41. Sentir

❌TRIGGER WARNING❌ 

En este capítulo se mencionan temas relacionados con el suicidio. 

Leer bajo discreción. 

Este es uno de los capítulos ⚡MÁS IMPORTANTES ⚡para mí como autora. ¡Y el más largo hasta el momento! Por favor, denme todo su apoyo. 🥺🙏🏻 

No se olviden seguirme en mis redes. 🤳🏻

Durante el comienzo de la primavera, la isla suele ser asolada por una tormenta helada que es conocida como Tatiana. Es el último vestigio de las temperaturas bajas y, a veces, se puede tornar desoladora. Creí que me tocó vivirla tras el incidente de las oficinas de Shapes.

Pero no; debo haberlo sentido así a causa de mi debilidad.

Comenzó a llover al dejar el mall y el regreso transcurrió en un inalterable silencio. Por increíble que parezca, no me resultó tortuoso ni incómodo. Al contrario, se trató de un momento confortable y cálido, uno que contrarrestaba con el viento gélido que soplaba en el exterior.

La lluvia repiqueteaba con intensidad contra el vehículo y lo único que se oía, además de nuestras respiraciones, fue el recorrido de los limpiaparabrisas para apartar el agua de los cristales. De vez en cuando, descubrí que Gabriel me miraba de soslayo con una sonrisa boba en su rostro. Se la correspondí.

Pero ninguno de los dos se atrevió a hablar. Lo sentí irrespetuoso, como si se tratara de interrumpir a un amigo que está contando una historia que es muy importante para él. Además... ¿qué podíamos decir?

Al llegar al refugio, Gabriel insistió en que yo podía bañarme primero, si quería. Acepté, aún sin mediar palabra alguna. Él me dijo que no tenía problemas en aguardar, pues prefería acomodar las provisiones y empezar a hacer la cena.

Volví a asentir.

Ahora, sentada en la bañera, dejo que la lluvia caliente borre cualquier rastro de resquemor causado por lo que vivimos en las horas anteriores mientras la lluvia helada desata su furia sobre la isla. Veo la rasuradora a un costado y deslizo las manos por mis piernas. Se siente extraño verlas sin vellos, sobre todo, sentir la piel tersa al tacto. En algún punto, llegué a extrañarlas así y no con la pelusilla incómoda que las recubría.

Paseo mis dedos, una y otra vez, por mi piel mientras tomo fuerzas para incorporarme. Noto que he perdido el tono levemente tostado de mis días en la playa y que las vendas me dejaron una marca verdosa, vestigio de un moretón pasado. Debí de haberlas apretado demasiado, pero no recuerdo cuándo.

Recorro mis nuevas cicatrices y las memorizo. Son de un color rosado pálido y tienen un relieve sensible al tacto; hace tiempo podía presumir que no tenía ni una sola marca, ni siquiera la típica cicatriz en la rodilla que caracteriza al noventa y nueve por ciento de las personas. Sin embargo, no soy capaz de decir que las aborrezco. Adornan mi cuerpo de la misma manera que lo hace mi tatuaje: cuentan una historia.

Y, si presto atención, sé que puedo escuchar los susurros que deben decir las mismas.

Me levanto y cierro las canillas. En cuanto el agua deja de caer, siento un escalofrío que crece al tiempo que descorro la cortina de la ducha y noto que me he olvidado las toallas en mi habitación. Mi boca se seca; debo recurrir a Gabriel.

Sin embargo, no es necesario. En cuanto estoy por llamarlo, él golpea la puerta.

—Emma, te traje toallas —dice—. Como tardabas, fui a buscarte y me encontré con la puerta abierta, vi que dejaste las toallas sobre la cama, por lo que supuse te las habías olvidado.

No fui consciente de la noción del tiempo, es cierto. Si él no lo mencionaba, para mí solo habían transcurrido unos pocos minutos.

