Batallón Borysko

Fue como mil truenos resonando al mismo tiempo. Pero no solo eso aturdió al pequeño Danylko, le faltaba el aire, y cuando quiso respirar, lo único que pasaba por su garganta era un polvo áspero y con gusto a muerte. No veía nada, todo era tan blanco que daba lo mismo que fuera negro. Gritó pero no escuchó su boca emitir sonido, o tal vez fuera que sus pobres tímpanos estaban golpeados por la reciente marea de ruido. Para colmo de males estaba atrapado, recordaba despertar de forma violenta y volar para luego caer al piso, con la cama golpeando dolorosamente en su espalda. Volvió a gritar con todo lo que podían sus pulmones de ocho años, y esta vez un zumbido penetrante comenzó a taladrarle el cráneo. Una mano tocó la suya y agradeció a Dios que alguien lo hubiera escuchado, de seguro era Mamá, que últimamente pasaba las noches en el comedor viendo las noticias y llorando en silencio. Pero la mano era casi tan pequeña como la de él y le costaba arrancarlo de su prisión. Tras varios intentos, finalmente quedó liberado y tendido en el piso al lado de su hermano mayor, Borysko.

El otro niño era apenas dos años mayor y eran de facciones muy parecidas, con la salvedad que Danylko tenía cabellos dorados y su hermano de un color negro como la noche. Los dos estaban tendidos de espalda en el piso, bufando por el esfuerzo realizado y tratando de aclarar un poco sus jóvenes mentes. Notaron que el techo de la habitación no existía, y que solo quedaba un hueco enorme donde podían ver los tres pisos superiores. De las varillas de hierro de la estructura, pendían muebles rotos y bultos informes cubiertos de ceniza blanca.

—No mires, Danyl —ordenó el niño mayor, al percatarse de lo que eran los bultos; y le tapó al menor los ojos con su mano derecha—. No mires, por favor —suplicó Borysko, y en su voz todavía aniñada se ocultaba el quebranto de un llanto reprimido.

El menor de los hermanos obedeció sin cuestionar, porque intuía que Borysko lo quería proteger de algo espantoso. El niño más grande se incorporó sin retirar la mano protectora y ayudó a Danylko a levantarse también. Se abrazaron con fuerza y salieron de la habitación entre los escombros que solían llamar hogar.

Avanzaron despacio, con los ojos hinchados por el polvo blanco y la garganta reseca, apenas podían distinguir dos o tres metros delante de ellos. El corto pasillo hacia la cocina y el comedor estaba ligeramente despejado pero al llegar al último vieron lo que ningún niño debiera.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaron al unísono y se arrojaron hacia la trágica escena.

El techo del comedor había colapsado casi por completo, quedaba solo una fracción de la pared exterior con la mitad de una ventana de vidrios rotos. El aire frío de la noche se colaba sin piedad y algunos fuegos dispersos en el exterior brindaban a la escena un toque aún más fantasmagórico. En el piso, la mitad del cuerpo de una mujer de mediana edad yacía boca arriba, escupiendo sangre a borbotones y la cara amoratada por los golpes, los brazos estaban en posiciones completamente imposibles y algunas astillas de hueso asomaban entre una blusa que habría sido celeste y ahora era marrón oscuro. Los niños se arrodillaron al lado sollozando, la mujer solo pudo mirarlos con ojos ya vacíos en su delirio mortal, convulsionó dos veces más, escupió o mejor dicho vomitó sangre con pedazos de carne y quedó inerte como el cemento que la aplastaba.

Pasaron al menos dos horas antes que los niños pudieran hablar, primero sollozaron desconsoladamente mientras tocaban con delicadeza las manos quebrantadas del cuerpo de su madre, luego la miraron lentamente a los ojos abiertos que ya no parpadearían nunca más. Borysko limpió el rostro amoratado con una prenda rota que encontró en las inmediaciones, quiso mojarla con su propia saliva pero ya no tenía así que usó sus lágrimas. Finalmente, resignados y al mismo tiempo resilientes como solo los niños pueden ser, se arrebujaron en el descanso de la única ventana parcialmente destruida.

—Debemos buscar a papá —dijo Borysko con un hilo de voz. Su padre estaba con las fuerzas de defensa territoriales de Ucrania.

—No sabemos dónde está —acotó Danylko, con un pequeño sollozo y la cara arrugada por la angustia—. Y es de noche, tengo frío.

