45. Sola

ÚLTIMO CAPÍTULO DE SOLA

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Por último, disfruten del final y llénenme de comentarios, me harán muy feliz.

Mi cuerpo reacciona por sí solo como una maquinaria exclusivamente diseñada para escapar en este momento de mi vida. Tomo las correas de la mochila y me las paso por uno de mis brazos mientras captura la chaqueta borgoña en el aire y la correa de a Syria para instarla a correr detrás de mí. Por suerte, entiende a la perfección que hay que huir.

No entiendo cómo es que demoré tanto en darme cuenta de que, de manera inconsciente, conduje hasta las cercanías de Nueva Francia. Solo cuando vi el mapa y la ubicación de la prisión es que noté la realidad de mi imprudencia; en el fondo, solo quería ver el sitio que Gabriel me dijo que no fuera.

Me siento acorralada, pero no dejo que eso interfiera en mi salida. Solo me toma dos grandes zancadas alcanzar la puerta del granero. Escucho que la oficial que queda en pie está tan aturdida que es la voz del dron el que da aviso por mi huida.

Corro sin siquiera ver atrás hasta la linde del bosque. Una vez allí, no tengo ni idea de qué haré, pero cruzar la carretera y alejarme de la zona me parece lo más prudente. El vehículo ha quedado inutilizable.

Realmente, no sé cómo terminaré si me topo con otro infectado; y tampoco es algo que quiera descubrir por el momento. Las teorías que tenía hasta entonces se acaban de derrumbar como un castillo de naipes y solo puedo sentir que han estado jugando conmigo como si me tratara de una marioneta.

Syria me sigue el paso con ansias, siento que quiere alejarse de la cabaña del bosque lo más pronto posible. Con el miedo que tenía, no me extraña su actitud. No obstante, un par de minutos después, se paraliza y mira en dirección a los árboles. Seguido a ello, escucho el inconfundible aleteo del dron.

—¡Mierda!

Me apresuro a avanzar por el bosque. No sé si agradecer que esté amaneciendo, pues, por más que vea mejor, me siento expuesta. Logro ocultarme en los arboles del linde de la carretera justo cuando el sonido se pierde en dirección contraria. Sin embargo, no me atrevo a cantar victoria por anticipado.

Miro hacia arriba y, entre el colchón de árboles y ramas entrelazadas atisbo a ver un cielo nuboso, muy cargado. De seguro, más tarde habrá tormenta a no ser que se la trague el mar. Respiro de manera pausada, el ambiente se siente demasiado húmedo y me cuesta recuperar el aliento de la corrida.

Decido continuar avanzando tras anudarme la chaqueta de invierno en la cintura y acomodarme las tiras de la mochila. Por momentos, aún se aprecia la neblina matutina, lo que le otorga un lúgubre aspecto al bosque. Solo espero que llueva una vez hallamos conseguido refugio y estemos a salvo. Tuve suerte en mi encuentro anterior con un dron; no sé si podría repetirse y, además, creo que puedo vivir sin averiguarlo. No quiero quedar como un colador de fideos nuevamente.

Las voces de la persona que habla a través del dron llegan a mí justo cuando diviso el guardarraíl de la carretera. Avanzo con premura y salto a la calle. Mis manos rozan el asfalto pero las uso para impulsarme y erguirme con mayor rapidez. La agilidad es algo que he ganado y, por suerte, no he perdido tras mi recuperación.

No tengo tiempo para dudar, porque lo que no me tomo el tiempo suficiente para decidir qué hacer. Solo salto el siguiente guardarraíl y me interno en la otra porción del bosque divido por la carretera.

En cuanto cruzo, noto que, de este lado, el terreno se siente diferente. Gracias a la cercanía con la costa, el suelo es parte arena, piedras y gravilla. Se siente más resbaladizo por la tracción de las piedrecillas, sin embargo, el aroma a pino me resulta aunque sea un poco reconfortante. Aquí, hasta la vegetación se ve distinto, casi no hay césped ni arbustos, solo arena y árboles que nacen, cada vez más, los unos alejados de los otros.

Intento recordar cerca de qué playa estoy, pero me siento bloqueada. Nunca fui una experta en geografía, pero el estar en esta situación cambio la perspectiva entera que tenía del mundo.

