49 - Negro

—Bien, entonces le dije que si quería un re-fill, que primero me llene ésta. —Rocío señaló su entrepierna con un gesto tosco—. No, no le dije eso..., pero me hubiera gustado hacerlo. Estaba siendo un pesado.

Asentí ante el relato de mi amiga, ambos sentados en la barra. Ella bebiendo de un vaso de cerveza, y yo mi vaso de jugo de naranja; no quería terminar ebrio en mi propia fiesta. En ese instante, dábamos la imagen de dos amigos a punto de embriagarse tras un despido.

—¿Dónde está Jade? —inquirí, sin ver ninguna cabeza con el pelo de dos colores.

—Eeeh..., enrollándose con alguien, apuesto —soltó en un tono ligeramente molesto—. Me dijo que le surgió un «problemilla». Traducción: se ha ido con algún tío musculoso y su moderna casa de pijo está demasiado lejos de la fiesta.

—Entonces... ¿somos el dúo de los abandonados?

—Así es —aceptó—... aunque, a ti aún no te han abandonado formalmente... ¿Kate contestó?

Volví a revisar el chat, los mensajes no le habían llegado.

—Los mensajes no le llegan.

—¿Al corazón?

—No, al móvil, idiota.

Se quedó callada por unos segundos, probablemente formulando posibilidades.

—Debe estar en modo avión —replicó, encogiendo sus hombros—. O quizás está volando a Rusia, ¿quién sabe?

—O tal vez se quedó sin WiFi.

—Puede ser.

Miré al otro lado del departamento a través del arco de la cocina. Mi hermano estaba charlando alegremente con Eleonora. Noté a los chicos de Paintball haciendo una competencia de quién lograba tragarse hasta el fondo de la botella. Llevé una mano a mis ojos cuando Guillermo volteó a vernos y se encontró con Rocío, para luego caminar hacia nosotros.

Cuando puso un brazo en la encimera, inclinándose hacia la rubia, tuve que contener una sonrisa. Siendo sincero, Guille no es feo de cara, pero tendría más suerte intentando ligar con una chica que no sea Rocío. Se acomodó el cabello teñido con chulería y me llevé el vaso a la boca, disfrutando el show.

—Buenas. Me presento. Me llaman Guille..., aunque también Romeo.

Ella le enseñó una cínica sonrisa y le ofreció su mano para estrecharla. Guillermo aceptó encantado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, con un gesto bobo en sus ojos.

—Rocío.

Al escuchar la voz de la rubia, melódica y suave, el rostro de Guille se convirtió en un bonito paraíso de tonos sonrosados y enrojecidos.

—¿Quieres bailar un rato? —soltó repentinamente.

—Guille... —advertí.

Él volteó a verme, con un gesto trastornado y masculló con presión en sus dientes:

—Estoy tratando de ligar, Sam.

—Bueno, ese es el problema...

—¿Por qué? ¿Es tu segunda novia? —me interrumpió, atónito.

Rocío meneó su cabeza riéndose en silencio. Ella también lo disfrutaba.

—Es lesbiana —repliqué.

Guille parpadeó dos veces y volteó a ver a la rubia de vestido morado. Parecía tener el corazón roto. Rocío le proporcionó una burlona sonrisa y le guiñó el ojo, mofándose de él.

—Ya van dos veces en esta semana —mencionó llevándose las manos al rostro con frustración.

Fruncí mi ceño.

—No estás acosando, ¿no? —le dije—. Si es así, normal que te mientan para apartarte de ellas.

—No, no acoso a nadie —pronunció con seguridad. Guille no parece del tipo pesado, así que le creí—. La última vez en la que estuve intentando ligar con una chica, llegó su novia y se comieron el morro frente a mí.

Lucía deprimido, por lo que rápidamente Rocío fue en socorro:

—Tengo una amiga a la que quizás le agrades. Si quieres un polvo, puedo presentártela, probablemente ella también lo quiera.

¿Le acaba de ofrecer a Jade?

Guille lo consideró durante unos segundos, mas, para sorpresa de ambos, dijo en un tono sincero:

—Quiero algo serio.

