23| Cuaderno de Dibujo.
Golpeteando el suelo con su pie derecho, siguiendo el compás de una canción popular que en ese entonces inundaba las calles, los hogares, las tiendas y las mentes, Jonathan esperaba en lo más alto de la vieja edificación que representaba su hogar en aquel lejano entonces. Allá, en la cúspide de la torrecilla, observaba con atención los alrededores buscando la imagen de Emilio por alguna parte entre la espesura de los árboles. Entonces eran las cuatro de la tarde. Sintiendo su panza llena y blandiendo un extraño sentimiento de culpa que había germinado gracias a aquella decisión que Mar y él, muy a su pesar, habían tomado respecto a comer sin esperar a su joven amigo y compañero; llevándolos de nuevo, como en los no tan viejos tiempos de aquellos días, a cocinar juntos sin la presencia del tercero que siempre, desde su repentina aparición, armaba alboroto a la hora de la cocina, añadiendo una pizca de regocijo que solo él podía brindar a aquella simple tarea.
―No te preocupes. ― Lo consoló Mar cuando éste, levantándose de su puesto de descanso en la puerta donde solía sentarse a admirar el paisaje, notó en la mirada de John cierta preocupación. Después de todo, esa era la primera vez en meses, que su amigo salía sin su compañía. Jonathan levantó la vista, siguiendo la figura del anciano. — Puedes estar tranquilo, a estas alturas, seguramente él ya comió algo afuera. Además, es capaz de prepararse algo por sí solo en dado caso de llegar y no haber comido algo. — Mar lo miró y despeinó su cabeza, la cual, según decía y aseguraba Jonathan, acababa de trasquilar sin piedad, una semana atrás. Y con los quejidos dignos de un hombre de su edad, Mar soltó una rienda de órdenes al pequeño mientras cruzaba el umbral. Esas simples órdenes se convirtieron en actos. Actos que los llevaron ante la mesa, donde sentados, cortaban y preparaban los ingredientes de su comida para después, a su debido tiempo, degustar en silencio sus alimentos. En esa pequeña mesa de madera cuadrada, apenas y cabían dos personas. En su tiempo resultaba perfecta, ya que Jonathan tenía su lado y Mar el suyo. Sin embargo, con la llegada de Emilio, otra silla, la cual fue debidamente construida con maderas y clavos, fue agregada junto al bulto de otra persona. Al inicio, Jonathan y el nuevo integrante se debatían en una lucha codo contra codo, buscando adueñarse de una triste esquina...un espacio que según sus creencias, les brindaría mayor comodidad. Cabe decir que Jonathan, al comienzo, con el desprecio que guardaba al ''Agregado'' soltaba grandes codazos que dejaban marca. Cosa que hacía a Emilio desear la revancha y obteniéndola al quedarse con el lugar anhelado por ambos. En ocasiones, cuando las peleas pasaban más allá de simples empujones, Jonathan se levantaba y soltaba una buena sarta de groserías infantiles hacía el motivo de su naciente cólera. Emilio apenas decía nada, cuando Mar soltaba una buena tanda de zapes a ambos jóvenes, diciendo con severa autoridad: — ¡Dejen de pelear! ¡Callen y coman!
Ese extraño domingo, para cuando Mar y John terminaron de comer, el reloj marcaba las tres de la tarde. Mar lavó los platos y John limpió la mesa mientras rodeaba la solitaria silla de Emilio. Y siguiendo una especie de protocolo que se llevaba a cabo a diario, dieron pie a pasar a sentarse en la sala, ante la vieja televisión de antena, donde veían un programa de poca duración que los mantenía entretenidos por mínimo media hora. Al cabo de un rato, el absurdo y viejo programa terminó, haciendo que John sintiera que ya había cumplido con su deber de acompañar a su viejo. Se levantó del sillón y corrió escaleras arriba avisando su ubicación a gritos, sin demorar ni un minuto ante las ventajas que su libertad le ofrecía. Subió entre carreras, jadeos, suspiros y descansos hasta la azotea, donde permaneció hasta pasadas las seis.