—Gracias —digo. Mi voz suena ronca; es la primera palabra que digo en un largo rato.

—Te las dejaré aquí afuera. Cualquier cosa que necesites, me avisas... ¿sí?

Con cuidado de no mojar el piso lo menos, salgo de la ducha en cuanto escucho que sus pasos se alejan por el pasillo. Abro la puerta lo suficiente como para asomarme y tomar las toallas que ha dejado sobre una silla a un costado de la puerta.

Inspiro aire con fuerza y lo retengo por unos momentos antes de expulsarlo con pesadez. Es peligroso lo rápido que el humano puede acostumbrarse a las comodidades. Los días de tener mi cabello enmarañado y las uñas llenas de mugre parecen haber quedado atrás hace una eternidad.

Me seco con rapidez y me cepillo el pelo que, por el espejo, noto que está bastante más largo de lo que recordaba. Un mechón se cuela por mi espalda y me hace estremecer. ¿Cuándo es que creció tanto? Hace poco lo tenía por los hombros.

En cuanto salgo del baño con las toallas húmedas en las manos, el olor a salsa llega a mí de una manera conquistadora. Lo sigo hasta la cocina y me encuentro con Gabriel. Según él, le gusta experimentar en la cocina y observo que le está echando quién sabe qué especias a la salsa.

—Eso huele bien —digo. Él se voltea y me sonríe sin dejar de revolver la comida.

—Espero haberla arreglado un poco. La pasta lista es asquerosa —suelta y admito que coincido con él—. Sin embargo, muero por probarla.

Sonrío ante su entusiasmo. Fue una fortuna que Syria, en su búsqueda por un buen escondite, haya encontrado un paquete de espagueti con salsa deshidratada, casi listo para consumir.

—Por cierto... —con un ademán de la cabeza, apunta la camisa blanca que llevo y que me llega casi hasta las rodillas. Cuando la encontré, dije que sería mi nuevo pijama—, te queda bien. —Gabriel vuelve a voltearse en su afán de seguir cuidando la salsa—. La dejaré en mínimo, iré a bañarme y regreso. ¿Podrías encargarte?

—Claro, ve tranquilo. Iré a tender esto y la cuido —digo mientras me dirijo hacia la cafetería. Con la lluvia es imposible dejar la ropa fuera, por lo que los asientos del autoservicio deberán bastar.

Me detengo un momento para observar la tormenta. Me pregunto cuándo parará, pues parece que jamás dejará de llover... Sin embargo, mis mamás pobres divagaciones no bastan. La idea que había empezado a ignorar, cobra más fuerza a cada segundo. Llegará un punto en que no podré evitarla y el hecho de que Gabriel y yo hagamos buen equipo no me ayuda en lo absoluto.

Vuelvo a la cocina y me paro cerca de la estufa. Extiendo mis manos por encima de la olla para calentarlas y suspiro. Podría decirse que mi parte favorita de nuestra rutina es la noche, cuando hemos terminado las tareas del día y lo único que falta es cenar e irnos a dormir, agotados por el trabajo duro.

No obstante, también hay momentos, como ahora, en los que no puedo dejar de pensar en él.

Pero en otro sentido...

¿Y si Gabriel no es quien dice ser?

¿Y si es un ladrón?

¿Un asesino?

¿Un violador?

¿O un estudiante universitario y trabajador de medio tiempo en un hospital?

Suspiro. Tomo la cuchara de silicona y revuelvo el contenido de la olla. La salsa huele tentadora. Además, cerca de la llama, el frío del ambiente se disipa.

—Puedes probarla, si quieres —dice su voz desde el marco de la puerta. Una sonrisa traviesa surca sus facciones cuando nota que doy un respingo.

No respondo. Evalúo en mi repertorio de insultos cuál sería el mejor para darle, sin embargo, cuando estoy por decirle que es un clásico «idiota», su risa contenida me detiene. Lo miro con desconfianza a causa del reciente susto.

