Muérdago y Plomo
Un cuento de Navidad de los Protectores del Páramo
El gemido moribundo de Amarillo perforó la noche como una bala a la carne de cerdo. Fue un sonido cortante y húmedo seguido del chasquido de acero contra cartílago.
Las risas deleitadas que acompañaron la ejecución del perro, anticipaban un hambre voraz que demoraría otro día el inevitable final.
Los prisioneros se acurrucaron en sus jaulas individuales de medio metro de lado; como queriendo evadirse del horror, pero los barrotes rústicos y oxidados les recordaron que al siguiente anochecer, uno de ellos sería Amarillo.
El olor a heces humanas, orina y vómito que inundaba el sector de la cueva de los recluidos, no parecía hacer efecto alguno en sus captores. Ocasionalmente, alguno se acercaba y arrastraba de los cabellos a una mujer hacia la gran fogata; los gritos y sollozos a veces duraban minutos u horas, especialmente cuando le tocaba el turno a algún hombre joven. Cuando retornaban a los cautivos, parecían marionetas a las que les habían cortado los hilos, rotas en cuerpo y espíritu. Los devolvían a sus jaulas y quedaban en posición fetal contemplando el vacío, sangrando por varias cavidades.
Briela estiró sus dedos sucios a través de los barrotes, intentando alcanzar los de su madre en la caja vecina. Pero eran demasiado cortos, le faltaba apenas un centímetro que parecía un abismo. No fue la primera vez que deseo tener más de siete años para solo tocar a su madre una última oportunidad. La hermana de la niña, de doce años, yacía en estado catatónico en una jaula al otro lado, los captores ya la habían utilizado como juguete hacía horas. La madre de las dos no había parado de llorar e implorar que la tomasen a ella en lugar de a sus hijas; le contestaron unos dientes manchados y picados con sus habituales risas que nada tenían de humanas. El padre de la familia había muerto durante la incursión a su pequeño poblado, el cuerpo empalado junto con el resto de los defensores; Briela se estremeció al recordar que algunos todavía estaban vivos cuando introdujeron los postes con la punta afilada, y pataleaban espasmódicamente mientras los cautivos desfilaban atados por entre el caserío en llamas.
—¿Cómo está tu hermana? —preguntó la madre entre sollozos ahogados. Desde su posición no podía divisar bien a su otra hija, la penumbra y el humor negro de la fogata entorpecían su visión; además de las lágrimas.
—Duerme —atinó a decir Briela; y esperaba que así fuera después de todo lo que había soportado.
La mujer mayor se mordió los nudillos sucios para contener los sentimientos encontrados de impotencia y miedo. El pequeño asentamiento no esperaba esa cantidad de atacantes; se habían defendido bien pero los salvajes eran demasiados. Solo esperaba que el último llamado de auxilio por frecuencia abierta lo hubiera escuchado alguien. Pero de todas formas, no tenía muchas esperanzas. ¿Quién se atrevería a enfrentarse a casi cincuenta salvajes entre hombres, mujeres y niños? Era conocimiento popular que esa «gente» estaba desensibilizada hacia sus congéneres.
—Mami. Ten fe —dijo Briela, aun en su inocencia casi arrebatada por la barbarie, sonreía mostrando algunos huecos naturales en su boca.
—¡Escúchame, Bri! —reclamó desesperada la madre.
—Hoy es Navidad —continuó la niña.
—¡Escúchame! —insistió la mujer, con la mirada desencajada—. Si vienen a buscarte... —Le tembló el labio inferior por el horror que le producía la idea, pero también por lo que estaba por pedirle a su pequeña—, si vienen a buscarte, te muerdes así —Le hizo la mímica de la boca contra la muñeca—. Fuerte, muy fuerte, hasta que sientas que te duermes.
—Pero mami, me dolerá —cuestionó la niña.
—¡Hazlo, Bri! ¡Por favor, no me cuestiones ahora!
La niña sopesó la idea unos instantes, contempló sus delgadas muñecas con venas azuladas sobre una piel pálida aunque mugrienta. Sentía miedo del dolor, pero había escuchado y visto demasiado en sus escasos años, entendía el pedido de su madre. Asintió en silencio, aturdida por la situación. Todavía quería ver el sol, correr por los cultivos, echarse agua en el arroyo cerca de su aldea, jugar con sus amiguitos, crecer y conocer a su príncipe azul. De repente recordó una historia extraña que su difunta abuela solía contarle.
—¿Mamá? —llamó en un susurro. En la otra jaula, la mujer adulta se removió incómoda, doblada como estaba desde hacía muchas horas.
—No hables fuerte Bri.