Al ser domingo, sus tareas del hogar se veían notablemente reducidas. La ropa se encontraba limpia, junto a las sabanas y cobijas que yacían perfectamente dobladas dentro de los cajones de sus respectivos dueños. Tenían jabones caseros ya preparados en la bodega, así que no había porque preocuparse en hacer más durante algún tiempo. Los pisos ya estaban pulidos desde temprano; tenerlos limpios era una tarea de casi diario, así que en las mañanas se les daba una limpieza rápida y superficial. Las plantas estaban regadas ya. Las camas hechas desde temprano. Y la despensa surtida desde la semana pasada. Por otra parte, sus tareas escolares, en las cuales Emilio contribuía explicándole y mostrándole ejemplos que le facilitaran las lecciones, ya se encontraban terminadas desde el viernes; realizadas con gran entusiasmo por parte del menor para así, tener derecho a su descanso de fin de semana. Así pues, los sábados y domingos eran días de ocio para los tres habitantes qué si bien se decidían a ir a dar una vuelta, o simplemente tirarse boca arriba a ver las nubes durante horas dejando que el tiempo volara despilfarrado, no tendrían molestos pendientes que atormentaran su descanso. Por lo tanto, Jonathan, así como cualquiera, procuraba esa libertad y la aprovechaba al máximo, siempre fiel a sus deseos que nunca variaban del ''jugar'' y ''holgazanear'' durante horas.
Allá arriba, con el frío viento azotando contra su cuello ahora desnudo por el reciente corte propinado por Mar, Jonathan bostezó más de tres veces en un lapso de hora. Sus piernas estaban cansadas de tanto estar de pie frente a la ventanilla de la pequeña torre, y levantaba ocasionalmente un pie formando el número cuatro, tal como lo haría una garza. Ya a las seis con treinta el sol comenzaba a ocultarse, abrazando con su color carmín la silueta de los grandes árboles que a su paso estaban, y con ello, iluminando el perfil del niño que esperaba con gran impaciencia que disimulaba a la perfección con el tararareó de lo que era todo su repertorio favorito; cuando las canciones se le agotaron, continuaba sin apuro, con las fantasías que se creaba para si mismo. Cuando las fantasías perdían forma y agrado, proseguia con la evocación de recuerdos, hasta llegar a su último recurso: las conversaciones que sostenía consigo mismo. «Ese grandísimo bobalicón» pensaba entre pucheros una vez se quedó sin ideas para matar el tiempo « ¿Qué no piensa llegar?»
Esos últimos meses compartidos con aquel extraño que apareció en sus vidas esquivando diluvios, habían pasado con rapidez entre amenos momentos que sinceramente no esperaba vivir con ese sujeto que rondaba por los alrededores de su amado hogar. Pero, ahí estaba. Al final de cuentas, Emilio, tal como lo dijo, logró hacerse querer por ambos habitantes. Logró ser un gran apoyo para Mar y para él. De alguna manera consiguió ser uno más en la familia, volviéndose un alivio para el anciano, que le decía como realizar las tareas que por su edad ya no podía realizar con la misma facilidad que cuando era joven. Y para Jonathan, que no tenia nadie con quien jugar, con quien corretear y sobre todo, a quien admirar. Y en esto último, John tenía muy presente que Mar era la imagen digna del trabajo duro. De la persistencia. De la responsabilidad...y era sin duda alguna, la imagen a la que aspiraría llegar cuando fuese un hombre mayor. Sin embargo, al ser joven, juguetón, curioso e ignorante en ciertas cosas que todo niño debía vivir y atesorar para los terribles años de vida adulta que le esperan, Emilio era sin duda el ejemplo al que perseguiría insistentemente, paso a paso, dando enormes zancadas de ser posible, con tal de alcanzarlo en sus largos pasos. Después de todo, en el tiempo que llevaban viviendo bajo el mismo techo, Emilio se había dejado ver como un modelo nato de brillante excelencia. De modales impecables que se demostraban en el simple acto de pedir algo y agradecer por ello: De ceder el paso y de ofrecer su ayuda y sus atenciones sin el menor reparo a quienes él consideraba prudente auxiliar... esos pequeños detalles que tomaron fuerza gracias a otras muchas muestras de tan admirable comportamiento que Emilio fue sacando a luz sin siquiera darse cuenta de ello. Demostrando en su debido momento una gran inteligencia que empleaba con cautela a la hora de expresarse, ya que sus modismos eran de un régimen extremadamente alto, resultando por ello brutalmente peligroso para el que podía entenderlo, y burdamente confuso para el poco cauto. Modismos que resultaron tan fascinantes y complejos para el pequeño Jonathan, quien tuvo la oportunidad de presenciar un debate entre un altivo hombre que se había atrevido a burlarse de ellos por las pintas que llevaban, y Emilio, quien se defendió espléndidamente con unas cuantas palabras que de sus labios salieron. Y aunque la facilidad de palabra era por mucho una capacidad admirable, no solía utilizar semejantes modismos ante sus allegados por el respeto y aprecio que les tenia, ya que detestaba confundir y hacerles pasar una posible incomodidad. Por otra parte, sabía perfectamente cuándo hablar y cuando callar, además de ser un buen oyente.