—Prefiero esperar —formulo, tajante. Lo observo de arriba abajo y noto que él sí tiene sus toallas con él. Le saco un dedo medio mental mientras pienso que, si se las olvida de camino al baño, no se las llevaré.

—Solo pasaba a decirte que, como la noche será dura, encendí la chimenea... digo, por si quieres ir a calentarte un poco.

—Después de cuidar la salsa, no quiero que se estropee.

—Syria ya ocupó su lugar en el sofá —declara—. Tendrás que luchar por el asiento.

Me siento frente a la chimenea y me envuelvo con la manta que está en el sofá. El fuego crepita con un chisporroteo armónico, casi relajante. Su calidez baña mi piel y, por primera vez en mucho tiempo me siento contenida.

Un trueno ensordecedor ruge en el bosque y, acto seguido, se apagan las luces. Doy un respingo.

—Se cortó la luz —anuncia Gabriel—. Se deben haber desconectado los paneles solares por la tormenta. En cuanto pase, iré a ver si lo puedo solucionar. Espero que no haya sido un árbol o un rayo...

—Esta es Tatiana, sin dudas —digo con la confianza de un estudiante de climatología sin sacar mis ojos de las llamas, embobada—. Siempre hace destrozos por el campo donde vivía.

Gabriel me mira, sin querer interrumpir mi relato.

—Ya está la comida, si quieres podemos comer frente al fuego si gustas —sugiere. No le gusta intervenir cuando hablo, dice que soy callada, por lo que hay que aprovechar cuando ocurre.

Asiento pensando en si es una buena idea. No puedo evitar pensar en que terminaremos comiendo pelos de Syria en cuanto nos vea acampar frente al calor de las llamas.

—Celebremos —propone, de pronto, él y lo noto levemente intimidado por mí. Sonrío internamente por haber causado eso en un hombre.

—¿Qué cosa? —pregunto, seca, continuando en mi papel intimidatorio.

—Tu recuperación. —Se rasca la nuca, nervioso—. Pero claro, no es obligación. Tal vez y todo era una mala idea... ¿no?

Me levanto del minúsculo pedacito que le logré quitar a Syria y lo miro a los ojos.

—No soy muy amante a los festejos cuando el mundo allí afuera se cae a pedazos...

—Emma, yo... —me interrumpe e intenta disculparse.

—No he terminado de hablar —advierto con sutileza y el cierra la boca en cuanto lo digo—. No soy muy amante a los festejos cuando el mundo allí afuera se cae a pedazos, pero considero que hace demasiado que no festejo algo. No estaría mal pretender por un rato, ¿no?

Gabriel me observa, no sabe qué responder. Opta por asentir e ir por los platos a la cocina. Lo sigo por el pasillo a oscuras.

—Pero con una condición —continuo yo. Él se gira, confundido y veo su rostro tenuemente iluminado por los fragmentos de luz que ingresan de la chimenea—. Que abras la licorera y pueda tomar una botella.

Gabriel se frena a medio camino, sorprendido por mi petición. Aprovecho de adelantarlo y, cuando estoy por entrar a la cocina, le digo:

—Hay que festejar que ya no necesito antibióticos, ¿o no?

—No tienes remedio —burla él y yo volteo para evitar que se dé cuenta que estoy conteniendo la risa.

Después de varios de minutos de preparación, el sitio frente a la chimenea se transformó en el escenario perfecto para una cita romántica, a excepción por los rugidos de la tormenta que se desata fuera.

Me acomodo contra los almohadones que serán mi silla y me dejo acariciar por la calidez de la manta por la que estamos acomodados.

La pasta está buena, pero el vino aún más. Gabriel y yo comemos en silencio, observando las llamas de la chimenea como si fuera una televisión antigua y muda. Ninguno de los dos se atreve a romper el silencio.

Sin embargo, tras dos vasos de vino, mi lengua se afloja un poco.

