38. Condimentos y especias

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NaiiPhilpotts

El tintineo de los cubiertos se diluye hasta que un silencio incómodo se instaura entre nosotros. Mi petición aún flota en el ambiente, entre nosotros, casi podría jurar que se oye como un eco a nuestro alrededor. Las volutas de humo que se desprenden de la olla de comida capturan mi atención. Huele a especias.

Tomo mi cuenco y me dejo embriagar por el calor de la cerámica que traspasa hasta mis manos. Gabriel me tiende una cuchara para que no me estire y, tras agarrarla, cargo una cucharada de comida y me la llevo a la boca, intrigada por probar su sabor aromático. No sé qué comida es y en apariencia parece algo horrible. Sin embargo, está tan caliente que me obligo a tragar sin siquiera pensarlo, inmutable. El caldo se desliza por mi lengua y baja a través de mi interior calentándolo con un calor que, en el fondo, no deja de ser agradable. Apenas puedo distinguir más que unos cuántos sabores.

Gabriel parece no percatarse de mi pequeño accidente. Al contrario, me observa de una manera que me resulta imposible de descifrar. Huyo de sus ojos grises, sobre todo por el cardenal morado que adorna uno de ellos. A pesar de estar avergonzada por golpearlo, me siento orgullosa de saber que fui capaz de lograr algo así. No sé, se siente revitalizante ser consciente de que ya no soy débil.

—¿De qué te gustaría hablar? —responde con una pregunta. Su voz me sobresalta y me aparta de mis pensamientos.

No respondo. Tomo una nueva cucharada de la comida y soplo, despacio. Observo con detenimiento el alimento que estoy a punto de tragar, el cual consiste en un caldo de color extraño y de textura algo espesa, poco apetitoso. Tiene algunos vegetales enlatados, papas salvajes del bosque, con algo de pasta y carne enlatada. Cuando se enfría, como.

Y me sorprendo. Las texturas juegan en mi boca y cada vez que chocan causan una explosión de sabor totalmente diferente a la anterior. Son gustos ajenos y nuevos, pero hay un picor familiar, algo que me causa una sensación de cercanía que no soy capaz de recordar.

—¿Esta es la hora del intercambio de preguntas y respuestas? —intenta bromear para aligerar la tensión, pero algo en mi rostro lo hace cambiar de postura y, poco a poco, su semblante relajado cambia por completo a uno a juego con el mío. Deja su cuenco en la mesita y endereza su espalda, demostrando que es mucho más alto que yo—. Claro —concede—, me parece bien. Pregúntame lo que quieras.

Suspiro. No sé qué pretendía que me dijera. Que esté dispuesto a hablar conmigo hace que me resulte más complicado actuar y, a cada segundo, el manto de desconfianza se resbala un poco más. Y no quiero que caiga por completo. Sería más sencillo para mí que no fuera tan cálido o atento, pues podríamos hablar juntos el idioma de la hostilidad y sé que con ese lenguaje soy una experta.

Sin embargo, he decidido que deseo interrogarlo. Quiero conocer más sobre él. Entender cómo es su vida, conocer su punto de vista sobre todo lo que ha ocurrido. Quiero saber qué le sucedió, cómo vivió todo este tiempo solo y, sobre todo, como resistió para no volverse loco y sucumbir a la desesperación. Froto mis muñecas para alejar a los nervios y el recuerdo de mi cuerpo. Pronto, noto que Gabriel se acomoda a mi lado en el sofá y me mira de reojo.

Revuelvo el plato de comida para enfriarlo mientras el aroma del extraño, pero demasiado sabroso revoltijo bailotea en mi nariz. Sabe bien y tiene tantos nutrientes que, con tan solo dos bocados, me siento más fuerte. Poco a poco, la temperatura exterior ha comenzado a bajar. En el bosque, las temperaturas son más bajas y todo se siente más frío. Alimentarme bien, con el orgullo a un costado, no me vendría mal.

Mientras jugueteo con la cuchara, pienso mi primera pregunta. Sin demorarme más, aparto el cuenco y hablo:

—¿Dónde aprendiste de medicina? —suelto. Gabriel levanta una ceja, curioso. Parece sorprendido de que esa haya sido mi primera pregunta. Parece que dirá algo, pero lo corto, a la defensiva antes que siquiera pueda responder—. ¿Qué? —suelto, filosa.