Luego de un silencio incómodo, volvió a su estado parrandero entre pasos torpes, dejándonos solos a Rocío y a mí. Ella levantó sus cejas, sorprendida.

—Vaya.

Nos dimos vuelta sobre nuestro asiento, volviendo a encarar la pulcra isla monocromática. Apoyé mi codo en la encimera y mi cara sobre mi palma, escrutando a la rubia a mi lado.

—¿Por qué le mencionaste a Jade a Guille? —inquirí, con el ceño arrugado.

Se encogió de hombros y estiró una de sus comisuras, en señal de disgusto.

—¿Por qué no?

Bebió otro sorbo de cerveza y contempló, atontada, la encimera.

—Pero, ¿no es que Jade te gusta?

Volvió a encoger sus hombros.

—¿Y qué? —soltó, llevando sus ojos al techo—. Realmente no hay nada entre ella y yo —pronunció, meciendo la cerveza en su vaso con calma y lentitud—. Sólo somos... amigas. Sí, eso somos.

Estuve a punto de contestarle, hasta que soltó un sonido rarísimo desde su garganta y se inclinó hacia la encimera, curvando todo su cuerpo.

—Sam... ¿dónde... está... el... jodido baño? —soltó con dificultad, levantándose del taburete y apoyando su peso en sus brazos, consecuentemente en la isla.

Me encaminé al baño y Rocío corrió detrás de mí. Entramos al colosal cuarto blanco y fresco, para que ella se dirija inmediatamente al váter, para vomitar.

Di unos pocos pasos en su dirección para poder apartarle el cabello. Miré hacia otro lado, repentinamente la ducha de mi cuñada era muy interesante.

—Ni siquiera tomaste mucho —mencioné—. ¿También tienes poca tolerancia?

Rocío soltó un largo «plurgh» y tosió repetidas veces. Intentó incorporarse, pero las arcadas regresaron y volvió a sentarse sobre sus rodillas frente al retrete.

—No... es... la cerveza.

Fruncí mi ceño.

—¿Entonces qué es?

Soltó más vómito y pude incorporarse correctamente tras unas vacías arcadas. Se dirigió al lavabo e intentó lavarse la boca.

—¿Quieres saberlo? —soltó tras escupir el agua y repetir el proceso.

Caminé hasta su lado y el reflejo del amplio espejo mostró mi cuerpo junto al suyo, jadeante. Mis ojos se dispararon a su rostro. Nuevamente, sus pupilas estaban dilatadas, mas, en adición, su esclera se había enrojecido y las comisuras de sus labios tenían rastros húmedos del agua. Tras asentir ante su pregunta, cerró sus ojos.

—Empieza con P y termina con A —respondió.

—¿Papá? —Fruncí mi ceño—. ¿O papa?

Permaneció en silencio masajeó sus sienes, arrugando su frente en un gesto irritado.

—Olvídalo.

Rocío se encaminó hacia la puerta con pasos torpes. Devolví mi mirada al espejo y pensé unos cuantos segundos.

«Hiperactividad. Agitación. Pupilas dilatadas. Esclera enrojecida. Náuseas. Dolor de cabeza. P-A».

Repetí la secuencia en mi cabeza. Entrecerré mis ojos al llegar a una conclusión y regresé mi vista a la rubia, que continuaba en la entrada del baño.

—¿Estás drogada?

No hubo respuesta.

El silencio de Rocío me partió en dos, quizás en cuatro. La sangre se me congeló, y observé, con una mirada fija y estudiosa, la nuca color platino de ella.

Tragué saliva como un gesto nervioso.

¿Realmente estaba drogada?

Mi cabeza se nubló ante la posibilidad. Veía a diario los estragos que esa adicción causaba en el cuerpo de Eduardo, y de sólo pensar en la brillante rubia, rota y esquelética, el aire me era arrebatado con un impulso violento.

—No lo estoy, Sam.

La sinceridad en su voz me trasmitió calma, pero, la sensación de incertidumbre continuaba pululando en mi consciencia. No podía creerle a Rocío. No estaba sana mentalmente para poder confiar en sus palabras.

Al parpadear, ella ya había iniciado sus pasos fuera del amplio baño.

