Podrido (2/2)


Jonathan vio pasar el tiempo en flujo lento; transformando simples segundos en tormentosas eternidades. La sangre brotó. Y un gemido de dolor se esparció por los alrededores. Los nudillos golpeando la carne ajena, magullando no solo piel, inmovilizando no solo a su presa. Sorbiendo alegrías ajenas con cada herida, drenando en sangre toda imagen amorosa en él infundada; soltando golpe tras golpe, impidiéndole a la víctima defenderse. Soltando golpe tras golpe, vociferando injurias mentales que prohibían a aquella infantil voz entrar y hacer en su cabeza estrago: 'Detente. '' Suplicaba entre lágrimas, rebeldes pioneras que surcaban sus ojos oscuros, ventanas de un cuerpo inmóvil por el terror.

No importaba cuanto gritara Jonathan, Emilio no se detenía, magullando a ese joven que inocente se había acercado a ellos; saludando, sonriendo, obteniendo la atención del menor quien le conocía bien y lo recibía entre aquel momento compartido donde solo dos, eran dueños del pasar del tiempo; provocando con su llegada ceguera marinada en cólera, cólera provocada en celos y prolongada en temor. El malherido era un chico poco menor que Emilio: hijo del jefe de Jonathan y amigo de éste último, manzana de la discordia que encendió el recelo de la bestia frívola que sin previo aviso, con sonrisa hipócrita y actitud aparentemente tranquila, se levantó después de varios minutos siendo ignorado y carcomido en ansiedad, y sin tambaleos ni arrepentimientos, soltó el primer golpe que atrajo a una multitud de gente hacia ellos; ojos hambrientos y curiosos más sonrisas torpes y divertidas '' ¡Que entretenido! ¡Una pelea!'' Dirían algunos, los más jóvenes, los más tontos... '' ¡Qué alboroto! ¡Mocosos imprudentes que juegan a ser machitos!'' dirían en su mayoría los adultos. Otros, simplemente, guardarían silencio esperando que la lucha se equilibrara y el que entonces era víctima, conectara algún golpe que los pusiera a la par. Pero eso no pasaría. En cuanto el joven fue tumbado de espalda al suelo, Emilio, quien solo tenía entre planes darle un golpe certero, diviso con pavor un rostro que él creía perdido, sepultado, muerto... un grito se atoró en su garganta, los ojos se le anidaron en sal y su rostro compungido, se tornó rojo, justo como lo harían sus manos segundos después. Ante esa visión repentina, letal, burlona, el grito en su garganta atorado salió al tiempo en que se volvía al joven de rostro deformado en pasado.

Era él, estaba seguro. Ante su percepción, ya no era el hijo del panadero. No, el hijo del panadero había desaparecido. Era él, estaba seguro. Había vuelto a aparecer después de su amenaza. Después de su injuria, después de su repentina aparición entre los escombros.

«Se lo llevará. Me alejará de él... De ellos... ¡me quitará a todos hasta dejarme sin nadie!...»

Caviló en ese pequeño lapso de segundo. Ya no había celos en él; el joven que despertó banal sentimiento había desaparecido. Dejándolo con un mal mayor que sustituyó un acto de celos y simple inseguridad, por una lucha por la supervivencia.

Cuando aparecieron los policías, poco después de que aquel ataque empezara, ya era tarde. El joven hijo del panadero ya no intentaba defenderse; solo era un costal de harina que era golpeado una y otra vez por la insanidad de un muchacho ciego y sordo entre sus sentimientos deformes. — ¡Le digo que pensé que era él!— dijo más tarde Emilio, cuando explicaba entre lágrimas y juramentos, seguro de que a quien había atacado no era a Ariel, sino a Ezequiel.

— Y ¿Quién es él?— le preguntó el oficial, mirándolo fijamente.

—Él me odia. Tiene cuentas que saldar conmigo. ¡Quiere hacerle daño a Jonathan! ¡El me lo dijo!

— ¿Qué te dijo exactamente?...

—Qué la siguiente vez que nos viéramos, sería para lastimar a John...— Emilio estaba sudando, tragaba saliva cada tanto sintiendo su garganta reseca por mucho que tomará agua y buscaba en aquel par de ojos verdes ayuda y comprensión—Sé que lo que hice estuvo mal, pero entré en pánico. Mi acto fue para defenderlo a él... Ni más ni menos...

