Soldado de juguete, corazón de chocolate

Combatimos toda la tarde. Él, mis camaradas y yo. Éramos un ejército invencible contra las fuerzas invasoras que atravesaron el portal dimensional. Bestias prehistóricas, llenas de cuernos y dientes, con una inteligencia superlativa que les permitía atravesar todas nuestras defensas. Nuestros tanques de poco servían contra tal embestida, ni siquiera el helicóptero de última generación que habían enviado desde el cuartel general. Pero yo confiaba en mi compañero, y aunque la situación era cada vez más desesperada, sabía que Conan sacaría una carta magistral de su enorme arsenal de tácticas, y nos salvaría. A veces hasta yo, con mis humildes habilidades, compartía la gloria que en realidad, era toda de él. Por eso éramos tan amigos.

El Comandante nos llamó a la tienda verde que se extendía sobre una colina marrón. Con el ceño fruncido, detrás de esos lentes oscuros que jamás se quitaba, nos explicó la situación.

—Soldados. El enemigo está a las puertas.

—Lo sabemos, señor —contestamos al unísono con mi gran amigo.

—No sabemos cuánto tiempo más podremos contenerlos. Pero..., —El Comandante tenía un marcado gusto por lo dramático, siempre con esas pausas que me exasperaban, pero como ya lo dice el refrán: donde manda capitán, no manda marinero; o algo así. Conan se lo sabe de varias formas. Nuestro superior consideró que era tiempo de continuar y dijo—: inteligencia militar nos ha suministrado un dato de extrema importancia. Déjenme decirles, que la información obtenida fue a un gran costo personal.

Guardamos silencio, esperando la Gran Noticia que tal vez nos permitiera dar vuelta una situación de por sí, complicada. Pero el Comandante, titubeaba, como si estuviera avergonzado. Raro en él.

—El enemigo está controlado por una Reina —dijo el oficial, seco como tronco de plástico.

—¿Y qué con eso? —inquirimos con Conan, uno primero y el otro después.

—Está detrás del portal. Si una pequeña fuerza lograra infiltrarse y acabar con ella, podríamos prevalecer —dijo el Comandante, pero algo lo inquietaba. No nos estaba diciendo todo.

Sin embargo, Conan aceptó. Esa fue la primera vez en todos los años que combatimos juntos, que lo vi dudar. Lado a lado estuvimos contra las criaturas espantosas de Zeta Reticuli, aquella vez que asaltaron la única colonia humana en la Luna. También desembarcamos en Ciudad Esfinge, Marte, para traer la paz entre terrícolas y marcianos. Esa vez, casi no la contamos, hasta que Conan se percató de los parásitos cerebrales que controlaban a gran parte de la población. ¿Cómo se dio cuenta? Nunca lo sabré, pero mi amigo era así de brillante. Y digo era, pero me estoy adelantando un poco. En ese momento, cuando supimos que debíamos atravesar el portal, por alguna razón que escapa a mi corto entendimiento —después de todo, soy un simple soldado— tuve miedo. Algo me decía, que esta podía ser la última batalla.

Pero no éramos cualquier soldado, sino la créme de la créme de las Fuerzas de Autodefensa de la Tierra. Nuestro escuadrón estaba compuesto por Conan, tres colegas y yo, el segundo al mando. De hecho los otros tres eran reemplazos, porque era habitual que en nuestras peligrosas misiones murieran varios. A algunos ya ni les aprendía los nombres, para no extrañarlos.

Estaba apenas anocheciendo cuando partimos, al amparo del crepúsculo, que hacía las sombras más largas. Atravesamos las filas propias y enemigas, plagadas de cuerpos de ambos bandos. Pero las bestias del portal estaban prevaleciendo. Nuestros hombres flaqueaban, y eso que eran valientes, pero en esta ocasión el Enemigo se imponía con facilidad. Esa fue otra premonición, y no de las buenas.

Finalmente alcanzamos el portal, era brillante en extremo, un dispositivo rectangular enorme que brillaba con colores marfil y rosa. Parecía que plantas se enredaban por el marco de esa boca que nos conduciría a la dimensión del Enemigo. Conan titubeó. Rebuscó entre sus cosas y me alcanzó un paquete grande, pesado. Le pregunté lo que era, y me contestó que era el arma definitiva, si eso no funcionaba..., estaríamos perdidos.

Ni le pregunté de donde la sacó. El paquete olía muy extraño, y como buen soldado recordé que hay cosas, que es mejor no saber. Pero Conan me cedía la gloria, otra vez. Si él caía en combate, era mi responsabilidad continuar hasta la victoria, o la muerte.

Atravesamos el portal para encontrarnos en un lugar fuera de nuestra realidad. Lleno de animales fantásticos, de esos de cuentos de hadas, también había gigantes que nos miraban con caras apáticas pero muy pintadas —seguramente era pintura de guerra—. Hasta que la vimos. Era gigantesca y monstruosa. La Reina.

Conan me miró de una forma que solo pude interpretar como despedida. Le grité que no. Que me dejara a mí. Yo haría el último sacrificio.

—¡No, amigo! ¡No! —Pero mis gritos parecían perderse en la lejanía.

Mi amigo, el único que tuve. Me sacó la bomba de las manos. Me sonrió con agradecimiento y avanzó solo contra el Enemigo. Era el fin.

La Reina tomó el paquete entre sus inmensas manos y lo desarmó con premura. Sí, Conan lo estaba haciendo de nuevo, la jefa de los enemigos caía en su magistral trampa. Los ojos se me llenaron de hipotéticas lágrimas, cuando vi el corazón de chocolate entre los dedos de ella, que se abalanzó sobre mi amigo y con un sonoro beso en los labios, acabó para siempre con el niño que era.

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