7| Compañero.
—He vuelto—dijo cerrando la puerta detrás de él.
Sabía que no obtendría respuesta, eso estaba más que claro; pero una parte de él se sentía bien al decirlo. Además, había días en que una presencia persistente y silenciosa, lo incomodaba allá a donde fuera. Esperándolo impaciente. Como un amante ansioso por verlo de nuevo después de un largo día en que la lejanía aumentaba su insano afecto.
Sin encender la luz, Jonathan dejó su gabardina en el brazo del primer sillón, ubicado justo a la entrada, esperando a que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Apenas reconoció el área, tomó entre sus manos el control del televisor, sintonizando el noticiero y permitiendo iluminar con su luz cambiante la sala mientras él, se limitaba a caminar hasta la cocina y encender la luz de esta.
Ató su cabello negro en una coleta despeinada y alta, y así, conforme preparaba su cena, las noticias de siempre sonaban a un volumen alto. Siendo uno de los pocos momentos donde su casa debía lidiar con el ruido de su inquilino.
Un hombre asesinado. Una joven violada. Un secuestro. Un incendio. Maltrato animal. Abuso infantil e intrafamiliar. Un alerta de virus proveniente de un país lejano. Un robo. La pequeña niña perdida. Contaminación. Abandono...
Con cada noticia, algunas más crueles e inhumanas que otras, Jonathan recordaba las palabras del portero, revoloteando dentro de su cabeza. Gráciles, torpes y bastante confundidas ante su percepción. Así, conforme se narraba otra tragedia, estas, cobraban más claridad.
«Te quita a tus seres queridos. Te somete a una vida solitaria y conformista. Estás acostumbrado a la presencia de alguien y después, desaparece»
John apagó la luz de la cocina y se dirigió hacia uno de los sillones forrados en piel sintética negra. Ahí, sentado ante el televisor, le dio un ligero mordisco a su pobre sándwich. Su textura, seca y pegajosa le resultaba molesta, por lo que tardó varios segundos en comenzar a masticar. Mientras tanto, embobado, miraba las sórdidas imágenes de todos esos cruentos sucesos que ya formaban parte en la vida de cada ser humano.
La hermosa mujer del clima apareció entonces.
Alta, castaña y de atractiva figura, sonreía mientras daba el último informe climatológico del día. Seguido de eso, los anuncios comenzaron. La vida continuaba. La tragedia había pasado; quedando atrás por completo gracias a un tierno anuncio donde un perrito labrador era la estrella.
Una sonrisa llena de resignación cruzó por su pálido rostro. — Me temo que nuestros puntos de vista difieren bastante, joven Marco —pensó, ansioso por volverlo a ver.
Una sonrisa se formó en los delgados labios del jardinero mientras amontonaba la tierra cerca de las dalias.
—Ya está. Un poco más de abono para mis queridas niñas —dijo con dulzura, admirando la belleza de esas flores de múltiples pétalos bicolor.
Mientras palpaba la tierra que rodeaba las dalias, alcanzó a escuchar desde la distancia el molesto ruido que las bisagras oxidadas hacían al abrir el portón.
El día anterior tal sonido lo había desubicado, puesto que, después de qué él entraba al cementerio a las 5: 30, nadie más cruzaba esa puerta hasta que la hora de entrada llegaba. Sin embargo, ese día, alguien cuya voz encontró el camino para deslizarse a sus oídos, había vuelto a madrugar.
—Buenos días —saludaron a sus espaldas al cabo de unos minutos.
—¿Otra vez temprano? —preguntó Martin sin volverse a él —, ¿Qué te tramas hombrecito? Te estás acostumbrando a ser un empleado ejemplar o buscas algo más que un aumento.
— Puede que ambas... o ninguna. Quizás solo quiero molestarte desde temprano.
— ¡Pequeño terrorista mañoso! —exclamó Martin. Incorporándose.
Dio unos cuantos pasos hacia atrás, ladeando un poco la cabeza y frunciendo ligeramente el ceño; movimiento que realizaba cuando analizaba sus obras de arte botánicas.
