Encuentro

La gélida garra del viento acarició con sus dedos, las piernas enfundadas en botas del muchacho. La avenida silente, sólo iluminada por las farolas y el ocasional automóvil, daban a la noche esa textura difusa entre niebla y espejismo. El joven se arrebujó en su sobretodo con un estremecimiento, no tanto de frío, más bien de soledad. Era la septuagésima noche desde que ella, la última, partiera de su vida.

—Maldita sea —protestó, mientras revisaba el paquete de cigarrillos casi vacío—. Ahora tendré que ir a comprar.

El viento silbó entre las hojas de nuevo, arrastrando papeles varios y algunas botellas plásticas. Un papel con manchas rojas de carmín se estrelló —mejor dicho se atoró— en una de las piernas del joven. Éste sacudió la pierna varias veces, pero sin éxito.

—Pero ¿será posible? ¡maldita suerte! —refunfuñó como un anciano, aunque escasamente llegaba a la treintena. Se agachó protestando entre dientes y tomó el papel de su pierna, iba a arrojarlo a un costado, pero algo le llamó la atención.

—¿Qué dice? —Extendió el papel con los dedos y leyó la frase escrita: "Te espero en la esquina" y estaba pintada con lápiz labial, de eso estaba seguro—. ¿Quién será el suertudo al que le dejaron este mensaje? —reflexionó el joven con una sonrisa divertida, le pareció muy tierno y tal vez algo lujurioso el mensaje.

—¿Y esto? ¡Otra vez! ¡Maldición! —exclamó cuando otro papel se atoró de nuevo en la misma pierna. Lo levantó más rápido esta vez, tenía otra inscripción en lápiz labial y decía: "A ti te esperaba"—. ¿Qué? Esto es una broma, espero. —Descartó ambos papeles y comenzó a avanzar realmente fastidiado. De seguro era una broma pesada del destino.

La esquina siguiente era un pequeño parador con un árbol y una banca, allí solían ir los amantes de ocasión a brindarse furtivas caricias y apasionados besos. El muchacho contempló con aún más fastidio el lugar de amor vecinal, después de todo ¿cuántas veces había estado él en ese lugar? Lo pensó y dedujo con tristeza que no tantas como hubiera querido. Prendió el penúltimo cigarrillo que le quedaba y decidió relajarse, se sentó en la banca para apreciar la noche silente, observando los ocasionales automóviles quebrar la quietud de la ciudad. El joven pensó en todas ellas, quedándose en algunos vívidos recuerdos mientras pitaba el cigarrillo medio arrugado. En ese momento un ruido desconcertante de pasos de tacón le llamó la atención a sus espaldas, justo detrás del árbol. Se incorporó y giró velozmente, entre asustado y preparado para cualquier cosa.

—¿Quién está ahí? —increpó, mientras el cigarrillo le temblaba entre los dedos crispados.

Lo primero que vio salir entre la oscuridad fue una bota larga y estilizada, con un cierre a cremallera al costado y un tacón aguja de por lo menos diez centímetros. Le seguían unas rodillas diminutas y unos muslos que se insinuaban en un vestido corto color púrpura. Unas caderas definidas, ni muy grandes ni demasiado poco, un pecho estrecho con dos pequeñas ondulaciones insinuantes en un escote en V. Un tapado corto de piel, abrigaba unos brazos que se adivinaban delicados, de los cuales solo se veían las manos, aún más frágiles con sus uñas sin pintar, pero muy cuidadas. Y el rostro, tan hermoso sin serlo, tan femenino y tan fuerte; y esos ojos ¿qué tenían esos ojos en particular? Ella parecía no tener edad, un rango entre los diecisiete y los treinta y siete.

—Tranquilo —dijo la mujer con una voz musical y ronca a un tiempo, mientras levantaba sus manos en señal universal de paz.

—¿Qué estás haciendo?, ¿acaso estás loca? Casi me matas del susto —replicó el joven

—Tranquilo. Tú siempre estás tan enojado —dijo y luego rió con una dulzura que desarmó más de una defensa.

—¿Quién demonios eres?, ¿de dónde apareciste? —exclamó el muchacho con los nudillos blancos de nervios, miedo, y furia.

—¿Que no leíste mis mensajes? —preguntó ella entre apenada y divertida—. Te estaba esperando.

