11| Sentido de Pertenencia.

La hora del descanso llegó.

Sin embargo, en esta ocasión, no tendrían oportunidad de respirar la calma que la soledad y el silencio era capaz de brindar.

Se les permitió a los familiares permanecer allí dentro hasta que el funeral terminara por completo, por lo que los rezos y los sollozos, que aún no paraban, se prolongarían entre sus lamentos.

Marco por su parte, se colocó sus audífonos, dejando que la música lo sonara tan alto como para ignorar lo que sucedía a su alrededor.

Martin hizo todo lo posible por aligerar su carga, así que no podía permitirse el lujo de mostrar angustia o dolor sabiendo que el jardinero podría llegar en cualquier momento para ver cómo se encontraba.

La melancolía que envolvía las canciones de su banda favorita resonaba dentro de su cabeza mientras que el portón permanecía abierto por completo, esperando las posibles visitas.

   ―Mierda. Escuchar a Radiohead en estas condiciones no ha sido mi mejor idea ―murmuró, mirando hacia el frente. 

Allá, donde una enorme maceta con una palma se reflejaba en el oscuro mosaico del suelo iluminado por la luz de esa cenicienta tarde. Su cuerpo se sentía débil, tembloroso y por algún motivo que desconocía, sus extremidades dolían.

Hizo un movimiento de cuello con la esperanza de que el dolor se marchara, consiguiendo un reconfortante chasquido de sus huesos, que, a pesar de todo, fue inútil.

Para cuando la canción terminó, percibió el sonar de unos tacones golpeteando el asfalto con rapidez. Alguien se acercaba y por el ritmo que traía consigo, estaba casi seguro de quien era la dueña de ese andar tan peculiar.

Corroborando sus suposiciones, vio a Marta cruzar el umbral, cerrando el cancel y saludándolo sin modular el volumen de su voz. Rodeó a Marco entre sus brazos con fuerza, demostrando su gran cariño y le hizo un par de halagos ante los cuales, el portero se negaba, azorado.

Con su enérgico andar, lo guio directo a las oficinas entre empujones como toda una madre amorosa; intentando llevar una conversación vivida y armoniosa a pesar del terrible día que los rodeaba.

En las oficinas, después de entregar sus pedidos correspondientes y de charlar un momento con Marco de cosas triviales, dejó en libertad al muchacho que con cortesía, se disculpó con todos por no poder acompañarlos a la hora de la comida.

Marta, una mujer que demostraba sus emociones sin tapujo alguno, torció la boca en un gesto inconforme mientras palmeaba sus hombros, acomodó su cabello y lo dejó ir sin más reproches.

   ― ¿Cómo lo viste? ― preguntó la buena mujer, viéndolo alejarse con la bolsa en sus manos. En su semblante, la preocupación se asomaba.

   ―Ha estado mejor que otras veces ―confesó Bob―. Al menos, es bueno fingiendo que no pasa nada en su inestable mundo.

   ―Pero... ¿Deberíamos dejarlo solo? ¿Estará bien?

   ―Sí... Será lo mejor. Después de todo, los primeros meses en este sitio son los más difíciles. Más para personas de corazón grande cómo el de Marco.

   ―¿Te pasó igual entonces? ―Marta se giró hacia Roberto y se sentó a su lado en aquella banca que se encontraba adherida a la pared que daba a las oficinas.

En tardes como esas las secretarias se negaban a salir de su área para siquiera a estirar las piernas, así que solo estaban ellos dos en esa ocasión.

Roberto abrió la bolsa con su pedido, hurgando en su interior como un niño chiquito buscando el juguete en la caja de cereal.

   ―No tanto así ― Admitió ―. Mi padre era el dueño del cementerio y desde muy pequeño me enseñó a administrarlo y a lidiar con su peso. Era muy chamaco y no entendía el significado de la muerte. Así que, para cuando cumplí trece, ver este tipo de situaciones no me provocaba absolutamente nada. Claro, hablando en términos de depresión y esas cosas. Aprendí a verlo como lo que es. Un suceso natural.

   ―Ya veo.  Aunque hay algo que no entiendo. Este cementerio lleva años sin tener un portero en específico, es decir, entre los trabajadores de aquí mismo, o incluso tú, abrían y cerraban las puertas cuando era necesario. ¿Por qué contratar al chico entonces? No me quejo. Es un muchacho encantador y responsable. Pero no deja de ser raro.

