El extraño deseo de Martina
Todo está perdido. O así lo parecía para Martina en esa tarde de verano, en el pueblo de su madre —la biológica, claro está—; ya que ella había vivido la mayor parte de su vida con una familia adoptiva, de la cuál era la única hija. Los padres adoptivos de Martina nunca habían negado el vínculo de la niña con su familia biológica, y eventualmente la niña se convirtió en una joven mujer que tenía una relación fluida, si bien a veces bastante conflictiva con padre, madre, hermanos y hermanas de sangre.
Todo está perdido, pensó de nuevo, mientras Raquel la miraba con ese ojo clínico de las que pasaron varias veces la experiencia, siete para ser más precisos.
—Creo que estás embarazada —afirmó la madre biológica.
—No, imposible. No, por favor —replicó en forma automática Martina.
—Duermes mucho más de lo normal, comes en exceso, y tienes una especie de brillo en la piel —dijo esto analizando casi clínicamente la figura de la hija, y a continuación sentenció—. Estás embarazada.
—Por favor, Raquel —suplicó con cierto fastidio Martina, que por cierto llamaba por su nombre a su madre biológica—. Soy una mujer de veintisiete años, y tengo un poco de experiencia como para saber cuidarme de quedar embarazada.
—Bastante experiencia diría yo —acotó con humor Tere.
Teresa, la hermana de Martina que ya tenía un vientre prominente por el embarazo que llevaba. Acababa de entrar a la cocina donde estaban las otras dos, justo para intervenir en la conversación.
—Bueno. Mejor no hablemos de las experiencias de cada una, porque es probable que termine perdiendo —replicó con humor y una sonrisa Martina.
—Deberías hacer un test de embarazo —insistió Raquel, mientras preparaba unas tortillas en las hornallas de la rústica cocina de campo que tenía.
—Tu aspecto me recuerda a aquella vez cuando tenías diecisiete y perdiste un embarazo.—acotó Tere sonriendo—. ¿Cómo se llamaba el padre?
—No importa. —Fue la contestación automática de Martina, casi un reflejo que hasta a ella misma sorprendió, fue como un terremoto en el fondo de los recuerdos que había enterrado en lo más profundo—. Para que dejen de pensar estupideces, voy a hacerme un test de embarazo —dijo cerrando la conversación, pero contestando mentalmente "se llamaba Andrés". Un nombre que no había querido recordar en años, por culpa, por error, y por anhelo.
El test dio resultado positivo. Y en contraposición a la felicidad de Raquel y Tere, la angustia comenzó a atenazar a Martina acerca de cómo comunicaría la novedad a su mamá Eva y su papá Juan, la pareja que la había adoptado.
Eva era una mujer con más de sesenta años, rígida y educada a la antigua, con gran sentido del honor y el qué dirán; para Martina era el escollo más duro a superar. Juan era el opuesto complementario de Eva, un anciano sonriente con una bondad que trasuntaba permanentemente de sus ojos, un corazón noble y dispuesto aunque estaba muy enfermo de varias cosas debido a su avanzada edad.
—Mamá —aventuró Martina, mientras la madre estaba distraída en su estudio haciendo papeles, era abogada.
—¿Qué ocurre, Martinita? —respondió con dulzura ausente, sin levantar la vista de los papeles que leía y en los que de vez en cuando hacía alguna marca con un resaltador amarillo.
—Estoy un poco..., embarazada —dijo con una risa nerviosa y tratando de apelar al humor para suavizar el golpe. Eva dejó automáticamente de leer y anotar, masticó dos veces aire sin levantar la mirada.
—¿Estás segura? —preguntó con un silbido de voz.
—Completamente —respondió la hija—. Creo que llevo poco más de dos meses de embarazo.
—¡¿Cómo se te ocurre semejante disparate?! —estalló Eva—. ¡Se puede esperar ésta situación de una jovencita adolescente sin experiencia! ¡Pero no de una mujer casi en sus treinta! —siguió Eva despachándose, y cuando Martina quiso interrumpir, la callaron con un ademán de la mano—. ¡No me vengas conque fue un accidente! ¡Somos grandes y nos entendemos mucho! ¡Tuviste novios desde los dieciséis años! ¡Y ni me hagas acordar del primero porque me agarra un infarto!
