7 - Oxígeno

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NaiiPhilpotts  

Me siento intranquila, mejor dicho, estoy absolutamente alterada. Mis ojos se mueven a una velocidad anormal y estoy concentrada solo en la calle. Respeto todas las señales de tránsito y conduzco con prudencia por el camino. Casi llegando a la ciudad, cuando los semáforos se hacen presente, noto que las luces verdes están de mi lado.

Tomo la diagonal principal y me dirijo hacia la comisaría. Me interno en lo que sería el casco central de la ciudad, un poco más tranquila. No obstante, algo me perturba y las náuseas juegan con mi estómago. Mi plan no era llegar tan lejos, estoy frustrada por no haber visto a algún patrullero; las cosas hubieran sido más sencillas. ¿Cómo es posible que no haya seguridad en los puestos de la autopista o policías haciendo rondas nocturnas?

La noche se cierne encima del coche y el rocío nocturno empaña los cristales delanteros. Prendo la calefacción para desempañarlos y poder ver mejor. Un nudo se forma en mi garganta y siento que me cuesta respirar: no es por el vaho caliente. Me duele querer entender lo que sucedió en mi casa; espero que a mi mamá no le haya sucedido nada grave. No sería justo para ella, es una buena mujer. ¿Por qué nos atacaron? El miedo vuelve a trepar por mi cuerpo y clava sus finas garras en cada una de mis terminales nerviosas. Se inserta en mi torrente sanguíneo, me envenena, me contamina.

Syria lo nota y se pone en alerta, preocupada por mí. Mis piernas comienzan a temblar y me veo incapaz a de seguir manejando, no puedo controlar los pedales. Angustiada, me obligo a estacionar en el sitio más cercano, a dos cuadras de la comisaría. Respiro hondo y trato de centrarme; me doy cuenta de que estoy siendo presa de un ataque de pánico y me veo incapaz de cortar el círculo. Los pensamientos negativos se arremolinan en mi mente y no los puedo detener. Tengo miedo. Mucho. Me pongo rígida y un sudor frío se desliza con lentitud por mi espalda. Pero también tengo calor. Noto que mi cara está pegajosa, como cuando transpiro por calor. Cierro mis manos en un puño y me clavo las uñas en las palmas. Trato de entrar en razón, pero es imposible. Todo está más allá de mí. Siento que la esperanza se esfuma y que no podremos salir de esta.

Una sirena medio lejana, medio cercana me trae devuelta a la realidad. No es de una patrulla de policía ni la de los bomberos o la de una ambulancia; suena extraña, pero a la vez familiar.

—Syria, quédate aquí —le ordeno, casi sin voz, y sin darle tiempo a reaccionar y que me pueda seguir tomo mi mochila y cierro la puerta con llave.

El frío me cubre, pero estoy tan helada que casi no siento la diferencia. Comienzo a correr en dirección a la comisaría. Estoy cerca.

Imagino que cuando vea a Gael —y todo se solucione— le diré que se quede a dormir en casa. Le pediré que me abrace fuerte y que se quede conmigo todo el tiempo que necesite. Quiero que me abrace y me contenga, que me recoja cuando me derrumbe, que me calme cuando grite, que me escuche en mis silencios. No quiero volver a sentir esta desesperación nunca más. Nunca. Quizá él me proponga que veamos una película o hacer una maratón de alguna serie, mientras comemos helado. Mucho helado. Sin embargo, antes, me quedaré con mamá. Esperaré a que ella se duerma y le daré la mano, la consolaré todo lo que necesite antes de salir a hurtadillas y reunirme con Gael en mi cuarto.

«Sé fuerte, Emma. Si yo la estoy pasando mal, ella peor».

Trago saliva en seco mientras me concentro en correr. Estoy agitada a pesar de que recién voy unos pocos metros. Mi respiración impide que escuche cualquier sonido, mis oídos zumban por la adrenalina. No puedo entender cómo es que aún tengo energía.

La noche está quieta y no me gusta. Quiero creer que el asunto de la explosión ya se solucionó y que por eso no veo revuelos; es lógico que esté en orden. La organización y el protocolo del país es admirable en ese sentido. No sé qué pudo haber sucedido, pero espero que fuese un simple accidente. No me imagino que terroristas puedan atacar Montresa ni que entremos en alguna clase de guerra. Debí prender la radio del coche para enterarme mientras conducía, no obstante, no se me ocurrió porque me distrae y lo encuentro peligroso.

