Epílogo
El pitido es regular la mayoría del tiempo, sin embargo, a veces, suena disonante, como si pretendiera dar aviso de algo que, por momentos, no marcha bien. Luego de eso, viene la calma.
Ahora el sonido es tenue, acompasado. Se siente lejano, casi imperceptible, como si en realidad no existiera o, peor, ya fuese algo que está dentro de mí.
Y luego, nada.
Hasta que otra vez el pitido regresa y es lo único que ocupa lugar en mis pensamientos. Soy incapaz de abrir mis ojos. Conlleva mucho esfuerzo y no estoy dispuesta a perderlo en ese simple acto. Sé que es de día, o que las luces están encendidas, pues la piel de mis párpados se ve rojiza y me molesta.
Cada cierto tiempo, la luz se apaga por efímeros instantes; es como si algo interfiriera con su trayectoria y la tapara. Pero luego, también está la más vasta oscuridad. Un vacío inmenso plagado por nada. Solo negrura. Aunque no es una oscuridad que me dé miedo, pues, es la carencia de toda cosa, sonido o recuerdo.
Me da paz.
El olor a antiséptico llena mis fosas nasales. Es intenso y frío, casi impersonal. No me desagrada ya que, ahora, me sabe de una manera familiar. A veces, creo que es lo único que me acompaña. Pero luego comienza a tomar fuerza el pitido hasta que, en algún punto, se torna insoportable hasta que, otra vez, sobreviene la nada.
Y, después, reaparece la sensación cálida sobre la piel de mis párpados que se torna rojiza. Las sombras. La incapacidad de discernir algo más que los pocos estímulos a los que soy expuesta. El adormecimiento. El creer que floto en la nada misma. El aroma a desinfectante. La sensación de sopor, como si hubiera despertado de un sueño pesado, terrible. Las telarañas de la confusión y...
Otra vez, la piel rojiza.
El pitido constante cambia a uno más acelerado y las sombras que irrumpen la luz aparecen. Con dificultad, abro los ojos, pero los vuelvo a cerrar cuando me percato que todo lo que me rodea es demasiado blanco y brillante. Los cierro, aturdida.
«Estoy muerta», pienso cuando noto que no tengo frío ni calor, que la temperatura es agradable y que nada físico me perturba. Tampoco tengo hambre o sed.
Empujo todas esas dudas, porque acarrean junto así pensamientos mucho más pesados, a la zona oscura de mi mente y me concentro en el ahora. Esta vez, con cuidado y despacio, vuelvo a mirar.
Estoy acostada, cubierta por mantas blancas. Están dobladas con una prolijidad imperturbable. Por inercia, intento mover un brazo: me sorprende darme cuenta de que resulta más sencillo de lo esperado. Con movimientos pausados, más por el adormilamiento que por el esfuerzo, acerco mi mano a mi rostro para verla con más detalle.
Formo un puño. Lo abro. Observo el dorso. Detallo las líneas de la palma. Repito el proceso varias veces hasta que me percato de que mis uñas están largas y cuidadas. Es confuso, hace tiempo que no las veo así. Estoy segura de que yo no me tomé la molestia de limarlas.
Quiero llevar mi otra mano hacia mis uñas para acariciar la porosidad de la textura y detallar con mayor cuidado su forma, pero no puedo. Confundida, noto que hay varias cosas aferradas a mí. Giro mi cuello —que sí implica un mayor esfuerzo— y veo que mi mano está cubierta por una intrincada red de mangueritas ligada a lo que parece ser un suero. Además, veo que tengo una especie de pinza en uno de mis dedos y que hay una figura humana de espaldas, observando una pantalla.
El pitido se acelera de forma considerable; marca mis latidos.
—¡Oh, por fin, despertaste! —menciona una voz femenina desconocida. La persona se da vuelta de manera pausada y me observa.
Su voz me altera hasta la más minúscula fibra de mi ser. Me sobresalto, aunque no lo demuestro; sin embargo, la maquina se encarga de demostrar que su presencia me afecta o, al menos, hay alguna otra cosa que me perturba.
Como no respondo, la voz se acerca hasta que, por fin, puedo darle un rostro humano. Pronto, descubro que es una mujer que debe andar cerca de los cuarenta. Me parece irreal su belleza y el azul de sus ojos. Luce una tirante cola de caballo que, de solo verla, me hace doler la cabeza, pero resalta el rubio de su cabello.
