Me crié entre la vida y la muerte, y terminé queriéndolas a ambas. Me gustaba la alegría de las flores que siempre estaban a mí alrededor, y de las mujeres de la pérgola cantando sus ofertas. Pero también disfrutaba de los momentos de silencio entre las piedras de un mausoleo.

Me críe entre luz y sombra, y terminé siendo penumbra. De personalidad calmada, pero con cambios de humor repentino. Un niño, joven y hombre con ataques de alegría y otros de angustia con un fondo de sonrisas a medias y miradas tranquilas.  Crecí sabiendo de risas y lágrimas, y de esa angustia que siempre veía cuando observaba a las personas despedir a los suyos. Acabé teniendo un conocimiento profundo de los estados de la tristeza y la pérdida, pero así también desarrollé esa maldita incapacidad para consolar.

Sé que soy solo un espectador de tu pena. No sé qué hacer con tu llanto, aunque sé que probablemente pasará. O tal vez no… algunas madres no olvidan. No, ninguna madre olvida, solo estaba siendo optimista. Las madres si eso empiezan a aprender a vivir sin su hijo. Nada más. Quizás por eso hoy más que nunca me cuesta poner mi mano sobre tu hombro.

Yo también estoy mal, pero aprendí a amar a la muerte, eso no es lo que me tiene así. No me odies por no seguir llorando. Aprendí desde siempre este proceso… no me odies por estar preparado o esperarlo. No me odies porque no sepa qué hacer contigo y la barrera que pones.

Me crié entre la vida y la muerte, pero luego te conocí. Aprendí a amar contigo, a necesitar contigo. Tú te transformaste en esa vida. ¡Y me crié entre la vida y la muerte! Tú eres mi vida y al estar contigo pero sin ti… ni siquiera muero. Desaparezco.

Te amo. Solo vuelve. La muerte se ve demasiado agradable… y si algo aprendí de ella, es que una vez se clava en tu pecho… No hay vuelta atrás.