37. Traidora
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La caída en el suelo fue dolorosa; pero más doloroso fue el hecho de que tuvo que volver a coserme tres puntos del abdomen que se saltaron. Y sin anestesia.
Creo que lo disfruto. En un momento, juro que lo vi sonreír.
Es un sádico.
Cuando entró al cuarto, no pude evitarlo. Me aventé sobre él, presa del pánico. Lo golpeé y juntos rodamos por el suelo de madera. No sé en qué estaba pensando, ni siquiera sé si quería huir o lo hice por mero impulso contenido.
Cuando me tranquilicé, intenté hablar con él; pero me sugirió que descansara y que durmiera porque mis heridas eran muy recientes como para estar perdiendo tanta energía. Esa misma noche, entró me llevó un plato de comida humeante que olía delicioso. No sé qué traía, porque, más por orgullo que por otra cosa, le dije que no tenía hambre y que se retirara.
Él no insistió. Solo me pidió que intentara dormir y se despidió con un simple «buenas noches» que no respondí.
Cerré con llave, puse una silla contra el picaporte y, de a ratos, pude hacerlo. Creo que los analgésicos ayudaron.
Estamos en un parador en el medio del bosque, un sitio gestionado por los guardabosques nacionales y, por sobre todas las cosas, autosustentable. Por eso la electricidad y ciertas otras comodidades como agua caliente. No es un hotel, ni nada por el estilo. Solo hay una cafetería autoservicio en la parte delantera, en donde la gente podía comprar snacks empaquetados y bebidas instantáneas en maquinitas.
El lugar es grande, pero sin exagerar. Solo está la cafetería de estilo anticuado que, como mucho, podría albergar a un puñado de personas y, tras una división, está la casa de los guardabosques que vivían aquí.
Suspiro. No sé cómo sentirme con todo lo que está ocurriendo. Si pienso en mi cuerpo, la respuesta llega a mí de manera sencilla: la piel cortada, los músculos cortados que intentan cerrarse para continuar con el proceso de cicatrización natural, duele. Demasiado. Creo que soy capaz de sentir cómo es que las células se unen para cerrarse y que yo, de una vez por todas, pueda sanar. La sensación es horrible e intensa, demasiado perturbadora. La del abdomen compite con mi pierna para ver cuál duele más.
Me duele el cuerpo más ahora que cuando estaba sin curaciones. Gabriel me dijo que era normal, sin embargo, no sé si creerle. Quizá me está mintiendo para no preocuparme. Aunque... ¿Por qué haría eso?
Por otro lado, si pienso en cómo estoy anímicamente, pues ahí comienza el verdadero problema. Ni yo misma entiendo lo que siento. Hace tiempo que había dejado de fantasear con encontrar algún superviviente... y, ahora que ocurrió, no sé cómo actuar.
Dudo de él, y dudo de mí. No sé si puedo confiar en sus palabras ni en su historia, me aterra hacerlo porque no quiero que las cosas luego salgan mal. Pero también sé que es estúpido creer algo diferente, porque si Shapes me hubiera querido encontrar antes, lo hubiera hecho. No soy una molestia para ellos; en la isla no puedo hacerles nada.
Y tampoco podría hacerlo si estoy frente a frente con ellos.
«Además, apenas sobreviví a un dron automatizado», pienso.
Pero Gabriel... No lo sé. No me gusta tenerlo cerca. Es demasiado atento conmigo. Incluso, me acompañó al baño ya que soy incapaz de caminar por mi cuenta si no doy saltitos, los cuales terminan por empeorar la herida de mi abdomen, y termino metida en un círculo vicioso repleto de dolor. Yo no quería ir a hacer pis, pero dijo que prefería acompañarme hasta el baño, a que le orinara la cama. Terminé por ceder.
Porque sí, estoy usando su cuarto ya que no hay otro. Creo que el está durmiendo en el living en un sofá plegable. Espero que sea más cómodo de los que hay en el parador de la entrada, que parecen una tabla.
Ya no quiero ocasionar más problemas. Estoy cansada de hacerlo.
Esta mañana me pidió que tuviera paciencia, que si seguía así, pronto podría recuperarme. Luego, me avisó que se iría a la ciudad por un par de muletas, o algo que yo pudiera usar como sustituto. También me dijo que vería si conseguía más antibióticos para mí, pues me quedan pocos.
No me encerró y me dejó una copia de las llaves del lugar. Me advirtió que, por mi bien, no saliera, pues, como estamos en una zona boscosa y no la conozco, podría ser peligroso.
