50 - Ahogo
Ahogo.
Mi pulso estaba acelerado, mis lágrimas fluían.
Ahogo.
No podía respirar. Mis oídos se llenaban de agua.
Ahogo.
Grité, pero mi voz fue amortiguada.
¿Qué lo que no me deja hablar?, ¿el agua?
O quizás yo misma.
Paré de caminar, confundida. Quería vomitar, pero lo retuve. Quería respirar, pero mis pulmones no recibían aire.
Un ruidoso pitido atravesaba mi consciencia, mi vista estaba difusa. Todo frente a mí se duplicaba. Mi cabeza se sentía aplastada, palpitaba tanto como mi corazón.
Lo que antes era oscuro, ahora luminoso. Las luces danzaron como espíritus frente a mí, volteé en busca de una, que progresivamente brillaba más y sonreí.
Sonreí al sentirme cegada por la luz. Una euforia inmensa me llenó. Y cuando parpadeé, todo se desvaneció, y sólo oí gritos, gritos difusos que se repetían en bucle en mi cabeza. El silencio y la oscuridad que surgió cuando las desasosegadas súplicas desaparecieron me calmó cual bálsamo. Finalmente... silencio y oscuridad.
Corrí por los pasillos del hospital con mi corazón latiendo en mi garganta. Logré pasar para visitar a Rocío y los ojos se me llenaron de lágrimas cuando atravesé la puerta del cuarto del hospital y la vi acostada e inconsciente.
Volteé a ver a Jade, la chica del cabello de dos colores que estaba sentada a su lado. Elevó sus ojos hacia mí y, cuando creí que chillaría, me observó con una expresión vacía.
—¿Vosotros sois amigos? —preguntó, en un tono ronco.
—Es así.
Me aproximé a Rocío. Su cabello rubio, casi blanco, estaba hecho un desastre y sus pómulos tenían rastro de llanto.
—¿Qué ha sucedido?
La chica de piel bronceada volteó a ver a Rocío con sus ojos entrecerrados, entristecida.
—Fue atropellada —replicó con la voz quebrada, dejándome atónito—. El conductor dijo que ella apareció de la nada, parecía... ida. Como si fuera un fantasma en la carretera —explicó con la cara ofuscada—. No entiendo qué hacía ahí a estas horas. ¿Crees que lo hizo al propósito? —Frunció su ceño—. No creo que sea eso, ella es... muy feliz.
¿Muy feliz? ¿Quién en el mundo podría pensar que Rocío es 'muy feliz'?
—¿Qué más sabes? —inquirí.
—No mucho más que eso... Ed ya le informó a vuestro jefe sobre la hospitalización de Rocío, así que no te líes con eso. —Echó un suspiro—. Iré a buscar un refresco, ¿a ti te apetece?
Negué con la cabeza y Jade salió del cuarto. Me senté frente a Rocío, observando cómo respiraba de forma calma. La tenue luz del hospital provocaba un contraste entre sus pómulos y cuencas, dándole un aspecto lúgubre.
Limpié mis ojos humedecidos y continué contemplando a mi amiga. Estaba confundido y a la vez me eché la culpa de todo. Rocío se sentía mal, me lo dejó claro, y yo no hice nada al respecto. ¿Qué clase de amigo soy?
—¿Por qué estabas en la carretera? —susurré—. ¿Qué hacías ahí?
Sus ojos permanecieron cerrados. No hubo respuesta. Una vez más pensé en las posibilidades.
«—¿Crees que lo hizo al propósito?»
¿Rocío haría algo como eso?
Sabía que Jade conocía a Rocío más que yo, pero, ¿realmente ella era sincera con su amiga? No cabe duda en que Rocío le oculta cosas a la pobre chica, quizás para que no se preocupe. Aunque una duda retumbaba en mi cabeza: ¿qué sentido tenía ser amigo de alguien, si éste no podría socorrerte?
La pregunta se deformó hasta apuntar a Katerine. Ella hacía lo mismo conmigo. Lo que me intrigaba es que, quizás cuando ella y yo éramos amigos solía contarme sus preocupaciones, pero, ahora que nos establecimos como pareja, aquella confianza se esfumó. ¿Por qué?
¿Por qué las dos ocultan cosas?
—Regresé.