   ―Fueron varios factores, Martita. Primero, ya estoy muy viejo. Ya no puedo con las desveladas, el manejo del lugar y la puerta. Lo mismo con los chicos. Ellos tienen su trabajo, su área, ¿Por qué debo tenerlos al pendiente de un portón? ―Roberto sonrió. Menó la cabeza y miró el suelo con el mismo gesto―. Aunque el verdadero motivo fue Martin. Él me pidió. No, más bien, me suplicó que le diera un puesto aquí. Me contó la situación de su amigo e incluso me convenció de que era necesario un portero designado; así que, al verlo tan desesperado, acepté a la semana.

    ―Martin también lleva mucho tiempo aquí ¿no?

Roberto asintió. ―Lo que es el dueño y el jardinero, son descendencia directa de los antiguos trabajadores. El padre de Martin, por obvias razones más joven que yo, era el mejor amigo de mi viejito y era nuestro sepulturero. Así que el muchacho creció en este sitio junto a él. Ya sabes, acompañando al padre y con eso aprendiendo de su trabajo. No era muy brillante en la escuela, por lo que pensábamos que heredaría el puesto de su papá, pero un día, así como así, descubrió su amor por las plantas― Bob bufó al recordarlo―. Gracias a eso tenemos esos hermosos jardines desde hace casi veinte años.

   ― Bueno... ¡Sí que tienen historia aquí!

   ― ¡Claro! Yo tenía treinta y tantos cuando el pequeño Martin correteaba por allí, sembrando las semillas que una de sus vecinas le regalaba para plantar. Él tendría unos... siete años cuando mucho. ¡Vi crecer a ese monigote! ¡Nomas me faltó cambiarle los pañales al desgraciado! ― exclamó, rememorando esos días con alegría.

» Por el cariño y la estima que le tengo, es que acepté lo que me pedía ese día. Pero también, porque tenía un motivo que lo impulsó a rogar por una oportunidad para alguien que no era él mismo. No es que me sorprendiera este rasgo en él, ya que siempre ha sido de espíritu noble. Pero, ya mirando al chico por el cual me lloró aquella noche, entiendo un poco mejor la situación —Bob dejó escapar un suspiro―. El chico necesita ayuda. Y ahora que está aquí con nosotros, Martin puede cuidarlo mientras trata de hacerlo feliz. Y eso es lo importante. Por cierto, ni una sola palabra al monigote o a Marco de esto. ¿Entiendes?

Marta asintió, solemne. Podría ser chismosa, pero cuando un secreto de esa magnitud se le confiaba, lo guardaba bajo llave dentro de una enorme caja fuerte que tiraba a mitad del mar de su alma.

Mientras tanto, tomando aire y preparándose para hablar, Marco alisó su camisa con la palma de su mano y se dispuso a caminar hasta el joven que le daba la espalda.

   ― ¡Ey, joven Jonathan! ―habló Marco a sus espaldas con tono burlón.

John, sentado en el suelo, encorvado, cabizbajo e inmerso en sus oraciones, alzó la vista en cuanto escuchó la voz de Marco, que llegó a sus oídos con suavidad.

Sin dudarlo, se giró y lo recibió con una agradable sonrisa que denotaba su felicidad.

   ― ¡Ya la hicimos! ¡La comida llegó! ―exclamó, mostrándole la bolsa que le dio Marta―Jonathan por su parte, lo miró confundido―. ¡No me veas así! La encargué hoy en la mañana. Cuando llamaron para ver si pediríamos algo. Me tomé la libertad y sobre todo, la osadía de ordenar por ti. Ya que te prometí que comeríamos juntos hoy y olvidé preguntarte qué te gustaría. Espero que no me lo lances por la cabeza.

   ―Muchas gracias ―John se levantó de su sitio y sujetó la bolsa con ambas manos―. ¿Puedo preguntar qué es? ¿O se supone que es sorpresa?

   ―Depende. ¿Te gustan las sorpresas?

   ―No mucho ―confesó.

   ―Lástima por ti. Son chilaquiles, rojos y verdes.

Jonathan lo miró detenidamente mientras Marco se sentaba frente a la tumba y saludaba a Emilio, tan despreocupado y natural en su actuar.

Parecía más relajado en comparación a cuando lo vio horas atrás. Y aunque aún sostenía ese aire de tristeza, lo veía más ligero y menos melancólico.

   ―¿Estás bien? ―indagó el joven, indeciso, sentándose a su lado y colocando la bolsa en frente de los dos, dejando que el portero fuese el primero en sacar su charola pedido.