—Entonces debo aprovechar que andas por acá. ¡Órale, ayúdame con aquel costal! El que está junto a la pileta. Tráelo aquí— pidió Martín, sin despegar la vista del jardín que estaba terminando.
—Ya sabe, patrón — comentó el joven.
Se dirigió hacia una bien amontonada pila de costales llenos de tierra, y con cuidado, trató de levantar uno, percibiéndolo demasiado pesado, ya que cada bulto se encontraba empapado gracias a la llovizna reinó en las calles esa noche.
Solo pudo dar unos cuantos pasos con el costal colgando entre sus manos, trastabillando e incorporándose a duras penas. Pero al final, tuvo que dejarlo caer al suelo, sacudiendo sus rojas manos por el esfuerzo— ¡Demonios!
Martín soltó una sonora carcajada. — ¡Apenas salió el sol y ya estás de huevón! Es tierra mojada. ¡Se supone que por ley es pesada!
Martin, qué se había puesto en cuclillas para obtener un mejor ángulo de las flores que acababa de plantar, se levantó y caminó hacia el portero; tomó el costal trepándolo a su hombro y como si nada, lo llevó hasta donde estaban las dalias.
—¡Sabías que me sería difícil cargarlo! — señaló el portero.
—La verdad sí. Sucede que me gusta verte frustrado por cosas tan simples como estás. De eso se basan mis mañanas. ¿No sabías? — Martín, su viejo amigo, río por lo bajo.
Era más alto que Marco; de cabello rubio que alcanzaba a amarrar en una pequeña coleta. De cuerpo atlético y fornido de piel bronceada por las interminables horas que siempre pasaba bajo el sol.
Era sin duda, un enorme e imponente hombre amante de las flores. Era amable la mayoría de las veces. Sarcástico y juguetón. El fiel amigo que, hablando con aquel buen hombre que era su jefe desde hacía más de trece años, le ayudó a Marco, su pequeño amigo de preparatoria, a conseguir el trabajo de portero ahí, en el cementerio.
—Ya, deja los rencores y dime ¿Por qué tan temprano? Dudo que sea por lo que dije antes; esa basura del aumento. Y no creo que sea para ayudar... ¡No eres tan acometido!
El portero alzó los ojos hacia el cielo y pensó un momento.
—No lo sé — contestó por fin, encogiéndose de hombros a medida que se ponía en cuclillas junto a él para ver de más cerca las flores —extendió su dedo índice y con suavidad tocó uno de tantos pétalos que conformaban la decoración de la dalia, perdiéndose en su color carmín—. No sé por qué vengo esta hora. Solo me despierto, me visto y camino. Para cuando me doy cuenta, ya estoy cerca. Así que decido venir, puesto que sé que aquí están los dos.
Su expresión seria denotaba que no era momento para bromas. Martin alzó la vista, apretó los labios y dijo, con seriedad
— Marco... no es por ser mamón, pero ¿eres fan de Sócrates? ¡Hasta donde tengo entendido, tú vives sabiendo que no sabes nada! —bromeó el jardinero.
Martin mantuvo ese falso aire de seriedad por unos segundos en los que, conteniendo la risa, se resquebrajaba ante el portero; quien no conseguía entender del todo la vivacidad que habitaba en el corazón de su amigo.
Cómo sucedía casi siempre, Martin tenía que hacer un chiste de todo y para todos mientras que él, solo se limitaba a ignorarlo si la situación no era la más idónea, mostrándose ante los verdes ojos del jardinero como un amargado de primera, según sus propias palabras.
Sin embargo, Marco no era de piedra, y la mayoría de veces, cuando la broma aparecía de la nada, rompiendo con el ambiente, el portero no podía evitar reír mientras golpeaba el brazo de su compañero con cierta fuerza, justo como hizo después de ese comentario.
Martín, al igual que siempre, se quejó y acarició su brazo con autocompasión mientras en su rostro, algo parecido a un puchero se asomaba. Ambos se miraron y en silencio hasta que una ligera sonrisa se convirtió en un par de sonoras carcajadas disparejas por su singularidad, que parecían llenar el cementerio con su alegría.
—¡Imbécil! —Marco se limpió una lágrima que había escapado de sus ojos cuando por fin logró calmarse.