La voz me arrancó del trance y volteé a ver a Jade, con dos latas en sus manos.
—Sé que no pediste nada... Pero creo que esto te relajará un poco.
Acepté el refresco de naranja, sin quitar mi vista de Rocío.
—Debería... debería haberla acompañado —murmuró ella, dolida—. Es mi culpa. Soy una amiga pésima. Si sólo... si sólo hubiera aceptado ir ella no estaría aquí, sin recuperar la consciencia.
Jade sollozó a mi lado y la observé con languidez. El pesar en su voz era obvio, pero, la culpa no era suya.
—Yo tengo la culpa, Jade. Sabía que Rocío estaba mal y aún así lo ignoré.
Ella arrugó su nariz al hipar y regresó sus ojos a su amiga, observándola con cariño, aunque el tono azul de sus emociones permanecía en su gesto. Sus ojos castaños escrudiñaron las curvas y delgadas facciones de la rubia, para luego exhalar con fuerza y pronunciar:
—Tengo miedo —sollozó—. ¿Y si no despierta? ¿Y si muere? No quiero perderla, es la única amiga que tengo. —Llevó sus manos a su rostro y observé los hilos de lágrimas fluir a través de él. Su cuerpo entero se curvó con agobio e intentando contener un inminente grito de dolor, retorciéndose frente a la cama—. Esto es mi culpa... Sólo... sólo tenía que ir con ella.
El llanto de Jade y el agudo pitido continuo y repetido del aparato junto a Rocío me pusieron aún más nervioso. Apreté mis puños y tomé la tela de mis pantalones, resentido.
—Todo estará bien. Rocío estará bien. Despertará.
Pero en realidad sentía que no.
A mí regresaron imágenes de la muerte del abuelo y el vello se me erizó. Interminables horas de sufrimiento frente a la cama del hospital aguardando porque despierte... y no lo hizo.
La boca se me puso salada ante el repentino pesimismo que en algún momento Jade me contagió. Meneé mi cabeza, intentando evadir esos pensamientos. No debería dejarme llevar por el fallecimiento del abuelo..., era muy diferente a las circunstancias de Rocío. Ella despertaría.
El olor agrio del hospital pobló mi nariz y observé a una enfermera ingresar al cuarto.
—Vosotros sois... amigos, ¿verdad? —inquirió señalándonos con el dedo—. ¿Dónde está la madre de esta niñata?
—Mi amiga es mayor de edad, no depende de sus padres —replicó Jade, recomponiéndose.
—¿No sería adecuado notificar a su familia?
Para mi sorpresa, la chica del cabello fantasía se negó.
La enfermera, castaña, de baja altura y arrugas marcadas por el cansancio, hizo un gesto desagradable y verificó un par de cosas en los aparatos, que no entendí.
—Si la cría no despierta lo mejor sería llamar a su familia, para tomar acciones —murmuró en un tono nasal—. Tenedlo en cuenta. No creo que la chica pase de ésta.
Los ojos de Jade volvieron a aguarse al oír la última frase. La enfermera se fue y yo sólo apreté mis puños. Qué enfermera espantosa.
—¿Oíste lo que dijo? Rocío... Rocío va a...
Antes de terminar de hablar, su rostro enrojeció y nuevamente despedía mocos y chorros de lágrimas. Estiré mis comisuras al verla así. Pobre Jade.
—Esa mujer sólo habló sin pensar.
Lo que dije calmó un poco a la tía y ella se acercó a su amiga, acariciando con sus nudillos el pómulo pálido de Rocío.
Tras un rato de permanecer en el cuarto, me levanté de la silla y salí al pasillo, abriendo la lata de refresco y bebiendo un poco, hasta salir a un pequeño jardín interior del hospital. Las plantas se teñían de un azul marino gracias a la plena oscuridad nocturna. Sentí el frío aire veraniego poblar mis fosas nasales, para luego ser despedidos con una profunda exhalación.
Mi paz fue quebrada cuando oí a mi móvil cantar. Eché un suspiro y lo saqué de mi bolsillo. Como suponía, era Katerine. Rechacé la llamada.
Y otra vez, como suponía, volvió a llamar. Acepté la llamada y dirigí el móvil a un lateral de mi rostro.
—¿Qué? —solté, con desgana.