Más en mi estado.
«Solo conseguirás matarte», desafió.
No respondí, solo lo vi marcharse. Syria le movió la cola y él la acarició entre las orejas. Me sentí extraña por eso, a disgusto... celosa. Además, me quedé con ganas de responder que se equivocaba, que yo jamás sería capaz de ir a recorrer un sitio que no conozco con las heridas que cargo encima, que no me pondría en peligro inútilmente; pero ni yo me lo creí.
Ahora estoy en el baño dándome una ducha, aprovechando que él no está. Ya hace dos o tres horas que se marchó. No lo conozco y me pone nerviosa su presencia. Es la primera persona con la que tengo contacto desde hace siete meses y ya ni sé lo que es mantener una conversación.
Envidio su tranquilidad.
Gabriel me dejó una butaca de madera en la ducha para que me siente en ella y no haga fuerza con la pierna. Se ofreció a que me bañara mientras él estuviera presente en el refugio, pero me negué rotundamente.
El agua cae sobre mi cuerpo y moja cada centímetro de mi piel. Como me cuesta estar parada, decido subirme a la banqueta con la pierna extendida. La lluvia de la regadera me da de lleno en la cabeza y me dejo llevar por el calor del agua. Me encantaría sumergirme en la bañera, pero Gabriel dijo que evitara las esencias perfumadas contra la piel y que no frotara las áreas. Siquiera estaba muy convencido en dejarme hacerlo, pero insistí. El hedor corporal ya me resultaba intolerable y mi cabello aún es una maraña de lodo seco y nudos perpetuos.
La bañera que ya ha empezado a llenarse de agua y mis pies se cubren por completo por la tibieza del líquido. La relajación sube por mi cuerpo y me aferro a mi colgante para darme fuerzas mentales. Me encanta la sensación que me da bañarme con agua caliente, aunque me perturba el hecho de ver cómo el agua se tiñe con los restos secos de mi sangre, la mugre y el tinte oscuro de la yodopovidona.
Me concentro en la suciedad de mi cuerpo y lavo cada centímetro de él con un jabón neutro blanco mientras las luces eléctricas parpadean; se sienten surreales. Me siento como en un oasis perdido y no puedo evitar preguntarme si yo hubiera sido capaz de encontrar un sitio así.
Procuro que el agua no me dé directo sobre las vendas ni las costuras que aparecen cuando estas últimas se despegan. Luego, continúo y, cuando mi cabello está por completo empapado, lo lleno de acondicionador para ayudar a que los nudos se deshagan. ¿Cuándo es que me creció tanto? No recuerdo cuando fue la última vez que lo corté.
Al salir de la bañera, veo que Syria duerme a los pies de la ducha sobre la alfombra del baño. Me estuvo cuidando. La observo con detenimiento por un instante mientras espero que se aparte: ella también necesita una buena limpieza. En cuanto me sienta un poco mejor, le preguntaré a Gabriel si me deja bañarla. Sin embargo, tan pronto ese pensamiento surca por mi mente, lo deshecho.
«No», me regaño a mí misma.
Nosotras nos iremos de aquí en cuanto sea posible; tenemos que volver a nuestro refugio. Quizá podremos ayudarnos mutuamente y, con el tiempo, ver cómo siguen las cosas. Tampoco me interesa que Syria parezca llevarse bien con él, eso no quiere decir nada. Aunque es un hecho que, gracias a ella, lo solté y dejé de pegarle cuando me aventé encima suyo como una desquiciada. Por la actitud de mi perra terminé confundida, llorando desconsolada mientras me agarraba la cabeza como si quisiera morir.
«¿Eres real?», le pregunté entre lágrimas.
Él me dijo que sí. Intentó abrazarme, pero le pedí espacio. Luego, me acomodó en la cama y procedió a arreglar las curaciones que yo misma acababa de destrozar por querer golpearlo. No hablamos más y, pronto, dormí.
Seco mi cuerpo con cuidado y procedo a atenderme las heridas de la manera en que Gabriel me explicó. Creo que lo hago bien, aunque él es muchísimo más delicado que yo para hacerlo. Bajo sus dedos, no me duele tanto que en contacto con los míos.
Antes de salir del baño y de cambiarme, dejo mi ropa en el canasto de la ropa sucia. Me gustaría lavarla yo misma, pero como no acumulé agua en la bañera y me parece un desperdicio hacerlo ahora. Mi consciencia sobre el derroche y maximizar recursos cambió mucho en los últimos meses. Tampoco sabría dónde tenderla o si dejarla húmeda dentro del lavabo. Como hay electricidad, imagino que usará una lavadora. Por un breve instante, quiero salir a ver la parte trasera de la construcción, pero no me atrevo porque cada paso que doy es una agonía. Ya he hecho mucho.