Ayudaba a quien le necesitaba con una sincera sonrisa, inclusive si no solicitaban su auxilio; no esperando nada a cambio de su buen acto. Era gracioso y sabia como hacer reír a más de un niño si así se lo proponía, cosa que demostró no solo con Jonathan, a quien hacia llorar de la risa por cada ocurrencia que venía a su mente, sino que, una vez, cuando los tres decidieron ir a pasear al centro, se toparon con una bolita de niños que jugaban en un parque con la pelota. Sentados en una banca que de pura casualidad vieron desocupada, los tres miraban a aquella horda jugar y gritar.
El juego de los pequeños se desarrollaba con total naturalidad; un juego sin reglas muy estructuradas, con improvisaciones y tableros imaginarios que siempre, al final del juego, quedaban empatados. Sin embargo, después de un rato, uno de los niños pateó la pelota con tal fuerza, que la lanzó lejos, volándola y permitiéndole en su descenso quedar atorada en lo alto de un árbol. Como es de esperar, todos corrieron hacia el árbol, mirando con impotencia su altura y la lejanía que los separaba de su amado instrumento de diversión. No tardo en escucharse las quejas. Los abucheos y las desalentadoras palabras que siempre venían acompañadas de una mirada incriminadora hacia el ''culpable'' En este caso, la victima de aquellas miradas, abucheos, e incriminaciones, era un pequeño de cabellos castaños y piel blanca, que miraba cabizbajo el suelo mientras sus compañeros de juego se marchaban en grupo, repudiándolo, abandonándolo en su vergüenza y culpa. Sentimientos que resaltaron bastante en el rostro del pequeño niño castaño, que se enrojeció dejando a las lágrimas brotar de manera casi inevitablemente. Pronto, su ligero lagrimeo se convirtió en chillidos que llenaron con su gran fuerza esa parte del parque, crispando los nervios de aquel que lo escuchaba.
Mar y John lo observaron por unos momentos, considerando su pesar como una simple insignificancia y apartando su vista de él pocos segundos después de eso que denominaron como ''berrinche'' No obstante, Emilio, haciendo todo lo contrario, lo miraba atentamente. Con inquietud, se levantó de un jalón y caminó hacia él. Sin decir palabra, detuvo su paso junto al niño que no tendría más de diez años, y soltó un exagerado suspiro que logró captar su atención.
Lo que sucedió después... John y Mar lo ignoraron por completo. Simplemente vieron el resultado reflejado en como el pequeño abandonaba su penar y soltaba risas al aire mientras Emilio hacia quien sabe que cosas. ―Ha de estar haciéndole caras― señaló Mar, meneando la cabeza y conteniendo una sonrisa de satisfacción. Jonathan asintió con seriedad, plenamente convencido de que así era. Después de todo, él conocía esas caras. Y con ello, conocía y respetaba su enorme poder para arrebatar risas a cualquiera que fuese víctima de ellas. Los minutos pasaron. Y cualquiera que dirigiera su vista hacia aquel grandulón que luchaba por ayudar a un pequeño infante, vería como Emilio trepaba al árbol con grandes dificultades que solo hicieron reír aún más al menor. Cuando por fin llegó hasta arriba, después de cómicos esfuerzos, lanzó la pelota. El niño emocionado, corrió y la atrapó entre sus manitas mientras que Emilio bajaba con muy poca gracia. Cuando se encontró a su lado nuevamente, dio un par de palmadas en la espalda del ahora feliz infante, señalándole a sus compañeros con la cabeza. Y con esto, él pequeño lo miró por última vez con una gran sonrisa y corrió con el balón en manos hacia sus amiguitos.
