39. Criatura salvaje

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⚡NaiiPhilpotts

Unas pocas nubes blancas y grises manchan en el horizonte el azul claro que baña por completo el cielo. Parecen pinceladas hechas en un óleo fresco y amateur, de alguien que se adentra en el paisajismo y no se decide si desatar una tormenta o pintar un día despejado. Sin embargo, la temperatura continúa siendo perfecta para andar solo con una camiseta de mangas cortas y algo ligero.

«Muero por un café de calabaza con especias», pienso al sentir la brisa sobre mi cuerpo.

Es un día perfecto para tomar una bicicleta y andar por la costa hasta llegar a algún sitio para tomar algo caliente en una cafetería... y esperar. Me daría el tiempo suficiente para que el pumpkin spice latte se enfríe y llegue a la tibieza ideal para disfrutar sus especias y el dulzor característico de la bebida. Gael siempre me tachó de rara por disfrutar las bebidas tibias; recuerdo que él solía decirme que eran «feas» porque no estaban ni frías ni calientes. Yo me reía y terminaba por darle un golpe en el hombro.

El pensamiento de mi antiguo novio me sorprende tanto como la certeza de que jamás podré disfrutar algo así de la misma manera. Nunca será lo mismo. Porque yo ya no soy la misma.

Me obligo a detenerme por un momento a tomar aire y ahogo el jadeo de sorpresa que me sobreviene. Niego con la cabeza para alejar los recuerdos del pasado que se acumulan a mi alrededor como un enjambre. En este tiempo, solo lograron que me sintiera miserable. Evitar recordar no quiere decir que olvidaré quién era o algo parecido, al contrario, gracias a esas vivencias es quien soy hoy.

Pero también lo soy por estar meses en completa soledad. He cambiado y ya casi no quedan en mi rastros de la chiquilla que comenzó esta historia.

Me tomo un momento para recomponerme y suspiro. El aroma a vegetación y la tierra húmeda inunda mis fosas nasales. La primavera se siente en el aire y me aferro a la primera sensación que me dio pensar en una cafetería.

«Oh, Dios, mataría por un buen postre», me obligo a pensar para mentirme a mí misma y simular que no estoy rota. «A pesar de que prefiero lo salado, quisiera algo dulce; sí, sí», continúo poco a poco y muy despacio, como mis pasos, y funciona.

«Gabriel ya me ha dicho que no sabe cocinar cosas dulces», añado en mi mente y los pensamientos me alejan del pozo oscuro.

Continúo avanzando con cuidado hasta que vuelvo a hundirme en un charco de lodo. Es el tercero en los últimos cincuenta metros. Suelto un suspiro de frustración e intento quitar el taco de apoyo.

—Maldición, ¡¿hasta cuándo más tendré que usar estas cosas?! —señalo con fastidio mis muletas—. ¡Ya me siento mejor!

Sé que me ignorará. Eso hace desde que salimos del refugio y comencé a seguirlo. Estoy agotada y solo caminé una corta distancia. Detrás de mí aún se puede ver un atisbo de la construcción de los guardabosques.

Las muletas son horribles. Nunca creí que fuera tan complicado usarlas y, sobre todo, se sintieran tan incómodas. Son ligeras y pesadas a la vez, y la coordinación que tengo que poner para avanzar es nivel extremo. Además, hasta ayer, él me había sugerido —en carácter de mi médico— usar una bota ortopédica para que, de esta forma, al caminar, no hiciera fuerza contra la herida de la pierna al apoyar en el suelo. Se siente extraño no usarla y creo que quizá me la quité demasiado pronto...

Maldito. Dijo que parecía que caminaba sobre un «colchón de mierda cubierto por bolitas de algodón» y se rio.

¡Se rio!

«Es un maldito», reitero en mi mente mientras lo observo caminar por delante, sin siquiera voltearse para responder.

Si supiera lo incomodo que es usar la maldita bota con las muletas, no me jodería.

¡Y por eso es que hoy ya me la quité! No obstante, como la herida de la bala sigue en pleno proceso de cicatrización, me vendé alrededor para hacer presión y ahora hago lo posible —o lo imposible— para ni siquiera rozar el suelo con esa pierna. Los saltitos que doy para avanzar no dejan que la pierna toque el suelo, pero la herida del abdomen recién curada se siente en tensión.