Recordando que esa era una de las muchas razones que lo mantenían cerca de Martín. Su habilidad, extraña y única, para hacerlo reír hasta lagrimear con solo un gesto que le regalara.
Su amistad, a simple vista, parecía constar de momentos dulces y agradables. Después de todo, aunque discutían, nunca se habían peleado en serio. Jamás se mentían ni se ofendían más allá de los insultos más conocidos y avalados por ellos mismos; los cuales constaban de groserías y apodos que no les resultaban hirientes de ninguna manera.
Por lo tanto, las pocas peleas que sostenían de vez en cuando, eran por trivialidades qué bien no valían la pena. Sin embargo, en un par de ocasiones, su discusión escaló a un nivel insospechado, en el que casi se iban a los golpes.
Ahí, el motivo de que su amistad siguiera en pie durante tantos años como una hermandad inquebrantable, se debió a la madurez que el jardinero mantenía bien oculta detrás de sus gestos y bromas constantes.
Gracias a eso, su vínculo no se veía dañado muy a pesar de que Marco, el más inestable de los dos, entrará en uno de esos no tan escasos ataques de pueril ira hacia sí mismo.
Entonces, Martin, quien comprendía mejor que nadie aquel arrebato de ira acumulada, solo lo miraba en silencio. Esperando que su amigo se calmara e hiciera uso de esa capacidad tan burda para actuar como si nada hubiese pasado después de que los humos de la ira se desvanecieran en el aire.
Una vez conseguía tranquilizarse, caminaba hacia Martín con natural calma y con una sincera sonrisa que lograba hacer que sus vidas volviesen a la normalidad en un santiamén. Fuera como fuera, estaban allí, uno al lado del otro. Compartiendo su apoyo disimulado y esa grata compañía que ambos agradecían en silencio.
—Entonces mejor me voy haciendo a la idea de tenerte aquí cuarenta minutos antes de abrir— señaló Martin.
—Esperemos que no. Me gusta dormir ¿sabes? No es agradable madrugar tanto.
— ¿Ya ni porque "a quien madruga dios le ayuda?" —comentó, sabiendo que ese dicho molestaba a Marco—. Ah, por cierto, cambiando el tema, ayer— Martín titubeó—, estabas platicando con ese vato ¿no? El de la tumba curra Ese que siempre viene.
—¡Ah, sí! Sí estuvimos hablando un rato. Es un buen tipo, aunque no lo parezca.
—¿En serio? — bufó su amigo—. ¡Joder!, para que digas eso, ¡debe ser porque en verdad es un tipazo! ¡Es tan raro en ti, que no nos queda de otra más qué creerte! Aunque sí, se veía bastante cooperativo a la hora de hablar. Los vi mientras iba de camino al cuarto de herramientas por otra pala. Estaban comiendo. Aun cuando creo recordar, te excluiste del grupo porque lo único que querías, era estar ''solo''— el tono de Martín era acusativo.
Parecía una madre chismosa que, si bien su hijo no había hecho gran vagancia, su deber era reprimirlo con falsos tonos de voz y palabras huecas. Sin embargo, el alegato de esta varonil madre chismosa no eran del todo vacías.
— Bueno, como sea, es me alegra que hayas logrado entablar una conversación con el rarito ese y vivir para contarlo. Eso nos demuestra que el tipo no es un maldito psicótico. Lo cual, si me dejas decirlo, es una señal bastante buena para mí, ya qué podré acercarme a podar los arbustos de las tumbas vecinas cuando él esté ahí sin temer por mi vida.
—¡Esos miedos son de personas mal informadas!
—¡Oye! ¡Tú también lo mirabas feo! ¿O me vas a decir que no creías, aunque solo fuera un poco, que era un psicópata que se volvería loco y nos mataría a todos en una de esas? — Se cruzó de brazos y lo miró desafiante, con una sonrisa ladeada que irritaba al portero.
—¡Como sea! El chiste es que no es malo. Solo hay que darle la oportunidad... Y ya, cambiemos de tema. No quiero hablar a espaldas de Jonathan.