Recién en ese momento Borysko sintió el frío atenazador que los azotaba, tanto él como su hermanito estaban todavía vestidos con los pijamas que usaban para dormir, que ahora estaban sucios y andrajosos por la explosión que destruyera sus vidas. El mayor se incorporó tambaleándose, le hizo una seña a Danylko para que esperara en el lugar y se adentró nuevamente por el pasillo que daba a las habitaciones. Al cabo de unos minutos regresó con ropa de abrigo y calzado para ambos.

—Me trajiste dos botas de distinto color —se quejó Danylko mientras se vestía.

—No creo que sea importante ahora, Danyl —respondió Borysko con una ligera pero amarga sonrisa.

El mayor de los hermanos no solo había conseguido ropa, sino también una manta oscura con la que procedió a tapar ceremoniosamente el cuerpo de su madre. Luego se arrodilló nuevamente al lado e invitó a su hermano a imitarlo, ambos rezaron por el alma de mamá entre respiraciones entrecortadas. Cuando terminaron se sentaron abrazados bajo el alfeizar de la ventana semi destruida.

—Tratemos de dormir. Esperemos la mañana y si hasta ese momento no ha venido nadie a rescatarnos, emprenderemos la búsqueda de papá —sugirió Borysko.

—De acuerdo —musitó Danylko apretándose contra su hermano para conseguir calor—. ¿Y si papá también ha muerto? —preguntó, aunque con la apatía de aquellos que están bajo un tremendo shock emocional.

—Entonces iremos con los abuelos —respondió pragmático Borysko, aunque le corazón se le desbocaba de solo pensar en perder a su padre también, pero debía mantener la calma por Danylko—. Ahora duérmete —le dijo al más pequeño y le dio un beso en la frente como su madre solía hacer.

—¡Puaj! ¿Por qué hiciste eso? —se quejó Danylko con cara de repugnancia, su hermano mayor nunca había sido así de afectuoso con él.

—Porque sí. Ahora duérmete —contestó Borysko y agradeció la poca luz que ocultaba sus lágrimas. Sin embargo Danylko podía ver perfectamente con sus ojos jóvenes y ya adaptados a la baja luminosidad.

—Gracias —dijo el más pequeño—, yo también te quiero.

El frío y el agotamiento físico además de emocional pronto hicieron que los niños sucumbieran al sueño. En las cercanías otros edificios también habían sido destruidos por el bombardeo, algunos ardían lenta pero constantemente, la mayoría estaban vacíos porque mucha gente había podido escapar a tiempo, otros habían decidido quedarse atrás o esperar un poco más antes de evacuar, con la esperanza que todo se solucione antes.

Más que el ruido, fue el movimiento subrepticio en la quietud de la noche helada, lo que despertó a Borysko. Venía de donde estaba el cuerpo tapado de su madre y algo oscuro se movía alrededor con un jadeo amenazante, aguzó la vista y descubrió a un perro escuálido, quemado por partes que olisqueaba y trataba de retirar la manta con los dientes.

—¡Fuera! —gritó Borysko a un tiempo que se incorporaba para espantar al animal.

El perro se sobresaltó y retrocedió unos pasos pero luego volvió mostrando los dientes y gruñendo amenazante. Le faltaban pedazos de carne por todas partes y seguramente estaría enloquecido de dolor, hambre y sed. Borysko trató de espantarlo arrojando fragmentos mampostería pero el perro seguía avanzando amenazante. Danylko se despertó y gritó de espanto, enfureciendo más al animal. El mayor de los niños tomó al otro de la mano y corrieron al exterior haciendo equilibrio entre los escombros diseminados en la calle, seguidos de cerca por el perro. No llegarían lejos una vez salieran a calle abierta y Borysko lo sabía, tenía que encontrar una forma de detener a su perseguidor, miró hacia todas partes buscando ayuda que no encontraría, y entonces lo vio.

El miliciano ucraniano yacía muerto, extendido y boca abajo, medio sepultado y con rastros de quemaduras en la mitad del cuerpo, en la mano derecha todavía empuñaba un fusil de asalto AK74. Borysko ni siquiera lo pensó, el perro ya estaba sobre ellos, arrebató el arma después de tres infructuosos pero breves y desesperados intentos. Nunca había usado ni sostenido una, su padre le había mostrado brevemente como se usaba antes de partir y parecía tan ligera en las manos de él, pero ahora que la tenía en los brazos era bastante más pesada de lo que imaginaba. Los gruñidos y el grito de desesperación de Danylko lo volvieron de un golpe a la realidad, ocultó a su hermano a sus espaldas, levantó el arma y sin apuntar demasiado jaló el gatillo. Una ráfaga de fuego rápido salió despedida por el extremo del arma, pero la sacudida del mecanismo de retroceso para el que Borysko no estaba preparado elevó el cañón por encima de su objetivo, sin embargo alcanzó para que el perro finalmente se amedrente y huya despavorido.