Veo más luces apagadas de lo normal y me arrepiento de no haber traído a Syria conmigo. Sin embargo, creo que fue lo correcto. Sería muy extraño entrar como una desquiciada a la comisaría, con una perra un sábado en plena madrugada. Antes de creerme la historia del secuestro, me harían exámenes para ver si estoy o no drogada.

Bajo un poco la velocidad al acercarme a la entrada. No veo a los guardias en la puerta y siento una punzada en el estómago. «Tranquila, Emma», me digo. Subo las escalinatas con cuidado mientras elaboro explicaciones que no terminen de alterarme los nervios. «De seguro están haciendo papeleo y dentro debe ser un caos, como en las pelis, por la explosión... ¿No?».

—¡Necesito ayuda! —pido en cuanto ingreso en la recepción. Nadie me responde—. ¡Entraron en mi casa! ¡Policías! —digo alto, tratando de llamar la atención de algún guardia rezagado.

Pero nada ni nadie.

Con atención, observo a mi alrededor y noto que la comisaría está vacía. Una sensación de angustia me sobrecoge; pero trato de ignorarla, siempre fui una miedosa, con mucha imaginación. Además, no le encuentro ninguna lógica al hecho de que no veo a nadie desde que salí de mi casa en las afueras de la ciudad: ningún auto en movimiento, ningún bus, ningún peatón, ningún negocio 24 hs., nada.

«Solo una horrible coincidencia. Solo una horrible coincidencia».

Quiero gritar por ayuda, pero mi propia voz me da asco. Camino unos pasos mientras me llevo una mano a la frente y me masajeo la piel, confundida. Las piernas me tiemblan y temo estar a punto de desmayarme. Me adentro por el pasillo central y entro a las oficinas —cubículos divididos por finas mamparas de aluminio y plástico blanco—. No logro a hallar a alguien. Ni siquiera está Tony, un viejo amigo de mi padre de la preparatoria, que siempre está en el turno noche.

Giro sobre mis talones y empiezo a regresar a la entrada, cuando me choco con la cama del viejo Olaf, un pastor alemán jubilado de catorce años que, después de su retiro, se quedó como la mascota de la central para hacerles compañía a los empleados. No hay un niño de Nueva Francia que no conozca a Olaf; es una parada obligatoria cuando se va con la primaria de excursión.

Los latidos de mi corazón son erráticos. La angustia me corroe, al punto de que el tormento crece a cada instante, aturdiendo mis sentidos. Avanzo con la vista nublada y me apoyo, desgarrada por dentro, en un ventanal que apunta hacia la zona costera. Tengo ganas de golpearme con fuerza la cabeza hasta desmayarme y quizá hasta lo comienzo a hacer. Ya no sé.

Mi corazón pretende fracturarme las costillas cuando mis ojos se posan en una nube de humo grisáceo que inunda la bahía. Sé que algo terrible sucedió. Tomo valor y me seco las lágrimas. Aspiro una enorme bocanada de aire y corro. Salgo de la comisaria sin siquiera mirar atrás. Mis músculos queman a cada paso que doy. Estoy tanto solo a unas cuatro cuadras del incidente.

La sirena se hace más débil por cada metro que me acerco a la fuente del sonido. Quiero pensar que la ayuda se encuentra allí, que no hay nadie en la comisaría porque el incidente los requirió, pero no soy idiota. Si fuera así, ¿por qué no los escucho? ¿Por qué no veo las luces de los vehículos de ayuda? ¿Dónde están los periodistas en busca de la primicia?

«Basta, Emma, sigue corriendo», me digo mientras niego con la cabeza. Sea lo que sea, algo grande sucede en el Puente Montpellier.

Corro cuesta abajo por la 17, guiada por la única esperanza que me queda. Agradezco al destino por no tener interrupciones y poder cruzar sin miedo a ser atropellada. Supongo que cortaron el tránsito en toda la zona por temor a que ocurriera otro atentado.

Estoy segura de que esta vez tengo razón, debe ser eso. Allí deben de estar todos. La gente, más que curiosa, es morbosa: siempre se reúnen donde hay disturbios y descontrol.

Y ahí también voy yo.

No obstante, la creciente congoja que me acompaña desde que desperté en mi casa me acompaña. Mutismo, vacío, nada, quietud, soledad. Los carriles vacíos, el tráfico imaginario, los autos desordenados, las sirenas ciegas, el bullicio inexistente, la ciudad apagada.

