6 - Pedir un deseo
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Sentada en la punta de mi cama, tomo mi móvil. La ansiedad me domina y mis manos tiemblan mientras espero que encienda. Tengo un nudo en el estómago que no se suelta por nada en el mundo. Los segundos jamás se fueron tan largos. Mi vientre se revuelve y quiero vomitar. Estoy demasiado nerviosa.
Enciende.
Me llevo la uña del pulgar izquierdo a mis labios y comienzo a mordisquearla sin romperla. Mis ojos se posan en la hora. El vómito amenaza con salir y tengo que poner todo de mí para que vuelva a bajar. El reloj reza un juego de números que me obligan a soltar una risa amarga.
04:04
«¿Sirve de algo pedir un deseo?».
Quiero pedirle al asistente de mi móvil que llame a mi madre, pero no puedo: no soy capaz de hallar mi voz. Trato de centrarme y de pensar las cosas con claridad. Tiene que haber una explicación. Sin dudarlo, lo primero que hago es ingresar a las llamadas. Con rapidez, selecciono el número de mi mamá y la llamo. Ni siquiera suena. No me da ocupado y tampoco me envía al buzón. Está mudo.
En mi mente se entreteje la teoría del secuestro. Y me autoconvenzo de que es lógico que su teléfono no funcione. ¿No?
Quiero ser coherente, quiero ser racional y pensar que todo se arreglará. Me niego a pensar me manera fatalista con respecto a la vida de mi madre. Montresa tiene una tasa delictiva bajísima y los homicidios no se dan muy a menudo; es más probable morir en un accidente de tránsito. Por eso sé que no sucederá nada malo.
¿Verdad?
—Asistente, llamar a Gael —pido, nerviosa mientras trato de apartar las lágrimas que se acumular en mis ojos.
Mi teléfono no responde al comando de voz y frunzo el ceño. ¿Por qué todo sale mal cuando uno necesita que las cosas funcionen bien? Irritada, busco en mis contactos y llamo a Gael. No obstante, sucede lo mismo que con el teléfono de mi madre. No me atiende. ¿Por qué? ¿No tengo tono? ¿O el golpe me dejó confundida y perdí parte de mi oído que ya ni escucho el pitido de ocupado? Una fugaz ráfaga de ira me sacude y pienso que está muy entretenido en la fiesta de su hermana y que por eso no escucha mis llamadas.
«No, no seas idiota. Él no es así».
No tengo que caer en la imbecilidad y cegarme. Él debe de estar preocupado por mí. Pero ¿por qué no vino a buscarme?
Suspiro al borde del colapso y consulto el estado de mi red. No tengo señal y no comprendo cómo es eso posible. Jamás me había sucedido algo así. Toco las escalerita bloqueada y me aparece un cartel que me informa que hay un error en la red. Pruebo hacer una llamada mediante wifi, pero nada. Muerto también. No está disponible y la red de mi hogar ni siquiera aparece como disponible.
—Se tiene que haber desconectado con los destrozos... —murmuro, poco convencida. Con eso, el wifi tendría explicación; pero la red del teléfono, no—. Maldición, tengo que salir de aquí.
«Quiero despertar de esta pesadilla».
No obstante, la situación empeora cuando oigo una explosión lejana que proviene del centro.
Syria llora con una insistencia que me vuelve histérica. Sé que no puedo culparla, pero sus aullidos ayudan a que me desquicie más y más. A cada segundo. Sé que el ruido debió de haberla aterrado, de hecho, a mí también. El corazón me late a una velocidad anormal y todo mi cuerpo tiembla. Tengo un mal presentimiento y no quiero pensar en que los hechos tienen una conexión.
«¿Estaremos baje ataque terrorista?», supongo.
Cierro mis ojos con fuerza y cuento hasta diez. Trato de calmarme, pero no puedo. Syria no me deja con sus chillidos. Me arrodillo para buscarla debajo de mi cama. Mi cuerpo se reciente ante los movimientos y cruje mientras me sostengo con una mano del borde de la cama. La veo. Mi animal está peor que yo. Su cuerpito tiembla como una hoja a punto de caerse de un árbol en pleno otoño. Está ovillada y no quiere que me acerque.
—Syria —la llamo. Ella me gruñe, asustada—. Syria, ven... —repito, tranquila; pero ella se aleja todavía más, quedando en un sitio que no soy capaz de alcanzar—. Vamos, ven conmigo.
Golpeo el piso con palmaditas suaves para que se acerque a mí. Pero no hace nada. No puedo convencerla y yo sin ella no seguiré.
—Vamos a pasear —declaro y ella me mira, confundida, antes de volver a llorisquear.
Cuando ella se acerca un poco, tentada por la oferta, mi paciencia se acaba y recurro a la fuerza. Sin fijarme mucho, estiro mi brazo para alcanzar la tela de su collar. Sin embargo, ella forcejea hacia atrás por mi tirón. Gracias a que mi cuerpo es menudo, me meto un poco más debajo de la cama y logro tironear lo suficiente como para hacerla ceder.