El silencio pobló el cuarto y sólo el eco del ruidoso goteo del grifo contra el lavabo lograba distraerme del abismo auditivo.

Una canción de punk rock de los 2000 sonó en mi móvil, arrancándome de mi ofuscación y llevé mi mano a uno de mis bolsillos. Mi cabeza gritó de confusión y nervios al ver el nombre de contacto de mi novia en la pantalla: «Cabrona», junto al emoji de una caca.

Acepté la llamada, ansioso, y conduje el móvil a mi pómulo y oreja.

—Hola, burrito, ¿cómo estás?

Silencio. Nuevamente la confusión me consumió.

—¿Katerine?

—Hey —afortunadamente respondió—. Lamento no estar ahí, Sam... —su voz tembló—. Escucha, yo...

El tono que usó me alarmó totalmente. El pecho se me encogió y pronto las dudas me nublaron.

—¿Estás bien?

—Sí, yo estoy bien, pero... —sonaba llorosa, a punto de soltar lágrimas o sollozos—, mi papá... se encuentra mal. No sé... qué sucedió exactamente. Mamá me llamó, diciendo que papi se... se había accidentado. —Su nariz sonó, como si contuviera su dolor dentro.

Mi pecho sintió una contracción. Tenía la necesidad de abrazarla, quería estar con ella.

—¿Tu padre está bien?

Asintió con un sonido quejumbroso.

—Puedo irme de la fiesta y..., ¿dónde estás? Estaré ahí en unos minutos, Kate, sólo...

—No —me cortó con pena en su voz—. No quiero arruinarte la noche. Solamente quédate ahí y... —Suspiró— mañana nos vemos, ¿vale?

Apreté mis labios entre ellos.

—Puedo irme, Katerine. No me gusta escucharte así.

—Está bien, Sam —dijo pausadamente—. No tienes porqué venir, en serio...

Eché un suspiro y deposité mi peso contra la pared. La tensión me estaba haciendo doler la cabeza. Repentinamente quería cancelar la fiesta e ir con Kate para apoyarla.

—¿Estás segura?

Asintió con un sonido gutural.

—De verdad lo siento.

Tras sus palabras regresó el silencio. Miré la pantalla; ella había colgado. El sonido ahogado de la música llegó al baño. Nuevamente, el rock ochentero enseñaba un sonido melancólico. Eché un suspiro prolongado y regresé mi móvil a mi bolsillo.

Salí del baño y del otro lado del pasillo Estanislao estaba de pie, observando mis pasos.

—¿Katerine? —interrogó, en un tono preocupado.

—Su padre se accidentó.

—¿Cómo?

—No me dio detalles.

Hizo una mueca extraña, estirando una de sus comisuras.

—¿Qué sucede? —Fruncí mi ceño.

—Nada, Sam —replicó, dando una vuelta en la otra dirección y regresando a la sala.

La fiesta continuó con sumo sosiego, no podía parar de pensar en mi llamada con Kate o en las repentinas náuseas de Rocío. Por lo que, terminé en uno de los sillones mirando al resto tener charlas y contar bromas. Las fiestas no son lo mío, no sé cómo desenvolverme en ellas y, si bien antes recurría al alcohol para soltarme, en ese preciso momento la presión brotando en mi cuerpo era muy violenta para poder distenderme y beber aunque sea una mísera gota de cerveza.

Raúl se sentó a mi lado con una mueca alborotada.

—¡¡Saaaammm!! Amigo mío..., ¿dónde está alphita?

—¿Alphita?

—¡Catalina!

—Katerine, Raúl —corregí.

—Ah —suspiró—. ¿Qué pasó con ella? ¿Te dejó por otro? Eso me hizo Pame...

—Kate no es como Pame —hablé con sequedad.

Dudo que Katerine pueda serme infiel. Aunque... le ha sido infiel a Bruno, pero, las circunstancias eran otras... supongo.

—Y yo decía que Pame no era como Andrea —mencionó, llevando un vaso a su boca para beberlo de un trago—. Cuando encuentre a un tío con más músculos, pasta y una polla de tres kilómetros te vuelves el segundo, y cuando se harta de ti... te deja tirado y te echa la culpa de todo.

—¿Te sucedió a ti?