El policía asintió. Le echó un vistazo a Mar, que esperaba al otro extremo del largo pasillo en el que estaban, sentado, cabizbajo y meditabundo. —Y...a éste Ezequiel ¿Cuándo lo viste por última vez?

—Hace dos meses. Nos encontramos en la calle. Estoy seguro de que logró localizarme...Discutimos, e incluso iniciamos una pelea que dejamos a medias cuando se acercó una patrulla. Yo aproveche para correr y huir. Ezequiel es más grande que yo en estatura y complexión. No tenía manera de ganarle. Él logró golpearme cinco veces mientras yo solo una. Así que...ya se imaginará. Mientras corría, fue cuando me lo dijo entre gritos. Me dijo que sabía de Jonathan. Y qué si no me entregaba, él sería el siguiente...

—El siguiente. — repitió el oficial sin cambiar su gesto. Masticando esa palabra. Emilio asintió entre lágrimas, intentando contener sus temblores. Estaban en ese entonces en el hospital. Mar esperaba en la lejanía al joven y al policía, conocido suyo al que no dudo en acudir una vez le llegó la noticia respecto a sus muchachos. La mano de Emilio estaba vendada. Sus nudillos se habían abierto por el constante impacto que ejerció sobre el rostro del muchacho y aunque dolían, no se comparaba en nada con la terrible ansiedad que crecía dentro de él. El oficial sostuvo aquella conversación unos minutos más, para después, volver al lado del buen hombre con quien habló largo y tendido. Se miraban serios. Como dos tumbas de concreto. «Deben creerme...déjenme volver...Jonathan está solo.» se torturaba Emilio en silencio, llevando sus manos a su cabeza, halando sus cabellos y moviendo sus pies insistentemente. «Ese maldito le hará daño. Lo sé. Estoy seguro...deben creerme...alguien...»

Llegada la media noche, azotaron la puerta al entrar. Mar entró hecho una furia. Y Emilio...confundido, apenado y asustado. Esa noche fue eterna. Los regaños del viejo, el silencio el joven. El llanto del pequeño que había esperado largas horas encerrado en su cuarto. No llovía afuera, pero la tormenta comenzaba dentro de esas cuatro paredes, amenazando con que todo se quebraría, inundaría, y enmohecería. Los jarrones, los platos, los vasos; los pisos de madera, las patas de las sillas y mesas; las paredes y los techos; los sentimientos y la confianza.





******

— ¿Cómo está Ariel?— preguntó Jonathan al viejo Mar, que fue a visitar al herido hijo de su amigo ocho días después del ''accidente''. El asintió con la cabeza. La nariz fracturada y el labio roto; un par de dientes faltaban y la hinchazón en el rostro era evidente a diez cuadras de distancia. Y aunque la fractura quedó expuesta y necesitó de intervención quirúrgica, la familia se abstuvo de levantar cargos después pensarlo detenidamente.

—Lo dejó hecho mier...— dijo Mar, dejándose caer en el sillón, turbado. Meneó la cabeza y paseó su mano por su rostro. — Hablé con Tomas. — comentó, mirando al menor que ya tenía una idea del núcleo de su conversación. — Lo siento hijo. Ya no quiere que trabajes con él.... — Le extendió un sobre y el menor lo tomó, tragando saliva y asintiendo— es tu paga del mes. Intente convencerlo de que cambiara de idea. Después de todo tu no tuviste nada que ver, pero...

Jonathan se esperaba esa reacción. Para entonces ya había pasado una semana del accidente, pero con anterioridad, se había presentado al trabajo dos días después del ataque; no obstante, al poner un pie en la tienda, le pidieron retirarse. ''Nosotros te avisaremos cuando venir'' dijo  la madre de Ariel sin mirarlo a los ojos, cerrando la puerta y dejando al pequeño solo, entre las mancha auroral del amanecer que comenzaba a asomarse.