—Juguemos —digo con una sonrisa retadora.

Él me mira con curiosidad porque sabe a qué me refiero. En este tiempo junto hemos jugado un par de veces al típico juego de preguntas y respuestas.

—Te escucho —inquiere, intrigado, terminándose su vaso de vino tinto; yo escogí uno blanco. De pronto, una sonrisa coqueta aparece en sus comisuras— ¿Esta es la hora del intercambio de preguntas y respuestas?

«Esa frase» pienso. Fue la primera que me dijo cuando le ofrecí una tregua para charlar luego de sus cuidados.

Nos levantamos para apartar las cosas de la comida. Lo único que dejamos en en campamento son los vasos y las botellas robadas de la licorera.

—Algo así —menciono—. Pero podemos preguntar lo que sea. Cualquier cosa. Y las preguntas no se pueden rechazar —condiciono—. Todo se responde.

No tengo tiempo de evaluar mis reglas. Creo que he hablado más rápido de lo que he pensado, una vieja costumbre de antes que se desatara un apocalipsis sobre Montresa. Y un viejo juego que me gustaba plantear para romper la tensión, una especie de «verdad o reto», pero sin retos y sin la posibilidad de mentir.

Él me mira, desconfiado. Pero luego su expresión se relaja y acepta con la cabeza. Se acomoda nuevamente en mi sector y Syria va a acurrucarse a su costado

—Empieza tú —ofrece con un gesto caballeroso.

Sin embargo, dos minutos después se arrepiente de su galantería.

—Eres despiadada —reclama.

Pronto, me confiesa los secretos más «oscuros» de su adolescencia. Me entero de cosas como que perdió su virginidad a los 16, que la primera vez que participó en una operación vomitó dentro del quirófano y luego se desmayo por los nervios que le causó que el cirujano en jefe lo regañara o que lloró poco más de 3 días seguidos cuando falleció su abuelo.

Me entero que a su última novia la apodó Letta y que ella lo odiaba porque parecía nombre de «abuela». Cuando habla de la muchacha, me doy cuenta de que aún la quiere y que ella dejó una huella profunda en él. No me atrevo a preguntar por qué terminaron, pero me atrevo a decir que no fue nada fácil.

—Te toca a ti ahora —aviso.

Gabriel deja de mirarme a los ojos por un momento mientras habla:

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta. Mi cara de confusión me delata y los vasos de vino no ayudan a que entienda a qué se refiere.

Gabriel suspira y con pesar señala las marcas en mis muñecas. Pronto, mis labios se resecan. Paso mi lengua por ellos para humedecerlos, luego me termino el vaso de vino mientras sopesa mi respuesta.

Intento esquivar su pregunta buscando a Syria y utilizarla como salvoconducto, pero no la encuentro. No sé dónde se ha metido. De seguro fue a la habitación que estamos ocupando porque creyó que era hora de dormir.

Sin embargo, mi juego, mis reglas

Debo responder.

—Me rendí —confieso—. Pero me arrepentí antes de que fuera demasiado tarde.

—Vi las cicatrices al tratarte el brazo. Hay algunas que son importantes —denota—. Y sé que son recientes.

—Lo son. Sí. —Con mi vista busco la botella de vino y no la encuentro; Gabriel lo nota y me la pasa.

—No responde mi pregunta inicial —aclara mientras me llena el vaso.

Bebo un trago y arrugo la nariz. Es un tinto mu amargo, casi ácido.

—Porque me rendí —respondo por fin. Cuando está por abrir su boca para quejarse por mi vaga respuesta, continúo—. Estaba en un punto en donde ya no quise intentarlo más. Había recorrido medio país a pie. Pasé por mucho durante el camino y, cuando llegué a Munitze, me encontré con... Nada. Estaba ante un panorama letalmente peor al que viví en Nueva Francia.