Syria termina de salir por su cuenta y yo suelto su agarre, haciendo que el codo que sostenía todo mi cuerpo se zafe, no sin antes, golpearme la frente con el filo de la madera del borde cama, en el mismo lugar que ya tenía el golpe previo.
De manera automática, suelto un grito y en mi garganta se forma un nudo que me impide respirar. Mi estómago se cierra y el aire deja de circular por mi cuerpo. Mi vista se nubla el dolor que regresa de manera súbita, con tanta intensidad que temo volver a desmayarme. Syria me observa y me besa el rostro mientras mueve su cola. Sé que percibe que algo no anda bien conmigo y, por lo tanto, quiere protegerme.
—Vamos abajo —ordeno cuando siento que no voy a morir.
No obstante, cuando me levanto, el piso bajo mis pies se tambalea en un mareo nauseabundo. Mi cuerpo está resentido por el maltrato y no sé cuánto más podrá aguantar antes de que me obligue a frenar. Necesito descansar, pero no puedo hacerlo. Impotente, formo un puño con una de mis manos y golpeo con fiereza el suelo de cerámicas: mis nudillos comienzan a cortajearse y manchan el piso blanco con pequeñas manchitas rosadas. Muerdo mi lengua para aguantar el dolor.
Syria está al costado de la nevera observándome mientras revuelvo en busca de un paquete de gasas. Mamá tiene destinado un estante para todas los remedios y cosas de farmacia. No obstante, no sé si es por los nervios o por qué no encuentro nada de los que busco, ni antiséptico ni apósitos ni nada.
El golpe con la cama me ha vuelto a abrir la cortada en mi frente y ahora sangra con de manera abundancia. Mi ropa está salpicada por la sangre, gotitas en la remera, gotitas en el pantalón. Y algo me dice que la pesadilla aún continuará por unas horas... ¿No puedo dormir y despertar cuando todo acabe?
—¡Maldición! —grito—. Se supone que debe estar por aquí...
Los apósitos deben estar aquí. Mamá siempre se encarga de que no falten medicamentos por emergencia. Cajas con dos o tres pastillas de alergias, cajitas vacías, frascos con remedio para el estómago, frasquitos con gotas para los ojos, pero ningún paquete con las gasas de mierda ni el antiséptico. Remedios para la gripe, jarabe para el estómago, alcohol, crema para quemaduras, líquido para limpiar las gafas, antialérgicos varios. Unas cuantas aspirinas e ibuprofenos, una botellita que creo que tiene agua oxigenada, cinta médica, banditas y, ¡sí! detrás de ellas, las gasas, una caja de desinfectante indoloro y antiséptico.
Tomo lo que necesito mientras me insulto mentalmente por andar perdiendo tiempo como una imbécil y no ver las cosas que están frente a mis ojos. Un instante antes de cerrar la puerta, decido llevarme también el alcohol. Aunque duela, creo que es lo mejor para desinfectar, ¿no? ¿Acaso no es lo que siempre dicen? Si no, mi vena de enfermera sádica lo lamentará en un momento.
Me apresuro a entrar en el baño del primero piso. Arrojo las cosas en el lavabo y enciendo el switch de la luz. Me miro en el espejo y mi estómago se cierra cuando veo que una gota de sangre está prendida de mi pestaña. Parpadeo para hacerla caer y observo cómo se desliza por mi mejilla. La limpio con el dorso de mi mano y un escalofrío me recorre desde la cabeza a los pies.
«Estoy llorando sangre».
La chica del espejo me da lástima. Se parece tanto a mí que no puedo mirarla a los ojos. Algo me impide ver su apariencia deplorable, tiene los ojos hinchados de tanto llorar que me da asco. Los golpes en su rostro y el dolor en sus facciones la muestran tan débil que me da ganas de gritarle que reaccione...
Y la sangre...
La sangre es el agregado perfecto para exacerbar su deprimente imagen. Harta de mí, abro el sobre con los dientes y escupo el pedazo de papel dentro del lavabo. Tomo una de las gasas y las embebo con alcohol y desinfectante. Me tiemblan las manos. Sé que dolerá.
Pienso en mi mamá para darme fuerzas y apresurarme. Si nadie sabe lo que me ocurrió y mi teléfono está muerto, necesito ir al centro para buscar ayuda.
«Arderá...», pienso al llevar la gasa empapada a la abertura que sé que me dejará una pequeña cicatriz profunda.
Y lo hace. Suprimo un grito mientras me aferro con fuerza al lavabo con mi mano libre. Mis ojos se humedecen y recurro a morderme la parte interna de la mejilla para tolerarlo. Como puedo, procedo a terminar de tapar la cortadura. Corto unas tiritas de cinta médica y las pego en el espejo mientras doblo una gasa seca a la que le pongo un poco de antiséptico. Acomodo el apósito con cuidado y lo pego en la piel. Corto dos o tres pedacitos más y los adhiero por encima para reforzar la venda.