—Sam, ¿dónde te has metido? Son las cuatro de la mañana y aún no regresas.
Estiré mis labios con tensión al oír el tono sumamente preocupado en su voz.
—¿Te importa?
Oí un resoplido irritado de su parte.
—Necesito saber que estás bien —insistió en un tono seco—. Por favor, Sam... Me tienes muy preocupada.
Tragué saliva fuertemente. Detesté oírla con su voz quebrada, pero, a la vez estaba enfadado con ella.
—Estoy en el hospital.
Un jadeo lastimoso abandonó su boca.
—Dios..., ¿e-estás bien? ¿Qué ha pasado?
Llevé mis ojos al cielo.
—Rocío tuvo un accidente —solté, aún sin asumir aquel dato—. Un accidente de verdad —añadí, molesto.
—¿Está bien? —Su tono volvió a destrozarse.
No quiero oír cómo llora, no de nuevo.
—Aún no despierta. Pero estará bien —afirmé lacónico—. Necesito colgar.
—Cuídate, Sam —pronunció bajo—. Te quiero.
Apenas escuché la última frase colgué la llamada. Eso fue una punzada directa a mi corazón. Estaba enfadado conmigo mismo, había dicho algo horrible, estúpido e insensible, sin embargo, Katerine continuaba mostrándose indiferente a eso. No le importaba, y se mostraba reacia a siquiera mostrarme enojo por lo que dije.
Fruncí mi ceño. ¿Cómo eran las cosas con Bruno? ¿Simplemente se callaba y continuaba simulando que todo estaba bien? La boca se me secó al pensar en eso.
Guardé el móvil y regresé al cuarto de Rocío. Ver a Jade a mi lado me reconfortaba de cierta forma.
—¿Por qué no quieres llamar a su familia?
Ante mi pregunta, la chica de aspecto deprimido torció el gesto.
—La mamá de Rocío... no es una buena madre —suspiró—. Quizá arme jaleo, y verla sólo estresará a Ro. Siempre he pensado que esa mujer está loca.
Rocío me había mencionado a su madre. Ellas dos tenían una relación torcida, mas, la chica afirmaba amarla por el simple hecho de ser su hija.
—Su madre es alcohólica y es monetariamente dependiente de Rocío, sin ella, esa mujer estaría mendigando —murmuró, apretando los dientes—. Aunque, la familia de Rocío es católica, así que a pesar de lo entregada que es ella, el problema siempre será su homosexualidad. La detesto. Ella sabe lo mucho que Rocío trabaja y siempre la ha tachado de inútil o hereje. No entiendo cómo aún Rocío no la mandado a la mierda.
Jade arrugó su rostro con odio y observé cómo sus puños se tensaban, resaltando sus tendones y nudillos.
—Sé que esto tiene relación con su madre, lo sé. No hay otra explicación para que Rocío haya hecho una mierda como ésta. Sabía que algún día iba a estallar y hacer algo estúpido.
—¿No dijiste que era muy feliz?
—Lo es, joder. Con toda la mierda que tiene y aún así sonríe. Sonríe como si nada pasara. Como si su madre no fuera un demonio —bramó, exasperada—. Lo ignora, mucho.
—No es algo que se pueda ignorar, Jade. —Llevé mis ojos a Rocío. Su semblante mostraba paz, mas las marcas en su rostro delataban dolor—. Rocío es una buena actriz. Probablemente haya callado para no afectarte.
Jade jadeó adolorida.
—¿Podría?
Su rostro yacía difuso, lastimado.
—Rocío te ama, Jade, no quiere que te preocupes por ella —susurré—. Probablemente te oculte cosas para no agobiarte.
Mis propias palabras resonaron en mi contra.
—También la amo, es mi amiga —casi sollozó—, pero... somos amigas para apoyarnos. Sus problemas son mis problemas.
La relación de Rocío y Jade parecía muy estrecha, pero el interés romántico no tenía la apariencia de ser recíproco. Aunque, el amor de Jade por Rocío parecía incondicional y puro, sin buscar ningún beneficio.