Él se ríe y, un poco más relajado, come una cucharada de su plato. Creo que lo intimido, y no sería raro luego de dejarle la cara como un dálmata. Finge una falsa y muy mala carraspera mientras se sirve un poco de jugo. Con un gesto de su rostro, me ofrece servirme a mí también. Asiento con la cabeza y él llena mi vaso.

—Tranq... —empieza a decir, pero se arrepiente. Sí, definitivamente debe creer que está tratando con una fiera a la cual, si le pides que se tranquilice, te haría picadillo. Chico listo—. No. No tiene nada de malo la pregunta. Es que —comienza tras beber un trago de jugo—, de todas las preguntas que me podrías haber hecho, me sorprende que esa sea la primera.

No me contengo y retruco, confundida:

—¿Qué creíste que preguntaría? —quiero saber.

—No lo sé exactamente; pero creí que me preguntarías sobre cómo sobreviví solo por tanto tiempo o cómo te encontré o por qué te ayudé. Incluso, tal vez podrías preguntarme sobre quién soy.

Parpadeo con lentitud.

«Maldita sea, tiene razón», pienso. «¿Qué me dirá? ¿El nombre del sitio donde estudió?», me regaño. No puedo haber sido tan poco lógica.

—Son buenas preguntas —admito—, sí, pero la mía es igual de buena —me defiendo, aunque sé que las suyas fueron mucho mejores que la mía—. Además —hago una pausa y saboreo otra cucharada de comida—, no quita que no te pueda preguntar algo de ese estilo como segunda o tercera pregunta o incluso que no las haya pensado, pero opté por algo más sencillo para romper el hielo —miento fatal, por lo que hago otra pausa un poco más larga—. También me pregunté si debía preguntarte si eres un psicópata, un asesino en serie o un violador; pero supuse que si te preguntaba algo de eso, no me lo dirías y mentirías.

Gabriel se ríe al tiempo que niega con la cabeza. No entiendo qué es tan chistoso. Cuando estoy a punto de decirle que todo esto no tiene sentido y que mejor volveré al cuarto, él habla:

—Estudié Medicina en la Universidad Nacional de Montresa.

Bingo. Sí, como me temía. Me dijo el lugar...

... porque eso fue lo que pregunté.

«Excelente, Emma, sigue así», me felicito, sarcástica.

Antes de continuar, pienso mejor cuál será mi siguiente comentario. Tras unos segundos, le pregunto por la carrera.

—¿La dejaste? —inquiero, curiosa. Se ve que él es solo unos pocos años mayor que yo, pero ni por lejos parece un doctor recibido.

—Egresé hace dos años —responde. Lo miro a los ojos, en espera del chiste, pero él continúa—. Tengo 23 años —aclara como si me leyera la mente.

Su respuesta me obliga a parpadear.

«¿Qué? ¿Veintitrés?».

Sus palabras aplastan lo poco que queda en mí de la Emma indecisa y con poca autoestima que aún sigue sin saber qué estudiar si siguiera en la universidad.

—¿Tú...? ¿Pagast...? —Pero no sé cómo seguir la frase.

—No, no me copié —pretende continuar, pero yo continúo balbuceando tonterías a medio de decir—. Terminé por mis propios méritos.

—No, yo no quería decir eso. Es que... te ves demasiado joven y...

—Soy joven —puntualiza—. ¿Tú cuántos años tienes? Debes andar por los veinte... —especula con intriga.

Levanto mis cejas, estupefacta, mientras mi siguiente cucharada se queda a medio camino de mi boca y el plato: aún no he cambiado de década.

—Tengo diecinueve —aclaro.

—¿Y cuándo cumples los veinte? —inquiere, curioso.

—En once meses, en septiembre.

Sus labios se curvan en una O y no añade ninguna acotación más al respecto. Incómodo, se pasa las manos por su cabello corto, de color castaño oscuro, tratando de aplastar algunas ondas rebeldes.

—¿Cuál es la siguiente pregunta? —intenta desviar mi atención sobre lo que acaba de pasar. Suelto un suspiro, agotada y prosigo al tiempo que lo observo beber otro poco de jugo.

—¿Cómo llegaste aquí? —pregunto. Para mí, llegar a Engranaje me salvó la vida, pero toparme con un sitio así hubiera sido casi como toparme con un palacio.