Marco suspiró y levantó la vista para mirar al ángel. Sus castaños y claros ojos reflejaron su imagen de concreto, mientras un tenue brillo perecía en ellos.

Entonces asintió. ―Sí... eso creo. Nunca termino de estar conforme con estas cosas. No me acostumbro por más que intento ―suspiró, resignado―. No sé qué rayos estoy haciendo en este lugar. Ni siquiera me gustan los cementerios y le tengo algo de fobia a la muerte.

Jonathan asintió. ―Creo que, hasta cierto punto, es natural sentirse así. Los humanos nunca terminamos de acostumbrarnos a algunas cosas, como a la pérdida, por ejemplo ―Jonathan enfocó su atención en Marco―. Pero esto tiene su lado positivo.

Marco levantó la mirada, curioso ― ¿Qué lado es ese?

   ―No acostumbrarse a algo o a alguien, nos mantiene emocionalmente flexibles y menos propensos a ser heridos. Si te acostumbras demasiado, te vuelves dependiente. Y esa dependencia puede volverse una carga pesada de llevar. La costumbre trae esclavitud. Y cuando te habitúas demasiado, te vuelves prisionero de hábitos y conexiones. Y eso puede ser bastante cruel para un corazón herido e inexperto.

Marco guardó silencio, sosteniendo en sus manos el trasto con su almuerzo. «Si lo que dice es cierto, entonces... ¿A quién le pertenezco? ¿A quién debo estos grilletes que me apresan los sueños, la vida, las ganas?», pensó, deseando ser capaz de pronunciar esas palabras con la esperanza de que una respuesta viniera a él en su ayuda.

   ―Ya veo ―fue todo lo que respondió.

Jonathan, avergonzado por el ímpetu de su respuesta, abrió la bolsa y sacó la charola de hielo seco que contenía sus alimentos; cambiando entonces el tema con la esperanza de hacer la conversación más digerible y amena.

Las pesadas botas de Martin sonaron con fuerza por encima del lodoso charco que se creaba bajo sus pies gracias a la lluvia que, sin previo aviso, comenzaba a caer a borbotones.

Con su chamarra marrón colocada por encima de su cabeza, creó una momentánea casita para evitar mojarse mientras emprendía su carrera hacia el pequeño vestíbulo de la entrada.

Alcanzó a oír la voz de Bob, que lo alentaba entre risas a llegar hasta la oficina. «¡El viejo me está echando porras! Bien, mejor será no decepcionarlo» Pensó, dedicándole una sonrisa divertida y haciendo de su carrera un maratón que parecía ser de vida o muerte cada vez que esquivaba los charcos, los jardines, y las pequeñas banquetas con que se topaba

Cuando se encontró cerca de la oficina, dio un fuerte salto. Tan alto que sin problema alguno llegó a la puerta, donde hizo un gesto triunfal con la mano derecha seguido de un baile de victoria.

   ― ¡Ja! ¿Viste eso Rob? ¿Quién es el mejor? ¿Eh? ―fanfarroneaba mientras daba pequeños piquetes en el exuberante estómago de Bob con los dedos índices, muy a sabiendas de que Roberto odiaba eso.

Bob levantó la mano, advirtiéndole que estaba a punto de recibir un manotazo ahí, entre las secretarias que reían con la cómica cara que había puesto Martin mientras se abrazaba a Marta, pidiendo falsa piedad

   ― ¡Tan grandote y tan llorón! ― exclamó Karina, divertida.

   ― ¡Ey! ¿Ya nos llevamos? ¡Te aviento a Marta, eh!― la buena mujer solo entornó los ojos y meneó la cabeza, ocultando la sonrisa que quería dibujarse en su afable rostro.

   ― ¡Ándale tú, deja de usarme de escudo y ve a secarte! ¡Que estás mojando el suelo! ―lo amonestó Marta.

Y el jardinero aceptó sin chistar, como un cadete siguiendo las órdenes del general al mando, sintiendo que el frío le devoraba la piel.

Se dirigió hasta la habitación contigua, ubicada a espaldas del área de las secretarias. Sitio donde una hilera de casilleros de metal se encontraba adheridos a la pared. Allí los empleados guardaban aquello que pudiese necesitarse en ante una emergencia.

Suéteres, bufandas, guantes, gorros, paraguas etc. Martin, en su caso especial, siempre tenía un par de toallas para limpiarse el sudor después de un exhaustivo día laboral.