Me miro en el espejo. Estoy más pálida que de costumbre por lo que la cicatriz de mi frente, esa que me hice cuando me caí en la bañera de casa cuando todo comenzó, resalta. Además, gracias a los surcos que dejaron en mi rostro las ojeras oscuras acumuladas por meses, teñidas con pinceladas verdosas, mis ojos verdes lucen hundidos.
Desnuda, noto también que mi cuerpo, aunque más delgado por la mala alimentación, ha ganado musculatura y está más tonificado. Y, a pesar que me veo notoriamente más flaca y me siento «fea», nunca fui tan fuerte. Ahora puedo correr y caminar por distancias que antes me hubieran parecido imposibles. Mi resistencia sería digna de halagos de cualquier profesor de Educación Física.
La sonrisa triste que se atreve a aparecer en mis labios desaparece con velocidad. Después de todo, sigo siendo una chiquilla que carga con más de mil miedos, desconfianzas e inseguridades. Y sé que muchas de ellas no tendrían que importarme en estos momentos; pero... ¿quién es el que dice que no? Yo decido a qué aferrarme y a qué darle importancia. Y si hoy mi preocupación es tan banal como el hecho de que mis senos han bajado de tamaño o que mi cuerpo ha perdido su curvatura envidiable —y que en su momento no creí que sería capaz de extrañar—, que así sea.
Y me enoja que la presencia de Gabriel sea la causa de que estas cosas hayan vuelto a atormentarme. Me enoja volver a ser consciente de mí misma y de que en el pasado, aunque dijera que no, amaba arreglarme
Pero, por otro lado, creo que es bueno. Porque me doy cuenta de que la vieja Emma no se ha ido del todo y que aún sigue aquí, conmigo. Me duele admitir que no sé cómo lidiar con ella. Pensé que se había ido con todos los demás y ahora reencontrarme con sus actitudes de siente antinatural. No sé cuáles reacciones son correctas o si siquiera las hay. Es difícil enfrentarme a estas cosas y, sobre todo, lo es porque me penalizo a mí misma por sentirme como me siento, como si fuera una error, estuviera mal o fuera ridícula.
—Maldición, Gabriel —suelto en un susurro.
Desde que lo encontré, me siento vulnerable. Temo encariñarme con alguien y perderlo. Temo que nunca más vuelva a ver a mis seres queridos. Temo que ya esté, que toda mi vida se reduzca a sobrevivir en esta isla.
Temo confiar en alguien, en Gabriel, y que me traicione. Aunque eso no quita que, gracias él, esté respirando un día más. Gabriel me dio la oportunidad de seguir viviendo y me salvó de una horrible muerte causada por alguna infección incontrolable, con fiebre alta y rodeada por el velo nuboso de los delirios.
Salgo del baño mientras medito mis pensamientos. Mi cabello húmedo gotea sobre mi camiseta, sin embargo, dentro de la casa se está bien y no entra el fresco de afuera. Gabriel dijo que hoy prendería la chimenea porque aparentemente nos espera una noche fría.
«La luz», pienso, mientras vuelvo a entrar al baño y apago el switch. Aún no me acostumbro a tener que apagarla. Ni a tener electricidad o agua caliente.
Syria no me sigue, sino que avanza en dirección contraria y se pone en alerta. Se acerca al pasillo y, luego de unos segundo de olfatear en el aire, comienzo a escuchar ruidos en la zona de la cafetería. Por el movimiento alegre de su cola, noto que Gabriel ha llegado. Me asomo por el pasillo para curiosear, pero termino por sorprenderlo en el momento exacto que iba a anunciar su llegada.
—Maldición, Emma. —Se agarra el pecho visiblemente turbado y clava sus ojos grises en mí.
No puedo evitar sentirme incómoda bajo su mirada. Estoy usando una de sus camisetas y unos shorts masculinos que me dio para que me pusiera como pantaloncillos ya que me recomendó usar ropa holgada por el bien de las heridas. Sin embargo, la ropa que traje es ajustada, pues hace que me mueva con mayor comodidad cuando salgo a explorar.
Le devuelvo la mirada y se la mantengo en alto el mayor tiempo posible. No obstante, él gana. Bajo mi vista y la fijo en uno de los mechones de cabello húmedo y oscuro que gotean sobre la tela de la camisa.