Las agujas del reloj continuaron un ajetreado tictac, mientras que Rocío continuaba sin abrir sus ojos. Jade comenzó a agitarse. Casi serían cuatro horas de espera. Intentaba mantenerme calmo, pero lentamente el pánico de la chica me empezó a afectar. La paranoia de Jade me hacía temblar las rodillas. Ella argumentaba, bajo un estado alterado, que quizás el daño había sido mucho mayor a lo que pensábamos y que Rocío había sufrido de algún golpe severo en la cabeza, cosa que, era muy probable.
Salí al pasillo, agobiado por las teorías de la chica. No necesitaba más preocupaciones. Suficiente tenía con el actual estado inconsciente de Rocío, y me impresionó cómo rápidamente me había arraigado tanto a la charlatana rubia. La misma que de un día a otro estaba empeñada en descubrirme y analizarme con tontas e infantiles técnicas, mientras intentaba disfrazarse bajo tartamudeos y risa nerviosa. Que revelaba todo, pero mantenía sus secretos más íntimos ocultos bajo un grueso manto de niebla.
Antes creía que lo de tener amigos cercanos no era lo mío. Luego de conocer a Katerine, el mundo se abrió. Bajo su hipócrita sonrisa se hallaba una capa de sufrimiento enorme, pero, que a pesar de ello les deseaba lo mejor a los demás. Sin aviso ni permiso, acabó por acercarme a las demás personas, conduciéndome a Rocío. Y, una vez más, sin aviso ni permiso, ella se había vuelto se convirtió en una confidente.
Al voltear, me di cuenta que Jade salió del cuarto con la faz trastornada y aproveché para ingresar en él. Contemplé, acompañado del silencio, a la chica sobre la cama.
Recordé su mueca indiferente el día en que fuimos al río, la forma en que sollozaba y las cosas sinsentido que soltó aquel día. Y, con el ceño fruncido, rememoré la forma en que se describió:
«Puta».
¿Qué familia, en su sano juicio, le diría a su hija que es una «puta»?
Me arrodillé a un lado de la cama, sorbiendo por mi nariz y conteniendo algún quejido gracias a un inminente sollozo. Intenté aclarar mi voz y, con mis ojos temblorosos recorrí una vez más el inconsciente rostro de Rocío.
—Hola —murmuré, buscando la mano de ella. Al sentirla, me di cuenta que no era cálida, sino fría, sin embargo no llegaba a estar helada. Me di cuenta de que la ventana estaba abierta y la fresca brisa ingresaba al cuarto como imparables olas en una playa. Los labios me temblaron, mas pude modular—. Sé que no somos amigos desde hace mucho tiempo..., pero, nos llevamos bien, ¿no? —Sabía que no oía. No servía de nada que diga eso—. Perdón por no haber llevado la guitarra al río. Debería haberlo hecho, ¿no?... ¿No? —murmuré casi sin fuerza—. No quiero que sea cierto lo que dice Jade..., sé que no fue grave. Despertarás y podremos volver a reunirnos en el río, puedo ayudarte con tus tareas de arte también. Además... nunca me has oído cantar, ¿no? —Mi voz se quebró y nuevamente una niebla de lágrimas me difuminó la vista. El dolor en el pecho me golpeó de una estocada y apreté mis dientes con fuerza, intentando callar los pocos quejidos que abandonaban mi boca—. Querías oírme cantar y tocar la guitarra para ti.
No pude seguir hablando. Rocío no despertaba. Yo no me calmaba, y las lágrimas que caían de mis ojos no parecían querer detenerse. Cerré mis párpados fuertemente y formó una nube de humedad sobre la manta, ocultando mi rostro entre mis brazos y torciendo mi cuerpo de dolor. Presioné la mano de Rocío, sintiendo su preocupante frialdad.
Mis piernas temblaron, casi derribándome. El estómago se me retorcía y la saliva en mi boca parecía tener sal, el nudo en mi garganta no me permitió decir nada.
No quiero que Rocío muera.
No quiero que sufra.
No quiero que lo que Jade dice sea verdad.
Los latidos de mi corazón cesaron al sentir una presión en mi cabello, para luego ser revuelto. Sonreí suavemente y el dolor prontamente se dispersó. Levanté mi rostro y vi a Rocío portando una débil mirada.
—Si hubiera sabido que te vería llorando, hubiera preferido despertar después —musitó en voz baja—. Dios..., lo de Samusamusamu tiene sentido... Estás triplicado.