Si. Alguien como él existía. Amable con todo mundo. Galante, sonriente, caballeroso. Nunca sobajaba a nadie, incluso cuando alguien hacía semejante abuso con él, cosa que siempre le resultó curiosa a Jonathan, ya que Emilio, por nada del mundo, participaba en peleas. Y al decir ''peleas'' hacía clara referencia a aquellas pugnas en las que un falto de seso - quien se ensañó con él solo porque la chica que le gustaba prefería, en silencio, mil veces a Emilio – quería y luchaba fervientemente por inmiscuirlo. Fue llamado cobarde, maricón, poco hombre. Fue humillado, escupido y acorralado en más de una ocasión. Pero, sin embargo, él nunca se defendió, ignorando por completo a su atacante, quien jamás se atrevió a soltarle un puñetazo al motivo de su enojo. — ¿No piensas defenderte?— le preguntó Jonathan un día. El pequeño Jonathan de antaño, entonces, se encontraba bastante molesto por las provocaciones de aquel sujeto llamado Alberto; Indignado. Humillado. Severamente ofendido... ¿Ofendido por qué? Era simple. Jonathan no soportaba ver como su ferviente meta era pisoteada por un fracasado en el amor que se las quería dar del ''papá de los pollitos'' A sus ojos, el hecho de que Emilio no se enfrentara a él y le cerrara la boca de un buen golpe, era algo desconcertante.« ¿Cómo es posible que, bajo esas circunstancias, no se defienda? ¿Que acaso su pensamiento hippie se lo impide o qué? ¿Es idiota?» se preguntaba colérico, mientras volvían a casa sobre la vieja y destartalada bicicleta, después de una afrenta con Alberto.
—No vale la pena— decía sin más el mayor, como si leyera la mente de su amiguito, con una tenue sonrisa que alteraba más los nervios y la impotencia que sentía John.
Los días pasaron y cada que bajaban de la colina hacia aquella pequeña ciudad, Beto, de alguna manera, se enteraba de su presencia, lo buscaba y lo asediaba con una insistencia que resultaba absurda. Esto continuó de igual manera hasta que un día, entre provocaciones, Beto intentó poner una mano encima de John, quien molesto, había saltado en cólera para defender a su apacible amigo, vociferando insultos que calaron hondo en la sensibilidad del bravucón. Alberto extendió sus manos, buscando fervientemente alcanzar el cuello del niño entrometido que a su parecer, le hacía falta una buena lección que él estaba dispuesto a darle con un buen puñetazo. Pero su propósito fue instantáneamente frustrado por un movimiento rápido que lo derribó al suelo, inmovilizándolo por completo. Para cuando Alberto pudo reaccionar, Emilio se encontraba sobre su espalda, sosteniendo su brazo y hundiendo con su otra mano su cabeza en el asfalto, mostrándose con una fuerza y ferocidad tales, que casi fracturó el brazo de Alberto mientras sembraba la admiración y el pavor de su sequito. Y aunque esa tarde ambos se llevaron una buena tunda por parte de Mar, a quien habían notificado de la conducta de sus dos protegidos, eso no cambió en nada la majestuosa imagen que él joven iba adquiriendo ante la percepción del menor que, sin quererlo, tras cada mínima muestra de virtud que le era demostrada, había bajado la guardia con aquel inesperado cambio con pies que acomidió en su vida, permitiendo a cualquier sentimiento de posible estimación, crecer dentro de él hasta convertirse en algo llamado cariño. Y así, hasta ser merecedor de ser llamado devoción, admiración, e incluso... amor.