Tras digerir la ansiedad de no saber dónde estoy, suelto un suspiro. El lugar es precioso, aunque la bruma sea más pesada por la cercanía del océano. Cerca, oigo el murmullo de un vehículo que se acerca a toda velocidad por la carretera.

«Más oficiales», pienso. «¿Será Gabriel?», me cuestiono.

Mi estómago se revuelve y tomo eso como señal para seguir adentrándome en la espesura del paisaje. Estoy en una parte alejada de la reserva que pretendía cuidar el traidor del que, podría decirse, me enamoré.

«Casi en el límite», adivino. «Por la cercanía con Nueva Francia».

Pronto, los árboles se vuelven cada vez más esporádicos y el siseo de las olas que rompen con unas salientes me responde. Los riscos envueltos por la neblina dominan el paisaje y, a lo lejos, supongo que está el azul embriagador del océano. Sin embargo, apenas lo atisbo como unas manchas negras. Un vacío se instala en mi pecho.

Me muevo con cuidado, el terreno está lleno de desniveles y la humedad solo complica el progreso. Un paso en falso y podría caer por las piedras o terminar en una grieta. Los médanos de arena aparecen en mi campo de visión y comienzo a caminar hacia ellos.

El dron sobrevuela por encima de la explanada y me habla:

—Sujeto identificado —dice—. Entrégate voluntariamente a la oficial; no sigas avanzando.

Creo que, si no estuviera tan agitada, sería capaz de reírme por lo ridícula que suena su petición. Sigo moviéndome hasta unas rocas gigantescas con forma de techo a dos aguas. Suelto un poco la correa de Syria para que se ponga bajo cubierto antes que yo.

De repente, un estallido retumba entre la quietud de la playa. Una bala silba sobre mí y se entierra unos metros más adelante, en la arena. Sé que ha sido una advertencia. Apoyo mi espalda contra las rosas.

—¡Ten cuidado! —grita la oficial, agitada también por la carrera y lo enrevesado del terreno; estoy segura de que cerca debe de haber algún cartel de prohibido el paso por las rocas—. No la lastimes, pediré instrucciones. No la pierdas de vista.

Creo que, gracias el grosor de las rocas, el dron no puede verme. De hecho, ni siquiera sé si está equipado con visión infrarroja.

Me tomo unos segundos para regularizar mi respiración y analizar mi entorno. A mis pies hay una piedra suelta, semienterrada en la arena, con forma de ovalada. Es lo suficientemente pesada para que me cueste moverla, pero los bastante pequeña como para maniobrarla.

Syria está alerta y no le quita la vista de encima al zumbido del dron. Se está acercando; lo sé por cómo mueve sus orejas. Tomo aire y espero hasta que la sombra difusa gracias al día nublado se proyecte a un costado de nosotras.

Cuando la veo, doy un paso firme hacia su dirección y, con toda mi fuerza, le doy envión a la roca y la dejo caer.

El dron no tiene chance a reaccionar y queda flotando, medio destartalado, entre ruidos de chasquidos metálicos. Amenaza con caer al suelo, pero vuelve a volar. Rápido, lo rodeo y vuelvo a tomar la roca una vez más; sin dudarlo, lo golpeo otra vez con fuerza.

La persona que habla a través de él suelta un montón de sílabas inconexas que creo que pertenecen a fragmentos de un gran insulto. No puedo evitar sentir que una oleada de satisfacción me recorre por completo el cuerpo.

No sé tengo ni idea de dónde está la oficial, pero no me quedaré a averiguarlo cuando sé que ella no es capaz de dispararme al no tener autorización; el del dron tenía más jerarquía.

Comienzo a correr por la playa hasta que, en pocos minutos, la pierdo de vista. La bruma me oculta y el rugido de las olas que pegan contra los precipicios solo camuflan mis pasos agitados.

Minutos más tarde de carrera, llego a un terreno rocoso que en un sector que tiene una zona con miradores, ideal para tomar a fotografías. Unos cuantos metros más adelante, me fijo que hay una posada de aspecto familiar, erigida cerca del risco.

Sin dudarlo, me dirijo hasta ella. Parece ser un restaurante pintoresco, de seguro uno de esos puntos ocultos que eligen los viajeros. Además del único, porque por esta zona no hay nada más que el faro, el cual se encuentra en la dirección contraria.

Antes de entrar, volteo hacia atrás una vez más. No hay rastros de mis perseguidores. Me apresuro a intentar forzar la puerta, pero sin mis herramientas se me hace imposible.