—Al fin despertaste —solté con un jadeo, sin poder contener mi sonrisa—. Llamaré a Jade.
Los ojos de Rocío se abrieron de golpe y noté sus pupilas dilatadas. Intentó sentarse sobre la cama, pero soltó un quejido ruidoso en su lugar. Me alerté por completo e intenté preguntarle qué sucedía, aunque no pude gracias a que rápidamente interrogó:
—¿J-Jade está aquí?
Asentí con mi cabeza.
—No te muevas, ¿vale? Volveré enseguida.
Tan rápido como me despedí, fui a buscar a alguien que atienda a Rocío y en el camino encontré a Jade. Por suerte, el hospital no era excesivamente grande por lo que no me demoré en demasía. Al poco tiempo estaba de vuelta en la habitación de Rocío.
Describió la forma en que su cadera dolía horrores y cómo le era imposible moverse siquiera un poco.
Y detalló una sobredosis... intencional. Después de todo, P-A significaba paroxetina. Según el doctor, esto no conducía a consecuencias graves como coma, muerte o convulsiones. Pero sí a náuseas, dolor de cabeza, rigidez, aceleración cardíaca, entre otros.
Le di una mirada de reproche a Rocío, y ella me ignoró. ¿Por qué se provocó una sobredosis?
Tras unos cuantos abrazos entre Jade y Rocío, esta última y yo quedamos solos.
—¿Por qué? —solté, observando los rayos del sol golpear el suelo tras infiltrarse por la ventana. Volteé a ver a Rocío—. ¿Por qué la sobredosis?
—No hablemos de eso.
Di un par de pasos hacia ella.
—Hablemos de eso —insistí en tono firme—. Necesito saber por qué carajos intentaste matarte.
Ella se encogió de hombros y desvió su mirada de mis ojos.
—No podría matarme. La paroxetina no es muy fuerte.
—Pero la tomaste intentando suicidarte. No sabías que no lo era.
Cuando Rocío torció el gesto, me percaté que mi teoría era cierta.
—¿Pensaste que podrías morir? ¿Por eso lo hiciste?
—No presiones el tema, por favor.
Me senté sobre la cama, mirando fijamente a la rubia, temblorosa. Juntaba sus manos en una unión sobre su regazo, escrutando de manera incómoda la pálida pared.
—Necesitas hablar de eso, Rocío.
—No ahora.
—¿Cuándo será, sino? Lo has ocultado por meses. O por años. No puedes continuar fingiendo como si no pasara nada —murmuré, posando mi mano sobre la suya—. Puedo ayudarte.
—No puedes.
Fruncí mi ceño.
—¿Por qué no podría?
Rocío echó un suspiro pesado.
—Simplemente no —susurró—. Déjame sola, Sam.
Apreté mis puños, sintiendo el bulto de las sábanas en mi mano.
—Fuiste a la carretera para terminar lo que empezaste. ¿No es así?
Ella se quedó helada, sin responder, y luego desvió su mirada, evadiendo mi contacto visual.
Estaba en lo cierto.
—¿Querías morir?
Rocío asintió con su cabeza tras unos segundos de silencio. Relajé mi expresión y dejé de mirarla.
—¿Por qué? —pronuncié en voz baja—. ¿Qué es lo que pasa?
Ella tragó saliva fuertemente y tensó sus hombros.
—Creí que ya no tendría que sufrir más. —Ocultó sus ojos con una mano, dando una fuerte exhalación—. No creo que pueda seguir manteniendo a mamá. Cada día es más difícil y me agoto aún más rápido. Ella no puede conseguir empleo en ningún sitio, no con su edad ni estabilidad mental. —Estiró su cabello y observé sus ojos entornarse de cansancio—. He estado manteniendo dos trabajos, ya no me queda tiempo para mí misma. En mis ratos libres estoy con Ferre —la voz se le oscureció al mencionar su nombre y noté el temblor de sus labios—. Es... asqueroso, pero me da dinero y con eso me basta. La última vez se... pasó —dijo con inseguridad—, no quiero darte detalles.
Limpió unas pocas lágrimas con el dorso de su mano, apretando sus dientes.