—Dos veces, y consecutivas —soltó en un tono deprimido—. Aunque Cata parecía feliz contigo, Sam, quizás no sea como esas dos víboras que sólo buscaban vaciarme la cartera.

Raúl se encorvó.

—Lo siento —me lamenté.

—Tú no tienes que sentirlo. —Se encogió de hombros.

Exhalé profundamente.

—En realidad el padre de Kate se accidentó —confesé, dejando mis ojos en la nada.

—¿Cómo?

Esta vez fui yo quien se encogió de hombros.

—Estaba muy nerviosa al hablar, no me logró explicar la situación.

Raúl me observó asombrado.

—¿No deberías estar con ella?

—Prefirió que no. —Hice una pausa. Hasta que añadí con un jadeo—: No quería arruinarme la noche.

Se levantó del sofá con una profunda exhalación.

—Es una lástima —pronunció por lo bajo, aunque no demasiado gracias al volumen de la música—. Llámala un día de estos para jugar al Paintball. Para haber sido su primera vez, fue mejor que Jero y Tomás juntos. Esos tarados me ponen de los nervios. «Ni ti idilintis tinti». Uf, pesados.

Solté una risa y miré la expresión horrorizada del castaño mientras imitaba al par. Cuando Raúl se marchó, la música volvió a amortiguarse en mi cabeza y una vez más me perdí en los intrincados caminos de la textura de las tablas de madera caoba. Un pitido atravesó mi cabeza de este a oeste, dejando mi expresión vacía sobre el material. No tenía nada qué hacer, ni sabía en qué pensar.

Mi vista escaló al enunciado hecho con globos: «No más tarea para Sam». Me preguntaba si la tarea sería reemplazada por algo mucho peor.

La interrogación no duró mucho tiempo en mi cabeza y regresé a Katerine. Retorné a su llanto, el sonido de sus sollozos y la poca fuerza de su voz. La preocupación que ella me enseñó logró calarme hasta contagiarse a mi conciencia.

Necesitaba ir con Katerine. No necesitaba una tonta fiesta, no si en esa fiesta ella estaba ausente.

—¡Sam!

La voz de mi hermano me arrancó de mi trance y regresé a la realidad.

Estaba mi maravillosa familia alrededor de la larga mesa. Mi padre, Estanislao, Eleonora, Raúl, Guillermo, Tomás, Jonás, Tobías, Rocío y mis primos mantenían sus miradas fijas en mí, cada uno con su copa en mano.

—Ven, hijo —pronunció papá, con su cálida sonrisa—, hagamos un brindis y comamos el pastel. ¡Joder! Llevo toda la noche mirándolo.

Algunos soltaron una risotada y me levanté del sofá, encaminándome a ellos. Quizás Kate no estaba conmigo, pero sí unas cuantas personas a las que amo, quienes aguardaban por una sonrisa mía.

Cogí una copa de la mesa de mantel blanquecino y alzamos nuestras bebidas, derrochando gotas de alcohol.

—¡Chinchin! —exclamé junto a ellos.

Llevé mi copa a mis labios y degusté de la bebida, alternando mi vista entre los presentes. Rocío lucía una cálida expresión calma, Estanislao una de sus gigantescas sonrisas, Eleonora un semblante serio, mas gentil, mi padre estaba disfrutando y mi grupo de amigos estaba más ruidoso que nunca.

—Hey, Sam.

Giré a ver a Estanislao, quien me hablaba.

—¿Qué?

—Hee-hee.

Lo miré con indiferencia, ignorando a Lao. Mala suerte que Raúl haya escuchado el gritito de mi hermano.

—¡Hee-hee! —chilló como poseído.

—Hee-hee —siguió Guille.

De la nada, había tres personas gritando «hee-hee». Mi padre y yo nos miramos, consternados y en silencio, hasta que Rocío masculló enfurruñada que, por favor, dejen de decir el puñetero hee-hee de una condenada vez; cito textualmente.

Tras unas cuantas bromas, otra ola de hee-hees, una que otra bebida junto a fondo blanco, algún penoso karaoke y gritos eufóricos de personas con las caras rosadas como Peppa Pig, el reloj marcó las dos de la mañana y comprendimos que no había nada más que hacer. Rocío había abandonado la fiesta hace una hora y mi padre lo hizo quince minutos después de la rubia, siendo acompañado por mis primos.

