1| El Portero de los Muertos.

Cerró el cancel tras de sí, haciendo un ligero gesto de inconformidad, debido a ese singular y molesto ruido típico de los barrotes viejos y oxidados. 

Con una sonrisa en sus labios, el joven portero tomó su chaqueta y su mochila de la oficina, apagó la luz de esta y se despidió de Bob, el velador del cementerio, siendo así, el último en abandonar el suelo santo.

Ya fuera, una enorme extensión de camino pavimentado se cernía ante él, iluminado por la blanca luz de las farolas. La ubicación de ese lugar no se encontraba tan lejos de la calle principal, sin embargo, yacía oculta entre un terrible laberinto de casas viejas que, con sus muros, creaban varios callejones en los que, si no se tenía el debido cuidado, te convertías en la presa de algún ladrón de ocasión.

Sin perder tiempo, una vez la puerta del cementerio se cerró tras de él, caminó con rapidez y destreza entre ese laberinto que tanto se empeñó en aprender:

«Tres calles adelante. Vuelta a la izquierda. Caminar una cuadra. Giro a la derecha, poco antes de llegar al callejón. Dos calles adelante y, por último, voy hacia la derecha. Seguir derecho hasta llegar a la calle principal»

Dictando las coordenadas necesarias para salir de esa enredosa colonia, así como un mantra, logró llegar hasta la parada del bus, dónde el murmullo de la multitud ensordeció sus oídos por un momento.

Cansado y ansioso, tomó el primer camión vacío que vio pasar. Si tenía que buscar las ventajas de haber conseguido un empleo en ese cementerio, sería esa; cualquier camión lo dejaría a un par de cuadras de la pequeña casa donde rentaba.

Subió a la ruta 52 y se sentó en la parte trasera, en uno de los asientos individuales que daba justo a la puerta.

Recostó su cabeza en el respaldo de aquella silla de plástico gris, y cómo parte de una vieja costumbre, al parecer heredada de su abuelo, evocó los nuevos recuerdos; sean buenos, regulares o malos. Esta vez, les tocó hacer la inauguración a estos últimos.

«Una pequeña de menos de diez años. Una mujer de más de setenta años. Ambas, juntas de la mano, caminando hasta su difunto» recordó.

Una pequeña niña, con un lindo vestido color azul y con una flor en mano; junto a una anciana elegante y amable, que sujetaba con gran cariño a la pequeña cuando cruzaron esa puerta.

Ambas saludaron al joven portero y sin perder más tiempo en siquiera reparar en el camino que debían seguir, se dirigieron hacia el jardín donde su difunto descansaba.

Dos extremos de la vida, juntos de la mano, buscando a la otra parte; esa que se encontraba entre ellas como una línea de tiempo fundamental, que ahora les faltaba y que, en su momento, conformó el ciclo de vida.

Una mujer qué fue hija y madre, descansaba bajo tierra mientras su familia la visitaba como si fuesen a ver a un pariente lejano después de mucho tiempo. En ese momento, mientras veía sus espaldas perderse entre la lejanía, el portero lo consideró algo inusual:

«Ambos extremos reunidos en el epicentro de la vida».

Luego, suspirando, recapacitó; dándose cuenta del tiempo que tenía trabajando en el cementerio. Con algo de suerte, poco más de un mes. No llevaba nada, mientras caía en cuenta de todo lo que le faltaba por ver, por sentir, presenciar, e incluso por odiar en aquellas tierras repletas de muerte.

Sí, quizás, después de todo, no sería un trabajo tan fácil cómo pensó en su momento.

Ver un ataúd ocupado con el cascarón vacío de aquello que alguna vez fue humano; que alguna vez amó. Pero también odió, lloró, sonrió.

Lidiar con las caras tristes al verlas entrar por el enorme portón y con ello, escuchar sus sollozantes voces desde el interior del cementerio, extendiendo sus lamentos cuando el cajón tocara el frío suelo de un agujero negro.

No, no era algo agradable. Mucho menos fácil.

Hasta entonces, solo había tenido la oportunidad de presenciar una escena semejante, como portero, una vez.

Se consideraba afortunado ya que ese sitio, no era un lugar muy solicitado, a pesar de la cantidad de personas que mueren por día. Esto, porque a muchos no les agradaba enterrar allí a sus difuntos por una u otra razón, lo que resultaba ser un alivio para él.

«Cuánto me falta por ver...» pensó. «Diecinueve años. El dueño de esa tumba era bastante joven cuando falleció».

Llevó su mano hacia su pecho, sintiendo el palpitar de su corazón. «Qué se sentirá...? ¿Estar hueco? ¿Vacío? ¿Siquiera estaré ahí dentro cuando suceda? ¿Cuándo muera, veré como la muerte vacía este cuerpo mancillado por los años, los traumas, las noches de soledad y llanto?»

Su corazón se sobresaltó. Y de inmediato, disipó esa lluvia de preguntas. ¿¡En qué estaba pensando!?

«No lo vuelvas a hacer» se reprendió, asustado de su pesimismo, de su más grande temor. «No vuelvas a pensar de esa manera».

Sin embargo, otra duda lo invadió. ¿Qué podría haber de malo en siquiera considerar la muerte?

Todos, por lo menos una vez en su vida, la habían considerado en sus planes. Ya sea como un impedimento o parte de una realización. Entonces, ¿Qué podría pasar? Nada.