Gabriel se aleja otro poco, está unos cuántos metros por delante de mí, en una zona con vegetación abundante. En un pequeño morral negro lleva varias herramientas de jardinería. Además, también carga con un bolso de arpillera grande que, por ahora, está vacío.

Viste de gris, como sus ojos, y la camiseta se ciñe en su cuerpo cada vez que se agacha a analizar algo que me es imposible de ver en el terreno. Estamos en un claro del bosque, en un sitio en donde la luz del sol entra a través de las ramas que nos cubren como si fueran un intrincado enrejado. Si sigue por ahí, creo que ya no podré seguirlo.

Me parece curioso que, casi sin darme cuenta, el terreno se haya vuelto más elevado; noto que la casa ha quedado varios metros más abajo.

Carraspeo para llamar su atención, pero no me responde. Sin embargo, así se ha convertido en nuestra dinámica. Yo me quejo y él, paciente, logra hacerme entrar en razón. No es la primera vez en estos días que finge ignorarme, sin embargo, sé que en en fondo debe estar sonriendo. Lo he descubierto haciéndolo cuando, en una situación normal, debería mandarme a la mierda.

Y viceversa.

Lo escucho suspirar de forma extremadamente sonora, como si preparara para darme una respuesta programada.

—A partir de aquí, quédate o regresa —esta agachado y, con una pala, escarba algo entre unas plantas de hojas largas, que me parecen iguales a todo lo que está a nuestro alrededor—. El terreno se vuelve cada vez más complicado y, entre la subida y la gravilla, podrías resbalar y... —se gira, paciente, para intentar convencerme de que no tengo que sobreesforzarme, ya he empezado a conocerlo; seguro sonreíra con pesar—... caer.

Y, en efecto, un atisbo de sonrisa baila sobre sus labios.

«Ahí está la sonrisa», pienso. Sin embargo, sus ojos se abren de par en par, atónito.

—¡Emma! —grita y regaña; deja lo que estaba haciendo con las herramientas para voltearse, erguido, y caminar hacia a mí mientras me observa con el seño fruncido—. ¿Por qué te quitaste la bota? ¡Recién ha pasado una semana desde tu accidente y, aunque la cicatrización es buena, no deberías presionar! —retruca, ofuscado—. Ya tienes experiencia en abrírtelas de nuevo —puntualiza.

Ruedo los ojos con cansancio. Ya me ha dado esa respuesta alrededor de veintitrés veces en lo que va de la semana. Fijo mi vista en el cielo, el cual está azul radiante, con algunas nubes que lo manchan. El pintor ha optado por abandonar la tormenta y convertir el óleo en un día precioso.

Avanzo con pesadez hacia un árbol con el tronco agrietado y me apoyo contra él para descansar por un momento. Aquí, el suelo se ve más seco y estoy tentada a dejarme caer contra la gravilla.

A pesar de sentir dolor físico, me siento mejor en todos los aspectos posibles. Hace tiempo que no me sentía así; Gabriel y yo hemos estado hablando y él cada vez me cae mejor. Me hace sentir cómoda, y eso es algo que valoro de una forma inexplicable. Me conoció en mi peor forma, así que no debo fingir alguien que no soy. Además, sé que si sigo cuidándome, pronto podré caminar sin ayuda. Al menos, ya me he olvidado de la bota; eso es un avance.

—Me dijiste que al menos la use por cuatro días. Hoy es el cuarto —puntualizo apuntándolo con con una de las muletas.

Ahora es él el que rueda los ojos. Dejo la comodidad de mi tronco para acercarme a él. Sin embargo, doy un paso más y la punta de una de las muletas se traba con un grupo de plantas y me cuesta liberarla de su agarre.

Justo como dijo.

«Mierda, esto puede terminar mal». Simulo despreocupación y me tomo un momento para reacomodar las muletas. No puedo.

Escucho que Gabriel chasquea la lengua y se acerca a mí. Se agacha a la parte trabada y libera la punta.

Cuando termina, suelto un suspiro de alivio. Estuve a punto de perder el equilibrio y ya sentía en mi cuerpo que estaba haciendo hacer mas fuerza de la estrictamente necesaria.

—Vamos, no soy una experta, pero está claro que los antibióticos funcionaron de maravillas, ya no tengo infección visible y la piel ya ha vuelto a su color normal, y no duele.