—Bueno, lindo chiste. No sé cómo hiciste para saber de los papeles, pero esta broma se termina ahora mismo. —Dicho esto, él hizo ademán de retirarse.

—Como prefieras, pero yo quería encontrarte. Por si lo piensas mejor, voy a estar aquí sentada unos minutos más —replicó ella y procedió a sentarse con una elegancia casi sobrenatural, sus pies parecían bailar a cada paso que daba, o tal vez era lo encantador de su rostro.

El muchacho caminó media cuadra en dirección a su departamento y luego giró la vista hacia atrás. Ella seguía sentada, inclinada hacia delante con los codos en las rodillas y el mentón entre sus manos, mirando hacia ninguna parte, esperando.

—Maldita sea, sé que me voy a arrepentir —murmuró el joven y volvió.

Ella no lo miró, pero sonrió divertida y con ternura cuando él se sentó a su lado.

—Siempre tan caballero, que lindo. Ya no se ve mucho —dijo ella con dulzura y acto seguido le tomó la mano donde tenía el cigarrillo—. ¿Me convidas una pitada?

—¡No! ¡Ni se te ocurra! —exclamó él. Extrañamente, le había parecido incorrecto darle un cigarrillo a esa mujer hermosa. En otras ocasiones nunca había sido un problema, era usual que obsequiara un cigarrillo cuando una mujer hermosa se lo pedía, pero esta vez, era distinto. No conocía a la misteriosa muchacha, pero sentía en las tripas que no debía darle el cigarrillo.

—No cambias más, por lo visto —replicó ella con otra sonrisa—. Pero tenía que saber.

—Bueno, por qué no dejamos toda esta cosa misteriosa y me explicas quién eres y por qué hablas como si me conocieras —el joven estaba fastidiado.

—Todo a su tiempo, ¿me invitas a un café en tu casa? —inquirió ella mientras pestañeaba seductoramente, como una niña traviesa. A él, se le estrujó la garganta, tragó saliva ante la insinuación y de nuevo sintió un poco de asco. Pensó de nuevo, que en alguna parte había visto esos ojos.

—Ahem, ¿no es un poco apresurado? Ahem, ¿no se supone que yo tengo que invitarte? —tartamudeó él—. Además, eres un poco joven para mi gusto.

Ella rió estentóreamente, divertida en extremo. Y a él le pareció música para los oídos.

—No sabes cuán joven soy. Y no sé desde cuándo tienes esos prejuicios, pero no te voy a dejar escapar, ¿me invitas o no?

Caminaron juntos por la noche ausente de ruidos, sin rozarse siquiera. Él la miraba de vez en cuando sin disimulos y ella, sin mirarlo, sonreía encantada. Era tan extrañamente hermosa y producía tal fascinación en él, que era inexplicable. Hacía años que una mujer no lo dejaba sin habla de esa forma. De hecho, sólo una vez había ocurrido, hace muchísimos años y él había huido.

—Ah, ahí está —dijo ella al doblar la esquina y mirar al edificio de departamentos donde él vivía.

—¿Y cómo sabes a donde vivo?

—Sé muchas cosas —replicó ella haciendo un mohín encantador con la nariz—. Vamos, apuremos que hace frío.

Entraron en el departamento que lo había visto crecer y a ella se le iluminaron los ojos. Acariciaba los bordes de las sillas, la mesa, los sillones, los ceniceros. Él la observaba con curiosidad y decidió que sí, que era hermosa en todas las facetas, pero por más que quisiera se sentía asqueado de sólo pensar en tocarla como a una mujer.

—¿Café batido, capuchino, o café con leche? —preguntó el joven mientras se sacaba el sobretodo.

—Capuchino, dos de azúcar.

—Genial. Lo que más me gusta.

—Lo sé —replicó ella, mientras observaba fotografías en los portaretratos.

A él ya no le extrañó esa respuesta misteriosa y fue a la cocina a preparar las infusiones. Cinco minutos después, los dos tomaban capuchino sin decir ni una palabra. Ella miraba una fotografía en un portaretrato, la última compañera de él.

—¿Quién es "esta"? —preguntó con desagrado.

—Mi ex —respondió con un dejo de amargura en la voz.

—Se nota que es..., complicada. No me gusta para vos —replicó. Y luego volteó boca abajo el retrato. Él sonrió divertido de cuán acertada estaba ella.