—Lo voy a tener. —Fue todo lo que dijo Martina, súbitamente decidida, no sabía de donde había salido esa determinación, pero ahí estaba. Eva abrió los ojos muy grandes y parecía que se le estaban por salir.
—¿Y quién mantendrá a esa criatura? ¿Tiene padre que se haga cargo, o no? —preguntó insidiosamente Eva, y al ver que su hija callaba confirmó sus sospechas—. Ah, o no sabes quién es el padre, o no vale la pena.
—Lo voy a tener —replicó de nuevo Martina con un nudo en la garganta, pero decidida. Eva estaba aún más furiosa por esa determinación.
—¿Y qué le vas a dar? Te pagamos tres carreras universitarias diferentes y ninguna terminaste, no duras mucho tiempo en ningún trabajo, sales todas las noches con tus amigas y vuelves al otro día, eso cuando vuelves. Esa no es la viva imagen de la responsabilidad, que yo sepa. —Azotó Eva con esas palabras el orgullo perdido de Martina, porque había pura verdad en cada una de las acusaciones.
—Voy a cambiar —atinó a decir.
—¡No vas a cambiar! ¡Te conozco! ¡Te lo sacas o te vas de ésta casa! —sentenció Eva, enfurecida por la tozudez de la hija.
—Lo voy a tener. Voy a hablar con papá.
—No..., no vas a darle éste disgusto a tu padre. Que toda la vida te creyó la princesa de sus ojos, a pesar de todos los disgustos que nos diste. Está muy enfermo, lo vas a matar.
—Le voy a decir de todas formas —replicó Martina con firmeza, y Eva pareció desinflarse en resignación.
—Está bien..., lo quieres tener, tenlo. Pero no aquí ¿Qué van a decir los vecinos cuando vean a la "señorita" de la casa con semejante panza, sin marido? ¡No! Te voy a alquilar un departamento para que vivas ahí y nunca más pises ésta casa con semejante deshonra —agregó Eva, entre enfurecida, frustrada y dolida—. Y si le quieres decir a tu padre, que sea mañana, cuando esté más descansado.
—Está bien. Mañana le digo —aceptó Martina y se fue a dormir. Esa noche tuvo sueños o recuerdos extraños, algo que había dicho su madre quedó rebotando en su mente, otra vez Andrés.
La mañana siguiente amaneció con un sol suave y corría una leve brisa fresca entre los árboles de palta y las parras del patio. Martina llevó dos sillas a la sombra del árbol más bonito y fue a emboscar a su padre cuando saliera del baño. Apenas Juan asomó la cabeza por la puerta, Martina lo tomó de la mano sin una palabra y suavemente lo llevó a sentarse con ella en el patio, lejos de los oídos de Eva.
—¿Qué pasa, hijita? —preguntó el anciano, sonriente y aun tomando la mano de su hija.
—Papá..., ¿te acuerdas que siempre me dijiste que querías ser abuelo antes de ser demasiado viejo? —preguntó Martina con una sonrisa. Juan comprendió al instante y una sonrisa radiante se le dibujó en todo el rostro.
—Hijita, qué hermoso —atinó a decir con voz entrecortada y le tocó el vientre que aún no se expandía. Los ojos de Juan se llenaron de lágrimas de alegría—. Qué hermoso regalo de Dios, hijita. Qué feliz soy por vos y por nosotros —agregó mientras la abrazaba con ternura. Martina reposó la cabeza en el pecho de su padre y por primera vez en días se sintió en casa, contenida y amada.
—Gracias papá, gracias —dijo entre lágrimas de alivio y alegría.
—Bueno, hay que comenzar a preparar todo. Porque ese niño, o niña, va a vivir acá, con nosotros ¿no es así? —preguntó Juan más con certeza que con esperanza. Y nunca preguntó quién o si tenía padre, no le importaba.
Cuando Eva apareció, Martina ya había preparado el desayuno y estaba la mesa servida como si fuera la de un servicio profesional; si algo le salía bien a Martina, era la cocina. Juan ya estaba sentado disfrutando un café mientras leía el periódico con una sonrisa de estúpida felicidad.
—Buen día, mi amor —saludó Juan, efusivamente. Eva levantó una ceja, sospechando lo que pasaba.
