16| La Mirada de una Flor.
En el recuerdo de Jonathan cada detalle permanecía intacto tanto en pureza y delicadez.
Desde la luz del sol, que entraba con cuidado entre las ramas de los altos y frondosos árboles de ese espeso bosque, su cálido hogar se encontraba perdido en la magia de una naturaleza casi inmaculada.
El sonido del arroyo, tatuado en sus recuerdos, aún calmaba su inquieto y juguetón corazón ya adormecido por los años y la crueldad de estos.
El verde de la maleza, los arbustos y el pasto que aquel buen anciano, cuando lo creía necesario, podaba para evitar que los escalones de la puerta se tiñeran de verde. Su aroma, su textura, su color brillante bajo la luz del sol.
Su joven y delgaducha imagen, reflejada en los pisos de madera de pino recién pulidos, despertaban la ternura y la gracia que aún a veces, llegaban y acometían en su vida, endulzándola un poco.
Las sábanas blancas, con el aroma del jabón casero que aquel buen anciano fabricaba en su tiempo de ocio, se balanceaban junto al viento en lo alto de esa edificación vieja y abandonada ante los ojos ajenos.
Y el leve murmuro de sus pies desnudos, retumbando contra los suelos mientras correteaba por esos largos y luminosos pasillos que rodeaban el patio central. Donde hermosas flores, respetando el ciclo que la vida les imponía, nacían y morían resignadas ante cada temporada.
¡Oh! ¡Cuánto amaba tirarse entre ellas y mirar el azul cielo que le sonreía en total silencio!
El aroma a pino, combinado con el de las flores y el té de canela que hervía en el interior de la cocina, traían consigo la dulce calma a la cual siempre se aferraba con insistencia.
—¡Levántate muchacho holgazán! — le dijo esa soleada mañana el buen anciano—. Es hora de que te pongas a estudiar un poco para variar.
—¡Pero apenas son las doce! — refunfuñó el pequeño Jonathan, incorporándose sobre el jardín y cruzando sus piernas delgadas, expuestas al sol y el pasto.
—¡Nada de eso! Levántate y ve por tus libros. Que no batallé tanto en conseguírtelos para que tú ni una hojeada te dignes a darles. Trae el de español y Matemáticas.
— ¡¿Matemáticas?! ¡Pero si ayer lo repasamos!
—¡No tienes derecho de quejarte! Ni que fueras tan bueno sumando ¡Apúrate!
Con barba blanca y piel morena, chamuscada por el sol, ese buen anciano de rostro arrugado custodiaba y velaba por el bienestar del pequeño John a quien intentaba transmitirle todos sus conocimientos, ya que no contaba con el suficiente dinero como para inscribirlo a la escuela.
Por lo tanto, con su enseñanza, John aprendió a leer y escribir. Además, de que entendió y aplicó los valores y modales necesarios para llevar una vida aceptable y armoniosa con sus semejantes.
—Recuerda esto, niño. No importa que tan culta sea una persona; si le falta educación, tacto y amabilidad. En otras palabras, humildad. De nada le servirá conocer todos los enigmas del mundo entero. Tenlo por seguro. Hasta el hombre más sabio puede perder el respeto de los demás si no trata a las personas con dignidad y compasión.
Le dijo un día el anciano. Bajando hasta la ciudad para abastecerse de insumos y algunos materiales. Ese día el buen hombre entró a una de tantas tiendas que debían visitar. En esa ocasión, su pequeño acompañante prefirió esperarlo afuera, donde un oasis verde, lleno de niños, se encontraba.
—Bien, espérame. Solo no te alejes y mucho menos...
— Hables con extraños — agregó John al unísono, con sus manitas en la espalda. El anciano asintió y con un ''No tardaré'' entró a la tienda.
Allí, en el parque, un niño de ropajes caros y mirada altiva sostenía entre manos un libro con pocas ilustraciones y muchas letras. Y John, en su infinita inocencia que no discriminaba ni buscaba molestar, después de intentar leer un poco a sus espaldas, le preguntó por el libro y su contenido, a lo que el niño lo miró de pies a cabeza.
Al verlo vestido en harapos de manta y calzando unas simples sandalias, le regaló un gesto despectivo y se burló de él, acusándolo de ser un ignorante que era incapaz de comprender el tema que abarcaba aquel libro.
—¡Apuesto a que ni leer sabes! — le gritó con desprecio.
Se levantó y alejó, mientras dejaba atrás a la pobre víctima de sus crueles palabras, fruto su vanidad desmedida e infantil.
