18| Lluvia de Septiembre.

          Cerró la puerta tras de sí y sus piernas se vinieron abajo, dejándolo caer al suelo abruptamente.

Los últimos rayos de sol iluminaban el manto grisáceo de nubes que habían ensombrecido ese día y se despedían en silencio; coloreando su habitación en un triste color que pronto se apagaría para envolverse en oscuridad.

Las cortinas de su habitación permanecían estáticas, no había viento que las meciera. Desde el interior del cuarto de baño, el intermitente sonido de una gota golpeando el suelo acompañaba al sonido exterior de una ciudad que ya dentro de unas horas, pronto descansaría.

Respirando con dificultad, Martin permaneció sentado en el frio suelo, con la mirada perdida entre las patas redondas de su cama y el suelo. Su mente estaba en blanco, pero su creciente angustia permanecía latente.

El miedo y la vergüenza carcomían su mente junto a un torrente de emociones que aún no se cristalizaban por completo.

«¿Qué tan cobarde puedes llegar a ser?» le decía su conciencia una y otra vez en el trayecto a casa, con un grito de terror atorado en la garganta y con la terrible visión impregnada en su mente.

Siguiéndolo, acechándolo entre sardónicas burlas que abrumaban su sentido común.

Escapaba con la cola entre las patas del peligro, tal cual la naturaleza se lo imponía.

Pero ¿Qué tan malo era eso? tenía miedo. Y aunque su conciencia le gritara que volviera sobre sus pasos y se llevara a Marco con él, su cruel instinto de supervivencia se lo impedía.

Si aún permanecía de pie, caminando y recorriendo aquellas enredosas calles, mientras ignoraba las blasfemias que le eran lanzadas cuando empujaba a la gente que se anteponía en su camino, era solo para huir de algo que escapaba totalmente a su imaginación y a sus creencias.

Mantenerse de pie para así poder contar con un día más de vida...

      « ¿A que le temes? »  le cuestionaba su valor entre el rio de gente que murmuraba a su alrededor.

Después de que la luz del día desapareció entre la oscuridad de la noche, aun cuando había permanecido hasta entonces en un letargo sin fin aparente, sus ojos, como si el grifo de sus sentimientos se hubiese abierto de improvisto, se empaparon en llanto.

Sus manos temblorosas se deslizaron torpemente sobre sus piernas con desesperación. Algo en él se había activado y transformado en un remolino de emociones que buscaban salir de una vez por todas. 

Cuando menos lo esperaba, encontraba llorando como un niño indefenso, acunado en un rincón; escuchando aquellas reprimendas que no tenían entre sus planes dejarlo en paz.

« ¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué no volviste? ¿Por qué te fuiste?» se decía, mientras sus uñas se incrustaban con fuerza en la piel de sus piernas.

El pecho le ardía y la angustia en él parecía crecer cada vez más.

« ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Cobarde infeliz!» gritaba en su mente, soltando golpes iracundos sobre la pared, el piso, su cuerpo y su cabeza. Pataleando y maldiciendo, con la quijada reacia y los ojos nublados. 

Pasaron cerca de dos minutos de maldiciones, groserías y golpes tirados al azar. Minutos a los que solo pudieron precederle ríos de lágrimas y sollozos de letal amargura que languidecían en su brusquedad y se precipitaban a emerger en su forma más real e inofensiva.

Después de varios minutos de llanto irrefrenable y silencioso, con la nariz escurriéndole y el rostro encendido, Martin gateó hasta el pie de su cama con rapidez, y después hacía la cómoda.

Junto a ésta, donde el televisor y el teléfono se encontraban, tomó el auricular del teléfono y rápidamente presionó una serie de números.

Mientras esperaba, veía como sus manos vacilaban al sujetabar el auricular con torpeza.

El intermitente sonido de una llamada buscando ser atendida comenzaba a marearlo para el tercer toque. Necesitaba enmendar su error y acallar su preocupación y para ello, pedía a los cielos que la llamada fuese atendida.

La voz de Marco sonó al otro lado, enérgica y amable:

"Lo siento. Al parecer no puedo contestar por el momento. Deja tu mensaje, por favor. Te marcaré en cuando la ocasión me lo permita."

Martin maldijo en su mente, mientras por inercia, colgaba y marcaba al celular de Marco.