—Qué buen humor que traemos ésta mañana —dijo con sarcasmo, y se sentó a la mesa dispuesta a desayunar.
—Martina, hijita. Ven, por favor, así desayunamos juntos —llamó Juan, y Martina apareció por la puerta de la cocina. Se sentó con los dos, un poco seria, un poco feliz. Eva arqueó otra vez la misma ceja, y comprendió.
—Ah, por lo visto la señorita ya te contó su último desastre —recriminó Eva con acidez— ¡Es una vergüenza! ¡Una deshonra! ¡¿Para eso ta criamos tan bien?! ¡Ni siquiera las...! —Eva no llegó a terminar la frase.
—¡Basta, Eva! —rugió Juan al tiempo que golpeaba la mesa con el periódico. El dulce anciano, de repente era una vez más el león de la casa, como si súbitamente hubiera rejuvenecido treinta años— ¡Basta! ¡Ese niño es nuestro nieto! ¡Nuestro! ¿Acaso comprendes lo que eso significa?
—Pero..., Juan —balbuceó Eva, que hacía años no veía a ese hombre fuerte que tenía delante de ella. Estaba entre embelesada y sorprendida.
—Significa que ese niño, o niña, no importa, correrá por los pasillos de esta casa, llenará las habitaciones con su risa, sus juguetes estarán tirados por todos lados, y su llanto nos despertará por las noches ¡Qué me importa lo que digan los vecinos o tus amigas! ¡Nadie será más feliz que nosotros! —La determinación de Juan era acero templado, y Eva no pudo más que amarlo por eso, y comprendió—. Y esta..., es su casa. Ese niño tiene casa, la nuestra.
—Sí, Juan. Así es. —Es todo lo que dijo Eva, sonrió a Martina y comenzó a desayunar.
Luego de eso, los meses pasaron como volando, Juan y Eva compraban cosas sin parar para la llegada de ese bebé tan esperado. Pintaron una habitación, la llenaron con una cuna grande y cómoda, juguetes, adornos en las paredes, ropa de todos los colores y tamaños en los armarios de pared. Martina llevaba además un embarazo hermoso sin complicaciones feas, y era feliz mientras observaba y sentía ese pequeño ser creciendo dentro suyo.
Le había comunicado al padre de la criatura hacía meses que estaba embarazada pero la respuesta no fue muy positiva, era un muchacho despreocupado, no era malo en lo absoluto pero no tenía madera de padre. Martina no insistió demasiado, hasta que su madre decidió que era hora de conocerlo y darle una oportunidad, porque la corrección de sus formas lo exigía. El encuentro se dio una mañana de mayo, apenas dos meses antes del término del embarazo, en una elegante casa de té de la ciudad.
—Mamá, éste es Javier, el padre de mi hijo —dijo Martina haciendo las presentaciones del caso.
—Hola señora, ¿qué tal? —dijo Javier extendiendo la mano antes de sentarse, Eva la estrechó brevemente.
—Buen día, señor Javier —comenzó Eva, con su tono de "te estoy analizando hasta el detalle".
Lo que Eva observaba, a simple vista no la convencía, pero tampoco la sorprendía. A su parecer, Martina siempre había tenido mal gusto en hombres. Javier era un muchacho alto, de tez trigueña, de facciones no muy sobresalientes pero tampoco feas. Y no se lo veía cómodo con el atuendo casi formal que estaba usando, muy factible que no fuera su estilo habitual y conociendo a Martina, eso era casi seguro.
—¿Cómo estás? —preguntó Javier a Martina, bastante incómodo por el silencio de Eva.
—Mmmm..., bien —contestó Martina, más por cortesía, no tenía mucho interés ni esperanza en la reunión.
—Señor Javier —comenzó Eva, haciendo énfasis en el "señor"—. Martina lo citó aquí por expreso pedido mío.
—Si, comprendo. Me lo dijo por teléfono.