»Había caminado más de una semana. Me sentía cansada, adolorida, desbastada. Tenía agarrotado cada músculo de mi cuerpo —le sonrío, aunque la sonrisa no llega a mis ojos—. Recuerdo que, cuando me quité los zapatos, parte de la tela se había fusionado con las ampollas y la piel herida. Estaban húmedos y con infecciones por todos lados. No podía ni mover los dedos.

»Ya no podía más. No tenía fuerzas ni para llorar. —Mis ojos se desvían a las llamas del fuego; hacía tiempo que no recordaba ese suceso. De pronto, siento mucho frío y me veo en la necesidad de acobijarme con las mantas—. Entonces...

»Entonces... me arrastré hasta el escaparate del primer negocio que vi, una farmacia que en sus tiempos de gloria tuvo una marquesina enorme de color verde agua. Tenía la vidriera rota por algún piedrazo furioso lanzado durante la evacuación, o eso imaginé. Sin meditarlo, le serví agua a Syria y le dejé su comida. Ella no lo notó, pero le saqué su correa.

»Me quité la sudadera y tomé uno de los cristales del piso. Y comencé a hacerlo, decidida. —Suspiro para tomar aire—. ¿Sabes qué fue lo gracioso? —inquiero otra vez con la sonrisa torcida—. Que el dolor físico no mitigo ni un poco el dolor que sentía en mi pecho. El vacío era muy fuerte. Y por más que lo hacía, y hacía, no dejaba de doler. Solo esperaba que, en algún punto, alguno de los cortes hiciera que todo terminara sin darme cuenta.

»Pero... de pronto... voló hasta mí una revista turística de la pequeña intendencia de Vomtinèr. Cayó a mi lado y se abrió en una página aleatoria. La tomé y, a pesar de mancharla de sangre, leí. Era la sección de clasificados y hablaban de una finca en venta, Engranaje, la misma palabra que tengo tatuada en mi piel. —Por inercia, me toco la nuca y repaso las letras que conforman mi tatuaje con una caricia frugal—. Recuerdo que, cuando llegué a Engranaje, pensé que la descripción no le hacía justicia.

»Destino, le dicen, ¿no es así? —Aparto los ojos del fuego y lo miro a los ojos.

Gabriel está por responder. Noto que sus ojos lucen enrojecidos por el relato y, de pronto, soy consciente de que estoy llorando.

—No respondas —le pido mientras me seco las mejillas con los dedos de la mano libro—. No digas nada...

Un sollozo se escapa y me abrazo a mí misma. Nunca había tenido tiempo de asimilar lo que hice aquel día. El miedo me recorre de punta a punta, como si estuviera reviviendo ese instante otra vez. Logré salvarme de milagro.

—Cuando fui consciente de lo que hice, de que casi muero, me asusté demasiado. Me desesperé. Había tanta sangre..., pero tanta. De algún modo, logré contener la hemorragia gracias a que la farmacia no había sido del todo vaciada.

Gabriel se acerca hasta mí y me quita el vaso de las manos. Pronto, me abraza para trasmitirme la calidez que el fuego de la chimenea es incapaz de darme. Intenta consolarme con vagas palabras de aliento mientras con suma delicadez recorre mi espalda con su mano tibia.

—Lo siento —me susurra al abrazarme con más fuerza para que deje de llorar.

—¿Por qué? —inquiero entre hipidos.

—Por no haberte podido proteger antes...

Me aparto unos centímetros de él y lo observo con un nudo en la garganta que me quema. Soy incapaz de pronunciar palabra alguna.

—Pero te juro que, desde ahora en más, todo será diferente... —promete.

Su visión de un futuro optimista me enternece; sin embargo, harta de sentirme así, de revivir el vacío, respondo:

—Es mi turno —pronuncio con la voz quebrada.

—¿Qué preguntarás? —quiere saber, confundido por el cambio de tema.

Me aparto de su abrazo y alejo sus brazos. Gabriel me observa, confundido, como si temiera haber hecho algo mal.