»...En comparación con esas personas que se hacen llamar cultas, y que en su autoproclamación, desprecian y rebajan a los demás. En su humildad los ignorantes son la excelencia más grata en la división de sociedades.
Y con esas palabras haciendo eco en su cabeza, el anciano secó las lágrimas de Jonathan y sujetó su mano, dándole la fuerza que le faltaba con ese simple gesto.
Y así, como ese hombre podía ser un dictador maníaco a la hora de educarlo, del mismo modo, cuando el momento de estudiar terminaba, desempeñaba el papel de abuelito cariñoso que nunca tuvo la oportunidad de ser.
El nombre de ese anciano era Mar.
Así. Sin vocablos largos ni apodos innecesarios.
El buen hombre, años atrás, mientras recorría los senderos de ese bosque, escuchó el ligero llanto de lo que parecía ser un bebé. Y aunque al inicio no le dio la importancia debida, cuando llegó a orillas del río, lo vio. Envuelto en una desgastada, sucia y mojada manta, se revolcaba un pequeño cuerpo entre el lodo.
Con el corazón hecho un ovillo, acogió al bebe en brazos y lo llevó a su hogar. Y días después, por más que bajó a la ciudad y preguntó en la estación de policía si no había reportes de algún niño desaparecido, sin obtener resultados satisfactorios, decidió adoptarlo como propio.
Al ser un hombre errante, sin familia ni conocidos, la repentina aparición de ese pobre pedazo de carne abandonado a la suerte, fue casi una señal de redención hacia sí mismo. Una oportunidad de eternidad que la vida le otorgó a tan solitario ser.
—No. No. ¡No estás poniendo atención! —lo reprendió esa tarde, dando un fuerte golpe con la regla de plástico sobre el viejo pupitre que consiguió en la basura tiempo atrás.
Por un momento, Jonathan pensó que esa tira de plástico se haría añicos. ¿Cuántas veces la estrelló contra la pared o la butaca, y esta había resistido el impacto?
«Creí que a la primera se desintegraría» pensó el pequeño, cabizbajo, ignorando de nuevo la teoría que Mar le daba sobre el tema.
Cuando el reloj dio las tres, el sol de ese día ya se había escondido tras una legión de nubes grises y a lo lejos, los truenos clamaban, amenazantes.
Mar hecho un vistazo por la enorme sección de ventanas que tenían en aquella habitación, la cual, anteriormente, bajo el poder de sus antiguos dueños, quizá sirvió como salón de baile o música. Al encontrarse en el cuarto piso, tenía una hermosa vista de la naturaleza y una iluminación magnífica.
A su derecha, la imagen de los árboles se extendía. Pero, a su izquierda, la lejana visión del lago se les presentaba, clara y limpia. Apacible y silenciosa.
Era un sitio perfecto para llamar a la inspiración. Y por ello, era que ahora servía como el aula de estudio del pequeño Jonathan.
Cuando el primer trueno llamó su atención, la lista de deberes que debía llevar a cabo cruzaron por la cabeza de Mar, quien, cansado de explicarle al niño, decidió que era hora de tomar un descanso y apresurarse en realizar sus tareas del día.
— ¡Eres un cabezón, Jonathan! —exclamó Mar, caminando hacia la puerta con resignación—. Iré a disponer las cubetas y la pileta. Pronto lloverá y el agua que caerá nos será provechosa. Tú, sube por las sábanas. Ya sabes. Debes doblarlas y colocarlas en el canastillo. Por hoy es todo.
—¿Iras hasta la pileta? ¿Crees alcanzar a llegar?
Mar se encogió de hombros. —Quien sabe. Aunque una buena bañada bajo la lluvia no me caería mal—Mar salió y recorrió el pasillo externo, que rodeaba gran parte de esa edificación de cinco pisos—. ¡Y que no se te olviden las sábanas! — le recordó entre gritos.
Jonathan suspiró aliviado, ya que las extenuantes clases de Matemáticas llegaron a su fin antes de tiempo.
Se levantó pesaroso de la butaca y estiró sus manos por encima de su cabeza lo más que pudo, haciendo que los huesos de sus dedos, columna y piernas tronaran cruelmente dentro de él.
Tomó sus libros, acomodándolos uno a uno en el pequeño librero de madera. Apagó las blancas luces, dejando el aula apenas alumbrada con lo poco que quedaba de luz en esa tarde y salió del salón, cerrando la puerta.