—Le voy a explicar... —Eva tomó aire sin disimular—, Martina y mi nieto por nacer no necesitan nada en cuanto a lo económico, nosotros nos ocupamos de absolutamente todo. No cité aquí para pedirle nada sino para hacerle una oferta. —Martina y Javier abrieron mucho los ojos al mismo tiempo—. Mire, Javier. Me gustaría que considere, si algo quiere a Martina y a su futuro hijo, convivir con ellos. No le estoy hablando de casamiento, no se equivoque. Pero un niño necesita un padre, y una madre primeriza siempre puede necesitar la compañía y la ayuda de su pareja. Por lo económico no tiene que preocuparse, porque nosotros cubriremos todo durante y después del nacimiento. Así que si usted lo decide, las puertas de mi casa están abiertas para que pueda convivir y tratar de formar una familia —concluyó Eva, dejando sin palabras a los otros dos—. Ahora los dejo solos para que hablen y arreglen lo que tengan que arreglar. —Acto seguido se levantó y se fue.
—¿Qué fue eso? —preguntó retóricamente Javier. Martina arqueó una ceja al estilo de su madre y lo miró con un dejo de humor.
—Eso fue mi madre pidiendo que seas un hombre —replicó Martina con ironía y una sonrisa.
Nunca había esperado que Eva tomará una decisión tan relevante y haciendo a un lado todo prejuicio. Porque no conocía para nada a Javier, sin embargo estaba dispuesta a todo para brindarle una familia más completa a ella y su hijo por nacer. No pudo hacer más que admirarla.
Dos días después, Javier estaba conviviendo con Martina en la casa de Eva y Juan. Se integró rápidamente, porque era un espíritu libre y carecía de maldad real, aunque también le faltaba carácter. Fueron unos meses felices con pocos desencuentros y sinsabores. Hasta que llegó el día.
Martina hacía algunos trámites en un banco cuando rompió bolsa y fue trasladada de urgencia al hospital más cercano. Mientras tanto Javier estaba tan aturdido que no sabía muy bien qué hacer. Por indicaciones de Martina no había comunicado a Eva y Juan del inminente nacimiento, ya que no quería estresarlos demasiado hasta que fuera del todo necesario. El trabajo de parto llevó más de doce horas, durante las cuales Martina estuvo completamente sola, ya que Javier había decidido salir a beber con su hermano para calmar los nervios. El parto se produjo de forma natural, pero el esfuerzo fue tanto que el corazón de Martina falló, y estuvo a punto de morir si no fuera por la oportuna intervención de los médicos. No le permitieron dormir por temor a que no despertara, y así pasó las horas delirando entre la realidad y el mundo onírico. Fue tal vez éste momento donde descubrió algunas cosas que habían permanecido ocultas a su conciencia.
En su delirio casi mortal recordó correr bajo la lluvia, chapoteando entre los riachuelos que bordeaban las calles. Reía como loca y una figura difusa corría tras ella, también reía con una voz de hombre pero con una dulzura particular. Una visión de su vientre joven y terso, sus manos acariciándolo y otras manos fuertes le tomaban las suyas; y la misma risa varonil seguida luego de un llanto acongojado, una tristeza profunda.
La visión saltó otra vez a las calles, esta vez atestadas de gente, una zona comercial que conocía. Se vio por un instante en un espejo, ya era una mujer. Sintió una risa alegre de niño a sus espaldas, entre la multitud. Giró y vio a un hombre sin rostro con esa misma risa varonil, cargando un niño hermoso en brazos, el pequeño resultaba tremendamente familiar y lo deseó con toda su alma. Abrió los ojos de su delirio y vio a su hijo apenas nacido bebiendo de ella, y lo amó más que a nada en el mundo. Era su deseo más profundo y no lo supo de forma consciente hasta que lo vio nacer. En ese momento, en el umbral entre la vida y la muerte, supo que no habría amor más grande que ese. De hecho, supo que tal vez no había amado a nadie nunca, y por eso todo le parecía nuevo y más hermoso que nada.
Martina también se dio cuenta de muchas otras cosas, por ejemplo: todos sus deseos se terminaban haciendo realidad.
Cuando ella nació, sus padres la abandonaron con Eva y Juan; y fue muy feliz hasta que cumplió los tres años. En ese momento, su madre regresó a recuperar los cuatro hijos que había abandonado por diversos hogares. Los jueces determinaron que merecía la oportunidad de ser una madre y le otorgaron la custodia. Así que Martina fue arrancada del único hogar y familia que había conocido para ir a vivir con Raquel, su madre biológica. Tenía una hermana y un hermano más grandes que ella, y uno más chico. Todos fueron a vivir a una casa muy precaria donde no tenían electricidad, ni cama, ni comida. Su madre los dejaba solos y a veces no volvía en días. Martina solo recordaba de estos días el hambre que la atenazaba constantemente y el frío de las noches, también los ruidos extraños que la rodeaban mientras se abrazaba a sus hermanos.