Ya que aun sin pensar en ella; sin ser conocida por algunos, la muerte se había llevado millones de vidas en un abrir y cerrar de ojos, estando entre ellas, el temblor de los temerosos, la fría mirada de los indiferentes, la risa de los ignorantes, las manchas de los pecadores y los sueños de los inocentes.

No era cómo sí, pensar en morir de joven o de viejo, cambiará el curso del destino que todo ser humano compartía.

La muerte siempre estaba allí. Y eso era innegable. Aunque el joven portero del camino de los muertos actuaba como si hubiese pensado lo peor, nada cambiaría.

Bufó, meneando la cabeza y centrando su atención en el camino. ¡Cuán ingenuo podía llegar a ser el ser humano! Dueño de una pobre alma temerosa ante lo que el destino guarda para cada ser viviente, sin saber que aquello que tanto teme, eso que aborrece, se convertiría algún día en su todo.

En una verdad absoluta. Una que muchos odiarán escuchar, pero que, al llegar el momento, tendrán que aceptar.

Al final de cuentas, no era como si hubiera elección alguna. Al parecer, al ser humano, aún no le era concedida tal oportunidad. Aún no era merecedor de tan hermoso regalo...

La luz estaba apagada, pero la luz de la calle que se filtraba por las ventanas, le permitía ver el contorno de los muebles que decoraban ese gran departamento.

   —He vuelto— anunció, encendiendo la luz y aventando al sillón su gabardina negra, mientras la iluminación, blanca y titilante durante los primeros segundos, se le antojaba fría y odiosa.

Su voz, arrastrando tan pocas palabras al interior del hogar, no mostraba emoción alguna. Pero tampoco llegaba a sentirse fría ni mucho menos vacía; resonando así, entre los muros pintados con una elegante gama de colores oscuros.

Dirigió sus pasos hasta la mesa, arrastrando sus pasos enlodados. Recorrió una de las sillas que se encontraban alrededor del comedor de cristal negro y se dejó caer en ella sin fuerzas. Igual a un muñeco de trapo. Inclinó su cabeza hacia atrás, haciendo que su largo y negro cabello, colgara por encima del respaldo.

Permitiendo con esto, que los finos telones que cubrían su rostro se abrieran con lentitud, dejando ver un hermoso par de luceros negros que no hacían más que mirar a la distante y silenciosa nada, plasmada en los minúsculos cráteres de su techo.

   —¿En verdad estás aquí? Porque para mí, es como si aún pudiera sentirte —pasaron diez minutos y él no dejó de mirar el techo.

Veinte, treinta minutos, y él estaba perdido en un mundo que solo en su ensimismamiento, era capaz de crear y entender.

   —¿Tienes hambre? Te prepararé algo — sugirió de repente, incorporándose y dirigiendo sus pasos hacia la cocina, para, quince minutos después, salir con un plato bien servido de arroz recalentado, carne de pescado y ensalada verde.

   —Provecho— susurró antes de llevarse el bocado de arroz a la boca.

A su alrededor, todo estaba en absoluto silencio; el único ruido que había era el de los cubiertos chocando contra el plato de vidrio y el del vaso qué, en ocasiones, era levantado y colocado nuevamente en su sitio.

Cada bocado que daba era lento. No tenía deseos de comer, pero, aun así, se obligaba a masticar y tragar; sabiendo de antemano que, de no ser así, enfermaría de nuevo.

«Un bocado más» se repetía cuando ya no aguantaba ni una sola pieza, por muy pequeña que fuese.

En esa casa había pocos sonidos la mayoría del tiempo, y esto no cambiaba demasiado aun cuando él estaba en ella.

Los cubiertos chocando contra sí. El agua cayendo de la llave, ya fuese de la cocina o del cuarto de baño. Los pasos que profería al entrar, antes de despojarse de sus pesadas, pero nada toscas botas negras. Y muy de vez en cuando, la voz de la televisión o la radio.

Esa noche, después de leer algunas páginas de una vieja copia de ''Crimen y castigo'' cuya pasta roída protegía sus hojas amarillentas, se levantó del sillón, apagó las luces y se dirigió a su habitación.

Cansado, derrotado y más resignado que la noche anterior. Otro día había terminado; así como así.

Nada nuevo. 

Nada diferente. 

Nada bello ni memorable.

Días en blanco y negro eran los suyos mientras se preguntaba si la vida de los demás, culminaban cómo su patética existencia.

   —Buena noche — susurró en un hilito de voz, acurrucándose en la cama con un viejo y percutido peluche entre sus brazos, al cual se aferraba desesperadamente como cuando era un niño.

Era consciente de su realidad.

Sabía qué estaba solo.

Llegar a casa y decir '' He vuelto'' era una costumbre dolorosa. Casi letal. Contestar, e incluso hablar consigo mismo, era una manera de evadir la soledad que padecía, aunque solo fuese un leve momento.

''Buenas noches'' decía, rasgando el silencio con su voz entrecortada, cuando la oscuridad llegaba. Esperando que alguien, quien fuera, pudiera contestar.

Palabras qué el viento se llevaba; palabras que jamás serían escuchadas ni correspondidas ni en el más hermoso de sus sueños. Estaba solo. Eso era claro. Siempre lo había estado, pero: ¿Cuánto más sería capaz de aguantar?

Una lágrima resbaló por su blanca mejilla entre sueños, empapando una vez más, el pelaje sintético de su único compañero.


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