—Estas últimas semanas he estado muy estresada. Ayer las cosas empeoraron cuando mamá llamó prácticamente rabiosa. Estuve toda la tarde preocupada, preguntándome qué fue lo que sucedió. —Soltó un quejido y observé el sudor y temblor en sus manos. Estaba consumida por los nervios—. Siempre han dicho que la muerte es algo horrible —comentó con la voz quebrada—, pensé de que si moría... tendría paz. No fue una idea del momento. —Ahogó un sollozo y pasó sus manos por su rostro, intentando calmarse—. Llevaba meses —balbuceó—, meses queriendo morir. Todas las noches pienso en eso. Me siento patética y... asquerosa. Hace unas semanas no pude seguir pagando un psicólogo y quise dejar de tomar las pastillas. —Hizo una pausa para hipar, soltando un quejido ruidoso—. Ha sido todo más horrible desde entonces.
Miré con el pecho compungido a Rocío, retorciéndose frente a mí y parando de hablar sólo para poder llorar. Cada lágrima que despedían sus ojos, la limpiaba, para luego resurgir otra.
—Y entonces... fue la fiesta —murmuré.
—Quería despedirme de ti —jadeó agónica—. Estaba muy drogada, Sam, y... me atropellaron. Creí que esa vez sí moriría..., pero ahora estoy viva, sufriendo y haciéndolos sufrir, sin saber si volveré a caminar. Hubiera preferido morir antes de pasar por esto.
—Caminarás, Rocío.
Exhaló profundamente.
—No lo sabremos hasta que me hagan una radiografía.
—Pero sé que podrás caminar.
Deposité mi mano sobre la suya y acaricié el dorso de ésta con mi pulgar. Rocío distendió sus hombros y sus ojos pararon de llorar, inclusive su cuerpo.
—Gracias —pronunció susurrando.
Meneé mi cabeza con una pequeña sonrisa.
—No tienes nada que agradecer.
Pasé un rato sentado junto a Rocío, quien, evidentemente no podía moverse de su cintura para abajo. Según el doctor, en algún momento del día le harían una radiografía mientras se trataría su sobredosis utilizando carbón activado, más de una vez observé a una enfermera ingresar al cuarto con un vaso con agua ennegrecida. Y explicó que, en caso de estreñimiento, náuseas o heces negras no nos preocupáramos.
A la hora de irme, me sentí terriblemente inseguro de dejar sola a Rocío, mas ella lo comprendió y me pidió que descansara. Salí del cuarto, dándole una última despedida desde lejos con la mano. Avancé lentamente por el pasillo hasta que, de un segundo a otro sentía cómo si mis pies hubieran formado raíces en el suelo. Sus ojos amarillentos y enrojecidos me echaron un vistazo de reojo y su cabello oscuro estaba formado como un apresurado moño.
—Katerine —la llamé, sin detener su paso.
Fruncí mi ceño y la seguí, deteniendo su paso al cogerla de la muñeca. Dio un tirón violento para zafarse y me observó con los ojos entornados, una clara señal de cabreo.
—No he venido por ti —masculló—. Así que deja de seguirme.
Apreté mis labios al escucharla. Tenía derecho a estar enojada. Yo también. Los dos estábamos cabreados con el otro. Un sentimiento desagradable.
Formé puños y casi eché humo por la nariz, pero preferí irme del sitio.
Siento tristeza.
También enojo.
Quizás arrepentimiento.
O tal vez rabia.
Soy un cúmulo de emociones difusas.
Lo que sí sé con certeza, es que debo aclarar las cosas con Katerine. Aquel día me propuse a hacerlo esa tarde, pero «esa tarde» Katerine no regresó. El lunes Délicatesse los murmullos incómodos abundaron. La noticia de Rocío hospitalizada corrió como la brisa de oído a oído, mientras que mi comportamiento se volvía cada vez más errático y torpe gracias al agobio que el accidente —el falso y el verdadero— me trajo. Mientras que, Katerine lucía como si nada sucediera. Fue en ese momento en el que me percaté de que Katerine puede mentir sin mucho esfuerzo.
Durante el descanso de ese día Ferre me condujo a la sala de empleados. Lo miré con odio, podía deducir la mierda que le había hecho a Rocío.
«¿Por qué no puedes ser como Greco?», sus palabras resonaron en mi cabeza en eco. En aquel momento me había preguntado qué era lo bueno en Katerine. El gerente me explicó de qué tan admirable era su empleada fetiche, cómo nunca cometía errores y se comportaba delante de los clientes y empleados como un sol, mientras que yo, era el desastre caminando. No me extrañaron sus palabras, numerosas veces me ha llamado de formas similares.