Los dos niños quedaron estupefactos unos segundos, sorprendidos de ellos mismos, luego comenzaron a reírse sin control por lo que todavía consideraban una travesura. A pesar de todo el dolor, el cansancio, y la muerte que los rodeaba, sus corazones de niños todavía no se habían endurecido y podían reír.

—¡Eso fue estupendo! —festejó Danylko e hizo amague de tomar el arma de manos de su hermano, que reaccionó rápidamente alejándola.

—Ni se te ocurra tocarla. No es un juguete —sentenció con toda la autoridad de sus diez años Borysko, repitiendo las palabras de su padre cuando él había intentado lo mismo hacía un mes atrás. El menor lo miró con cara de pocos amigos, pero aceptó la reprimenda.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Danylko.

—Creo que falta poco para el amanecer, esperaremos la luz del día e iremos a buscar a papá —contestó Borysko mientras miraba el cielo cubierto de nubes grises, algunas por el clima pero la mayoría por el humo.

—¿Y mamá? —indagó el más pequeño mientras las lágrimas inundaban de nuevo sus ojos—, ¿la dejaremos ahí tirada?, ¿y si vuelve el perro, quién la defenderá si no estamos?

—Ya pensaremos algo —respondió Borysko pero realmente sin saber qué contestarle a su hermano—. Por ahora, volvamos a su lado hasta que haya más luz.

Y así hicieron los dos niños, volvieron al lado del cuerpo de su madre, pero no sin antes retirar dos cargadores extras del miliciano muerto, Borysko no estaba dispuesto a correr más riesgos. Sin embargo, el peligro ya estaba sobre ellos. Sin que lo supieran, a doscientos metros de su posición avanzaba una columna de veinte soldados rusos en completo silencio, recientemente habían enviado a la retaguardia a un soldado herido por lo que creían era un francotirador oculto entre unos edificios recientemente bombardeados. Poco podían imaginar que la salva errática de Borysko a un perro hambriento había terminado impactando por casualidad un soldado. El oficial al mando se llamaba Mikhail, era un teniente de apenas veintitrés años y no era un firme creyente en la guerra que se estaba librando, pero aun así, como militar de carrera que era, obedecería las órdenes de sus superiores siempre y cuando no contradijera sus valores esenciales como humano, y eso también implicaba proteger todo lo posible a las tropas a su mando evitando muertes innecesarias. Los días de las heroicas cargas suicidas de la Gran Guerra Patriótica habían quedado muy atrás y en todo caso ahora eran los agresores, lo tenía muy claro.

—¿Movimiento? —susurró al soldado que tenía al lado, era un joven rubio y macizo de casi dos metros de estatura de nombre Boris. En ese momento el soldado usaba la mira nocturna de su rifle de asalto, pero con la claridad del amanecer ya encima no era demasiado efectiva.

—Hay movimiento en un ventanal a cien metros al sur, teniente —respondió tajante y conciso.

—¿Puede confirmar que no son civiles? —repreguntó el teniente.

—Negativo —contestó el otro.

—Teniente, sugiero una salva de advertencia, por encima de la posición donde hay movimiento —acotó el sargento que estaba más allá del soldado enorme—. Si contestan el fuego, podemos estar seguros que son el enemigo —acotó con cierta lógica simplista. El teniente rumió pensativo ante la sugerencia.

—No me gusta. Si es el enemigo descubriremos nuestra posición. Ordene a dos de sus hombres que se alejen cincuenta metros y abran fuego a veinte metros sobre la posición donde detectamos movimiento —ordenó, pero plagado de dudas. Toda esa guerra era una duda que le carcomía el alma, siempre que pudo tomó prisioneros y evitó derramamientos de sangre, pero los ucranianos difícilmente se dejaban atrapar con vida y los comprendía, no solo eso, también los admiraba y respetaba.