«Maldita sea, perdí la navaja», me reprocho. Sin embargo, un escalofríos me recorre al recordar el estado del pobre hombre infectado.

Rodeo el sitio, el cual es bastante más pequeño de lo que imaginaba, en busca de alguna ventana mal cerrada. Encuentro una en la cocina que, por suerte, no tiene rejas, solo una red contra insectos bastante oxidada; parece gastada por el salitre del mar. Con cuidado de no cortarme, la retiro y la arrojo al piso. Mis dedos se tiñen del anaranjado del óxido, por lo que me los limpio en el hoodie de Gabriel.

Me saco la mochila y, antes de ingresar, prendo la linterna. Alumbro la habitación y solo veo una rata que huye despavorida. Sin mayores dilaciones, salto y, a continuación, ayudo a Syria para que entre también. Vuelvo a cerrar la ventana y, en cuanto lo hago, me arrepiento. Dentro, el aire es irrespirable. El polvillo flota de manera densa a través del haz de luz de la linterna.

Hay un fuerte olor a humedad, mezclado con algo que se echó a perder, y a encierro. Toso y Syria estornuda. Sonrío y la acaricio entre las orejas, donde le gusta que la toque desde que es una cachorrita. En agradecimiento, menea su cola.

Tras dar un vistazo simple, decido cubrirme la boca con el antebrazo mientras exploro y salgo a la habitación principal, donde están las mesas para los comensales.

En esta parte, el hedor es un poco menos fuerte, pues hay más espacio. No tardo en notar de que el lugar estaba listo para ser abierto nuevamente en la temporada alta. Las sillas están levantadas sobre la mesa y algunas están cubiertas con sábanas que, en algún momento, fueron blancas. El orden del lugar parece extremadamente aleatorio. Hay mesas muy separadas, otras más juntas y algunas demasiado pegadas.

Como mucho, lleno, creo que albergaría poco menos de una veintena de comensales, sin contar la barra donde hay unas seis banquetas altas. Imagino que, como no era temporada turística cuando en marzo, sus dueños dejaron el sitio listo para el siguiente verano, el cual me temo que nunca llegará.

Ilumino las paredes y descubro que hay una gran variedad de fotografías que retratan los sitios más icónicos de Montresa. Veo la playa blanca, la represa estatal de Munitze, el lago artificial, y el faro. Incluso, veo una foto que se parece a los campos que estaban cerca de mi casa, esos con los pastizales altos y amarillentos.

Antes de que la nostalgia me embargue, vuelvo hacia la barra y, desde allí, reingreso en la cocina en busca de provisiones. Me fijo si los grifos andan y suelto un chillido, mezcla sorpresa y alegría, cuando empiezo a ver que por ellos cae agua potable. Sirvo un poco en un recipiente para Syria y, luego, la libero de su correa para que pueda andar un rato libre y descanse un poco.

A pesar de no encontrar comida a simple vista, no dejo que eso me decepciono. Enjuago un vaso para quitarle las toneladas de polvo que lo recubren y lo lleno de agua. Bebo de a sorbitos para que no me haga mal y regreso al sector público.

Me siento en una banqueta en la barra y me cubro la cabeza con las manos, como si quisiera protegerme de un sonido aturdidor. No sé por cuántos minutos me quedo allí, en esa posición, ni tampoco sé si pasan horas.

Lo único que hago es pensar. Repaso los hechos que viví desde que me dejaron sola, recuerdo haber encontrado a Gabriel, revivo su traición y analizo mi reciente huida. Hay tanto que no entiendo, y tanto que creo entender...

En un momento, cuando ya no doy más y mi cuerpo se relaja al perder todo efecto de la adrenalina en sangre, una arcada perfora mi organismo. Tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no devolver lo poco que tengo en mi interior. Mi cerebro reproduce los alaridos que profería el infectado al revivir una y otra vez, los sonidos de su cuerpo al reacomodarse, sus huesos al partirse, las balas al impactar contra su carne; demasiado visceral y perturbador.

—¿Por qué le ocurrió eso? —susurro, desolada.