Anoche, después de bañarme, vi mucho mejor la pierna en la curación. El abdomen también está mejor, pero me molesta un poco por la fuerza que debo hacer al caminar. Tengo vendas que cubren las zonas, sin embargo, como las costuras fueron superficiales, no hay mucho problema con ello.

—Sí, pero ahora te estás esforzando —añade con pesar.

Nop... te equivocas —aseguro y muevo la mano en son de que todo esta bien.

«Síp», pienso. Gabriel tiene razón. Lo cierto es que usarlas aquí me obliga a moverme más y hacer más fuerza en el área del abdomen.

—Y saliste sin consultarlo —continúa.

Le dedico una mirada de pocos amigos, la cual entiende a la perfección.

—Como tu médico, me refiero —se apresura a aclarar y suspira, agotado, mientras se frota las sienes—. Al menos, ten cuidado y no vayas a golpearte; el bosque es peligroso.

Miro a todos lados e imagino cosas «peligrosas», aunque el paisaje es ciertamente esplendido y tranquilizador. Incluso, a lo lejos puedo oír el sonido arrullador de una pequeña corriente de agua. De seguro es un arroyo.

—¿Hay animales salvajes? —cambio de tema radicalmente para evitar que me siga regañando.

—Puede haber animales salvajes, sí, pero a lo sumo son alimañas. Además, por lo general, las criaturas salvajes, ya sean grandes o pequeñas, no se suelen acercar a los humanos —continúa escarbando en la tierra—, son cautas y muy desconfiadas.

De pronto, siento que se refiere a mi. Me siento como una criatura salvaje. Su definición se adapta a mí a la perfección y refleja el estilo de vida que llevaba hasta que me encontré con él e incluso mi primera reacción al verlo.

Me sobreviene, de pronto, el recuerdo de mi encuentro con las criaturas del hospital. Ellas de cautas no tuvieron nada. No puedo explicarme por qué actuaron con tanta violencia; terminé por creer que fue a causa del estrés al que fueron sometidas, pero con el viejo perro policía me ocurrió lo mismo. Hubo un patrón que en los meses en soledad se rompió. No me extrañaría que eso hubiera sido también culpa de Shapes...

—¿Y para qué vinimos hoy aquí afuera? —inquiero en otro intento de sacar charla.

—«Vine» —puntualiza.

—Bueno, ¿para qué viniste tú solo aquí afuera? —resalto con la voz el hecho de que haya venido él, sin mí.

—A buscar provisiones —informa y yo suspiro sonoramente con hartazgo. Es en vano hablar con él; no obstante, me sorprende al girar sobre sus talones y mirarme a los ojos—. En esta zona se encuentran muchas cosas. Hay papines —señala unas hojas que para mí lucen como todas las demás—, son una especie de papas salvajes, más pequeñas. También hay varias especies de hierbas aromáticas. —Camina hacia unos arbustos y con mucho cuidado toma una de las hojas inferiores; me la tiende—. Huele, eso es albahaca. Con mucha suerte y paciencia hay cebolletas y, hace poco, encontré pimientos, pero no soy una gran admirador de ellos.

Huelo la hojita verde que me dio y aspiro sus motas saborizadas. De forma automática, se me abre el apetito. Recuerdo que mi madre usaba esta especia deshidratada, o una similar, para saborizar la comida.

—No entiendo cómo haces para, además de todo, saber de plantas y cultivos.

Gabriel lanza una carcajada que me sorprende. Se siente raro escuchar a alguien reír así después de tanto tiempo. Noto que cerca de sus ojos se le forman unas arruguitas, y que su nariz se contrae, a causa del movimiento de sus músculos faciales.

Cómo cuidar tu huerta para dummies —cita—. Lo tomé prestado de una librería. —Lo miro, escéptica. ¿Me está mintiendo, cierto?—. Te sorprendería todo lo que puedes encentrar por ahí, fíjate me tope contigo —se burla.

Su broma me confunde y tardo unos segundos en entender a qué se refiere. Cuando me doy cuenta de que me utiliza como objeto de sus chiste malos, la sonrisa que había en mi rostro se desvanece:

—Eres un idiota.

—... que sabe cómo salvarte la vida —completa entre risas.

—Harás que vuelva a ser hostil —advierto con una amenaza—. Mejor enséñame cómo encontrar cosas comestibles y no envenenarme en el intento.