Diez minutos después de las dos, Guille, Raúl y los demás de Paintball pasaron la salida amarrados por sus hombros con un canto de borrachos, a los pocos segundos escuché el sonido de una arcada venir del ascensor del ático de Eleonora.

Estanislao terminó de beber la última gota en su pinta y arrastró su cabello con su mano, torciendo sus mechones.

—Fue una buena fiesta —afirmó con un tono ralentizado—. ¿Vas a casa?

Miré a Nora y luego a mi hermano. Ella seguía tan reluciente como si ni siquiera hubiera participado de la fiesta. Mientras que, Estanislao parecía víctima de un tornado.

—¿Necesitas que te lleve en el coche? —preguntó mi cuñada.

—Por favor —asentí.

Tras unos minutos, salimos de edificio y me subí al oscuro coche de Nora. El interior era cálido, los asientos mullidos. Eché un vistazo a Zaragoza a través de la ventana y lentamente la bajé con el respectivo botón para que entre aire al sitio. El fresco viento nocturno me golpeó en la cara y eché un suspiro de felicidad. Los veranos en España eran intensos, por lo que el viento fresquito era un gusto.

Eleonora frenó de forma suave y paulatina frente al bloque de departamentos y la saludé con besos en la mejilla.

—Gracias por traerme.

Ella me sonrió amablemente.

—No es nada, Samuel, llámanos en caso de que suceda algo. Lao estará atento al móvil.

Abrí la puerta del coche tras asentir y saludé con mi mano desde afuera, cerrando la puerta. Eleonora agitó su palma e hizo rugir el motor, despegando con la misma delicadeza con la que frenó. Me di la vuelta hacia el edificio y entré.

Solté un jadeo de susto al ver a Juan, el guardia, dormitando sobre una silla. ¡Ronca como un demonio!

Decidí pasar de él, entré al elevador y marqué mi piso. Las puertas se cerraron torpemente y la irritante música de piano alegre pobló mis oídos.

Tarareé dentro de la oscura cabina apenas iluminada por una fuente de luz amarillenta del elevador, parpadeante gracias a la antigüedad de éste. Repentinamente, la música cesó sin que el ascenso haya terminado.

Las puertas se abrieron y la penumbra del pasillo me confundió, sólo iluminado por una tenue lámpara de pared al final del mismo. Caminé a través de él y paré mi caminar frente a la puerta de Katerine. Acerqué mi puño y fui tentado a tocar, observando la oscuridad que había tras la puerta, como en la mayoría de los pisos. Lo que me detuvo de hacerlo fue la repentina luz que se encendió detrás de la madera. Una ola de dudas me desestabilizó.

¿Katerine estaba despierta?, ¿siquiera estaba en casa?

Mis oídos reaccionaron de inmediato al bajo tarareo, uno grave, melancólico y ronco, al igual que desafinado, aunque reconocí el tono de Katerine.

Acerqué mis nudillos a la puerta y di dos golpes suaves.

No hubo más tarareo.

Otros dos golpes...

La luz se extinguió.

Dos golpes más, ligeramente más ruidosos.

Sólo recibí silencio y oscuridad.

Tragué saliva con lentitud y miré con la vista temblorosa la puerta frente a mí. Katerine estaba en casa. Continuaba despierta, pero, por alguna razón, parecía que se escondía de mí. ¿Por qué?

—¿Kate?

Oí un suspiro. No uno de pesadez o irritado, sino uno soltado como un alivio.

Esta vez oí pasos, aunque todo continuaba oscuro. El caminar cesó a una distancia próxima a la puerta.

—Katerine, contesta, por favor.

Dos pasos sonaron hacia mí.

—¿Samuel? —Su voz se pronunció preocupada y quebrada—. ¿Eres tú?

Sonreí.

—¿Quién más podría ser, burrito?

Me premió con su silencio.

—Soy yo —añadí—. Venga, ábreme.

No vi el picaporte de la puerta moverse.

—¿Por qué no abres?