El ligero viento huracanado traía consigo el aroma de la lluvia mezclada con la esencia de la tierra y los pinos. Sus negros cabellos, los cuales le llegaban al hombro, se arremolinaron mientras recorría los pasillos expuestos de esa vieja edificación abandonada hasta hace diez años.
Los pisos, cubiertos por azulejos rojizos y opacos, apenas y se mantenían en condiciones óptimas. Muchos de ellos se hallaban agrietados, rotos, y algunos huecos dejaban ver el color grisáceo y mohoso del suelo original.
En cuestión de nada, Jonathan había bajado al primer piso y vuelto a subir a la azotea del cuarto, donde, junto al patio de los tendederos una pequeña torrecilla se divisaba. Y ahí, en su interior, una gran campana rota esperaba. Triste y afónica.
John, a quien le encantaba entrar en esa torre, subir los quince escalones de metal que la rodeaban, y mirar a través de las ventanitas de superficie ovalada, era parte de su rutina.
Allí, podía verse un tramo del bosque, del lago y de la pequeña zona que se había talado para hacer un patio cerca del edificio.
Impulsado por la costumbre, se apresuró a descolgar y doblar las sábanas, colocándolas en el canasto. Y sin más tareas para cumplir, corrió por las escaleras a la torre.
La vista, tal cual se esperaba, era magnífica. Y a pesar del frío y el viento, se estaba bien allá arriba.
Emocionado por la altura, asomó su cabeza por una de las ventanas, apoyó sus manos en la barda; cerró los ojos y aspiró con fuerza el aroma que desprendía ese día nublado.
Pasaron tres minutos, donde sus negros ojos permanecieron dulcemente arropados por los pliegues de sus parpados.
Gotas de lluvia comenzaron a caer, siendo empujadas por el aire hacia el rostro del niño, quedando así, atrapadas entre sus secos cabellos que parecían ser adornados con sutil brillo.
No tardó mucho para que la lluvia tomara cierta fuerza e hiciera sonar el jolgorio de todo el bosque. Los árboles incluso parecían abrir sus ramas para recibir gustosos el agua que el cielo les proporcionaba.
Sin embargo, John chasqueó la lengua con la inconformidad anidándose en su pecho. Abrió los ojos y susurró con desdén. — Odio los días lluviosos.
Dispuesto a girarse y abandonar la torre, Jonathan apenas y alcanzó a notar de reojo un elemento ajeno al bosque que parecía acercarse.
A unos metros de ahí, justo donde el patio se encontraba, un sujeto caminaba envuelto en varias prendas que danzaban con el viento que soplaba con fuerza, haciendo que aquella persona trastabillara y luchara por mantenerse en pie mientras se aferraba a sus holgadas mudas.
Por un momento, John pensó que ese podría ser Mar.
Pero la idea fue desechada de inmediato, ya que él no poseía prendas semejantes. Además de que Mar caminaría, con tal de no mojarse demasiado, iría directo al pequeño cobertor donde guardaban la herramienta más estorbosa para ellos, el cual quedaba convenientemente cerca de la pileta.
Con la indiferencia y frialdad de un niño que protegía su hogar con recelo, Jonathan se giró por fin, pensando que, si ese tipo llegaba a tocar a su puerta, él no lo recibiría.
— Después de todo ¿Qué no dicen ''no le abras a desconocidos?''— dijo con satisfacción, para sí mismo.
Bajó de torre, tomó la canasta y en una carrera, corrió escaleras abajo.
El relato de Jonathan, el cual se extendía cada tanto en detalles pequeños que lo significaban todo para él, hasta ahora, le había parecido fascinante al joven portero, que lo escuchaba en silencio, con atención absoluta y una ligera sonrisa al imaginarse a su locutor en aquellos tiernos días.
— Por eso digo que era un tanto egoísta — comentó John, saliéndose un poco de aquel recuerdo que muy a su manera, relataba—. En ese momento, cuando alguien necesitaba un refugio para la tempestad que apenas comenzaba, todo en lo que pensé fue en mi cotidianidad con Mar. En mi comodidad. En mi vida. ''Es mi hogar. No permitiré que nadie llegue y cambie las cosas'' supongo que en ese momento pensé algo parecido...
»¡Qué imaginación tenía! ¡¿Creer que solo con aparición momentánea de cualquier ser que no fuese Mar o yo, mi vida cambiaría por completo!?... ¿Quién lo diría? de niño también se tienen preocupaciones.
—Creo que más que eso, son miedos, desconfianza... — observó Marco.