Él se voltea y se agacha en el mismo sitio en el que encontró la planta aromática. Mueve varios pastizales grandes y, con una pala, comienza a delimitar el terreno. No puedo ver mucho, pues, su espalda tapa mi visión.

—Ven, mira —me llama y la paciencia en su voz es notoria; eso es algo que me agrada mucho de él—. ¿Ves esta hojas alargaditas y finitas? Son cebollines.

Me acerco al punto en que me dice y me apoyo contra la estructura de las muletas para no hacer fuerza con el cuerpo. Las pequeñas plantas están ocultas de los depredadores humanos y, también, de algún que otro animal despistado. Con cuidado, Gabriel remueve la tierra de los alrededores y saca los cebollines de color morado, los cuales comienza a guardar en la bolsa de arpillera.

—Por allá hay más plantas aromáticas; la que te di hace un momento queda sabrosa con la pasta. —Hace una pausa y se levanta para limpiarse la tierra de las manos—. No sé si hallaremos tomates, hace poco aún estaban muy verdes.

Gabriel se acerca y con una especie de pinza comienza a cortar ramitas y tallos de diferentes plantas. Lo hace con tanta seguridad que a mi parecer se trata de una demostración aleatoria de dotes inexistentes.

—Esto es romero, y con estas hojas de acá se puede preparar una ensalada —me explica mientras va podando—. Cerca de aquí suele haber madrigueras, y cerca de las madrigueras suele haber plantas comestibles.

—Y arañas —murmuro, pálida, a una que desciende por un tronco y tiene tamaño considerable. Menos mal que dejé a Syria en en el refugio, si no, estoy segura de que hubiera intentado comerla.

—Sí, también. Por esta zona hay muchas —añade, sin importancia—. Pero como te decía, es más difícil hallar por aquí vegetales comestibles. Los primeros veces asalté las casas de campo que tenías huertas; había comida de sobra y los árboles frutales estaban en época.

Gabriel me ayuda a descender por un terreno mientras continúa contándome cosas del bosque.

—Una vez atrapé una liebre. Puse varias trampas para roedores y algo cayó.

—¿Y qué tal? —pregunto.

—Creo que el sabor no valió la pena para lo que significó desollarla y quitarle la piel —comenta con gesto de desagrado—. Creo que no recurriré a eso hasta que no sea estrictamente necesario. Prefiero pescar.

—¿Acaso no hay un «Como desollar mamíferos para dummies»? —puntualizo en tono de burla.

Gabriel me regala una cara de pocos amigos, pero cede a la risa, y continúa caminando hacia un sector que, en algún momento, debió haber obrado como un invernadero.

—¿Necesitas ayuda para moverte por aquí? —vuelve a insistir y yo niego con la cabeza—. Si necesitas ayuda, me la pides —reitera.

Suspiro. La construcción luce derruida, pero no se ve muy peligrosa. Al menos, no hay lodo ni arañas. Gabriel me explica que aquí encontró papines. Aparentemente, el lugar funcionó como huerta orgánica por un tiempo hasta que lo abandonaron. Desmantelaron casi todo, pero los vándalos se adueñaron del sitio y, con los años, se olvidaron del lugar. Los vidrios del lugar están rotos y, dentro de los maceteros, parece que en algún momento florecerá una planta de colillas de cigarrillos.

Sin embargo, la paz dura poco y pronto comenzamos a escuchar, como es usual, a los aviones que se dirigen al centro de Montresa.

—Volveré —anuncio—. Estos ruidos ponen muy mal a Syria.

—Vamos —ofrece—. Ya he conseguido bastantes cosas por hoy.

Y sé que es mentira, pero no rechazo su compañía.

¡Hola! Después de tanto, ¡traje un nuevo capítulo! Además...

¡Ya estoy avanzando con el siguiente! 

Bueno, en realidad tengo el resumen de todo lo que pasará de acá al final. 🤫🤫🤫

¿Abrimos la cuenta regresiva?

¡Quedan 6 capítulos y SOLA termina!

¿Ansiosos? ¿Tristes? 😳

¿Qué esperan del final? 🤠🧐

¿Se imaginan cómo será? 🙈

¿Teorías? 👀

Si revientan a comentarios este capítulo, en menos de una semana tendrán el 40. 😎✨ (Es decir, antes del 14 de marzo).

¿Hecho?

¡A comentar!


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