Todas las noches deseaba con fuerzas volver a ver a Juan y Eva, y regresar a la que era en realidad su casa. Pero llegaba el día, y con el sol llegaba el hambre de nuevo, y no estaba en su casa. Raquel cuando aparecía, dejaba algo de comida vieja que habría conseguido de algún lado, y después dormía todo el día hasta volver a desaparecer.
Así fue que una vez ya desesperados de hambre, salieron los cuatro hermanos a pedir comida en la calle, afuera de un restaurante. Tere, la mayor de todos, se ocupaba de pedir a los que salían del local de comidas mientras que Eloy, el segundo, se ocupaba de vigilar a los más chicos. Martina miraba pasar los vehículos y soñaba conque Eva o Juan vinieran a buscarla.
Uno de esos días que consiguieron algo para comer y volvieron a la casucha donde vivían, cuando odurrió. Era casi de noche cuando la puerta enclenque de chapa se abrió con fuerza, en la semioscuridad del ocaso, todos los hermanos se acurrucaron en un rincón de la única habitación. Una silueta de mujer se dibujó en la puerta, y una voz angustiada llamó por un solo nombre "Martina". La pequeña de tres años reconoció la voz y corrió a su encuentro, Eva la levantó y abrazó en un solo movimiento, y sin perder un momento la sacó del lugar sin mirar atrás.
Otro deseo cumplido. La encontraron y rescataron. El proceso de adopción fue dificultoso pero corto, cuando el juez preguntó a la pequeña Martina con quién quería quedarse, ella sin dudarlo corrió a los brazos de Juan y eso selló para siempre su destino. Su padre biológico ya había cedido tiempo antes a la adopción plena y solo Raquel insistía con aquel despropósito. Tanto fue así que los restantes hermanos de Martina fueron distribuidos entre abuelos y tíos. Al cabo de un tiempo Martina comenzó a extrañar a Eloy, y le pidió a su mamá Eva que lo traiga a vivir con ella, y así fue. Eva y Juan trajeron a Eloy primero, y cuando Martina lo deseó, también trajeron a Alberto, el más pequeño de todos. Tere siguió viviendo con su abuela y tiempo después viajó con su madre a otra ciudad.
Los años pasaron y fueron tiempos felices. Todo lo que Martina deseaba o se proponía lo conseguía de una forma u otra, y no se percataba de este aspecto casi mágico de su persona; pero otros sí lo notaban y sentían profunda envidia. Cuando llegó a la adolescencia, Martina comenzó a interesarse en los varones, se divertía coqueteando con uno y con otro pero nunca avanzando más de lo prudente. No como sus amigas que ya tenían novios con los que realizaban actos que no parecían muy propios de su edad.
Fue esta, tal vez, la razón por la que Martina deseó tener un novio que fuera todo lo que ella necesitaba. Que sea lindo, fuera de lo común, por encima de los novios de sus amigas, y sobre todo que le inspirara una gran confianza si decidía dar un paso importante. Fue la primera vez que comprendió que los deseos que pedía se cumplían, pero..., no siempre como ella quería.
Y una mañana soleada conoció a Andrés. Al principio no le atrajo nada de él, era al menos cinco años mayor que ella, no era particularmente atlético ni alto, tenía el cabello color arena y sus pequeños ojos eran extraños, marrones comunes pero tenían un algo extraño indefinible. No era feo, e inclusive a veces parecía lindo, tenía la risa fácil y un tipo de humor que la provocaba de manera constante haciéndola sentir un poco tonta. En realidad lo detestaba un poco. Sin embargo, algo dentro la impulsó a seducirlo y como todo lo que se proponía, lo consiguió casi de inmediato. El primer beso fue casi bestial, él se lo robó cuando menos lo esperaba y el abrazo fue como de un oso, pero extrañamente suave. En un primer instante pensó en abofetearlo, y él sabía eso, así que esperó con una sonrisa el golpe. Pero Martina no lo golpeó sino que le robó ella un beso, y ésta vez fue como ella quería, suave y apasionado.