—La preocupación se cimienta sobre el miedo. En el caso del infante, el miedo al abandono se está presente en cualquier posible descuido. Este temor inicia cuando en el centro comercial, por ejemplo, el niño se distrae un poco y al girarse, pierde de vista a su madre. A partir de este proceso, el miedo y ahora, como tú lo dices, la desconfianza, nace. Por desgracia o por fortuna, después de eso, comienzan los recelos. Se tiene más cuidado desde entonces y te mantienes en los límites de aquello que te ofrece el confort y la paz mental.
» En este caso, el niño ya no suelta la mano de su madre, y si lo hace, no la pierde de vista. Algunos dirían ''que niño tan obediente'' ignorando por completo que el niño, en su creciente inteligencia, ha desarrollado un instinto de supervivencia con el cual comprende que, de alejarse, distraerse o interrumpir su andar por mucho tiempo en un mismo sitio, se perderá. ''Mira, el niño le hace caso a su mami y se queda junto a ella'' no, el niño piensa por sí solo y por ello, sabe que alejarse no le conviene en absoluto.
» Claro que, esto no pasa en todos. Hay niños muy desapegados. Me he topado con ellos a diario. Independientes a su manera y chistositos en su andar. Esos niños son los que, al crecer, no temen cambiar su camino. No se apegan por mucho a las cosas que los limitan, y mucho menos, se conforman con lo que tienen. Buscan crecer, ya sea como espíritus libres, o como magnates esclavizados de negocios. Miran hacia adelante y no duran mucho en sitios que los hieren. Por desgracia...
Jonathan guardó silencio un momento, saboreando con tristeza esa observación que acometió a su mente con fuerza. Marco, por otra parte, parecía comprender mejor aquella tristeza que embargo repentinamente a su joven compañero. Creía saber que palabras asomaban en la punta de su lengua.
«Por desgracia, tu decidiste encadenarte en una zona que hace tiempo que no te pertenece.» pensó Marco, sintiendo un nudo en su garganta «Justo como yo»
—Como veras, yo pertenezco al primer grupo —expuso John—. Es algo inevitable, ya que desde niño temía al cambio aun sin saber con certeza, qué conllevaría eso.
—Entonces...fue por eso que le diste la espalda a aquella persona.
—Si. Básicamente. —aceptó —. Sin embargo, otro tonto pensamiento se enraizó en mis ideologías, portando el absurdo nombre de ''destino'' el cual venía de la mano de lo inevitable. Ambos aparecieron ante mi puerta. Empapados en lluvia y algo parecido a la esperanza
Poco después de que el pequeño Jonathan de antaño estuviera en la planta baja, llamaron a la puerta con fuerza, y por cada golpe, la voz de Mar le gritaba que abriera. John no dudó en correr y atender a la orden de su tutor.
—¡Dios! Pensé que alcanzaría a ir y venir sin mojarme ni un pelo —comentó Mar, entrando a la casa, despojándose de su chamarra en el umbral de la puerta—. ¿Hiciste lo que te pedí?
—Si. Solo me falta acomodar las mantas en el cuarto —John recibió los ropajes empapados. Sujetó el pomo de la puerta, cerrando tras de sí.
—¡Espera, no cierres! —alguien habló al otro lado, impidiendo que su única esperanza, se cerrarse por completo—. ¡Por favor! Se los pido...
Era la voz de un joven. Su voz, portaba un suave tono que se distorsionaba ligeramente por la lluvia y los sollozos de este.
Con la orden de Mar, John se vio obligado a abrir la el portal de mala gana, dejando al descubierto a un muchacho de ojos llorosos y semblante suplicante, oculto bajo varios ropajes en pésimas condiciones.
—Permítanme resguardarme de la lluvia aquí. ¡Por favor! Se lo ruego.—pidió, desesperado.
Lucía cansado, ojeroso y tan desvalido que daba lástima.
El tembloroso chico, fue escrutado por la mirada severa de Mar, quien después de una serie de preguntas, le permitió entrar, ofreciéndole su hospitalidad.
— ¿Por qué lo has dejado entrar? —espetó Jonathan, molesto.
Mar había calentado agua para que el muchacho se diese una ducha y este último, entonces, se encontraba en el baño; lejos de aquel par que discutían el motivo de su presencia.
— ¿Tú lo habrías dejado afuera?
— ¡Claro! ¡Es un extraño!
Mar asintió. —Sí. Pero es un muchacho. Un niño a mis ojos. No podría dejarlo allá afuera. Ya ves, que hasta granizo está cayendo.