"Su llamada será transferida a buzón"


Las puertas del templo se abrieron de par en par.

En sus deslumbrantes pisos se reflejaban los hermosos vitrales multicolores donde, la mirada de los ángeles, benévola y cariñosa, acogían al desesperado y desdichado ser humano que iba al encuentro de la salvación.

Con mirada serena, observaba como de a poco, el pasillo central era decorado con lirios de blanco revestimiento.

Un monaguillo, iba y venía con andar nervioso, alternando sus pasos entre el altar y la pequeña habitación que se encontraba a mano derecha, donde se preparaban para la ceremonia.

Solo el eco continuo de sus pasos daba vida a la iglesia; hasta que la primera llamada fue realizada.

«Las campanas de la iglesia suenan como siempre. Se tambalean. Danzan. Anuncian que la reunión en la casa de Dios se avecina.» pensaba, sentando hasta delante.

Cabizbajo, con sus manos entrelazadas y la mirada perdida entre los mosaicos marmoleados del suelo, Martin se carcomía la cabeza entre meditaciones que no tenían destino más que el mismo olvido.

«Su sonido es el mismo. Pero el motivo es diferente...»

El lejano murmullo de un balón chocando graciosamente contra la acera de enfrente captó por unos segundos su atención. Acarició sus dorados cabellos con desesperación que aparentaba ser resignación.

«Los niños. Los niños del parque de enfrente, juegan al igual que la última vez que los vi. Ríen. Corren. Gritan, se tropiezan. Juegan bajo el sol de su colorida niñez. De su mundo tranquilo, apacible...iluminado.»

   — ¿Qué hay de ti Paolo? ¿No quieres ir a jugar con ellos? —miró hacia su izquierda.

La silueta de su hermanito miraba con atención la enorme cruz central, donde el hijo de dios permanecía eternamente crucificado.

Con la pregunta de Martin, el asintió sin mirarlo.

Ambos, vestidos de traje negro, esperaban que la misa diera comienzo.

   —Si. Quiero ir a jugar con ellos— contestó Paolo con un puchero, para reforzar lo que era obvio— Hermano, ¿Dónde está papá? ¿A qué hora llegará?— el corazón de Martin se estrujó con la pregunta.

Sus ojos comenzaron a arder y sus labios a temblar en contra su voluntad de hierro que ahora, parecía carcomerse entre grandes oleadas de óxido férrico.

¿Cómo podía ser que un pequeño tuviese que pasar por semejante situación? ¿Qué clase de mundo era ese que habitaban, que permitía que un infante presenciara tal evento desde el palco principal?

—No lo sé —fue todo lo que pudo decir, agachando nuevamente la cabeza.

No sabía explicarse. ¿Cómo decirle a un niño la cruda realidad que los envolvía ya entre amargura e irreparable pérdida? A sus diecinueve años, Martín no sabía de grandes pérdidas, aun si desde pequeño, había crecido entre ellas.

Minutos después, la última campanada sonó y la gente ya estaba dentro de la iglesia, esperando con caras largas y miradas distantes.

La hora había llegado y todo anhelo dirigido a la mentira, había desaparecido.

La presencia del sacerdote. Sus palabras. Sus rezos. Su mirada. Su sermón. Las personas. Todo componente ahí presente, hacía de la tragedia un suceso oficial.

El ataúd estaba allí. Oculto entre cuatro bultos e infinidad de flores cuyo destino era el de perecer junto al cadáver que yacía dentro de la caja.

   —¿Quién está allí? —preguntó Paolo con voz baja, halando la manga de Martín para que se inclinara hacia él un poco.

Con un nudo en la garganta y los ojos fatalmente nublados por lágrimas contenidas, Martín se propuso a desatar ese gran nudo que retenía con gran fervor.

   —Paolo...—susurró en agonía, mientras intentaba formular alguna palabra mágica que menguara la curiosidad del niño sin herirlo ni un gramo.

Y así, con la fatídica verdad asomándose por la punta de su lengua, Martín fue detenido por una mano que se posó milagrosamente en su hombro.

   —Muchacho, es tu turno—le dijeron a sus espaldas. Cuando se giró, los verdes ojos de su tía lo miraron con tintes de dolor entremezclado con ternura—. Vamos...se fuerte.