Descubrió que esa montaña de testosterna era maleable entre sus dedos, que su risa era agradable, que sus ojos eran lindos cuando la miraban acercarse, que su aroma a hombre joven era distinto de los chicos más jóvenes que había conocido, y muy superior en todo sentido a los novios de sus amigas. Sobre todo confiaba por completo en él, aunque aun así, ocasionalmente estallaba en alguna escena de celos que terminaba siempre a los besos.
Cuando llovía corrían chapoteando entre los riachuelos que se producían en los cordones de las calles, y se reían mientras él la alzaba en brazos y la estrujaba contra su pecho. Pero estaba Eva, que se enteró de la relación y la prohibió inmediatamente, Martina quedó confinada a su hogar, pero no por mucho. Dos días después de su encierro sonó el timbre de su casa, y cuando abrió la puerta el corazón le dio un vuelco: era Andrés que venía a hablar con su madre.
Martina no sabía si huir despavorida, cerrar la puerta para siempre o desmayarse en el mismo sitio. Pero no pudo más que admirar el valor de ese hombre joven y la sonrisa confiada que le tendía. Llamó a Eva, que acudió con el ceño más fruncido que nunca y con relámpagos saliendo de sus ojos.
—¿Usted qué quiere aquí? —Fue la increpación inmediata de Eva. Andrés no retrocedió, se mantuvo firme y cordial con su sonrisa.
—Buenas tardes, señora. Mi nombre es Andrés. Y si me hace el honor, me gustaría hablar con usted sobre Martina, muy en serio —respondió con toda la galantería de que disponía. Martina se percató que Eva respetaba el valor de ese muchacho y accedió a conversar con él dentro de la casa.
—Usted dirá —apuntó Eva, sentándose en un sillón del comedor, mientras Martina se sentaba a su lado y Andrés frente a ellas.
—Señora, primero le pido disculpas a usted y a su familia, ya que no es mi intención causar ésta situación tan incómoda, y lamento profundamente que así sea —comenzó Andrés con voz baja pero clara, se lo notaba compungido. Eva seguía tensa y a la defensiva, como una leona protegiendo a sus cachorros.
—Lo escucho, prosiga —dijo Eva, aun manteniendo el trato muy formal, igual que Andrés.
—La verdad, señora mía, es que yo deseaba que esto sucediera desde hace tiempo pero por respeto a los deseos de Martina me contuve, pero no es culpa de ella, es sólo mía —dijo Andrés, y Martina bajó la mirada cuando Eva la increpó con una ceja arqueada, era todo verdad—. Señora, acá le voy a dejar anotados todos mis datos: mi dirección, a qué me dedico, que estoy estudiando, quienes son mis padres, no tengo hermanos, y quien quiero ser en el futuro. Nada tengo para esconder porque nada malo hice. Estoy a su disposición para que averigüe qué clase de persona soy y me atengo a su juicio, sea cual fuere el resultado —agregó Andrés y le extendió una hoja de papel con todo lo que había mencionado. Eva la recibió un poco sorprendida y un poco molesta por la desfachatez de ese joven, pero comenzaba a respetarlo.
—Tenga por seguro que lo voy a investigar —atinó a decir Eva. Andrés seguía sonriendo tratando de calmar a las fieras con su sola fuerza de voluntad. Pero luego se puso serio, muy serio.
—Quiero pedirle permiso para ser el novio de su hija —agregó en una voz muy firme. Eva respiró hondo, muy hondo. Lo que le estaban solicitando era algo de otras épocas, de sus épocas. Sabía que el muchacho la estaba manipulando de alguna forma, pero no veía malicia en la maniobra y le molestaba demasiado, era sincero en lo que decía.
—Habiendo tantas chicas jóvenes disponibles ¿por qué mi hija? —preguntó Eva, para saber hasta dónde llegaba la osadía del joven.
—Porque su risa es música en mis oídos. Porque sus ojos son mi mañana y mi ocaso. Porque la amo y la respeto. —Y luego desvió la vista hacia la desconcertada Martina, la miró directo a los ojos y repitió—. Te amo —Martina sintió una oleada de sentimientos encontrados.