—¿Me ayudarías a olvidar? —inquiero en un hilo de voz.

Consumida por la necesidad de sentir contacto, llevo mis manos a mi cuello y busco el enganche del colgante que me regaló Gael. Me quito el relicario y lo dejo a un costado. Sin entender, Gabriel observa cada uno de mis movimientos. La confusión baña cada una de sus facciones. Sin embargo, tampoco le doy tiempo para reaccionar. Me posiciono frente a él y comienzo a desabotonarme la camisa; Gabriel no me detiene.

Noto cómo es que su respiración, de pronto, se acelera y se torna pesada. Su nuez de Adán se mueve agónica ante mis acciones y, al ver dicha reacción, una pizca de satisfacción me recorre. Me subo a horcajadas sobre sus piernas mientras la manta con la que estaba cubierta se escurre por mi espalda, dejando mi torso, cubierto de viejos cardenales, completamente desnudo.

Con dudas, acerca sus manos a mi piel. Su tacto me consume con prisas, como si el fuego de la chimenea crepitara con fuerza en mi interior e incentivara el roce de nuestros cuerpos. Cuando acomoda sus manos en el contorno de mi cintura, cierro los ojos.

Necesito esto, necesito reparar lo que se rompió en mí, que alguien me haga sentir viva, que tapen el vacío para dejar de sentir tanto dolor

—Emma... —comienza con voz ronca—. ¿Estás segura de que quieres esto?

Lo miro a los ojos. A pesar de tener las mejillas consumidas en el más intenso rojo, no tengo pudor de cubrirme.

—Es mi turno —le recuerdo con seriedad y la espalda erguida—. Y ya hice mi pregunta.

Al mismo tiempo que niega con su cabeza, una risita involuntaria se escapa de sus labios tras escucharme hablar con tal fuerza. Sé lo que debe de estar pensando, me ha dicho que soy terca cientos de veces.

Clavo mis ojos en él y me acerco a su rostro. Gabriel me mira como nunca antes y dejo que el brillo de su mirada nocturna me conquiste. Creí que nunca volvería a sentirme así de viva.

Cuando estoy a punto de besarlo, él se adelanta y me roba mis labios con desesperación.

Lo saboreo.

Cada instante es un pedacito de eternidad que pertenece a un momento que se funde a fuego en mi memoria. Encendida por una pasión revitalizante, dejo que mis deseos egoístas me lleven hasta el abismo. Cada caricia es un paso más para sentirme viva y sellar el vacío que parasita en mí.

Cautivada por el placer de ser correspondida, me fundo con él en lo más primitivo de la necesidad carnal. Guiados por el sentir y el disfrute, donde el único objetivo es sentir el placer de estar vivos y ser deseados, desfallecemos en los brazos del otro.

Y juntos ardemos hasta volvernos cenizas que pertenecen al infierno.

La sensación de frío que te deja que se marche la persona con la que has dormido me despierta. La tibieza se desvanece y la intimidad se vuelve una completa desconocida. Giro entre las mantas, incómoda luego de haber pasado la noche en el suelo.

Por inercia, estiro mi brazo en busca de Gabriel, pero no lo encuentro. Me reincorporo, confundida. Me duele un poco la cabeza y automáticamente sé que es por el vino que bebimos anoche.

Miro hacia las ventanas y, por la claridad que ingresa, presupongo que está a punto de amanecer. Un escalofrío me recorre, los vidrios están húmedos a causa de las bajas temperaturas. Necesitada por una fuente de calor, me fijo en la chimenea que se ha quedado sin leña. Apenas quedan unas brasas encendidas. Pronto se apagará.

Froto mis manos mientras bostezo; mi aliento se convierte en un vaho blanco. ¡Mierda! ¡Moriré de frío! De hecho, puedo sentir una pequeña correntada de aire que viene de quién sabe dónde. Sin embargo, si las costumbres no se equivocan, luego de Tatiana comienzan las temperaturas agradables.