«Es médica», me respondo al percatarme de su bata blanca y busco alguna etiqueta que pueda decirme quién es, un nombre, pero no veo nada.
Sopeso qué preguntarle. Hay tanto que quiero decir y tanto que no, que me cuesta discernir por dónde comenzar. El pitido es un crescendo intenso a medida que, poco a poco, voy reviviendo los últimos acontecimientos grabados en mi mente.
«Sentí dolor», rememoro y trato de mantener las lágrimas a raya, «y luego... nada».
Todo se apagó.
—¿Por qué estoy aquí? —termino por decir. Mi voz sale más rasposa de lo que recordaba; no sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que hablé.
Ella me mira de forma condescendiente y, de manera distraída, saca una lima de uñas de uno de sus bolsillos. Comienza a limarse el costado de la uña del meñique; me percato que las lleva pintadas de rojo y en punta.
—Es una larga historia —menciona aún con condescendencia—, pero podría decirte que simplemente te trajimos aquí.
No me gusta como simplifica las cosas, me hace sentir desconcertada. El efímero pensamiento de que todo en realidad fue un sueño desaparece cuando ella no me contradice.
—Es imposible —respondo casi sin meditarlo. Por instinto, vuelvo un puño mi mano libre. Las uñas se clavan en mi palma y la sensación me desconcierta; hace tiempo que no llevaba las uñas así de largas.
La mujer suspira y me analiza. Se toma unos minutos para volver a hablar, tanto que creo que se marchará sin decir nada más.
—Nada es imposible, Emma —responde con elocuencia.
—Sí, es imposible —insisto de forma venenosa, casi sin pensarlo. No tengo tiempo a arrepentirme ni calmarme, pues su actitud no hace más que alterarme—. Yo no tendría que estar aquí.
—Pero lo estás —aclara de una forma que lo hace ver extremadamente obvio—. ¿O no?
—Entonces... ¿me dirá que sobreviví de milagro? —inquiero en un intento de no parecer tan hostil.
La mujer me mira de forma fraternal, como si fuera de esas hermanas mayores que buscan orillarte a la locura. Con la lima, me golpea las piernas para que me mueva a un costado y le deje un lugar en la cama.
Al hacerlo, no puedo evitar pensar en que estoy ilesa y que nada me duele. La médica me sonríe y con parsimonia se sienta a mi lado mientras cruza las piernas. Su actitud entera grita que es una femme fatale.
—Aquí, entre nosotras, te diré algo: los milagros no existen, querida —se ríe de forma estridente—. Acostúmbrate a ello; que alguien crea en «milagros» es lo mismo que atribuírselo a la suerte, pero menos mágico. ¿No te parece? —La miro de arriba abajo; como no respondo, continúa—. Todo es números, estadísticas, ciencias. ¿El amor? Hormonas. ¿La familia, los amigos? Costumbres sociales. ¿Salir y que llueva cuando no estaba pronosticado? Malos climatólogos —vuelve a reír, esta vez por su propio chiste.
Su mención de familia o amigos me retuerce el estómago. Revivo los último acontecimientos y no puedo evitar preguntarme si en esa oleada de contagiados estaban ellos.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —pregunto con un nudo en la garganta. La corto en seco, con seriedad, mientras me intento sentar en la cama. Ella se estira y me ayuda a incorporarme sin dudarlo; me desconcierta—. ¿Qué soy entonces?
—Si te preocupa saber qué eres, te diré que no eres un milagro, Emma: eres una superviviente.
Y casi sin darme cuenta, lloro. Su palabra me desarma por completo. Saboreo las aristas de lo que significa y de cada cosa que me ocurrió desde que me abandonaron durante la evacuación.
«Superviviente», me repito.
Y es cierto... Viví meses aislada del mundo. Caí. Me rendí una vez. Volví a levantarme. Me rendí otra. Y otra. Y otra.
Aunque también continué. Y, mierda, sí que lo hice. Sin embargo, cuando decidí volver a dejar todo, porque ya no pude más, terminé aquí.
Pero no se suponía que ocurriera. Era mi decisión, era mi única decisión.