Martín asintió ligeramente, miró a Paolo y se puso de pie.

Caminó sin decir palabra hacia el ataúd, donde cuatro hombres, dos de cada lado, custodiaban el cuerpo.

Relevó el lugar de su primo, el mayor, quien le cedió el sitio inmediatamente, sin mirarlo a los ojos ni una sola vez.

«Es lo mejor» pensó Martín tomando su lugar. « Tal parece que el genuino dolor traspasa el alma de quien mira los ojos de la tristeza misma...» agachó la cabeza y se dispuso a escuchar la misa, más el intento le fue inútil.

Su cabeza estaba vuelta un lío.

Las voces de los niños al otro lado de la calle parecían sobresalir de manera especial entre los ligeros sollozos y la voz del Padre que promulgaba la misa con pulcritud.

«El no debería estar aquí...es solo un niño» pensaba con insistencia, intentando no mirar el sitio donde su hermano esperaba.

Y con eso en mente, la ceremonia terminó; el cura caminó por el largo pasillo hacia la salida, con paso lento y erguido, mientras los monaguillos le seguían el paso.

Era hora de llevar el cuerpo al cementerio. Los cuatro hombres, entre ellos Martín, sujetaron el féretro y se dispusieron a salir detrás del Padre en solemne acompañamiento.

Sin embargo, con dolido gesto, Martín se permitió, por primera vez dentro de esos tres días de vacío espacial, mirar su alrededor. Y con ello, al sujeto que lo miraba al otro lado del ataúd, no con menos dolor en la mirada.

Con sus cabellos sueltos y la espesa barba bordeando su mentón, su compañero de dolor asintió lentamente con la cabeza en total silencio, a lo que Martín respondió con el mismo gesto.

Aun sin palabras, el entendía esa mirada.

Respiró profundo, sintiendo como el cuerpo le temblaba estrepitosamente. Levantó la vista y dejó escapar el aire lentamente, sintiendo como cada paso le era más pesado que el anterior.

«Dime...viejo» pensó, dando los primeros pasos de lo que sería el camino más largo de su vida, mientras perdía el rumbo gracias a sus ojos atiborrados de lágrimas. « ¿Algún día... podremos volver a jugar los tres juntos; así como en aquella tarde, bajo el cálido sol de Agosto?...»

Y con esa pregunta, impidiendo a cualquier posible respuesta presentarse ante él,  el sonido repentino del noticiero invadió por completo los pasillos del templo que comenzaba a desmoronarse , halando repentinamente al joven Martín a su triste presente, impidiéndole mirar por última vez, aquel cuerpo vacío cuan querido, que se dirigía al encuentro de su nuevo y eterno hogar.


Con lágrimas en los ojos, Martín despertó del recuerdo que noche tras noche, cuando Morfeo se lo permitía, invadía su sueño y le apretaba el corazón con fuerza. No necesitaba ver el final.

Lo conocía, lo sentía y lo padecía perfectamente. Sentado en el frío suelo de su habitación, con la cabeza recargada en el filo del colchón, había caído rendido ante el cansancio.

Aun en aquel mundo en el que la realidad descansa y da pasó a la fantasía, sus lágrimas no se habían detenido, siendo delatadas por la fría y húmeda sección que en el colchón de su cama permanecía.

Su nariz estaba invadida. Tenía los labios resecos y agrietados, los ojos hinchados y la garganta seca.

Con un terrible dolor de cuello, se acomodó y miró a su alrededor. A la derecha, las largas cortinas blancas, ahora, se balanceaban tiernamente ante la ventana que dejaba entrever el cenizo color de una mañana que sabía a tristeza infinita.

Con la voz del sujeto del noticiero sonando justo al lado de su oreja, escuchaba como este, narraba los nuevos acontecimientos que habían rodeado la ciudad durante su descanso nocturno.

Recordó que el  viejo televisor que permanecía inerte junto a su cama había sido programado para encenderse en una hora determinada durante las mañanas.

—Sí, si...ya, entendí. Cállate —decía con irritación el jardinero, estirando su mano para presionar el botón del volumen directo.

En cuestión de segundos, la televisión tenía un volumen aceptable y Martín, aun en el suelo, se hallaba con la cabeza enterrada en el colchón. Con los ojos cerrados y con el ceño ligeramente fruncido.