El lunes por la tarde, Katerine volvió a desaparecer. La escuché llegar a las dos de la mañana. No estuvo con Rocío, lo pude saber cuando fui al hospital a visitar a la susodicha y que ella no estaba ahí.
El martes la situación se repitió, salvo de que llegó una hora más temprano.
Miércoles, jueves y viernes tampoco estuvo en casa. Miércoles, jueves y viernes también llegó tarde. Miércoles, jueves y viernes, también fueron días donde no hice nada más que arruinarme el pelo con desesperación.
Mordí mi labio inferior, golpeando la puerta de la castaña un sábado por la tarde. No hubo respuesta. Hice duna llamada y me di cuenta de que su móvil estaba dentro de la casa cuando sonó en el interior.
No conocía a nadie que sea cercano a Katerine. Ni sabía en dónde podía estar. No sabía qué sitios frecuentaba.
Las manos me temblaron de nervios y preocupación. Necesitaba saber dónde estaba, si estaba segura.
Mi cabeza se abrumó al recordar un sitio. Incapaz de pensar en otra cosa, tomé un taxi y sentí que fue el viaje más largo de mi vida, salí a la calle de tierra y pagué al conductor luchando por no tirar los billetes gracias al temblor de mi mano.
Me adentré en el amarillento y verdoso sitio apartando el gran césped que se cernía frente a mis pasos, me tropecé más de una vez gracias a mi errático y rápido correr, pero no me importó el dolor de darme las rodillas contra el suelo, era más grande la asfixia en mi garganta y el galope de mi corazón.
El césped prolongado acabó y casi deslicé mis pies por el pasto. En la lejanía divisé un río. Estaba yendo por el camino correcto. Descendí por la bajada y me raspé las manos con las rocas del final al intentar equilibrarme con tal de no caerme.
Corrí por la pradera y suspiré de alivio al ver las ruinas a unos cuantos metros, pero el alivio fue mayor al ver una difusa silueta. Me apresuré a alcanzarla y solté un jadeo de cansancio cuando finalmente estuvimos a unos pocos metros.
Katerine se sentó sobre la hierba confundida y asombrada.
—¿Sam?
—Idiota.
Frunció su ceño.
—¿Eh?
—Idiota —repetí—. Eres una idiota.
Todo su rostro se oscureció de enfado.
Asentí con mi cabeza.
—¿Es lo primero que vas a hacer? ¿Insultarme?
—Eres una idiota —cuando volví a repetir, ella se escandalizó más—. ¿Por qué estás aquí, en medio de la nada, sola? ¡¿Sabes lo peligroso que es eso?!
Ella se encogió de hombros y desvió su mirada.
—Necesitaba relajarme —pronunció—, huir un rato.
Me senté sobre mis piernas frente a ella. Katerine miró fijamente los raspones en mi mano.
—Tú eres el idiota —masculló—. Viniste tan rápido que te has lastimado en la bajada, ¿no? Idiota.
Cuando alcé mi vista a sus ojos, percibí el duelo que se estaba formando entre nuestros iris ámbar y gris. Aunque pronto mi semblante se relajó y corté la distancia entre nosotros, casi asfixiándola con un abrazo. Ella se quejó por lo bajo, pero me correspondió. Sentí su calma respiración contra mi pecho y hundí mi rostro entre su cuello y hombro, sintiendo su aroma con una suave inhalación.
—No desaparezcas de esta forma —rogué—, por favor, Katerine, no me preocupes.
—Lo siento.
Casi lloro corrigiendo jaja
Gracias por esperar, estuve un poco ocupada con la tarea y esas cosas. Este capítulo en particular fue muy problemático de escribir, me estresaba fácil, pero bueno.
Ah, llegamos a los 400 seguidores 0: opd
Friendly reminder: en IG subo edits y esas cosas de la nove, adelantos y cosas raras. Si gustan, ahí estoy más presente.
Yyyyyy bueno, sin nada más que decir, nos vemos yyyyy gracias por leer, wapos, no olviden dejar estrellita uvú.
—The Sphinx.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top