Gabriel suspira y creo ver un atisbo de incomodidad y nostalgia en su rostro. Se toma unos momentos y, cuando parece estar listo, comienza a hablar:

—Ya conocía este lugar —me explica con la mirada perdida—. Mi madre era cajera del autoservicio —con su rostro señala el sector de la entrada—, en la cafetería. Somos de la zona, pero cuándo crecí, decidí ir a estudiar a la capital porque aquí no había nada. De hecho, la preparatoria la cursé en Munitze.

Algo en sus palabras me lleva a imaginarlo con unos cuántos años menos, como un adolescente perdido que quería encontrar su sitio en el mundo, deseando salir de aquí y llegar lo más lejos posible. Pronto, su mirada vuelve a centrarse en mí y me sonríe. La nostalgia y la tristeza tiñen sus facciones por partes iguales, cada poro de su piel se ve afectado por la añoranza y noto que, poco a poco, él también se entierra en sus pensamientos.

—En este tiempo... —carraspeo para atraerlo otra vez al presente—, ¿nunca pensaste en irte de aquí? ¿De dejar la isla?

—Cada minuto desde que todo comenzó —responde y en sus ojos veo el mismo atisbo de dolor que mancha los míos desde el 3 de marzo.

Asiento con una sonrisa involuntaria, pero triste, que él me corresponde. Hago mi siguiente pregunta y obtengo una respuesta a cambio. La charla avanza y me termino por enterar cosas como que, en realidad, él me había visto antes de decidir entrar a Shapes. Esperó cerca, pero no se atrevió a salir del carro y hablarme. Por su tono de voz, siento que hay remordimiento en sus palabras. Creo que se arrepiente de no haberse acercado antes a mí, pues, si eso hubiera pasado, quizá mi enfrentamiento con el dron hubiera sido diferente.

Con la tormenta, me perdió de vista al salir. Me estuvo buscando por la zona, pero no me encontró. Cuando se estaba por marchar, rendido, vio el resplandor del fuego en el edificio abandonado. Me cuenta que se quiso acercar a mí, pero Syria no lo dejó. Intentó despertarme y llamarme, pero no reaccioné Me explica que eso se debía a la debilidad y la confusión por la pérdida de sangre porque, hasta ese momento, él no sabía de mis heridas. Se dio cuenta de que algo marchaba mal. Fue por su vehículo y el resto es historia.

—¿No tienes miedo de que te encuentren cuando te mueves con el todoterreno?

Confundido, él me mira como si acabara de contarle el mejor de los chistes.

—Creo que si quisieran, sabrían dónde estoy —le resta importancia a uno de mis mayores miedos—. Como todo. Tienen los recursos necesarios para hacer volar media isla, sería fácil hallar a alguien Pero imagino que ahora tienen más cosas que atender a causa de lo que ocurre en el centro.

Quiero preguntarle si sabe de los incendios, pero me doy cuenta de que no estoy lista para recibir nueva información en estos momentos. A este punto, creo que también ha comenzado a darme igual lo que ocurre. Además, aún estoy débil y la charla con Gabriel se está llevando toda mi energía.

—Supongo que es como buscar una aguja en un pajar —murmuro, distraída.

Mientras devoro las últimas cucharadas que queda de mi cuenco de revoltijo, noto cuál fue ese sabor que me llamó la atención al principio. Con tantos condimentos y especias diferentes, el dejo de paprika se pierde entre todas las demás.

Mi mamá le ponía paprika a todas sus salsas.

—De todos modos —continúa él, ajeno a mis pensamientos—, el fuego que hiciste en el edificio abandonado fue frente a la costa, apuntando hacia la base marítima. Si te querías ocultar, no pareció una buena opción.

Revoleo los ojos con fastidio, por poco ni siquiera llego a ese edificio. Hasta ese momento, fui muy cuidadosa con mis desplazamientos. Siempre me moví a pie para no llamar la atención; solo me bastó que un dron me quisiera intentar matar como para saber que querían aniquilarme, y casi sucede al dejarme como un colador de fideos.

Las preguntas pasan y, poco a poco, la calidez de una buena compañía me reconforta. Pronto, nos encontramos hablando de política y debatimos un rato sobre el bipartidismo dominante en Montresa y la falta de opciones de izquierda. Me entero de que no le gusta el fútbol, pero sí la cocina; de que de niño solía practicar esgrima y que fue a scouts hasta los dieciséis; que tiene dos hermanos menores, un poco más chicos que yo, que son gemelos y que a veces es incapaz de reconocerlos; que leer se le da fatal, pero le gusta escuchar.