—¿Me cuentas esa historia que hacía la abuela siempre para cuando terminaba la cosecha?
—Tu abuela y sus locuras —resopló la madre, en general no le gustaban esas historias del Mundo Muerto, porque les recordaban todo lo que habían perdido y nunca volvería—. Ella ni siquiera estaba viva cuando pasaban esas cosas, ni siquiera su abuela lo estaba.
—¿Me cuentas, por favor? —suplicó Briela.
—Son estupideces. Pero si te hace bien escucharlas, allá tú.
—¡Sí, sí, por favor! —aplaudió la niña con excitación. La madre carraspeó, cerró los ojos en clara muestra de estar recordando, y comenzó.
—Había una vez, en el Mundo Muerto de nuestros ancestros, un hombre muy bueno que amaba a los niños. Y para la época del año en que terminaba la cosecha, recorría el mundo entero visitando las casas y haciendo obsequios a los niños.
—¡Oh! ¡En el Mundo Muerto la magia era fuerte! —se asombró Briela.
—Sí, al parecer así era —reflexionó la madre—, de hecho también parecía escuchar con sus poderes los deseos de cada niño.
—¡Maravilloso! ¡Ojalá me escuchara!
—Se vestía de rojo y blanco, en un traje inmenso y aparecía por los techos de las casas.
—¿Y el muérdago?
—Ah, sí. Otra cosa loca y llena de magia de los antiguos. Decían que aquellos que se conocían y besaban bajo el muérdago estaban destinados a una vida larga y feliz, también servía para alejar a los malos espíritus —dijo la madre, y aunque ella no quisiera una leve sonrisa se dibujó en su rostro.
—¡Qué bonito!
—Y nosotros lo arrancamos de las casas y los árboles porque es una plaga —reflexionó con pesar la madre.
—No todo —contestó Briela.
La niña se escarbó el pelo sucio y encrespado, extrajo algo y se lo mostró a su madre con la mano abierta. Una ramilla de muérdago.
—Recordaba siempre las historias de la abuela. Y para estas épocas siempre guardo un poco, por si aparece mi príncipe y quiere un beso —dijo sonriendo, con esa inocencia de sus pocos años, la esperanza infatigable de los niños.
A la madre se le estrujó el corazón. No quiso arrancarle esa última esperanza a la niña, que por lo menos tuviera eso antes de morir. Después de todo ¿qué más valía?
Briela estrujó entre sus escuálidas manos el muérdago, frunció el ceño con concentración mientras murmuraba algo.
—¿Qué haces?
—Trato que el señor del traje rojo me escuche, si tenía una magia tan poderosa es probable que siga vivo. Pero como los niños lo olvidaron, ya nadie lo llama.
—Es solo un cuento de viejas Bri, nada más.
—No lo creo. Voy a decirle todo lo que quiero y vendrá.
La mujer mayor observó a la niña con una mirada cargada de compasión. Ya habían pasado horas desde que se llevaran al último animal para sacrificar y los salvajes eran muchos para alimentar. Pronto comenzarían a llevarlos al matadero.
—¡Mamá! ¡Me contestó! —exclamó sonriendo Briela.
—¿Qué? Por favor, Bri. Quédate tranquila y haz lo que te dije cuando vengan a buscarte —contestó la madre, ya un poco fastidiada pero no demasiado, la situación era para enloquecer a cualquiera.
—¡No, mamá! ¡Es cierto! ¡Me habló acá adentro! —Dijo la niña señalándose la cabeza— Me preguntó dónde estaba y yo le dije que en las cuevas al Oeste del pueblo.
La madre la observó extrañada, algo de eso sonaba cierto, peligrosamente familiar. No tuvo tiempo de preguntar más. El techo de la cueva se desmoronó con una explosión que ensordeció a todos. El interior se llenó de polvo y gritos, tanto de los cautivos como de los captores. Cuatro figuras enormes saltaron desde el hueco de arriba al centro de todo, donde estaban las fogatas de los caníbales. Entre la nube de humo y detrito de roca, los prisioneros escucharon los alaridos horrorizados, el ruido del acero contra el metal y la carne, las detonaciones sostenidas de armas de repetición acompañadas del relampagueo clásico de disparos.
La refriega duró menos de dos minutos y cuando la nube se disipó, solo quedaban en pie las cuatro figuras. Los salvajes yacían desmembrados, aplastados o cocidos a balazos. Ni siquiera los más pequeños se habían salvado de la masacre.