Jonathan suspiró, divagando por los senderos que rodeaban su casa. «Le haré un drama en cuanto venga» se propuso, colocando su cabeza entre la cuna que sus brazos recargados en el marco de la ventana de su amada torre hacían. «No tengo problema con que vaya a quien sabe donde sin mí. Tengo problema de que no me lo dijera...de que se escabullera como una rata entre las sombras sin avisarme.» pensaba, excusando su ira sin fundamento. En eso estaba cuando, por fin, a pocos metros lejos de la brecha que marcaba el final del día, el sonido tan familiar de una botella chocando contra las llantas de una bicicleta llegó a sus oídos. « ¡Ya está aquí!» apartó su cabeza de entre sus brazos que hasta entonces le habían servido de almohada, sintiendo una combinación de entusiasmo y furia atenazando con fuerza su estomago, mordió su labio inferior. «Esperaré a que llegué a la puerta» se aseguró a sí mismo, altivo. Pero mientras el sonido se acercaba más, sus pies irremediablemente volaban hacía el primer piso, ignorando sus deseos y vanos intentos de parecer indiferente.
Ahí estaba él. El pequeño que se negaba a aceptar a ese extraño, ahora, se encontraba corriendo directo a él. Directo al encuentro de Emilio.
― ¡Lamento haber tardado tanto! Sé que dije que estaría aquí temprano, pero...sucedieron varias cosas que...― le escuchó decir desde fuera, al pie de la puerta. Mar estaba frente a él, con las manos sobre su cintura. Lo miraba con severidad y sin permitirle terminar de articular sus explicaciones, lo atajó con seriedad: ― ¿De dónde has sacado todo eso?― preguntó señalando la parte trasera de la bicicleta. Emilio, que había estado con la cabeza gacha desde que Mar apareció en el umbral, echó un vistazo hacia el sitio señalado.
―Yo...yo... lo compré― sus palabras sonaban atropelladas. Inseguras y temblorosas. —Tenía algo de dinero. Del que me das por algunos trabajos, sumado al que yo traía conmigo...lo que quedaba...pues...— Siendo escrutado por la mirada de aquel anciano, tragó saliva mientras sus ojos no se separaban del suelo. Era mentira, y eso, para el hombre de barba blanca, era tan claro como el agua. El dinero que recibía por parte del anciano no era suficiente para comprar lo que llevaba a cuestas. Y aunque desconocía cuánto dinero quedaba en el bolsillo de Emilio, sabía que no debía de ser mucho, ya que desde que Jonathan y Emilio se llevaron bien, el muchacho despilfarraba sus ahorros en golosinas y chucherías baratas. Mar meneó ligeramente la cabeza. Chasqueó la lengua y dando una última mirada al joven asustado, se adentró en la casa diciendo simplemente— ya hablaremos después. Mete eso y date un baño. Apestas. Y tú ayúdale. — dijo a Jonathan, esquivándolo mientras éste detenía su pasó respirando con dificultad.
― ¡Johnny!― exclamó Emilio, ligeramente sorprendido de verlo de pie ahí. Pero John lo miró indiferente. Entonces, el semblante de Emilio lucia apenado. Como un niño regañado. Castigado...y terriblemente avergonzado. ― ¿C-cómo estás? ¿Tú mañana...fue productiva?—preguntó Emilio con torpeza, sobando su brazo izquierdo y desviando la mirada mientras que Jonathan salía y caminaba hasta él, permitiéndose quedar frente a frente.
Su mirada acusativa, las reprimendas, los malos tratos...todo aquello que tenía preparado para su inconsciente amigo, se había desvanecido junto a su coraje. La imagen que Emilio mostraba entonces, era digna de obtener perdón sin siquiera suplicar por el: enterregado de cabeza a pies, empapado en sudor, y con el pantalón rasgado de la rodilla, se mantenía en pie al lado de la bicicleta que había terminado con una llanta tristemente ponchada. Aquellos senderos que solían frecuentar, planos en su mayoría, eran perfectos para aquella bicicleta que rodaba con facilidad sobre un terreno casi plano. John notó cómo en la canastilla de enfrente dos bolsas blancas resaltaban por su color. Por otra parte, del asiento, una carretilla de fierro bien atenazada cargaba en su simplista estructura varios libros de pasta dura, cuadernos más grandes que los acostumbrados, un caballete chico y una caja de madera del tamaño de la de una de zapatos. Jonathan, al ver tantas cosas curiosas, se encaminó automáticamente a la carretilla, la cual, también le era nueva ya que antes de esa tarde no la tenían consigo. Se puso en cuclillas sin decir ni tocar nada, y observó con detenimiento: ― ¿Ya comiste?― preguntó el menor después de unos minutos de silencio. ―Mar hizo arroz, del que te gusta. Te guardamos un poco. Solo debes partir pepino y aguacate...