—No es nuestro asunto. ¿Y si es peligroso? ¿No eres tú quien siempre me dice que no deje entrar a desconocidos?
—Es cierto. Yo he dicho eso. Pero en este caso, me tomé la libertad de ofrecerle un techo durante la tormenta. Además, no sería capaz de dormir sabiendo que abandoné a alguien que me necesitaba. Es buen muchacho. Lo vi. No tienes por qué preocuparte...
Mar acomodó el último bulto de sabanas dentro de la cajonera que yacía bajo su cama y la cerró.
— Tu actitud no es buena, Johnny. Sé que tienes miedo, pero confiar un poco, lo suficiente como para tener una vista neutral de las cosas, nunca ha caído mal a nadie.
Mar despeinó la cabeza de John con afecto. Se levantó del suelo y caminó hacia el otro extremo de la habitación, donde en un sillón marrón, descansaba un cambio de ropa y una toalla blanca—. Ahora, por favor, llévale esto a nuestro invitado.
—¿Por qué no se lo llevas tú?
—Porque no puedo dejar que el desprecio que le tienes crezca aún más en tu interior. Con el trato que tengas con el chico, erradicaras ese sentimiento. Y al hacerlo, le permitirás a una parte de ti, crecer y madurar.
Mar le tendió las prendas con diligencia y su arrugado rostro, sereno y cariñoso, le sonrió.
Jonathan, con trabajo, se las recibió, disponiéndose a llevar a cabo su tarea. Al llegar al baño, golpeó ligeramente el portal de madera.
—Oye, ¿estás ahí? — preguntó, ocultando su mal humor—. Oye, te traigo ropa. Y una toalla. ¿Dónde las dejo?
Sin recibir respuesta, la puerta se abrió y el rostro aún enrojecido del muchacho lo observó con amabilidad.
—Muchas gracias, niño— sus ojos, grandes y tranquilos le sonrieron.
Sus cabellos avellana caían sobre su pálido rostro, largos, ondulados y un poco maltratados. Sin aquel ropaje que llevaba enredado al inicio, su alto cuerpo se miraba mucho más delgado de lo que se esperaba.
Con la piel tan pálida, en su rostro, su nariz resaltaba en su tono regaliz.
—Estabas llorando — observó John de repente, mirando la cara del joven cuyos ojos lacrimosos lo delataron.
Este sorbió la nariz, resignado. —Sí, eso creo....
—¿Por qué llorabas?
El joven lo meditó, llegando a la conclusión de que, a esas alturas, no perdía nada con mostrarse tal cual era. —Porque tenía miedo.
—Eso es pésimo —se apresuró a decir el pequeño.
—¿Pésimo?... ¿Qué? ¿Llorar? — John asintió—. Si. Supongo que llega a parecer penoso para algunos, pero siempre he creído que, quienes piensan que llorar o temerle a algo es vergonzoso, son unos ridículos. Eso de guardarte los sentimientos... No dejarlos salir y permitirles germinar dentro de nosotros ¡Es una verdadera lástima!
El joven comenzó a reír con soltura, mientras los vestigios de sus lágrimas brillaban entre la comisura de sus brillantes ojos. Como perlas de pureza. Al igual que su sonrisa, que, semejantes a un símbolo de alegría, sinceridad y una muestra de su libertad, movieron algo dentro del corazón del pequeño Jonathan en ese momento.
—¿Mi nombre es Emilio...— se presentó el muchacho, extendiendo su mano— Cuál es el tuyo?
—En ese momento pensé: «Este tipo es un idiota» Salí del baño sin contestar a su pregunta, molesto por una razón que desconocía. Y me alejé, sintiendo que el corazón se me saldría en cualquier momento.
John tomó un sorbo de café, el último de la noche, y miró a Marco, quien parecía ansioso por saber más.
—Ahora entiendo que el enojo que padecí entonces no era más que vergüenza. No por él, sino por mí. Al ver sus lágrimas secarse... y aun así sonreírme con naturalidad, me hizo sentir despreciable. Ser tan grosero con alguien que es consciente de que lo que hace resulta ser un motivo de burla para muchos. Y una clara muestra de debilidad para él, y que, aun así, sonría sin pena ni remordimiento.
» Sin sentirse por ello menos que los demás. Resultaba ser muy molesto para mí. Justo como él dijo... por este motivo, cuando lo volví a ver rato después, sentí que yo había obrado mal, justo como Mar lo insinuó, y que, en el fondo, debía agradecerle a ese anciano por enviarme con el objetivo de remendar mis hostiles tratos.