Danylko había decidido que tenía que ir al baño y no precisamente a orinar. Borysko le pidió que se apurara porque estaba amaneciendo y quería partir lo más pronto posible. El niño mayor quedó solo, estaba sentado con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra lo que quedaba del alfeizar de la ventana, observaba con detenimiento el fusil de asalto en su falda y trataba de recordar como lo manipulaba su papá. Recordaba que el arma tenía un seguro para evitar que se disparase de forma accidental, presionó un botón y el cargador del arma se aflojó con un chasquido aceitado, lo ajustó con dificultad de nuevo y decidió que ese no era el botón por lo tanto debía ser el otro. De repente el silencio del amanecer se rompió con el tableteo de armas automáticas cercanas y el impacto sordo de proyectiles en las ruinas de los pisos superiores. Borysko se tapó la cabeza con las manos y se arrojó al piso, unas voces en ruso gritaban algo desde el otro lado de la calle. Por desgracia Danylko volvía a toda velocidad del baño, asustado por los disparos, y Borysko temiendo que lo abatieran hizo lo impensable. Tomó el fusil de asalto y sin asomarse ni mirar adonde, devolvió el fuego hasta que el arma se quedó sin municiones. Danylko se acurrucó a su lado temblando y lo abrazó.

—¡Nos van a matar! —sollozó el más pequeño—. ¡Nos van a matar como mataron a mamá! —lo último despertó una determinación inusitada en Borysko.

—¡No lo harán! ¡Ayúdame a recargar el fusil! —le ordenó a su hermanito y entre los dos retiraron el cargador vacío para reemplazarlo por otro lleno. Les costó un par de minutos hacerlo y otro tremendo esfuerzo remontar el arma para dejarla lista para disparar.

El teniente ruso recibió la confirmación que había milicianos atrincherados en las ruinas y ordenó fuego a discreción. Una lluvia de plomo se abatió sobre lo que fuera el hogar de los niños, que gritaban desesperados y acurrucados sin que nadie pudiera escucharlos. Después ordenó a los dos hombres que estaban más cerca de la posición enemiga que avanzaran con precaución. Borysko escuchó a los rusos acercarse y disparó otra vez sin asomarse hasta que el cargador se agotó, escuchó un quejido de dolor y gritos de urgencia en ruso. Otra salva devastadora de plomo se abatió, los pocos vidrios que quedaban intactos volaron pulverizados y el cuerpo de su madre muerta recibió varios impactos de bala. El niño más gran recargó y cuando la andanada rusa terminó descargó el último cargador con un grito de furia.

—Están bien atrincherados, ni siquiera podemos verlos —dijo el sargento observando por la mira de su fusil, la luz diurna era cada vez mejor.

—¿Cómo está el soldado que hirieron? —preguntó Mikhail, estaba más interesado en el bienestar de sus hombres que en otra cosa.

—Ahora lo están atendiendo, tiene dos impactos en las piernas pero nada más grave —respondió el gigantesco Boris.

—No voy a arriesgar más personal —decidió el teniente y luego dirigiéndose al sargento le ordenó—. Pida apoyo de artillería, que destruyan la posición enemiga.

—A la orden —respondió el sargento y procedió a enviar por radio las coordenadas del ataque.

—¡Atención soldados! ¡Nos retiramos cien metros hasta que la artillería haga su trabajo! — ladró el teniente y el pelotón ruso comenzó a movilizarse ordenadamente.

Mientras tanto Borysko y Danylko debatían qué hacer a continuación, también trataban de no mirar la manta hecha girones donde estaba su madre. Los dos tenían los ojos hinchados de llorar por el miedo, la impotencia y la angustia. El mayor retiró el último cargador gastado, el arma ya no servía y se lamentó no haber administrado mejor los disparos. Intuía que había herido o muerto a un soldado invasor ruso, y en su mente de niño suponía que si lo atrapaban lo ejecutarían como a un perro a él y su hermanito, el miedo le atenazó aún más las entrañas. Debía tomar una decisión.

—Tienes que escapar, Danyl —dijo con voz tranquila. El otro niño abrió mucho los ojos, aterrado.

—¡Tenemos que escapar! —corrigió el más pequeño.

—¡No! Si los rusos nos atrapan, ¿quién le contará a papá lo que pasó?, ¿quién volverá por el cuerpo de mamá?, ¿¡dejarás que los perros se la coman!? —chantajeó Borysko sabiendo que ese era el punto débil del otro.

—No digas eso —lloriqueó el más pequeño—. No quiero dejarte con los rusos, te matarán.