Me veo ridícula y parece exagerado. No obstante, no me veo capaz de hacer otra cosa. Mi apariencia deja mucho que desear. Parezco una paciente que se escapó de un psiquiátrico, alguien que cometió un brutal homicidio o una tipa que quedó traumada por haber visto como asesinaban a algún ser querido.
Esa última idea me hace sudar frío. Observo el espejo, mi reflejo. Mis ojos verdes lucen apagados, histéricos, no están tranquilos. Los opaca un peso enorme que no quiero confirmar.
Suspiro para apartar las lágrimas que amenazan con seguir cayendo. Dejo las cosas en el lavabo y corro hacia la cocina. Mientras me sirvo un vaso de agua, miro la hora; el solo hecho de posar mi ojos en el reloj me da náuseas.
«Pronto darán las cuatro y veinticinco».
De la heladera, agarro el frasco de los analgésicos y me tomo dos juntos. Nunca me había visto en la necesidad de hacer algo así, pero ahora lo siento necesario. Por si acaso, también tomo un trago de remedio para los vómitos. Tengo tantas náuseas que en cualquier momento creo que empezaré a escupir los intestinos.
Al salir de la cocinar, por instinto, mis ojos buscan el router. Está conectado perfectamente, nadie lo apagó. Con esperanzas vacías chequeo mi móvil, pero todo sigue igual. El teléfono de la casa también sigue sin tono.
—Okey. Vámonos, nena...
Obligo a mi cuerpo a correr hacia la sala. Aunque se reciente y se queja, me obedece. Los vidrios crujen bajo las suelas de zapatillas. Tengo que subir a mi cuarto por mi cartera- Necesito mi cédula de identidad y algo de dinero, por si acaso.
Terminar de subir la escalera me resulta agónico. Busco mi mochila de la facultad la vacío sobre la cama. Apurada, aparto todos los cuadernos y los apuntes para encontrar mi billetera que la guardo nuevamente en el morral. Tomo un poco de dinero extra, esos de los ahorros que tengo en el cajón, y también lo guardo. Meto mi teléfono y un cargador portátil, que no sé si tiene batería, por si mamá lo necesita.
Las manos me tiemblan cuando me paro en frente de mi coche. No sé si hago lo correcto, es una puta locura porque siquiera tengo licencia. Busco en mi mente otras opciones, pero no las encuentro. Cuando mamá me dijo de añadir mi huella digital a su auto, me negué. Con su sistema de navegación automática las cosas serían más sencillas para mí en estos momentos.
Quito la lona que lo protege del polvo y la arrojo lejos, hacia la parte de atrás, para que no estorbe. Lo miro fijo, como si tuviéramos en un intercambio profundo de miradas. No puede ser, como odio este maldito auto. Presiono un botón para quitarle la alarma y tomo con firmeza la llave electrónica. La apoyo en la puerta del acompañante para que se abra y de manera automática se abre.
Llamo a Syria y le digo que suba mientras muevo el asiento delantero para que ella pase hacia la parte trasera. Se acomoda en los asientos dobles y conecto su soga a su arnés de paseo. Ella me lame las manos, como si me diera ánimo. Le regalo una débil sonrisa mientras vuelvo a subir el asiento y cierro la puerta.
«Bien... No tengo cédula para conducir, parezco una demente, mi madre está en peligro y, si la policía me detiene, puedo ir a prisión porque soy mayor de edad».
Mierda. Carezco de la experiencia y de la confianza necesaria como para conducir sola. Siempre que manejé, fue con otras personas a mi lado. Tengo miedo, mucho. Tras soltar un largo suspiro, me acomodo en mi lugar. Me coloco el cinturón y oprimo el botón para abrir la puerta de la cochera. Mientras espero que se eleve y se abra, verifico que los espejos estén a mi altura y enciendo el motor.
Mis manos tiemblan y transpiran. Las seco en mi pantalón. El rugido del motor es mi respuesta y mi nueva compañía. Enciendo las luces del vehículo y arranco con una suavidad que me hace frenar de golpe.
«De nuevo».
Repito el proceso, evitando ponerme a llorar de los nervios, y lo hago bien. Salimos despacio, un poco a trompicones. Syria ladra por los rebotes, pero pronto se acomoda para ver por la ventana. La noche está clara y brumosa, tan cerrada que no se puede ver nada. El cielo tiene un color rojizo espantoso. Un rayo nos saluda y segundos más tarde un trueno enorme se hace oír. Syria se inquieta y quiere venir para adelante. Le digo que se quede dónde está y, por suerte, me obedece.
—Todo estará bien, nena —susurro más para mí que para ella—. Iremos con la policía.
«Y, de seguro que esa explosión es la culpable de que no podamos comunicarnos con nadie», añado, poco convencida en mi mente.
Holi,
¿Cómo están? ¿Qué les está pareciendo la historia? ✨👀
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¡Nos leemos en el capítulo 7 dentro de unos días!
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