—¿Qué pasó después?
—El diluvio paró hasta ya caída la noche. Mar aceptó que el huésped se refugiara allí, y entonces, así fue. Emilio era de naturaleza amable y cariñosa. Mostraba su gratitud cada que le era posible, así que, a la mañana siguiente, cuando le comentó a Mar sobre los motivos por los cuales vagaba por el bosque y no podía volver a casa, pidió asilo con nosotros durante algún tiempo. Y para ello, trabajaría y ayudaría en todo lo que fuese posible.
» Nuestro hogar estaba algo deteriorado. Las escaleras, los techos, el piso de algunas habitaciones. Humedades y demás cosas que entre Mar y yo no podríamos reparar solos. Yo, por muy joven. Mar, por muy viejo. Emilio, entonces, fue el equilibrio perfecto. Aquello que nos faltaba. Y así, el anciano lo recibió. A partir de eso, él buscó ser aceptado, no solo por Mar, sino también por mí.
—Jonathan. Sé que no te agrado demasiado, pero...
Emilio había tomado un descanso después de reparar el tejado del almacén donde se encontraba toda la despensa.
Se secó el sudor, estiró sus extremidades y descansó un poco en las escaleras de la entrada, buscando al pequeño John por los alrededores desde su posición.
Dos semanas se fueron volando en aquel recuerdo.
Tan rápidas y fugaces que el mismo Jonathan creía imposible haber compartido techo con un extraño y que los días apenas y se sintieran pasar.
Emilio, una vez encontró su objetivo, se sentó junto a Jonathan en el jardín, quien no lo sintió llegar. En esa casa conectada por pasillos abiertos, acostado sobre el verde pasto del patio central, John miraba el cielo, ensimismado.
—¿Admirando el paisaje? —preguntó Emilio mientras se sentaba sobre el césped.
Jonathan se alteró e intentó marcharse al momento. Justo como hacía durante esas dos semanas cada vez que Emilio se acercaba a él con la intención de hablarle.
John apenas le contestaba cuando ya estaba varios pasos lejos del nuevo inquilino, que solo lo miraba marcharse.
Sin embargo, esta vez, cuando Jonathan intentó levantarse, sintió cómo los dedos de Emilio sujetaban su brazo con cuidado. —¿Piensas abandonar tu comodidad solo por mi presencia? No es la mejor opción de todas. Me estás dando el poder absoluto sobre tus acciones...
—¡Para nada! ¡Tú no me mandas! —escupió John.
—Yo sé que no. Pero el odio es la forma de esclavitud más pura y a la vez, la más absurda. Si te vas ahora, solo por mi causa, aun en contra de tus verdaderos deseos, estarás cerrando los grilletes y aceptando las cadenas que tú mismo decidiste ponerte...
—Dices cosas muy extrañas —dijo John—. Para tu información, yo no pienso hacer lo que tú quieras. Si me quedo, es porque así lo deseo.
Y diciendo eso, John se dejó caer en el pasto como símbolo de rebeldía e independencia. —Este es mi sitio. Y aun si tú estás aquí, no me iré hasta que yo quiera.
Emilio sonrió. —¡Me parece genial!
Pasaron diez minutos entonces. Nadie abrió la boca en ese lapso de tiempo.
Ambos miraban el cielo, vagando en su silenciosa calma. Buscando imágenes ocultas en las nubes y en ocasiones encontraban las mismas sin saberlo.
Para cuando una horda de nubes blancas cubrió el sol, Emilio habló:
—Jonathan... sé que no te agrado. Y que mi presencia puede parecerte insoportable incluso en estos momentos, pero tengo la imperiosa necesidad de hacerte saber que quiero hacer todo lo que esté a mi alcance para agradecer su hospitalidad. Puede que sea difícil para ti. Pero intentaré no ser un estorbo y esperaré ansioso el día en que me veas como un amigo en quien confiar.
Sin saber qué decir, John negó con la cabeza y profirió con dificultad. —Te equivocas. No me desagradas.
Con el viento meciendo los tallos de aquellas flores de suaves pétalos que esa temporada perfumaban tanto su hogar como su pecho infantil.
John miró por primera vez los ojos del chico al que había estado evitando durante días. Del color de la miel, le sonreían con alegría absoluta, reflejando su imagen recostada en la espesura del paso.
Entonces, sin saber por qué, Jonathan vio la fugaz silueta de los girasoles silvestres que crecían en la entrada de su morada.
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