—¡Aja! ¡Con que se llama Jonathan! —exclamó Martin, triunfal— ¡Al fin le pongo nombre a la cara! ¡Casi lo considero un compañero de trabajo! Uno raro, que no hace nada y que no recibe paga...— comentó sin malicia.
Y atendiendo a la petición del portero, ambos disfrutaron del tiempo libre que les quedaba entre fútiles temas de conversación.
Mientras Marco admiraba el cuidado que Martin depositaba en su trabajo, este, apreciaba la compañía de su joven amigo. Después de todo, contrario a lo que habrían pensado, el tiempo que pasaban juntos se volvió relativamente corto desde que Marco tomo el puesto de portero del cementerio.
Era inevitable, conforme el tiempo pasaba, las responsabilidades crecían y el ocio disminuía cada vez más.
Ambos, aprovechando la ocasión, bromeaban al evocar sucesos graciosos del pasado que compartían.
—No, es en serio. — aseguró el rubio—, dabas pésima impresión. Siempre sentado bajo ese árbol, leyendo como si alguien te apuntara con una pistola en la cabeza. ¡Di que tuve el valor de acercarme y proponerte ser mi compañero de equipo! Si no a estas alturas ¡Quien quita y estarías repitiendo el semestre!
— ¡¿Pero qué pendejada dices, anciano exagerado?!— exclamó Marco soltándose un ligero golpe en el brazo.
—¿Anciano? ¡Si sigo siendo todo un polluelo, mocoso presumido! —. Martin rodeó el cuello de Marco con un solo brazo, despeinando con su mano libre su cabeza sin mostrar piedad alguna.
—¡Sí, un polluelo de treinta y tantos...! —se burló, tratando de soltarse de su agarre.
—Ni te quejes, que ya vas para allá.
—¡Eso no cambia el hecho de que siempre seré más joven que tú!
Martín estaba a punto de decir algo que defendiese su postura, pero justo cuando abrió la boca, alguien a lo lejos tocó el cancel. Era un golpeteo suave, como si la persona que llamaba a la puerta, temiera despertar a quienes descansaban plácidamente bajo tierra.
Marco no necesitó voltear. Había escuchado ese golpeteo antes y siempre se trataba de la misma persona. Miró el reloj en su muñeca y sonriendo, se giró sin decir palabra, dejando al jardinero confundido y con su defensa atravesada en su garganta.
La expresión del portero, con quien había estado hasta hace segundos atrás, cambió ligeramente.
En sus ojos, siempre apagados, un tenue brillo apareció casi tan pronto cómo murió en el negro abismo de su pupila. Cosa que el jardinero notó al instante mientras, desde lejos, contemplaba la radiante sonrisa con la que recibió al joven que se hacía llamar Jonathan. Ambos conversaron en la entrada. Sosteniendo una charla que solo podía mirar de lejos.
Imaginando cuál podría ser su conversación. Simples suposiciones cuya veracidad era tan incierta y ajena a él.
—¿Ya llegas temprano? — preguntó John, esperando al otro lado del portón. Asomando su rostro pálido entre los negros barrotes que combinaban con su aspecto luctuoso.
—¡Eh! ¡Gracias por hablarme de ''tú''— celebró Marco, jugando con las llaves en su dedo índice, disponiéndose a abrir el cancel— Y...No, ¡no entiendo por qué todos hacen esa pregunta!
John se encogió de hombros. —Debe ser porque saben que siempre llegas tarde.
—Uy, ¡Pero ¡qué chistoso eres! — dijo con sarcasmo.
Marco abrió el cancel, haciendo un exagerado ademán al joven, como si fuese el mismísimo rey de Inglaterra. John sonrió, asintiendo con diligencia.
Cruzó el umbral, dejando que sus pasos resonaran sobre el azulejo negro y brillante que yacía bajo sus pies. Y deteniéndose ante el portero, sacó de su mochila una caja blanca, con garigoleados de color plata que llevaba por encima, en la esquina derecha, un moño de tela negro—Ten. Como agradecimiento por lo de ayer.
–No, no. No es necesario—Marco se negó, alejando con cuidado la caja que le era entregada. Sin embargo, ante la insistencia y la seriedad que irradiaban aquellos ojos negros, terminó accediendo.