—¿Te gusta el capuchino?

—Si, igual que siempre, ¿puedo pasar al baño? —preguntó mientras terminaba el contenido de la taza y se incorporaba.

—Claro, la segunda puerta a la derecha —indicó él.

Ella pasó como una tromba dejando su perfume exquisito por el camino. Él recogió las tazas y las llevó a lavar a la cocina. Al cabo de un instante, la vio pasar nuevamente hacia la puerta de salida.

—Me voy. Ya es hora —declaró ella.

—Pero, ¿adónde vas? Son las cuatro de la mañana. No hay un alma en la calle.

—Tengo que irme. Me espera el "ogro" —respondió la muchacha con ojos divertidos.

—Ah, el "ogro", tu viejo —él sonrió, definitivamente ella era muy joven.

—Sí, pero es un "ogro" muy simpático cuando quiere, un poco gruñón. Ya lo vas a conocer. Adiós —declaró poniéndose en puntillas de pie y dándole un sonoro beso en la mejilla.

—Eh, espera. Todavía no me dijiste cómo te llamas.

—No te lo puedo decir todavía. Pero yo te recomendaría que llames a esa persona del renglón cuatro en la página tres de tu agenda.

—¿Qué?, ¿de qué estás hablando?

—Adiós, en serio tengo que irme. No me sigas —dijo ella mientras abría la puerta y corría hacia las escaleras con ruido de tacos.

—¡Espera! ¡Espera! No te vayas. Explícame. —La siguió hasta las escaleras, pero ella ya no estaba ahí. Sintió la puerta de salida, en la planta baja del edificio, sonar con un portazo.

—Pero..., ¿qué demonios le pasa a la gente en estos días?

El muchacho quedó solo, mirando la calle por la ventana, mientras la noche transcurría con desgano, como si se demorase más de lo necesario en irse. Prendió su último cigarrillo y miró la agenda que tenía en la mano, era un libro pequeño que no usaba hacía años. Sabía muy bien quién estaba en la página tres, renglón cuatro. Las cuatro de la mañana, es una locura, pensó. Luego aspiró profundamente, tomó el teléfono y marcó el número. Sonó una vez, dos, y alguien con la voz dormida contestó.

—¿Hola..., hola? —preguntó la voz femenina, no había cambiado nada en todos esos años.

—Ahem..., hola. Perdona la hora..., es que... —titubeó, no sabía qué decirle.

—¿Eres quién pienso? —preguntó ella, con voz de dormida, pero algo divertida.

—Eh, sí. Soy yo. Discúlpame, no tendría que haber llamado. No estoy borracho ni nada por el estilo. En realidad, discúlpame por todo. —Comenzaba a excusarse cuando ella rió suavemente, encantada.

—Es curioso, porque hace unos días quería saber qué había sido de tu vida.

—¡¿En serio!? —preguntó él, incrédulo.

—Sí, en serio.

—Bueno..., ahem..., ya estoy en falta, así que voy a seguir así, ¿qué te parece si nos vemos mañana para tomar un café y conversar?

—Uf, mañana no puedo —contestó ella. Y a él se le empezaron a desvanecer las esperanzas—. Pero pasado mañana, sí —agregó divertida, y él exhaló aliviado.

—¡Genial! ¡Me encanta la idea! Entonces pasado mañana te llamo y así arreglamos el lugar y la hora ¿está bien?

—Sí, no hay problema. Un beso, me voy a dormir porque mañana hay que trabajar.

—Sí, claro, adiós..., un beso y..., gracias. —La última palabra ella ya no la escuchó, sino que la recibió el tono intermitente del teléfono colgado.

No podía creer su buena suerte. De hecho se sentía muy bien, tendria que haberlo hecho hace mucho tiempo, pero siempre encontraba una excusa. El joven fue al baño a lavarse la cara, estaba muy nervioso todavía, fue en ese instante que lo comprendió todo.

En el espejo del baño alguien había pintado una frase en lápiz labial rojo y recordó dónde había visto los ojos de la extraña muchacha, los veía todos los días en ese mismo espejo. También entendió las extrañas respuestas y el embelesamiento que le causaba, todo quedó claro como el agua.

Ahí, en el espejo, se leía: "Siempre me gustó tu café, papá. Nos vemos en unos años."

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