Era injusto. Él no había golpeado a Ariel. Él no lo había causado. Él intentó ayudarlo... Él solo.... era amigo de su verdugo. —Es cuestión de tiempo para que la gente lo olvide. — Lo alentó Mar. —Sé que te gustaba ese trabajo. Pero pronto conseguirás algún otro para un niño de tu edad. Tengo más conocidos. Quizás si les habló de ti, y se los pido como favor...—Sugirió, consciente de que nadie tendría el corazón de Tomas, ni las agallas, ni la voluntad necesarias para contratarlo; su escasa edad era el factor principal, y aunque era algo que inicialmente podría pasar desapercibido u ignorado por completo, el hecho de que fuese el acompañante del ese muchacho, era algo que manchaba su imagen aunque él fuese totalmente inocente. Así que, mientras el rumor estuviese en pie, nadie se echaría encima a un ayudante con tal reputación a cuestas. Jonathan sonrió, sabiendo su condena. Se levantó y volvió a su habitación, donde el teclado se encontraba, listo para él.

La noche del ataque, con su amigo y su viejo fuera resolviendo el alboroto creado y tanteando los suelos de la suerte con pavorosa lentitud, Jonathan sacó lo verdaderamente relevante de aquel salón. Entre berrinches, lágrimas, y gritos ahogados en frustración, derribó aquella casita hecha de mantas, núcleo de su refugio. Símbolo del inicio de su amistad que para entonces le parecía tan frágil, sin muros, sin ningún cimiento que pudiera sostenerla; solo fachada. Solo apariencia...solo algo temporal. Vapor de ilusión que los rodeaba y atontaba hasta el punto en que los hizo creer que perduraría, crecería y se fortalecerían esos lazos en los que ya estaban enredados, pero jamás conectados. Había cariño...afecto fraternal entre ellos, sin duda alguna. Pero también había abismos, nunca antes vistos por ese vapor letal, que invitaban a una gran caída que ni tejiendo afectos y colocándolos cómo puente, bastarían para alcanzar el otro extremo, donde las quimeras se desvanecían y el suelo se sentía bajo sus pies; donde toda relación cobraba sentido, echaba raíces y crecía en aquella tierra fértil...donde ante todo, había confianza, ingrediente especial que nunca podría faltarle a John, dispuesto a entregarse de lleno hasta el punto de matar por ese vínculo sagrado, especial...

Sin embargo, su frustración se veía alimentada de gran manera al imaginarse al otro lado, porque, aunque lograra cruzar y llegar intacto, había un problema: Había descubierto que Emilio ya no estaba allí, en aquel sitio que tanto deseaba alcanzar para estar junto a él como un igual. Se había dado cuenta de que, si miraba bajo sus pies, Emilio era ese negro y profundo abismo que debía saltar con pesar. Tan lleno de secretos, dolores, miedos, odios y un amor ciego que más tarde, Jonathan describiría como enfermizo.

Aun recordaba la mirada triste del mayor cuando se asomó tímidamente a su habitación, con la vergüenza fresca pintando su mueca, notando las pertenencias más preciadas de Jonathan fuera del lugar que habían creado para ambos. A partir de ahí, los siguientes ocho días, cada que intentaba decirle algo, Jonathan abandonaba la habitación o simplemente, lo ignoraba, aprendiendo a hacer tan ruidosos sus pensamientos e ignorar las palabras que se le decían con necedad. Ignorando sus miradas y evitándolas para no sentirse mal consigo mismo cuando sentía que su ternura era más grande y podría sucumbir. No quería saber nada de él. No por lo menos, hasta que sus miedos y desazones se esfumaran, o como mínimo se acoplaran a él. Hasta que sus pensamientos maduraran y pudieran entender. Hasta que su compasión siempre dispuesta fuese mayor que su desaliento.

Después de todo, algo se había quebrado.

No podría ver a Emilio como antes. Había roto su promesa, golpeando a quien no le hizo daño alguno. Mostrándose violento, rompiendo sus propios principios con los que tanto se galardonaba ante el menor qué, admirado, decidió tomarlos como suyos. Perdiéndose entre un charco de violencia; cayendo de la gracia en la que se le tenía estimado y convirtiéndose ante sus propios ojos, en un ser humano común, con dolencias, pesares e impulsos cuando todo ese tiempo, le había hecho creer ser todo lo contrario. Él ejemplo se había desmoronado y su admiración quedó estancada. Frustrada. Perdida...Para volver a él, necesitaba recrear su imagen borrosa y rehacerla como en verdad era. Sin idealizarlo, ni menospreciarlo. Verlo simplemente como Emilio, un ser humano capaz de errar como todos.