Una de las figuras se acercó a las jaulas y los prisioneros temblaron de miedo. Era una mole cubierta de placas que semejaba a un hombre, se movía con agilidad y un zumbido mecánico, estaba teñido de rojo por la reciente carnicería. La cabeza estaba cubierta por un casco con un visor negro, que pareció recorrer con la mirada a los cautivos. Habló algo en un idioma que no entendieron, las demás armaduras vivientes se acercaron.
—¡Santa! ¡Santa! —gritó Briela, enloquecida de alegría mientras estiraba su escuálido brazo con el muérdago aferrado entre los dedos.
—¡Briela! ¡No! ¡Son asesinos! —exclamó la madre. Había escuchado de esos hombres en armadura, y no eran mucho mejor que los salvajes.
Los cautivos gritaron aterrorizados cuando el líder de los cuatro recién llegados se acercó a la jaula de Briela, con un solo tirón arrancó la puerta. Alzó a la niña con delicadeza inusitada y muy entrenada. La puso delante de sus ojos y pareció analizarla, le habló en un idioma que la pequeña no entendía, aunque sonaba bello y musical.
—¡Santa! ¡Viniste! ¡Gracias! —dijo Briela y estampó un beso en el visor.
*****
La niña era una abominación, eso estaba claro para el líder del equipo de asalto de los Protectores del Páramo. Le faltaba un ojo, una oreja, los brazos y piernas eran demasiado flacos para el torso como barril, y los dedos no eran parejos en ninguna de sus extremidades, tenía al menos veintitrés. Todos los cautivos excepto unos cinco o seis parecían tener mutaciones físicas graves.
—¿En qué idioma hablan? —preguntó el líder a su segundo al mando. Una voz sintetizada de mujer le contestó.
—Creo que es español antiguo, se puede reconocer algunos vocablos.
—Esta criatura parece creer que los salvamos.
—Dice algo sobre «Santa» —aclaró la compañera.
—¿La vieja costumbre del Mundo Muerto?
—Creo que sí. Parece que tienes una admiradora, comandante —se rió la mujer dentro de la armadura.
—¿Cuánto falta para que llegue la doblamentes de la compañía?
—Probablemente un día. Estaba lejos cuando escuchó la llamada. Es posible que sea de esta niña, por la devoción que muestra.
—Demasiado tiempo. Separen a los puros de los impuros —ordenó el líder de equipo.
—Como ordene —respondió la mujer con frialdad.
Arrancaron las puertas de todas las jaulas y comenzaron a examinar a todos los cautivos, de forma rápida pero concienzuda. Los que no presentaban mutaciones físicas eran apartados detrás de los hombres y mujeres de armadura. A los demás los iban arrinconando contra una pared. Al final de la selección, todos menos siete estaban clasificados como mutantes y aberraciones.
Los cautivos se abrazaron entre sí, una mujer deforme y horrenda abrazó a la niña del muérdago, parecía ser la madre. Los otros también parecían familiares entre sí, por las muestras de protección y cariño que se mostraban aun ante la muerte inminente. Al comandante le causó curiosidad.
—¿Qué es lo que dicen? —preguntó a su segundo al mando.
—Algo así como que esto es un final piadoso.
—Ya lo creo que sí. Preparen las armas, apunten a la cabeza, que no sufran.
Los Protectores se formaron en línea y levantaron las armas apuntando con cuidado. Los mutantes sollozaron pero no gritaron. En ese momento Briela se desprendió de los brazos de su madre y corrió rengueando con su cuerpo contrahecho. Se plantó delante del líder de escuadrón, lo miró con único ojo bueno y una sonrisa deforme que le faltaban dientes. El hombre de la armadura levantó su pistola de tres cañones rotativos y le apuntó a la cabeza. La niña estiró su brazo y le ofreció una ramita verde.
—Alto. No disparen —ordenó el líder. Para sorpresa y estupefacción de sus subordinados.
—¿Está seguro, comandante? —preguntó la mujer segunda al mando.
—Es una orden. Nos vamos. Matamos a todos los salvajes y no hubo sobrevivientes.
Los Protectores estuvieron al borde de la insurrección, pero su líder era demasiado grande en prestigio para desobedecerlo. Tendría sus razones. Comenzaron a alejarse hacia la entrada de la cueva cantando una típica balada de combate.
El líder enfundó la pistola y se agachó. Tomó la ramita de muérdago de la mano deforme de la niña. La observó un momento en su mano enguantada en cuero y metal, era diminuta y ya se estaba muriendo. Le agradeció a la niña, aunque sabía que no lo entendía. Recordaba también las historias del Mundo Muerto, hizo memoria buscando hasta que encontró lo que deseaba. Se incorporó, miró a la pequeña abominación y con una voz metálica dijo «Feliz Navidad».
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