―Ah, sí. — Contestó torpemente — Lo siento, ya comí...Muchas gracias.― contestó el joven sin moverse de su sitio, sobresaltado por la inesperada pregunta. Después, al ver que no le respondía nada, tomó aire y se giró por completo, caminado hasta John. Se puso en cuclillas y lo miró con atención. Como si en su rostro estuviera tatuada la respuesta a aquella pregunta que su mente le pedía a gritos formular. Pero desafortunadamente, no encontró nada. Suspiró y después de pensarlo, se atrevió a hablar: ― Johnny... ¿Estás enfadado conmigo?— preguntó, jugando con su dedo índice sobre el lodo bajo él.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno...Pues porque me fui sin avisarte...sé que los domingos siempre salimos juntos pero-
― ¿Para qué sirve eso?― dijo sin embargo John, señalando una pieza de madera e interrumpiéndolo abruptamente― ¿de dónde lo sacaste?
— ¿Eso? Es...es un caballete. Ahí colocas un lienzo en blanco. ¡Que va! Un cuadro de madera envuelto en manta, y sobre el, te dispones a pintar.
—Ya veo... ¿y para que queremos eso? Si nadie sabe pintar.
—Ahí te equivocas amiguito. Yo sé hacerlo. Y planeo enseñarte a pintar... Por eso lo traje. —John lo miró boquiabierto.
« ¿Incluso en esto eres bueno? Debes estar bromeando... ¿¡hay algo que no sepa hacer este mil usos!?» pensaba mientras veía como Emilio recobraba sus ánimos, impulsado por su gesto mientras se disponía a sacar el caballete. —Por favor, ayúdame a llevar algunas cosas arriba. Hay mucho que quiero mostrarte. — y con esta petición, dio las bolsas a Jonathan y una bolsa de plástico trasparente anudada y llena de cuadernos.
— ¿De dónde has sacado todo esto?— el menor le preguntó serio, sosteniendo los cuadernos. Emilio notó sospecha en aquellos negros ojos que decían a gritos lo que la boca de su dueño callaba.
—No los robe, si es lo que te preocupa. — aseguró Emilio. — te contaré arriba. ¿Te parece?
—Pero me lo dirás. — pidió desconfiado.
— ¡Pero claro que sí! Cada detalle, si así lo quieres...
—¿Art blaquey and de jazz... me...mesenjers?— leyó John con dificultad aquella portada de disco que acababa de sacar de entre las cosas que Emilio llevó a casa. Este último soltó una estruendosa carcajada que hizo ruborizar al menor. —Es ''Art blakey and the Jazz messengers''— lo corrigió. — es una banda de Jazz. Ya tendremos tiempo de escucharla. Por el momento, ven, quiero que veas algo.—Sentados en el suelo del salón donde Jonathan solía recibir sus poco convencionales clases, ambos sacaban de sus bolsas todo lo que Emilio había llevado consigo esa tarde. John gateó rodeando el círculo de cosas tiradas entre ellos y se sentó a su lado. Un gran cuaderno de tapa azul estaba extendido entre las piernas de Emilio, quien lo miró con fingido recelo. —Muy bien— suspiró el mayor—debes saber, que estas apunto de ver uno de mis mayores tesoros. — expuso Emilio, jugando con su voz y dándole un toque de solemnidad. —Nunca de los nuncas, óyeme bien, se lo he mostrado a nadie.
— ¿A nadie?
—¡A absolutamente nadie! Serás el primero.