«Fue mucha sangre » pensó nuevamente, al octavo día de su indiferencia. Ahí, en la privacidad de su alcoba, pausando su práctica y perdiendo su atención en las baldosas extendidas bajo sus pies descalzos. La escena se le repetía una y otra vez en su cabeza, impidiéndole pensar en algo más que no fuese esa tarde. El rostro de Emilio, deformado y enardecido, contrastando con aquel lloroso, temeroso, sonriente, amable, alegre y divertido que, acompañado con otras cientos de facetas rememoradas y atesoradas, le había mostrado a lo largo del tiempo que llevaban juntos. Decidido, reconstruyo una vez más ese lapso de tiempo que les quedaba en aquella sombría tarde, el cual decidieron consumir entre charlas casuales con las que parecían reafirmar cuanto conocían uno del otro, como si fuese una necesidad vital para no olvidar; para no perderse ni el más mínimo cambio que pudieran haber sufrido en los últimos minutos, las últimas horas, los últimos días... con la consigna de que pronto volverían a casa y sembrarían, cada uno en la intimidad de su habitación, esos cientos de minutos compartidos en aquel jardín donde sus memorias descansaban, florecían y perduraban entre el aroma de las margaritas y la canela desprendiéndose de su esencia; La tierra mojada y el brillo del verde pasto que crecía bajo el azul del cielo que los observó, amó y acogió desde el día en los muros que John había construido para evitar que ese desconocido entrara a su mundo, se derrumbaron ante sus encantos, sencillez y optimismo creciente.

No sabía cómo, ni cuánto tiempo pasó... cual fue el factor principal. Qué fue lo que lo motivó...

Fueron minutos, solo eso. Una invitación por parte del menor que gustoso recibía la inesperada llegada de su compañero de trabajo. Solo había sido un momento, un simple descuido de su parte; un simple descuido que le costaría sembrar en aquel jardín sagrado, semillas ensangrentadas e impregnadas en veneno, amenazando con aniquilar la dulce flora de su memoria. —Ezequiel— murmuró Jonathan aquel nombre que en su letargo, Emilio había pronunciado cuando se apartó de la escena del crimen cometido por su propia mano.

En ese octavo día, Jonathan se sorprendió a sí mismo, orgulloso niño que protege lo suyo, cambiando de pensar conforme más recapacitaba; amoldando sus ideas para que favorecieran a su amigo y así, motivarse a perdonarlo. «Lo que hizo estuvo mal. Se ha disculpado conmigo. Con Ariel. Con Mar. Con medio mundo. Está arrepentido.... Incluso esa vez. Cuando se separó de Ariel, se veía arrepentido y asustado...» se decía, enumerando los motivos con sus dedos, apretando sus labios y cerrando finalmente, sus manos en un puño.

Mordiendo su orgullo, despedazándolo con ímpetu y arrojándolo en tiras junto a todas las emociones negativas que le impedían perdonar, Jonathan bajó y por primera vez en la semana, preguntó por Emilio. Mar lo miró asombrado y satisfecho, le brindó una sonrisa. —Acaba de subir. Se meterá a bañar. — y ante el semblante desmotivado e inseguro de John, se apresuró a decir— pero que bueno que bajaste. Se me olvido decirle que no hay toallas adentro. Ya vez, que lavamos y todavía no acomodamos nada. ¿No se las llevas por mí?...



********



Y ahí estaba él. Cómo al inicio de su historia con Emilio. Caminando por el pasillo poco alumbrado, con la lluvia fuera y su ego, aunque más dócil que el primer día, afectado al verse obligado a toparse con un completo extraño que a esas alturas creía conocer.