—Tal vez, pero alguien tiene que distraerlos para que tú escapes —dijo Borysko, luego miró al cuerpo de su madre y agregó—. Además no estaré solo en el cielo, mamá estará conmigo.

Danylko estalló en lágrimas y abrazó a su hermano como nunca lo había hecho.

—Te amo, hermano —sollozó Danylko y se alejó rápidamente hacia las habitaciones buscando salir por alguna ventana posterior.

—Yo también —respondió Borysko cuando el otro ya se había ido.

La luz de la mañana iluminó las ruinas, ahora todo era perfectamente visible. Borysko decidió que su padre y su madre no aprobarían que muriera acorralado como un perro y pidiendo clemencia, así no mueren los ucranianos cuando defienden a los suyos. O eso pensaba su mente inmadura de niño, y las leyendas heroicas de su gente inundaron su imaginación. Si moría, que sea de pie, como un hombre. Comenzó a juntar valor para salir a la carga, rogando secretamente que la salva enemiga fuera certera y lo matara sin dolor. Estaba por lanzarse cuando una mano en el hombro lo detuvo, era Danylko. Había regresado y tenía atada en un palo los girones de una bandera ucraniana de plástico de algún partido de fútbol. Y antes que Borysko pudiera decir algo, el menor sonrió.

— Por mamá —dijo con una sonrisa llena de lágrimas.

—Por Ucrania —contestó Borysko y se arrojó a la calle con el arma descargada y gritando a viva voz— ¡Gloria a Ucrania!

—¡Por mamá! ¡Gloria a Ucrania! —lo siguió Danylko agitando su bandera de plástico.

El teniente Mikhail estuvo a punto de ordenar que abran fuego cuando vio salir las dos figuras corriendo de entre las ruinas, pero cuando se percató lo que ocurría se puso de pie sin importarle si recibía un disparo y gritó desesperado que no abrieran fuego. Y recordó con terror que había solicitado apoyo de artillería y hacía segundos le habían confirmado que estaba en camino. Quiso reaccionar pero el gigantesco Boris y el sargento se le adelantaron, corrieron como locos hacia los niños, arrojando por el camino sus armas y arreos o cualquier cosa que les quitara velocidad. Todo el lugar vibró con un silbido agudo que anunciaba la llegaba de la muerte desde el aire. Mikhail gritó órdenes para que todos se pusieran a cubierto mientras observaba como los rusos ya casi alcanzaban a los niños. El misil explotó con la furia de Ares, el edificio se convirtió en una bola de fuego que envolvió a los cuatro corredores, y luego una cortina de humo negro y acre. La fuerza de la onda expansiva arrojó a Mikhail al piso y una esquirla se le incrustó en la mejilla, pero no sentía nada más que angustia por lo que acaba de presenciar.

El humo y el polvo demoraron una eternidad en disiparse lo suficiente para ver que había sido de los corredores. Los rusos avanzaron sin demasiadas precauciones, buscando sobrevivientes aunque con muy pocas esperanzas. Un suave llanto llamó su atención y Mikhail corrió desesperado. Encontró el cuerpo gigantesco de Boris acurrucado, tenía la espalda quemada y llena de esquirlas, muerto. Pero abrazado a su pecho estaba uno de los niños, el más pequeño de los dos, llorando. El teniente ruso registró los alrededores con un nudo en la garganta, y los vio. El sargento había tratado de hacer lo mismo que Boris, pero su cuerpo no era tan grande y la explosión los había lacerado a los dos, los ojos de Mikhail se llenaron de lágrimas. Un golpe suave en la pierna le hizo bajar la mirada, el niño más pequeño cubierto de hollín y sangre lo golpeaba con su bandera de plástico con las pocas fuerzas que le quedaban. Los soldados rusos los rodearon sin decir palabras, demasiado aturdidos. El teniente sacó su pistola automática de la cartuchera, el niño retrocedió alarmado pero no huyó.

—Me rindo —dijo Mikhail en ucraniano, y dejó su pistola en el piso. Después abrazó fuertemente al niño para que no viera el cuerpo del otro, y le susurró—. Me rindo, todo terminó. No más.

Dos horas después, la columna de soldados rusos se entregó en las líneas del ejército ucraniano, traían consigo el cuerpo de dos camaradas y de un niño, y eran escoltados por el único sobreviviente del Batallón Borysko.

"Una oración por este Batallón de solo dos."

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