«¿¡Por qué me arrebatan hasta esto!?».
Cuando logro calmarme porque los sollozos me resultan insoportables hasta para mí, vuelvo a observar la habitación en donde me encuentro y me doy cuenta de que parece ser un cuarto típico de hospital. La única diferencia es que el techo es espejado y hay una pared hecha de vidrio negro, de esos que solo dejan ver hacia un lado que, por supuesto, no es mi caso.
La mujer no me interrumpe. Sigue en su tarea de limar las uñas de forma imperturbable. No sé si lo hace para darme mi espacio o porque su empatía la abandonó cuando era una niña. Opto por creer lo segundo, aunque lo que menos quiero en este instante es su lástima.
—Me quitaron todo —recrimino—. Me arrebataron hasta la única decisión que creí propia.
Intento verla a los ojos, pero ella me continúa en lo suyo. Cansada, volteó el rostro hacia las máquinas que tengo a mi lado. Hay varias que sirven para diferentes cosas, solo identifico la de los signos vitales por las películas. Leo los datos resaltados y, pronto, me percato de que hay una fecha en el borde inferior derecho de la misma.
«Diciembre», digo en mis adentros, «estamos en diciembre».
No sé con exactitud cuántos días transcurrieron, pero ha sido poco más de un mes. Un sudor frío se escurre por mi espalda al darme cuenta de ello.
—¿Quitarte? —responde, por fin, de forma retórica—. Nosotros no te quitamos nada, al contrario, te dimos una oportunidad que casi desaprovechas.
—¿Oportunidad? —replico. No entiendo si esa mujer está jugando conmigo o qué demonios, pero su actitud me está drenando—. Solo jugaron conmigo, me dejaron en una isla llena de infectados, atrapa...
—Momento... —me interrumpe con el ceño fruncido—. ¿De verdad crees que en la isla los infectados están sueltos? —Como no respondo, comienza a reírse; no sabía que ahora yo era comediante—. Por favor, Emma, no preguntes estupideces, te creía más inteligente.
La rubia me mira con expectación, como si aguardara por una respuesta de mi parte. Decido hacer silencio, para que se vaya porque quiero estar sola, pero por más que pasen los minutos continúa mirándome. Incómoda por la profundidad de sus ojos, evito su mirada, sin embargo, me molesta saber que me está observando con fijeza.
Cuando la vuelvo a ver a los ojos, ella enarca una ceja, como si la respuesta fuera obvia. Pronto, exhalo todo el aire contenido de mis pulmones y cierro los ojos.
No, no creo que los infectados anden «sueltos por la isla», no soy tan estúpida. Sin embargo, admitirlo sería como decir que toda mi estancia en Montresa fue preparada, que, de alguna manera que aún no me explico, ellos siempre supieron de mis movimientos.
Que nunca tuve que ocultarme, porque ellos sabían dónde estaba incluso antes que yo misma.
«Los incendios; los aviones al poco tiempo de que todo comenzara, cuando dejé la capital...».
—De alguna manera —comienzo a decir mientras niego con la cabeza, aturdida—, volvieron «zona de contención» la capital, Nueva Francia —cito a uno de los oficiales que redujo al primer enfermo que vi, a mi «amigo»—. Pero a veces la seguridad falla...
—... como la noche en que te encontramos —completa la frase con una sonrisa, complacida por mi deducción—. Ves, no era tan difícil —le resta importancia agitando la lima como si se tratara de una batuta.
«Ahora entiendo la obsesión de Gabriel; por qué me rogaba que no fuera hacia allí», comprendo con un nudo en la garganta, porque el solo hecho de hacerlo me hace caer en cuenta en algo: las consecuencias de esa tarde son mi culpa.
Un vacío se extiende por mi cuerpo de forma profunda. El escalofrío crece y camina sobre mi piel como un insecto aborrecible, hasta que solo siento asco.
«Necesito aire... Necesito...».
—¿Por qué? —inquiero, agitada—. ¿Por qué solo no me dejaron morir? —La angustia punza en cada uno de mis nervios.
De reojo, creo verla rodar los ojos. Claramente, está aburrida de mí. Suelta el aire y me apunta con su lima, como si fuera una amenaza implícita.