«Yo no te conozco...» pensaba Jonathan, dando pasos cortos por el largo pasillo mientras en su interior, se encontraba de pie ante el ultimo muro que le faltaba por destruir. «Sé que te llamas Emilio. Que te gusta el amarillo. Pintar, dibujar, escuchar música...hacer el tonto y por sobre todo, ser un tonto.» el grifo se escuchó rechinar y el agua caer en la bañera, fresca y libre. John se detuvo, sintiendo sus músculos tensos de repente. Quedándose inmóvil un momento al reconocer que en verdad, el desconocido que tanto apreciaba se encontraba dentro de aquel pequeño cuarto. «Sé que no soportas la comida picante. Y que amas lo dulce. Sé que naciste en Diciembre, y que detestas que te llamen viejo.» volvió a retomar el paso, apretando las toallas en sus manos « Eres amable, listo y risueño... aunque también un llorón de primera... sé que adoras la lluvia y es por eso que sales a brincar en los charcos como un idiota. Sé que te gusta soñar junto conmigo; y te gusta subir al techo a contar las estrellas aunque siempre pierdas la cuenta...Sé todo eso y más...y aun así, no te conozco para nada...» volvió a retomar el paso hasta que se detuvo frente a la puerta. Miró el pomo y luego la delgada línea de luz blanca frente a sus pies descalzos. «No te conozco...pero...» Sintió el palpitar de su corazón, listo para golpear la puerta y llamar al desconocido que estaba allá dentro. «Estoy dispuesto a hacerlo una vez más. Y esta vez, lo haré bien...me aseguraré de conocerte...te haré hablar, aunque no quieras. Te escucharé gritar, aunque te de vergüenza. Te apoyaré, aunque yo me esté derrumbando también...esta vez...»

Colocó su palma en la madera empujándola suavemente y notando para su sorpresa como esta se abría con facilidad. La luz salió desde dentro, invitándolo a abrir por completo y cruzar el umbral

—Emilio...— lo llamó con suave voz, empujando la puerta de apoco y asomando su cabeza tímidamente, permitiéndose ver solo el azulejo reflejado en el espejo. —Disculpa, Mar me dijo que te trajera toallas... —esa escena había sido diferente en su mente, con Emilio contestando alegre al escucharlo dirigirle la palabra; y aunque sonara pretencioso por su parte, no podía evitar pensar en él como un cachorro que después de ser regañado, atiende a la voz de su ser querido sin problema, sin remordimiento ni sospecha. Sin embargo, no recibió respuesta. El agua seguía corriendo y mientras adentraba un poco más su cabeza entre el pequeño espacio por el que se abría paso, entró, escuchando de apoco el sollozo que alguna vez, en el mismo sitio, escuchó brotar de los mismos labios.

—Emilio, voy a pasar. — se anunció, abriendo la puerta por completo, golpeando el ultimo ladrillo que conformaba su muro mental.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sus piernas temblaron. Las toallas cayeron al piso y su vista se deslizo hasta llegar y encajarse en aquel rio negro que brotaba entre las uñas enardecidas que rasgaban y hurgaban en aquella pálida piel. Con el torso desnudo, Emilio estaba sentado en la tapa del váter, encorvado y miserable, tembloroso y agitado, martirizando su espalda sin piedad alguna mientras su brazo, mango de aquella arma utilizada contra su portador, parecía desencajarse por la forma antinatural a su elasticidad que luchaba por mantenerse para seguir llevando acabo aquel movimiento compulsivo.

Sus costillas se asomaban como blancas serpientes incrustadas dentro de su piel, deseosas por desgarrarla y esparcirse por el lugar buscando su libertad. Su respiración agitada, su mirada perdida y las lágrimas brotando de la miel perenne de sus ojos; sus dientes rechinaban mientras él seguía arañando la herida que se destilaba y manchaba el blanco azulejo del piso con el negro irreal de su interior. El agua que la tina recolectó comenzaba a salirse y la luz blanca parecía reírse de ambos mientras parpadeaba un poco debido a la tormenta; del menor, porque sería el espectador. Y del mayor, porque él sería el actor principal de aquel primer acto donde una antigua escena, preciada por ambos, se mancillaría y solo dejaría sabores amargos en el paladar del recuerdo.

Emilio sollozaba, haciendo de sus lamentos cada vez más audibles aunque murmuraba la mayor parte de las veces algo que no poseía voz. —Me duele— alcanzó a oír John —está adentro...no puedo— ladeó su cabeza incomodo, como si su cuello se encontrara oxidado, bajando su mano un poco para estirar sus dedos engarrotados — ésta adentro...sacarlo...no puedo sacarlo...

— ¿Qué no puedes sacar?— preguntó Jonathan con temor disfrazado de ternura, pensando poco y sintiendo demasiado. Pero Emilio lo ignoró... en ese momento Jonathan no existía para Emilio, que navegaba entre mares intangibles para cualquiera que no habitara en sus ojos y sus sentidos.

