repasando con su lengua su sabor, su suavidad.

La joven, en respuesta abrió la boca y le dio entrada, permitiéndole ser él quien se mostrara esta vez, a pesar del miedo que eso le generaba porque sabía, de alguna manera que después de esa noche, ya sería imposible regresar al instante en el que odiarlo era lo mejor.

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