—Quiero estar sola —exigió con la voz llorosa—. Vete ya, Sam.

Arrugué mi ceño.

—¿Estás llorando? —interrogué, confundido—. ¿Por qué lloras?

—Dime tú —sollozó débilmente—. No sé porqué lloro... Simplemente no... no puedo d-dejar de llorar.

Oí la forma en que hipaba y apoyé mi frente en la puerta.

—Déjame estar contigo, Katerine. —Repasé la madera de la puerta con mis yemas. La textura era tan áspera que podría astillarme—. Quiero verte.

La última vez que había visto a mi novia fue el jueves, en Délicatesse. El viernes se ausentó y no me permitió entrar a su piso en la tarde de ese día.

Abrí mis ojos desmesuradamente cuando sus pasos hicieron eco en la sala de su piso y la llave sonó dentro de la puerta, dando dos vueltas en el interior. El picaporte se movió y divisé una franja abierta de la puerta. Hasta que, de forma tímida, Katerine asomó su desastroso y triste rostro por aquella franja.

Noté la oscuridad de su piso. Las ventanas estaban abiertas y el viento hacía danzar las cortinas, que lucían como almas alborotadas.

Katerine me dejó entrar y retrocedió. No dudé ni un segundo en abalanzarme a ella y rodearla en mis brazos. Su cuerpo se tornó pequeño bajo mi abrazo y escuché un ruidoso quejido contra mi pecho.

Era como un animal lastimado, buscando consuelo en cualquier persona o ser que se le aproximara. Sus sonidos se ahogaban contra mi ropa, no me importó toda la humedad que dejaba en mi atuendo de gala, sólo quería sentirla contra mí y calmarla.

—Lo amaba, Sam... Lo amaba tanto —susurró en un tono agónico—. ¿Por qué sucedió?

Fruncí mi ceño y la culpa me llenó como si me tratara de un vaso. ¿Realmente estuve festejando y divirtiéndome mientras Katerine estaba desasosegada y sola?

—Kate, ¿qué fue lo que pasó?

Entrelacé mis dedos en su cabello. Me di cuenta que estaba bañada por la textura de las hebras y a los pocos metros, sobre la mesa, yacía la bolsa conteniendo el vestido que Katerine utilizaría dicha noche.

Ella permaneció sin pronunciar palabra, simplemente sollozando por lo bajo. Se separó de mí lentamente y llevó su mano a su rostro, limpiando sus ojos. Acerqué mi palma a su pómulo y limpié el rastro húmedo de sus lágrimas, asimismo contemplando el brillante cristal de sus ojos.

Apretó sus labios y estos temblaron.

—Tu papá... ¿él está bien? —murmuré.

Katerine dio un paso hacia atrás y evadió el contacto visual. Bajé mi mirada hacia sus manos, lado a lado de su cuerpo. Temblaban. Arrastró su cabello hacia atrás con su derecha y dejó sus ojos en el suelo.

—¿Kate?

—Yo... —dijo afónica. Arrugó su frente y noté, nuevamente, el inquieto movimiento errático de sus manos, que no lograban permanecer en un sitio en específico—. Sam, yo...

—Puedes decirlo.

Volvió a retroceder. Esta vez, apretó sus puños.

—No hubo accidente.

—¿Qué?

—¡No hubo ningún accidente! —exclamó debilitada—. Mamá no llamó..., papá está bien. Te mentí.

Fui yo quien retrocedió. Mi mente estaba en sequía y mis pies se pegaron al suelo como si se hubieran unido a él. ¿Por qué Katerine me mentiría con algo como eso?

—Kate, ¿qué...?

—Estos días te he mentido mucho —hipó—. Es lo único que se me da bien; mentir.

Una vez más retrocedí.

—¿Por qué mentiste sobre algo como eso?

El silencio de Katerine me irritó.

—¿Por qué mentiste? —repetí, en un tono más fuerte—. Katerine, contéstame.

Frunció su ceño y dejó su vista en el suelo.

—Porque sé que si decía la verdad te enfadarías —masculló—. Todo se arruina cuando digo la verdad.