Pasaron un par de minutos qué corrieron con lentitud hasta que, sin previo aviso, cayeron al piso en fragmentos de irrealidad cuando Emilio se levantó súbitamente, dio un golpe al espejo y con los pedazos afilados de su acto escarbó en su herida con fiereza. Un chillido se unió a los suyos: un grito que le pedía detenerse al tiempo en que un peso extra se le añadía en su vaivén desesperado por la pequeña habitación. Respirando con dificultad, Emilio ignoraba al pequeño que se abrazaba a él con preocupación y miedo. « ¡No te hagas daño! ¡Deja de herirte!» pedía Jonathan sin voz, aferrándose a él, sintiendo como la sangre que empapaba la piel y la ropa de Emilio lo manchaba a él.

Gravando el sonido de aquel episodio, que se repetiría una y otra vez en la memoria de Jonathan. Junto a esa mirada. Junto a esas manos mancilladas. Junto al desasosiego y abandono que sentía entonces. Sin saber cuánto tiempo paso, para cuando el dolor fue insoportable, las piernas le fallaron y Emilio, habiendo conseguido su objetivo, lanzó el vidrio hacia un lado, cayendo al suelo inundado donde el agua se juntaba con la espesa oscuridad que salió de su interior. Jonathan cayó junto a él, abrazándolo por la cintura, encajándole su rostro en el pecho, trabándose en su llanto y su aflicción. Temblaba. Estaba asustado. Confundido. Enojado...solo...solo entre la demencia de aquellos minutos en los que Mar no llegaba. En los que Emilio no reaccionaba ante su presencia. En los que, sin poder ayudar, solo fue una sombra ignorada que deseaba ayudar.

Emilio llevó su mano derecha hacia su espalda, trabando sus dedos en algo que sacó con dificultad mientras su carne crujía y un quejido de dolor salía de entre sus labios. Bajó su mano, apresando en ella ese algo, y suspiró aliviado.

—Mira, Johnny...— lo llamó recobrando el aliento y acariciando su cabeza con suavidad.

Su voz parecía alegre.

De repente era como si nada hubiera pasado y solo imaginaciones de una mente infantil se hubieran soltado para atormentar su mente. John negó con la cabeza, abrazándolo con más fuerza. Estaba delgado...los brazos del menor podían rodearlo con facilidad y sus costillas se elevaban con el vaivén de su respiración aun inquieta. Con la yema de sus dedos apresaba su carne intentando reconocer a su amigo entre la delgadez que tenía bien escondida de ellos.

Emilio río, ciego ante el sufrimiento del menor. —Vamos, no seas bobo. Mira. ¡Lo hice! ¡Pude sacarlo!­— exclamó— Ahora todo estará bien ¿verdad? ¡He sacado todo lo malo en mí! ¡Mira! ... ¡míralo con tus propios ojos, Johnny!...— el menor alzó la vista con lentitud, viendo atrapada entre los dedos de Emilio, una pluma negra empapada entre espeso carmesí. Deslizó su incrédula y lacrimosa mirada hacia el rostro de su amigo, quien lo miraba con una sonrisa forzada, triste, asustada, que suplicaba en su curvatura silenciosa, palabras de aliento que solo podían ser proporcionadas por ese pequeño obligado a llevar consigo un peso demasiado grande para sus hombros.

Jonathan se tragó cien nudos a partir de ese momento, forzándose a devolverle el gesto. — Si...es cierto...— lo apremió, con la voz quebrada—todo estará bien ahora.

Emilio lo abrazó, dejando caer la pluma al suelo y depositando cientos de besos en la cabeza y el rostro del menor — ¡Qué bueno! ¿Ya me has perdonado?—preguntó llorando con una mueca que nunca podría ser descifrada. Jonathan asintió— que bueno...que bueno...porque ¿sabes? ¡Me estaba pudriendo! ¡Algo se estaba pudriendo dentro de mi!...Pero, yo te quiero mucho...te quiero, te quiero, te quiero...¡y nunca haría nada para hacerte de daño!... ¿lo sabes verdad?— John volvió a asentir. — ¡Hice todo esto por ti!...por qué te quiero me despojé de lo malo que había dentro de mi...solo por ti. Mi querido Johnny...mi querido, querido Jonathan....todo estará bien de ahora en adelante... ¿verdad?—Jonathan asintió por última vez, escuchando los pasos de Mar a lo lejos. Sintiendo arder sus ojos ya nublados y el pecho oprimido junto al corazón hecho un ovillo.

—Si. Todo estará bien...Emilio.

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