Minutos pasaron en esa posición para cuando escuchó a alguien tocar la puerta de su habitación de repente. — ¿Quién?

Soy yo ¿Puedo pasar?— Martín soltó un gruñido.

Escuchó como la puerta se abría lentamente, siguiéndole de cerca el sonido mudo de unos pies descalzos cuyas plantas chocaban nerviosamente contra el suelo. Su cama, entonces, se sumió lentamente con el peso de aquel inquilino. 

   — ¿Qué haces allí arrumbado?— le preguntaron entonces, con curiosidad.

   —Medito.

   —¿En esa posición tan incómoda? No te creo.

   —¿Qué quieres?— preguntó molesto. — No tengo dinero. Así que...Esfúmate.

   —¿Crees que solo vengo a verte para que me des dinero? Que mala impresión tienes de tu pequeño hermano. Ogro famélico.

Martín no pudo evitar soltar una risita divertida con aquello. —Ya pues, ¿Qué pasa?

   —No pude dormir. Tuve una pesadilla.

   —¿Sigues soñando con aquello?

Paolo asintió con la cabeza. — ¿Qué acaso tu no?

Ante la pregunta, Martín no respondió.

Escuchó un suspiro que escapo de los labios de Paolo, quien se deslizo hacia el piso.

Después de eso, un largo intervalo de tiempo sucedió en total silencio. Martín, aun cansado, se estaba dejando guiar nuevamente por el sueño, hasta que la voz de su hermano se lo impidió.

   —Hermano....Lo viste, ¿verdad? Lo de aquella noche. Dime que no fui el único...que tú también lo viste. — dijo con un deje de tristeza y preocupación en su voz.

   —No —Martín negó lentamente con la cabeza, sabiendo a la perfección a que se refería su hermano—. No fuiste el único. Lo vi. Justo allí, detrás de él.

   —Tengo miedo —susurró Paolo, adquiriendo el infantil tono con que Martín recordaba aquella infancia pausada por el terrible acto de la muerte.

   —No te mentiré— admitió con voz queda el Jardinero, acomodándose lentamente junto a su hermano. Una vez a su lado, continuó, pesando las palabras que estaba apunto de dejar ir. —Yo también estoy aterrado. Desde ese día. Incluso hoy...el miedo se oculta, más no se desvanece.

El rostro de Paolo se apoyó en su hombro y sus manos rodearon la del jardinero, callosa y áspera, cálida y trabajadora; nada que ver con las su hermano menor, delicadas y suaves, mucho más pequeñas que de las de él.

   —Hermano...

   —Dime, Paolo.

   —Nada malo nos pasara, ¿verdad?— Martín tomó aire y apoyó su mejilla sobre la cabeza de su hermano, aspirando el aroma a bebé que sus cabellos aun desprendían; acariciando el dorso de su mano con su dedo pulgar, cerrando los ojos...

—Claro que no. Nada malo pasara. ¿Sabes porque? —Paolo negó con la cabeza, mirándolo a los ojos —. Porque yo, tu hermano mayor, estoy aquí. Y yo, te protegeré contra todo mal.

Ante aquellas palabras, Paolo sonrió y acomodó su cabeza en el brazo de Martín. Quedando ambos rodeados de intimo silencio.

«Si...todo estará...Bien.» pensaba el Jardinero, mientras la imagen de su hermano, tan real, tan viva, tan genuina se desvanecía lentamente de su lado.

Luz del triste día, trajo a la memoria de Martín, el final de aquel doloroso recuerdo, donde ambos, padre e hijo, miraban hacia el frente.

Tragando saliva e intentando mantener la vista en alto mientras que en sus manos temblorosas, llevaban el nuevo lecho del pequeño niño que hasta hacia dos semanas, en aquel presente lejano y doloroso, daba luz y regocijo a sus vidas.

« ¿Algún día... podremos volver a jugar los tres juntos; así como en aquella tarde, bajo el cálido sol de Agosto?...Por favor, dímelo, Paolo»

Lloró el joven Jardinero, mientras cerrándo la palma de su mano, intentaba resguardar el recuerdo aun cálido del tacto de su difunto hermano de eternos diez años. 

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