Era frío, era calor, le faltaba el aire y le sobraba al mismo tiempo, le temblaban las manos y la boca. En ese momento, esa muestra de valor que estaba presenciando era lo más parecido al amor de un hombre que había sentido. No pudo más que amarlo en un lugar recóndito de su interior, del que no lo dejaría salir aunque quisiera. Eva por su parte, estaba maravillada y desconcertada. El joven delante de ella era a todas luces un caballero, un poco mayor para Martina pero no tanto. Y además era valiente, casi como su Juan, tal vez un poco arrogante pero no demasiado. No era mal parecido y se expresaba de una forma muy educada, sus ademanes y su apostura indicaban una buena educación. Eva había conocido otros novios de Martina más próximos a su edad, por supuesto que eran "solo amigos" y ninguno tuvo el atrevimiento de pedir permiso, además eran muchachitos sencillos y bastante inmaduros, bastante diferentes del joven que estaba sentado delante de ella. Pensó divertida ¿Cómo había hecho Martina para conseguir un joven así?
—Mire, Andrés —dijo Eva titubeante y a punto de negarle la petición, pero lo que salió de sus labios fue distinto, nunca comprendió por qué, había un cierto poder que emanaba de ese joven—. Lo vamos a conversar en familia, con Martina y su padre, y vamos a decidir la respuesta. Pero no tenga demasiadas esperanzas.
—Por supuesto, señora. Lo entiendo —dijo Andrés levantándose del sillón, miró a Martina largamente y la saludó con una inclinación de cabeza—. Le agradezco la oportunidad de dejarme hablar. Adiós —dijo dirigiéndose a Eva y se retiró. Y por primera vez Martina notó que la mano de Andrés temblaba ligeramente, también había sido difícil para él, pero se sobrepuso al miedo y enfrentó todo por ella. Eva miraba como ausente el papel que le había dejado el joven, leía casi sin ganas, un poco cansada.
—Martina, ¿ese joven es todo lo que vimos acá? —preguntó Eva.
—Mamá, él es bueno conmigo, y..., lo quiero —dijo Martina, dándose cuenta por primera vez que se sentía conmovida por lo que había pasado. Hasta el momento su relación con Andrés era una mezcla de aventura con travesura, pero ahora las cosas habían cambiado, eran mucho más serias.
—¿Todo lo que dijo es verdad? ¿No ocultó nada? —repreguntó Eva, quería que su hija le dijera que había cosas ocultas y oscuras, que el joven tenía un costado violento o sádico, cualquier cosa negativa servía.
—Él es así mamá, como lo vimos. No hay más que eso. Nunca pensé que vendría a buscarme, me había resignado a olvidarlo —dijo balbuceando, sabiendo que ahora le sería imposible a las dos olvidarlo.
—¿Lo quieres?
—Sí, lo quiero —respondió Martina, aunque el miedo la atenazaba por la incertidumbre. Eva arrugó el papel y lo tiró a la basura.
Los dos años siguientes pasaron demasiado rápido. Tanto que a Martina, con el paso del tiempo se le fueron difuminando en la memoria. Quedaban algunos momentos, la primera y última vez juntos, las medianoches que podían pasar abrazados antes que él la devolviera a su casa. Los bailes y las pocas salidas que tuvieron, las tardes hablando de nada y matándose a besos. Y luego aquella vez que creyó estar embarazada.
Cuando se lo dijo a Andrés, éste estalló de felicidad y de inmediato se puso a organizar todo: como tener un hogar propio, comunicarle a los padres de ambos, todo. Estaba feliz, y le contagió esa felicidad a Martina que se sentía abrumada pero segura de que ese hombre joven estaría con ella todo el camino; fuesen los obstáculos que fuesen estaba segura que Andrés estaba con ella para sortearlos. Sin embargo, al cabo de un mes Martina tuvo un derrame y el embarazo se terminó. Eso destruyó a Andrés, que lloró con amargura por muchos días. De alguna forma esa tristeza fue minando la relación y Martina se fue alejando de a poco, buscando la felicidad que ya estaba perdida.
Rompieron una noche de verano, porque ella quería, no porque Andrés lo quisiera. Fue doloroso, porque Martina sabía o creía saber el daño que le estaba haciendo a ese hombre, pero necesitaba liberarse de la tristeza que invadía su relación y salió a buscar la felicidad en otros brazos.