Tras no recibir respuesta ni algún pensamiento lo suficientemente coherente, decido moverme. Me acerco a una de las ventanas que da al mar y, con sorpresa, me recibe un resplandor anaranjado salpicado por pinceladas rosas. Encantada por la vista, caigo en la cuenta de que no me puedo quedar más aquí. Ya he perdido todo el día y falta poco para que anochezca, por lo que decido que lo mejor para mí será moverme bajo la protección de la noche, pues —si no hay drones—, me será más fácil escapar y ocultarme.

De pronto, me sobresalto por el sonido de los aviones que incendian la ciudad. Creía estar acostumbrada a ellos por haberlos visto los últimos meses, pero su cercanía me hace sentir pequeña. Asomada a la ventana, noto que están cerca de dónde estoy y que varios helicópteros los acompañan. Sin embargo, estos últimos no continúan en dirección a la ciudad; se quedan cerca de la costa.

Del risco.

De donde estoy.

—Imposible... —digo sin siquiera percatarme. No tiene sentido que sepa dónde me oculté, que me hayan encontrado.

Un nudo cierra mi garganta y el aire deja de circular. Una ola de calor, y de frío a la vez, me domina. Presa por una furia incontenible, opto por tirar la chaqueta al suelo y prosigo con varias sillas. Las aviento contras las fotografías y los vidrios no tardan en bañar el suelo.

«No puede ser cierto. ¿Cómo...?».

Grito al tiempo que las ventanas del lugar comienzan a vibrar. Camino hacia la entrada principal para asomarme por los cristales delanteros. No sé cuándo es que llegaron, asumo que por los helicópteros y mis gritos no los oí, pero están haciendo una barricada alrededor del pequeño restaurante familiar. Solo pasan unos segundo hasta que me piden que me entregue voluntariamente.

Estoy harta de ser su conejillo de indias.

Lágrimas se acumulan en mis ojos, pero me niego a dejarlas caer. Vuelvo a observar hacia afuera y el parapeto improvisado que hicieron para separarme de mi libertad está compuesto por varios oficiales armados que me dan la espalda y vehículos blindados.

Encima de nosotros vuelan al menos dos helicópteros y varios drones.

«¿Así terminará?», pienso y me veo sola, como cuando todo comenzó.

Una petición mecánica vuelve a pedir que salga con las manos en alto, me prometen que estaré bien, que no me harán nada...

Nada.

«Pero... ¿acaso no me hicieron todo? ¿Hubo siquiera alguna decisión que fuera mía?», pienso con un dolor punzante en el pecho mientras observo el ajetreo que hay en la barrera. De pronto, alguien la rompe con un megáfono en mano. Tiene un uniforme al cuerpo y una máscara que protege su rostro, no hay siquiera una porción de piel al aire.

—Emma... —La familiaridad en su voz me destroza; por inercia, cierro los ojos—. Tu vida es muy valiosa para todos, sal —pide Gabriel.

No lo hago.

—Emma, es peligroso. Debemos irnos y llevarte con nosotros a un lugar seguro —explica y noto que, cada tanto, mira en dirección a la ciudad—. Ven conmigo.

No lo hago. Una lagrima resbala por mi mejilla, generando un surco en la tierra de mi piel, y la seco con brusquedad antes de que caiga.

—Emma, por favor. Sal —suplica. Un dron cercano baja a la altura de él; supongo que alguien le está hablando a través de la máquina—. Tienes tres minutos para hacerlo por tu cuenta antes de que ingresen... ingresemos por ti.

Me dejo caer al suelo.

«¿Se acabó?».

—Ya paso un minuto, Emma —la voz de Gabriel se muestra ansiosa; desesperada, hay una urgencia que me produce más pánico que el propio encierro de la barricada—. Te quedan dos.

«¿Estos meses fueron un juego? ¿Qué buscaban?», me pregunto, atormentada.

Una voz en el fondo de mi mente me responde: «Si vas, quizás obtengas las respuestas que buscas».

Me incorporo.

—Dos minutos, Emma. Te queda uno —contabiliza y yo comienzo un conteo mental.

Como una autómata, camino hacia la puerta. Quito los pasadores de cadenas y la traba de seguridad.

—Treinta segundos —susurro.

Abro la puerta y la luz de un reflector me da en la cara, los rayos del sol están a punto de desaparecer en el horizonte, detrás de la posada.

Doy un paso fuera, doy otro, y otro, para cuando doy el quinto, escucho un grito lejano. Los oficiales miran en aquella dirección cercana y, en ese instante, me percato de por qué no estaban mirándome a mí: pretenden protegerme una amenaza externa.