Arrebujada entre los cobertores, y con una sonrisa boba plantada en el rostro, busco a Gabriel con la mirada; no lo encuentro. Me levanto a ver el contenedor de la leña para poner algunas maderas en la chimenea y avivar el fuego.

Está vacío.

Con un suspiro pesaroso, me abotono la camisa y voy a mi cuarto por unos leggins deportivos. Quiero avisarle a Gabriel que, si pretendemos no morir de hipotermia en el desayuno, necesitamos avivar el fuego. La luz eléctrica puede esperar un poco más.

Me encamino hacia la cafetería y no lo encuentro, pero sí me topo con la puerta del lugar abierta.

«Este idiota», pienso. Con razón hace tanto frío aquí dentro.

El aire gélido que entra por el espacio me paraliza. Antes de salir, decido colocarme una chaqueta abrigada de las que hay en un perchero de la cafetería. La tela es inflada, de color borgoña, y me hace sentir como un muñeco de nieve, sin embargo, cumple con su propósito.

Mis pies descalzos se humedecen por los tablones mojados y me arrepiento enseguida de no haberme puesto mis zapatillas. Gabriel me regañará por imprudente y no me dejará regañarlo a él por haber dejado la puerta.

Con cuidado de no patinarme, camino despacio por el camino que está al costado de la cafetería y conecta con la puerta de atrás de la vivienda, esa que da hacia el mismísimo bosque. De pronto, una sonrisa cruza mi rostro de forma involuntaria cuando lo escucho hablar y el deseo infantil de asustarlo cobra fuerza.

Escucho un sonido extraño, como si de una interferencia suave se tratara:

—Ya no podré cubrirte, el inspector sospecha de tu intervención. Sus localizaciones están muy juntas desde hace días y duda.

—Por favor, solo un poco más. Quiero ser yo el que le diga lo que está ocurriendo. No puedo hacerlo ahora. Ella confía en mí. Sería...

—¿Un poco más, Gabriel? —la persona de la interferencia se altera—. ¿No te parece que te ayudé lo suficiente al modificar los datos de ubicación?

Un mareo me embarga y me veo obligada a apoyarme en la pared. La pasta se retuerce en mi estómago y los deseos de vomitar son grandes.

—Xander, por favor —suplica Gabriel—. Solo te pido un poco más. Dos días, como mucho.

—Es imposible. Estás con una F, AG134 —advierte—. Ya no hay tiempo.

Súbitamente, en mi mente aparecen recuerdos lejanos de una vieja charla escuchada en la intendencia.

La sonrisa boba se hace añicos.

—El experimento terminó, debemos ir por ella. Lo sabes.

«¿Y si Gabriel no es quien dice ser?», vuelvo a pensar con los ojos abnegados en lágrimas.

¿Y si es un ladrón?

¿Un asesino?

¿Un violador?

¿O un estudiante universitario y trabajador de medio tiempo en un hospital?

¿Y si Gabriel no es quien dice ser?

¿Y si es un traidor?

Ay, no les puedo explicar el mar de emociones que soy en este momento. ¡Por favor! Hace AÑOS que deseaba escribir estas escenas, hice cientos de borradores, pero nunca me había animado a escribir la versión definitiva, pues era imposible si la historia estaba estancada en el inicio.

Soñé tantas veces con terminar SOLA que, ahora que lo estoy logrando, me siento abrumada, feliz, ansiosa, con miedo, deseosa, agradecida, triste... todo a la vez, y más. Y si me siento ahora así... No les puedo explicar cuando termine la novela.

Nos quedan 4 capítulos y contando... 💥

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Esta vez no hay preguntas, comenten lo que quieran. Teorías, opiniones, dudas random, todo.

Espero que estén disfrutando de la lectura como yo estoy disfrutando de la escritura. 💞

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