—Mira, solo lo diré una vez: Emma, nosotros no te salvamos. Entiéndelo —responde con dureza, al parecer, hastiada de mi poca capacidad de comprensión
Vuelvo a verla a los ojos, con confusión. Me importa poco lo que esta mujer opine de mí; solo quiero respuestas y...
«¿Morirme?», me pregunto.
«No», me sorprendo al responderme, «quiero paz».
—Los milagros no existen, me lo dijiste hace un momento —insisto—. Si no me mataban las rocas, lo hacía el impacto con el agua o... —al hablar de ello tan claramente, rememoro parte mi embestida al caer; el dolor, las sensaciones, el frío del viento, la humedad— o... iba a terminar ahogándome.
El agua que entra por la nariz, el impacto, la confusión.
—Dame tu mano —pide de pronto y, por inercia, llevo mi mano libre al pecho.
—Dámela —ordena y me apresura con un gesto de sus dedos—, es más fácil si lo ves.
No lo hago.
—Pensé que habías madurado. —Rueda, ahora sí, visiblemente, sus ojos con hastío.
Fastidiada de mi actitud, ella me agarra con brusquedad la muñeca mientras rebusca algo en sus bolsillos de la bata médica de color blanco. No tengo tiempo a reaccionar, pues con un movimiento firme y decidido, saca un bisturí de su bolsillo y me hace un tajo que me surca la palma de la mano.
La sangre comienza a manar con ansias y perturba la pulcritud del lugar. Suelto un chillido por el dolor y por la profundidad del corte.
—¡Estás loca! —grito.
Me libero de su agarre con un brusco movimiento y llevo mi mano, convertida en un puño cerrado, contra mi pecho. En el ajetreo, gotitas carmesíes caen sobre su ropa y ella las mira con desagrado.
—Abre la mano —dice como si nada tras limpiar el filo del bisturí en las mantas blancas—, te lo perderás.
Aturdida, le hago caso. No porque quiera, sino porque el dolor ha menguado considerablemente.
Entre las gotas de sangre alcanzo a ver cómo es que la herida se está cerrando. Lo hace con una lentitud hipnótica, antinatural. En unos pocos segundos, la herida se cierra como si no hubiera estado ahí. La única prueba de que ha existido —y de que no es ningún delirio— son las manchas frescas de mi sangre contra la blancura de la cama y una pequeña cicatriz blancuzca.
Atontada, observo lo que acaba de ocurrir. Con mis dedos, recorro la marca.
—En unos días desaparecerá también —aclara como si la cicatriz fuera lo único que me importara. Sin embargo, me perturba saber cómo es que lo sabe.
«¿Acaso hicieron pruebas conmigo cuando estaba en coma? ¿Observaron mi recuperación?». La mujer carraspea para que me fije en ella, sin embargo, solo tengo ojos para mi mano.
—Debes tener muchas preguntas, Emma. —Por fin, subo mi vista hacia ella; sí, claro que las tengo—, pero tranquila —sonríe—, las responderemos a todas. Ahora, descansa. Pronto comenzaremos con la rehabilitación.
Se levanta, lista para marcharse.
—Estoy ilesa —respondo como si fuera obvio y no puedo evitar impregnar las palabras con un dejo de suficiencia que he copiado como acto reflejo de su actitud.
—La social, tontita. —Se golpea la cabeza con la punta de la lima de uñas—. Sabemos que físicamente te encuentras perfecta.
Intentar hablar con ella me resulta agotador; es mejor que se vaya y me deje sola. Total, ya estoy acostumbrada a estarlo, ¿verdad?
Me dejo caer en la cama y, pronto, veo que ha dejado el bisturí a mi lado. Ella sigue mis ojos; pienso que se acercará para llevárselo, pero al contrario, me sorprende diciendo:
—Es para que te diviertas mientras estás sola —me obsequia una mueca torcida, casi desafiante y como si leyera mis pensamientos—. Verás que ya no podrás hacer demasiado en este punto. Eres nuestro éxito, pequeña.
Abre la puerta, dispuesta a salir, pero a último momento se voltea para verme a los ojos.
—Ah, me olvidaba, puedes llamarme W, Emma —añade antes de despedirse con una hermosa sonrisa, esta vez, sincera—. Presiento que nos llevaremos bien.
Espacio para dejar todas sus dudas y teorías. 🧡
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