Muchos años deambuló por las noches buscando la felicidad. A veces escuchaba comentarios sobre Andrés, que estaba de novio con una joven amiga de ella, pero no preguntaba y seguía adentrándose en la noche. Aturdiéndose en alcohol primero y drogas después, hasta olvidar casi por completo. Una vez volvió a buscarlo, nunca entendió como apareció en su casa, sus pies la habían llevado hasta ahí como si tuvieran voluntad propia. Andrés la recibió pero estaba frío y distante, Martina se percató que las heridas estaban aún ahí, como si hubiera sido ayer, así que se despidió para ya nunca buscarlo de nuevo.
Una vez después de algunos años, escuchó que Andrés se había casado, y otra vez lo vio pasar por las calles con un bebé en brazos, estaba feliz, tal como ella lo había visto cuando eran jóvenes y aún se querían. Fue en ese momento que deseó de nuevo esa felicidad que había perdido por ser demasiado joven e inexperta. Y como todos sus deseos, se cumplió, pero no de la forma exacta que ella quería. Subconscientemente había elegido un hombre que sabía la iba a defraudar, y que por lo tanto su hijo sería solo de ella, su pequeña felicidad recuperada.
Así recordaba Martina al borde de la muerte, con su bebé amamantando.
Cuando Juan y Eva llegaron, primero se preocuparon por ella y luego se dedicaron a adorar el nuevo integrante de la familia. Cuando Martina se recuperó vivieron todos en la casa familiar, pero a los dos meses Javier no pudo soportar la falta de libertad y volvió a su hogar, perdiendo cada vez más el contacto con su hijo y Martina. Al cabo de dos años Juan falleció y seis meses después Eva lo acompañó, aniquilada por la tristeza de perder al compañero de toda su vida.
Martina y su pequeño quedaron solos, agobiados de deudas y oportunistas que querían arrebatarle hasta el último centavo. Imposibilitada para trabajar, pasó hambre y miseria hasta que poco a poco fue aprendiendo a combatir y ganar, recuperó todo lo que había perdido y se hizo fuerte como pocas mujeres, ya no era la Martina que podía darse el lujo de refugiarse en Juan y Eva. Una noche soñó otra vez con la lluvia y el chapoteo con la risa varonil detrás de ella, y por fin recordó el rostro que había enterrado en lo más profundo de su memoria. Qué distinto era Andrés en todo sentido, a los hombres que eligió después.
¿Por qué no había podido amarlo? ¿Era demasiado bueno y a ella le gustaban los chicos malos? No, demasiado cliché. Era otra cosa. Recordó que por un momento creyó amarlo. No como a los otros que también creyó estar enamorada, esos eran pura pasión del momento. No, con Andrés había otra cosa que no sabía identificar, algo la había hecho alejarse y no fue la tristeza de su embarazo perdido. Así rumió durante días, y secretamente deseó saber de él.
Una mañana el timbre sonó casi con timidez, si es que eso era posible. Martina abrió la puerta y una persona desconocida la observaba desde unos ojos pequeños y extraños, demoró dos segundos en reconocerlo.
—Hola —dijo Andrés, y sonrió de esa forma arrogante que solamente él podía, haciendo sentir a los demás que disfrutaba una secreta broma que solo él comprendía. Pero Martina comprendió.
—Hola —atinó a decir.
—¿Me llamaste? —preguntó Andrés, como sabiendo la respuesta—. Perdón que haya demorado tanto.
—Lo sé —dijo Martina—. Ahora entiendo. —Y le abrió la puerta para que pase.
Esa mañana, su tarde y toda la noche, hablaron y rieron sin parar. Andrés se había divorciado hacía poco y fue a buscarla porque vio un cartel en la calle que decía "No tuvimos un final feliz, pero qué historia." Martina entendió que su primer deseo, ese que había hecho cuando era joven, necesitaba tiempo para madurar, no era el momento. Pero ahora, ya un hombre y una mujer golpeados por la vida tenían mucho más en común de lo que pensaban.
Martina estaba extrañamente feliz y pensó que tal vez, tal vez..., quizás, esta vez sería diferente y el deseo se cumpliría por completo.
Qué extraños los deseos, pero siempre se cumplían cuando Martina los pedía.
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