Solo me falta recorrer unos cuantos metros, cuando por fin comprendo lo que ha pasado. Sin lugar a dudas, es difícil de asumir. Y no sé qué pensar porque perdí la capacidad de racionalizar.

Caigo de rodillas en el asfalto. ¿Por qué sucede esto? ¿Dónde está mi mamá?

—El puente... —suelto un quejido ahogado.

Me siento fuera de mi eje al notar que el puente ya no existe. Los cuarenta y tres kilómetros que pertenecían a nuestro ícono arquitectónico han desaparecido. Aquello que significaba una vía de conexión terrestre entre Australia y Montresa se ha derrumbado como si nunca hubiera sido construido. Las toneladas de acero y de concreto parecen haber sido devoradas por el mar casi sin ningún rastro y en su totalidad.

«¿Quién lo destruyó? ¿Terroristas? ¿Estamos en guerra? ¿Esa fue la explosión? ¿Dónde está mamá? ¿Qué le pasó? ¿Está todo relacionado? ¿Por qué nadie me ayuda y me pide que me levante? ¿Por qué no me tienden la mano y me dicen que todo estará bien? ¿Por qué Gael no vino a verme? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Me levanto del suelo, aturdida. Mi cuerpo tiembla por el impacto que me causa intentar comprender la magnitud de mi situación. Aspiro con profundidad e inhalo un olor a pólvora nauseabundo que me genera arcadas. Los explosivos están en el aire.

Con confusión, camino y me acerco hasta a los barandales de la costanera que aún están intactos. Observo sin dar crédito a la realidad. Una oscuridad ciega y profunda me devuelve su mirada. Me estremezco. Las únicas luces que veo encendidas en el mar son de escombros que se incendian en solitario. Cerca de mí, una enorme columna en llamas es sostenida por un manojo de cables alta tensión. Paso saliva en seco.

«¿Me estoy volviendo loca?».

Sin embargo, no puedo responderme. Uno de los tirantes cables se suelta y un enorme chispazo ilumina todo lo que está a mi alrededor. El hedor a plástico derretido cada vez es más intenso y los chisporroteos son cada vez más intermitentes. Los sostenes de los cables crujen por el peso, generando una pequeña explosión. La columna se desliza con una lentitud abrumadora y yo no tengo tiempo a reaccionar. Es ensordecedor el sonido que genera al caer al océano y chocar con las lanchas aparcadas en la parte baja de la bahía.

El suelo donde estoy parada vibra y yo grito por ayuda mientras veo como el la mole de concreto es tragada por las aguas negras del mar.

Aterrada, me alejo por inercia. Intento ocultarme detrás de un coche mal estacionado mientras me protejo de otros chisporroteos cercanos. Necesito salir de aquí, la zona es demasiado peligrosa y temo salir lastimada.

«Calma, Emma. Calma».

Me cuesta reaccionar. Mi cuerpo está entumecido por el miedo y el estrés. Temo pensar porque no soy capaz de enfrentarme a mis propios pensamientos. Sé la respuesta, pero no quiero asimilarla. No la puedo aceptar. Creo que me he vuelto loca y, ojalá, siga estando en mi cama, tomando la siesta que nunca pude conciliar.

Trato de respirar de manera calmada, pero no puedo. Estoy envuelta en una capa de terror demasiado profunda, cegada por el pánico. Mi pecho palpita y yo siento que el oxígeno que inhalo no es suficiente para mantenerme viva. Vuelvo a caer de rodillas mientras me llevo las manos al cuello, hiperventilando.

A mi alrededor tengo una ciudad muerta. Mutismo, vacío, nada, quietud, soledad. Pánico, dolor, angustia. Los sonidos típicos de la ciudad se han marchado y solo quedan las consecuencias de la situación, algunos ladridos esporádicos, el viento que ruje anunciando una tormenta y el crepitar de llamas que se ahogan dentro del rugido del mar.

Las sirenas se han silenciado. Las veo marcha, ocultas por fin en el horizonte.

Clavo mis uñas en la acera, sin temor a rompérmelas. No freno ni cuando el ardor recorre mis cutículas ni cuando la sangre me pegotea los dedos.

—¿Dónde están todos —murmuro, agónica.

«Necesito aire».

Capítulo dedicado a los dos cumpleañeros del día. ¡Felicidades BlondeSecret y Santucho1! 🍾🎂🎉

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Nos vemos en unos días. ✨🧡

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