—¿Y porque solo a mí?—preguntó curioso.
—Porque tú eres tú. Y ahórrate el '' ¡Nah! ¿Deberás? '' que ya te conozco chistosito. Si he decidido mostrártelo, es porque confió en ti.
― ¿Será la ubicación de algún cadáver?― preguntó en un susurro, fingiendo seriedad.
Emilio lo señaló con el dedo.― ¿Sigues viendo esas series de asesinatos verdad? Le diré a Mar. Están engangrenando tu cabecita. Ahora, hombrecito, prepárate para deleitarte la pupila. ― y con esas palabras, abrió el libro, mostrando en su segunda página un dibujo a lápiz perfectamente detallado de una iglesia gótica. Boquiabierto, Jonathan alternó su vista entre el dibujo y Emilio, quien lo miraba atentamente. ― ¿Te gusta?― John asintió― pues, adivina. ¡Yo lo hice! Es la iglesia que esta frente al parque, cerca del cementerio ese. ¿Cómo se llama? ¿Paraíso terrenal?
― ¿Es en serio? ¿Lo hiciste tú?
Emilio rio. ― ¿tanto así dudas de mi capacidad? Me siento ofendido. Pero mira, aun hay más.― dio vuelta a la pagina, mostrando así un hermoso jarrón de flores ligeramente coloreado; dando paso después a un kiosco, al que le siguieron dos hermosos gorriones. Dibujo tras dibujo, Jonathan pedía tiempo para admirar a cada uno como era debido, preguntándole de dónde sacaba sus modelos ― El de las aves, por ejemplo, lo saque de una fotografía que vi en un libro. ― explicó― la de las catedrales, puertas y demás, bueno, tuve que pasar horas frente a esos sitios para plasmarlos tal cual iban.
― ¿Sabes dibujar personas?― preguntó el menor.
―Sí. De hecho, creo que en el cuaderno de pasta roja he dibujado algunos bocetos.— Señalóa espaldas de John, donde estaban los demas cuadernos.
― ¿Puedo?
―Por favor.― Emilio hizo un ademan. John extendió sus manos, buscó el cuaderno y cuando por fin dio con él, lo hojeó. Dentro de sus páginas, docenas de rostros distintos se le presentaban. Todos ellos, sonrientes, lo miraban con agrado desde las comisuras de grafito impregnado en papel. Notó como algunos rostros pertenecían al mismo modelo. Un niño, de cabello corto, mejillas regordetas y pequeños labios ligeramente separados. Mirando muy interesado algo a lo lejos.― ¿Y quién es él?― señaló el rostro del niño una vez se topó con el por cuarta vez. Emilio lo miró por unos segundos y se encogió de hombros. ―Siendo sincero, no lo sé. Una vez mientras tenía el lápiz entre manos, su cara llegó a mi mente y al no tener nada mejor que dibujar, lo dibuje a él.
―Ya veo...― dijo, conforme con la respuesta que sintió sincera. Sin embargo, una vez pasada la emoción y admiración que aquellas cosas y aquellos bellos dibujos sembraron en él, la pregunta definitiva, cuya respuesta le había sido indirectamente prometida, llegó a él: ¿De donde había salido todo eso? Era evidente que nada de aquello era comprado, como había dicho a Mar; eran sus cosas personales. Sus tesoros. Y Emilio había ido a buscarlos a alguna parte. «No sé mucho de él; solo lo que me muestra. Solo lo que quiere que yo conozca. ¿Querrá decirme de donde viene todo esto? ¿De dónde salió y por qué?» se debatía en silencio, con la mirada perdida en aquel rostro infantil perfectamente plasmado.
La mano de Emilio se paseó por su cabeza, mirándolo preocupado. ― ¿Pasa algo?
Jonathan meneó la cabeza.― No. Nada. Me fui por un momento. ¿Desde cuándo dibujas? ― preguntó, desviándose de su real interés.
―Buena pregunta. Supongo que desde preescolar. Aunque lo que sí te puedo decir es que a los diez años comencé a perfeccionar mis dibujos.
― ¿Y por qué no los habías mostrado a nadie hasta hoy?