   ― ¡Mírate nada más, estás todo empapado! ―exclamó Bob, entrando a la habitación, mientras señalaba el suelo que había quedado manchado por el lodo y el agua que Martin metió a la oficina.

   ― ¡No es para tanto! La mayoría de ese líquido es mi sudor ―bromeó, lanzando su camisa dentro de una bolsa de plástico.

Pronto la sustituyó por una de manga larga y con una toalla mediana, se secó el cabello, yendo a la sala contigua―. ¿Y Marco? ¿Está arriba?

   —No, no lo he visto ni de chiste. Debe andar por ahí...

Martin suspiró, fingiéndose exhausto. ―¡Qué mocoso tan jodón! No me digas que tendré que ir a buscarlo...

   ―No es necesario, hombre. No es un niño. Quizás este escondido en alguno de los pasillos. Estará bien...

Martin, ignorando sus palabras, entró por un paraguas negro que pocas veces utilizaba y salió en busca de su joven amigo antes de que la lluvia arreciara y le fuese imposible volver.

«Este hombre... ¿Cómo que no es necesario? ¡Claro que lo es! Para mí, por lo menos lo es». Pensaba mirando a su alrededor en busca del portero. «No quisiera dejarlo solo en este lugar. Eso nada más empeoraría su estado de ánimo. Y más cuando la lluvia cae y el viento rezonga como lo hace ahora »

La imagen de un Marco empapado, triste y tembloroso llegó entonces a su memoria. Una visión demoledora que lo había arroyado sin vacilar hace años, cuando lo encontró rondando por aquel sendero de verde pasto.

El sol aún no salía en ese entonces en ese cielo iluminado por la extraña y funesta luz azulada de una madrugada que comenzaba a desvanecerse.

«No quiero volver a ver esa escena» meneó la cabeza, tratando de disipar ese recuerdo, escuchando como sus botas se atoraban entre el lodo sobre el cual, las gotas de agua salpicaban con más fuerza.

Y entonces, en su búsqueda, escuchó algo. Un par de risas mezcladas con el rumor de la lluvia lo sacaron por completo de ese pasado que tanto temía de volver a revivir.

Su cuerpo tembló.

Allí estaba, el chico de su terrible visión, bajo las alas del ángel de piedra. Con las rodillas encogidas hacia su pecho, sentado al lado de ese extraño joven; mirándolo muy atento mientras Jonathan, hablaba con gran ánimo.

   ― ¡No me lo creo! ¡Eres un mentiroso! ― comentó Marco, divertido―. ¡Yo en tu lugar le hubiese cerrado la boca de un golpe!

   ―Pero es cierto. Cada palabra― aseguró John, asintiendo―. Por eso dejé de ir. Qué tonto ¿no?

   ― ¡Es estúpido!

   ―Ya sé. Aunque déjame decirte que te acostumbras con el tiempo...

   ―''Acostumbrar'' ―citó Marco con cuidado, mientras una sonrisa torcida se dibujaba en su rostro ―, estoy seguro de que hace rato lo mencionaste...

   ―Sé lo que dirás. ¡Ni lo digas!

   ― ¡Tengo que hacerlo! Por qué entonces, basándome en lo que dijiste... Creeré que le perteneces a la injusticia y a la resignación.

   ― ¿Y qué si así fuera? ―John, acurrucado entre la pierna del ángel y el cuerpo de Marco, lo observaba atento, sustituyendo la calidez de su mirar por un momento, dejando entrever su lado retador.

   ―Me decepcionaría un poco, siendo sincero. ―Marco bajó la vista, pensando con detenimiento las siguientes palabras.

John esperó, paciente, sabiendo que el portero ordenaba sus ideas y con ello, que, a esa pausa, le seguiría un motivo.

   ―Eso significaría entonces, que no hay esperanza para la libertad. O en su defecto, ya que, si nuestro deber es pertenecerle a algo o a alguien, solo podríamos ser de todo aquello que nos hace daño. Como el dolor. La tristeza. La soledad.

El silencio entre ambos se hizo presente. La lluvia chocaba contra el mármol. El aroma a tierra mojada impregnaba el área.

El viento benevolente se llevaba consigo el llanto de los familiares en pena que se despedían por última vez en el día, de la pequeña Lily. Y el frío, creando un ligero remolino que rodeaba las concurridas tumbas, helaba la angustia del jardinero quien observaba oculto tras uno de los altos pinos.

Mientras tanto, el agua limpiaba la herida de su alma abierta. Escocida por un temor inminente que no entendía y desconocía en su totalidad.

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