—¿Por qué no te llevaron? —pregunto ya con las preguntas agotadas mientras Syria se acomoda entre nosotros en el sofá. Había intentado subirse varias veces, pero como mi mamá no la dejaba acercarse a los muebles, no se atrevía.

—No lo sé. Cuando decretaron la alerta —acaricia la cabeza de Syria, justo entre sus orejas, y ella se acuesta sobre su regazo—, quise ir a casa, pero quedé atrapado en el trabajo. Cuando vi que las cosas eran más serias de lo que imaginaba... me asusté. De verdad, creí que todo se había jodido en serio.

»Como soy... o era... empleado de salud, nos evacuaron por otro lado. Quise volver y encontrar a mi familia, pero no pude. No me dejaron. Mi madre y mis hermanos estaban en Munitze, y yo en Nueva Francia por los rezagados... intenté, pero estaba abrumado por todo...

Noto que se pone nervioso y que cada palabra le cuesta aún más. No lo presiono. Gabriel toma aire y Syria comienza a lamerle las manos, como si quisiera darle ánimos.

—Los primeros días solo, tomé... pastillas. Quería dormir lo suficiente hasta que todo pasara o... sencillamente no despertar —susurra como si le diera vergüenza sus actitud y, por inercia, me abrazo a mí misma.

—¿No te enfermaste? —inquiero, bajito. De pronto, siento que estoy indagando en un terreno que no me corresponde.

—Los primeros días... es todo borroso. Alguien importante para mí... murió.

Los ojos grises de Gabriel se enrojecen y creo que está a punto de llorar. Quiero interrumpirlo y preguntarle a qué se refiere o si fue por la enfermedad, pero no debo. Los duelos son propios y sería irrespetuoso para él que yo busque información por ahí.

—Tomé demás, quería... quería olvidar... —por un instante, su voz se quiebra y pierde, no obstante, suspira y vuelve a comenzar—. Las pastillas me hacían dormir por horas. Quería olvidar haber sido un cobarde, pero eso sí que aún lo recuerdo. El no hacer nada, eso sí, sigue en mí. Cuando me las acabé, sentí que todo se me vendría abajo, y ya no quedaba nadie.

—¿Te dejaron solo? —susurro con más empatía de la que quisiera. Su versión era tan diferente a la mía, pero igual de cruda. Mismo dolor, diferentes situaciones.

Gabriel asiente con sutileza mientras se levanta del sofá para comenzar a juntar los trastes sucios y llevarse la olla casi vacía. Sé que la charla ha terminado, pues las horas pasaron y ha oscurecido. Mi cuerpo lo sabe y el cansancio ha empezado a jugarme una mala pasada.

Cuando estoy intentando levantarme del sofá, Gabriel aparece para ayudarme a ir al cuarto.

—Mañana te ayudaré con las muletas —promete con una sonrisa ajena, diferente a las anteriores que me ha regalado; entiendo que la conversación debe haberlo afectado más de lo que pretendía.

Creo que me siento culpable.

—Suena genial —respondo en la puerta de la habitación, obligando a mantener mi hostilidad natural a raya—. La comida estuvo deliciosa. Gracias.

—Que pases una buena noche, Emma —se despide, pero solo puedo fijarme en la sombra de tristeza que baña su sonrisa.


Bueno, este capítulo me quedó mucho más largo que lo habitual (y obviamente que lo planeado). 😯 

Pudimos leer un poco más de Gabriel... Años creándolo para esto. 🥺💫

¿Qué les pareció la charla? 👀

¿Qué opinan de Gabriel? 😌

¿Ustedes qué le hubieran preguntado? 🤔

¿Comerían su revoltijo? 🍔

Por último, les adelanto que la historia tendrá 45 capítulos. Ya revisé lo que queda de todas las formas posibles. No serán más ni menos que 45 capis.

Siento que lloraré, empecé a subir esta novela en octubre del 2013, aunque la idea de alguien sola como Emma me rondaba desde siempre. Lo que sí, nunca pensé que se transformaría en esta comunidad hermosa que tengo hoy. 🥺

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