Apreté mi mandíbula y me di la vuelta, atravesando el pasillo. Oí los pasos de Katerine comiéndome los talones, pero no me detuve. Ella me tomó del brazo y tiró de mí, obligándome a parar.

Estaba indignado, me sentía estúpido por creerle. ¿Realmente me pudo decir una mentira así de grave?

¿Por qué mintió? ¿Por qué mentía?

—Sam... —murmuró en un tono bajo.

No volteé a verla.

—Suma esto a tu lista de arruinarlo todo.

Apretó mi brazo y volvió a tirar de él. Me di la vuelta, viendo su semblante contaminado de desesperación. Mi mandíbula estaba tensa y mi pulso acelerado.

—No digas eso —imploró—. No puedes dejarme aquí así.

—Claro que puedo.

—Pero...

—¿'Pero'? —repetí—. No soy un maldito pañuelo que uses y deseches cuando se te dé la gana. ¿Qué esperabas que dijera luego de que me mientas así?, ¿que te felicite? —espeté, zafándome de su agarre y alejándome de ella—. ¡Ni siquiera me dices la verdad! ¿Qué más me ocultas?

Volvió a quedarse callada, dejándome más nervioso de lo que ya estaba. Chasqueé mi lengua y avancé nuevamente al elevador, Katerine me siguió a un paso acelerado, impidiendo que las puertas se cierren.

—Vete —exigí.

—No quiero —impuso con los puños apretados—. Tampoco quiero que tú te vayas.

—¡No me importa! —bramé con la voz quebrada.

Ella me miró difusa. Estaba a punto de partirse una vez más.

—¿Qué?

—¿Quieres un pañuelo, Katerine? —interrogué, hastiado—. Entonces vete con Bruno. A mí no me busques.

No creí mis propias palabras.

Sus ojos volvieron a mojarse. Los labios de Katerine temblaron y el fuerte puño en sus manos se desvaneció.

No..., que no llore. No quiero ser yo quien la haga llorar.

—¿Pero qué dices? —dijo con su voz quebrada—. ¿Cómo puedes decir eso? —sollozó.

Una lanza me atravesó el corazón al verla así. Me percaté de que me pasé. La hice llorar.

Katerine me miró destrozada y se dio la vuelta sobre sus talones, saliendo del ascensor y regresando a su piso, para cerrar la puerta de un portazo. Al mismo tiempo, las puertas del elevador se unieron y, tras terminar todo, me di cuenta de que la había herido demasiado.

Retrocedí, casi cayéndome, y mi espalda golpeó la pared, para deslizarse hacia abajo y finalmente mi cuerpo quedó derribado.

No sabía que sentía. Yacía decepcionado, confundido, enfadado conmigo mismo y enfadado con Katerine. Me eché la culpa por involucrarme con ella, pero deseaba no culparme porque después de todo, la amaba mucho. Su estruendosa risa, su semblante cálido, la forma en que los rayos del sol impactaban en sus ojos y sus tonterías eran las cosas que me habían dejado profundamente enamorado.

La amaba, pero no podía entenderla.

Abracé mis piernas, bajando del edificio. Cuando las puertas se abrieron, dejé pasar el tiempo sentado en ese extremo del elevador, incapaz de irme. Hasta que recibí una llamada. Intuí que sería de Katerine, pero, al ver mi celular, me di cuenta de que era una llamada de Eduardo.

Aclaré mi voz, probablemente se quebraría al decir la primera palabra, y atendí la llamada.

—¿Ed?, ¿qué sucede? ¿Por qué llamas?

Su respiración sonó alocada. ¿Habrá sido un error?

—Necesito que vengas —su tono sonó seco—. Rocío está en el hospital.

Jaja, qué romántico este capítulo.

Mmm... No sé qué decir, esto es muy incómodo .___.

Eeeeh... LLEGAMOS A LOS 50K!! ¿Cómo le dirían a la gente que lee esta novela? ¿Sollozadores? xDD No sé, pero ya hay 50k ojitos en la novela uwu.

Si quieren tener noticias o contenido de esta cosa mientras esperan actualización, en IG subo weas casi a diario y en las stories hago una que otra pregunta tonta uvu.

Gracias por leer, se los quieres, muack-muack♥

—The Sphinx.

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