—Porque es algo muy personal...— contestó serio, mirando al niño del dibujo. — Solo a ti te mostraría algo como eso. No son cosas que interesen a cualquiera. Algunos piensan que es una habilidad inútil después de todo. Incluso yo lo reconozco...pero— Emilio saboreó sus siguientes palabras mientras su mirada soltaba un ligero destello a la nada. — Que maravillosa inutilidad. Poder plasmar algo en papel, darle vida, color, crear algo nuevo que escape a la razón...sin duda alguna, es una habilidad hermosa que aunque es admirada, es inservible, justo como lo dijo Oscar Wilde.
— ¿Wilde?— repitió— ¿Quién es él?
—Un escritor irlandés.
—Ah, ya...— volvió a completar la charla con simples expresiones. Dio la vuelta a la página, topándose entonces, con un hermoso rostro de triste semblante. Un muchacho en traje negro, con mirada perdida, y mejillas atiborradas de sigilosas lagrimas que daban la impresión de traspasar y empapar el papel. Con la vista gacha, llevaba en sus manos algo que parecía un ramo de flores a medio terminar. Jonathan miró a Emilio, afligido. — ¿Y él? ¿Por qué está tan triste?— Emilio no necesitó echarle un vistazo al dibujo. Sabía muy bien de quien se trataba. Suspiró, guardó silencio unos segundos para luego, con una sonrisa forzada, contestar a la pregunta de su amigo. —Él es...la representación de un destino inevitable.
John sintió como su piel se erizaba en un solo acto. La gélida voz de Emilio, su vano intento de suavizar la respuesta, su mirada pérdida, vacía...La mano del mayor se pasó instintivamente por la cabeza de John, quien miraba entre acuosa neblina aquel triste rostro mientras sentía una punzada atenazándole el corazón con fuerza. Concentrado en aquel semblante, John apenas y sintió aquella cálida mano paseando sobre su cabeza. Temblando, cambió de página, esperando ver una escena diferente a aquella. Pero su sorpresa fue tal, al ver que el dibujo que le seguía, quizás, era peor que el anterior, ya que mostraba la triste continuación de la tragedia que padecía él pobre joven que de espaldas ahora, se encontraba frente a lo que parecía ser un ataúd. Solo él y nadie más, lloraba esa terrible pérdida bajo pequeñas líneas verticales que representaban la lluvia.
— ¿Qué...te hizo dibujar esto?— preguntó cerrando lentamente el cuaderno. Emilio se encogió de hombros.
—Lo hice en Agosto. Esos dibujos son de hace años atrás. Quizás, cuatro o cinco. Para aquel entonces, vi esa escena más de una vez en un sueño. Me conmovió tanto, que al despertar, no dudé en dibujarla. Es curioso. Tanto me conmovió en aquel entonces, y aun así, lo olvidé por completo hasta ahora. Esta es la version actual. La recreé hace un año, mas o menos.
—Lo odio. — susurró John con desprecio, dejando el cuaderno en el suelo y levantándose. Se sacudió el pantalón y se dispuso a recoger el desorden. Emilio lo observó hacer aquello en silencio, asintiendo ligeramente con la cabeza.
Una gota de agua cayó sobre su frente, deslizándose traviesa sobre su piel. Un ligero y apenas perceptible aroma a vainilla acompañaba el olor a tierra mojada. Su espalda, recta sobre sobre una superficie fría y plana, se sentía helada. Movió un poco sus manos, entumecidas y entrelazadas sobre su estómago, y frunciendo el ceño, abrió los ojos después de que una segunda gota cayera sobre sus labios. Desde su perspectiva, nada en ese día había cambiado. Un cielo cenizo. Un frío apenas soportable. Una tristeza anhelante aun latente en su interior. ¿Cuánto tiempo había dormido? Movió un poco su pierna derecha para intentar incorporarse, pero inesperadamente, esta topó con algo en su intento. Era un bulto enredado en prendas para el frío, según sintió. Levantó la vista y desconcertado, observó la espalda curvada de un joven que, sentado a sus pies, en el pequeño espacio libre de aquella banca, sollozaba desconsoladamente con la cara metida entre la palma de sus manos.
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