«Infectados», me respondo en cuanto los alaridos se hacen más fuerte y noto que provienen de más personas.

El helicóptero que sobrevuela encima de nosotros me ilumina. Debo taparme los ojos para ver hacia arriba; para mi sorpresa, descubro que han abierto la escotilla y alguien lanza una escalera que llega hasta el suelo. Aturdida, la miro.

Los gritos se multiplican. La carnicería no tarda en hacerse llegar y la barricada no tarda en romperse. Con prisas, los oficiales reducen el tamaño del círculo que es completado por el risco y el restaurante. Acercan los vehículos encendidos, listos para huir en cuanto me encuentre a salvo.

—¡Tómala! —grita Gabriel, quien se aparta un poco del tumulto de la barricada y me habla ya sin el megáfono—. ¡Sube, Emma! ¡Vete!

Aterrorizada, siento una calidez en mis dedos. Observo hacia abajo y descubro a Syria a mi lado, quien me lame la mano para infundirme su valor. Los gritos se potencian y, pronto, los disparos comienzan a fundirse con el sonido causado por las hélices del helicóptero.

Mi corazón se estruja; no sé qué hacer. Imagino cómo agarrarla en brazos y subir con ella, sin caernos, pero temo fallar. Los gritos de una batalla que se escapa de mi entendimiento solo dificultan que pueda pensar con claridad.

Gabriel, como si adivinara sus pensamientos, dice:

—Solo tómala, ellos las subirán. Déjame ayudarte... —Atina a acercarse a mí.

Por instinto, retrocedo, pero el peligro que nos rodea me hace ceder. Gabriel corre a nuestro encuentro para ayudarnos a subir por la escalera cuando la barricada vuelve a cerrarse a nuestro alrededor.

Ahora, solo unos pocos metros nos separan del caos.

—¡Apresúrense! ¡Estamos perdiendo terreno! —grita la persona que está en el helicóptero con un amplificador.

De pronto, más drones llegan en todas direcciones y se reacomodan con los que aún quedan en el lugar. Hacen una formación con forma de red y comienzan a disparar. Sus haces de luz me permiten ver la gravedad del asunto.

«Todos esos infectados, toda esa gente —me corrijo de forma mental—... ¿estaban en Nueva Francia?».

Gabriel está tan solo a unos metros de mí cuando un oficial robusto cae rodando encima de él. Sin embargo, no es el único. Otra persona, vestida con un uniforme gris plata, lo está estrangulando. Gabriel se desespera para salir, pero está atrapado. Por más que lo intente, lo han inmovilizado.

Cuando el cuello del mercenario de Shapes se parte con un chasquido similar al de una madera seca, grito.

Los ojos inyectados en sangre del infectado se clavan en mí. Su rostro está demacrado y venas negruzcas resaltan las facciones de su cara. El enfermo me sonríe con calidez, pero llora a la vez: está sufriendo.

Dice una palabra, una mímica con los labios: «ayúdame».

Corre hacia a mí y yo me cubro con los antebrazos antes de que llegue a tocarme. Sin embargo, el impacto nunca llega. Un aullido de dolor me obliga a abrir los ojos y la veo.

—No... no... no... —comienzo a decir, desesperada. Gabriel grita que me detenga mientras termina de sacarse el cuerpo inerte de su compañero de encima.

En tan solo un instante, Syria muerde al infectado con bravura y su ropa se mancha de sangre. El hombre se enfurece y los rugidos no tardan en sonar como aullidos agónicos.

Grito cuando su cuerpo cae al suelo, pocos metros cerca de mí. Un dron dispara y el infectado corre hacia la posada. La máquina voladora lo sigue para encargarse de él. Los ruido llegan a mí como si estuviera debajo del agua; sordos, aplacados, distorsionado. Distingo el retumbar de los disparos y los gritos de agonía.

Aturdida, me levanto del piso —no sé cuándo me caí— y corro hacia a Syria. La envuelvo en un abrazo y beso su cabeza cuando me percato de que sus ojitos están cerrados. Gracias a la luz del reflector, noto que las canas de su hocico son de un blanco crema que se pierde con el color claro de su pelaje.

Ya no respira. Un arañazo surca su abdomen hecho con una fuerza descomunal. La abrazo con más fuerza.

—¡Emma, aléjate de ella! —grita Gabriel cerca de mí, pero yo lo escucho en otro plano.