—Dudo que lleguen a compararse con los de ayer —comentó John con una ligera curvatura ascendente en sus labios llenos—. Aun así, espero sean de tu agrado.
—Mientras sea comestible todo estará bien —lo tranquilizó—. Gracias, no tenías por qué hacerlo.
John asintió levemente. Hizo un gracioso y elegante ademán, y se alejó con la promesa de que más tarde, en el descanso, comerían juntos.
Por otra parte, Marco lo miró, hipnotizado por ese andar lento, erguido y peculiar; notando solo entonces, el par de rosas blancas que sobresalían, grandes, vistosas y bastante hermosas, de los brazos de ese personaje que se filtraba en dosis perfumadas y silenciosas a su vida. Ya fuera como una luminosa luz o la más densa de las sombras.
El aroma que las rosas dejaron en el aire, captaron de a poco su atención con su dulce fragancia, sacándolo de su trance.
Volviéndose lentamente hacia el portón, tomó asiento en aquella sillita de patas largas, de cojín corroído por los años. Mientras esperaba a que llegara el segundo visitante, recordó la charla que había tenido con Roberto. Susurrando aquellas simples palabras que de a poco, cobraban sentido para él.
—Son agradecidas con él.
Volvió la vista a la lejana y esbelta silueta que terminaba por adentrarse en aquella extensión de tierra santa, mientras dirigía sus pasos hacia Emilio: su amado difunto. Despacio, alejó su vista de aquella imagen. Debía hacerlo. De lo contrario, se sentía capaz de dejar correr las horas mirando aquel bello cuadro donde la vida y la muerte se fundían en una sola obra de arte cuya existencia se veía constantemente amenazada por el tiempo.
Las horas pasaron. Dos con exactitud. Y el cielo grisáceo y triste del día anterior, parecía ser más alegre en comparación. Incluso, juraría haber escuchado un par de truenos entre la anchura del cielo.
El portero suspiró, asomándose al patio principal más de una vez con el único objetivo de obtener una mejor vista del manto celeste.
El pequeño vestíbulo dónde siempre esperaba sentado, tenía un tamaño de tres escasos metros cuadrados, pero, aun así, le parecía un enorme impedimento para observar el correr de ese empañado día.
A su derecha, en la recepción, alcanzó a ver como Bob hablaba por teléfono gracias al tamaño y la transparencia del vidrio que conformaba aquella ventana. Parecía lidiar una batalla con su interlocutor.
Al ser un hombre de amable sonrisa, era alucinante ver a Roberto discutir con alguien aun si solo era por medio del teléfono. Mientras tanto, ambas secretarías lo miraban ya no tan sorprendidas por dicha imagen.
Por otra parte, a su izquierda. Lejos, en el segundo jardín, el cual estaba a unos metros de la Zona de mausoleos, en la sección A, Martín reía con su compañero en turno, recargado en la pala que mantenía clavada en el piso.
En el transcurso de la mañana, solo cinco personas cruzaron esa puerta, exceptuando al personal y a John, quien mataba el tiempo arreglando las flores de su difunto; desechando las pocas rosas que se habían marchitado en su jardín, regando y podándolas.
Sin saber cuánto tiempo corrió por los silencios de su mente, escuchó su nombre abriéndose paso entre su mutismo contemplativo.
Era Bob quien, de repente, había llegado a su lado con su andar tambaleante, y con un semblante abatido. Y así, sin cambiar su expresión, se dirigió hacia su joven empleado.
—Abre ambos canceles —ordenó, lacónico—. Viene en camino un nuevo compañero...
Aunque no llevaba mucho tiempo allí, Marco sabía lo que significaba eso.
Un nuevo compañero.
Un nuevo difunto al que velar ese día.
Sintiendo recorrer por cada fibra de su ser el escalofrío que siempre venía acompañando a la muerte anunciada, Marco, con la resignación de un mortal, asintió con la seriedad que ameritaba la situación.
Y aunque odiaba oír esas palabras, no pudo evitar pensar con gran desprecio en que ese ser maligno qué englobaba la muerte, esa que tanto detestaba, había vuelto a aparecer en su vida, ganando el juego una vez más.
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