—Chiquita —murmuro—, vamos a dar un paseo, despierta. ¿Sí?

La muevo; su cuerpo pende flácido por las múltiples quebraduras. No me hace caso y no reacciona; no puede hacerlo porque su último acto fue salvarme la vida de una criatura que la aterrorizaba a ella también.

—¿Qué tal... —un sollozo ahogado sale de mí, incontenible—... qué tal si te doy un hueso? ¿No? ¿No quieres uno?

Dentro de mí, espero ver que su cola comience a moverse con alegría. Sin embargo, no ocurre.

—¡Emma! —grita Gabriel por encima de mis alaridos de dolor y me tironea el brazo—. Déjala. ¡Ahora!

Lo ignoro, solo tengo atención para Syria.

—Levántate... por favor... —suplico, ahogada en la pérdida. Mi labio inferior tiembla y lo muerdo hasta saboreo mi propia sangre—. Syria, perdóname.

Gabriel coloca sus manos alrededor de mi pecho y tira con fuerza para levantarme. Ni siquiera lo miro. Se quita la máscara y me mira con la esperanza de que, si veo su rostro, vaya con él. ¿Cómo puede siquiera pedirme que la abandone aquí?

—Syria... —vuelvo a suplicar mientras acaricio sus orejas; el charco de sangre no deja de crecer—. Despierta...

Y responde. Su cuerpo se mueve. Sin embargo, la alegría es efímera y un escalofrío me recorre cuando abre los ojos y no veo más la mirada dulce de compañera que estuvo conmigo por ocho años.

Ahora, en sus ojos veo que hay solo un vacío y un deseo incontenible por matar. Un gruñido terrorífico me hiela la sangre y Gabriel atina a alejarme justo antes de que me muerda

—¡Syria! —grito—. ¡No!

Confundida, se levanta. Su lomo está encrespado y su medallita dorada tintinea en su collar rosado.

—Syria, ven... —llamo mientras sigo caminando hacia atrás. Gabriel me guía y pronto noto que estamos yendo hacia la escalera que han vuelto a acercar a nosotros.

—Sube —me pide.

No entiendo su orden. Yo solo quiero ver que Syria esté bien. Me libero de su agarre para ir en busca de mi perra cuando el dron que estaba en la posada sale y se planta delante de mí.

Dispara una vez, dos veces, tres veces. Por cada impacto en su pequeño cuerpo, pierdo una porción de mi corazón.

Su cuerpo cae en el suelo, pero ya no vuelve a levantarse; el dron se lo impide. Gabriel intenta abrazarme para contenerme, pero yo lo empujo con todas mis fuerzas y retrocedo. Él tambalea y cae en la arenisca.

Solo quiero alejarme de todo el caos de gritos, alaridos y risas guturales de los infectados que se ha formado a mi alrededor. Solo quiero irme de aquí.

Tomo mi decisión, la única que parece ser mía.

Mientras retrocedo, intento recordar qué día es, pero no lo sé con exactitud. No me acuerdo si es 24 o 25 de octubre; incluso quizá ya estemos a inicios de noviembre.

«Supongo que debería saber cuál es el día de mi muerte; de nuestra muerte», pienso.

—Es mi decisión —digo al tiempo que las lágrimas caen por mi rostro, desconsoladas. Llorar no implica debilidad, nunca lo hizo.

La puesta de sol está a mi espalda. Por lo colores del atardecer, adivino que no deben haber pasado más de diez minutos desde que decidí entregarme. Los rayos bañan mi piel y tocan mis dedos teñidos por la sangre de Syria con una calidez que me sabe familiar.

Sonrío con tristeza.

Camino despacio hasta que llego al borde del precipicio. Gabriel intenta alcanzarme; pero no lo escucho. El bullicio del mar que rompe las rocas se hace oír por encima de todo; o soy yo la que elige concentrarse en eso. Siento dolor en mi pecho; demasiado. Es triste saber que no podrá ser apaciguado por nada.

Pero para mi sorpresa, este desaparece cuando me dejo caer. No tengo miedo, solo siento el aire que rodea mi cuerpo y la velocidad del viento.

Siento, siento, siento, hasta que pronto, ya no siento nada más.

Si llegaste hasta aquí, solo puedo decirte una cosa: gracias. 🧡

Nos leemos en el epílogo final. 💫

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