—¿Y bien? —inquiero.
Pero no estoy lista para oírlo hablar, así que doy media vuelta en silencio, rengueando, con intensión de regresar al cuarto.
Necesito espacio. Ya no puedo decir una palabra más.
Me es muy difícil verlo a la cara. El moratón azul que envuelve su ojo derecho es espantoso y aún no puedo creer que se lo haya hecho yo. No obstante, soy consciente de que se lo hice con un cerero puñetazo y eso me revuelve el estomago. Se ve tan feo que ni siquiera los arañazos que le dejé en las mejillas y el cuello parecen preocupantes.
Estoy demasiado apenada con él, pero tampoco sé cómo disculparme. Mis habilidades sociales, que tampoco nunca fueron muy buenas, se han desvanecido con los habitantes de Montresa.
Doy un paso más y combato el dolor con insultos mentales. No puedo verlo en ese estado, más aún cuando no luce enojado por lo que le hice.
¿Por qué no me corre a la calle por «loca» o algo así? ¡Sería más sencillo de lidiar!
—Deja de huir, vamos a cenar —habla. Antes de que pueda negarme, él añade—: Necesitas comer por los medicamentos.
Suelto un suspiro cargado de angustia mientras él se acerca a mí para ayudarme a ir al comedor, una pequeña habitación luminosa con vista a un área boscosa de ensueño. Me ayuda a acomodarme en el sofá, que está frente a una chimenea antigua, y me acomoda algunos almohadones alrededor para que esté más cómoda. No usaremos la pintoresca mesa de madera con cuatro sillas a juego por mis heridas.
—Gracias —le digo cuando me ayuda a sentarme, sin embargo, no le especifico por qué es que le estoy agradeciendo.
—Iré por la comida. Es un estofado. Aunque se ve raro, sabe muy bien —sonríe y sus ojos tormentosos se iluminan.
Quiero preguntar por qué es raro, pero evito hablar. Termino por asentir levemente y finjo llamar a Syria con los dedos, sin embargo, ella me ignora y opta por acompañar a Gabriel a la cocina. Ruedo los ojos por el enamoramiento que tiene con el nuevo humano que ha conocido.
—Traidora —suelto en un murmullo.
Pronto, desde la cocina, escucho diferentes tintineos y golpes. Supongo que son los ruidos de los platos y de los muebles que se cierran. Un momento más tarde, Gabriel acomoda las cosas en una mesita ratona, y me avisa que la comida ya casi estará.
Por un breve instante, me invaden una s ganas de llorar tan agobiantes que debo recurrir a apretarme el tabique. Estoy abrumada y sobrepasada de emociones. Además, no sabe nada sobre él no me ayuda y me hace sentir aún más vulnerable. Quisiera hacerle mil preguntas, pero no sé cómo formularlas.
¿Cómo sobrevivió? ¿Por qué está aquí? ¿También lo abandonaron? ¿No la parece demasiado audaz usar vehículo? ¿Se topó con drones? Me gustaría hablar de eso y más. Pero no puedo, soy incapaz.
Gabriel reaparece a mi costado cargado con varias cosas encima. No sé cómo hace, pero se las arregla para dejar los platos, los vasos y, también, una jarra de plástico de color amarillo que creo que contiene jugo. Pronto, un olor a comida llega a mí. Mi estómago me traiciona y no puedo evitar sonrojarme al hacerme consciente del hambre que tengo.
—¿Hoy no me despreciarás la comida, verdad? —pregunta de una manera tan casual que me hace volver a envidiarlo.
Aguarda por mi respuesta mientras me sirve un poco de jugo en los vasos de vidrio de color azul. Como nota que no hablaré, se resigna y se dirige a la cocina por el resto de las cosas.
En cuanto se va, me estiro a tomar el vaso entre mis y me sorprendo cuando lo noto frio. Bebo un poco y saboreo. Es de naranja. Me parece irreal que esté tan fresco. También me es antinatural saber que usa una cocina para cocinar. Yo no sé colocar el gas y tampoco me atreví a llevar garrafas, pues las veces que encontré unas grandes, fui incapaz de moverlas.
Cuando Gabriel vuelve a aparecer, trae una olla humeante que deja sobre la mesa. En silencio, sirve nuestros cuencos y me tiende uno.
Pienso que se ha resignado a que comeremos callados, pero tras soltar un hondo suspiro, hablo:
—Bien... —empiezo, incómoda—. Creo que llegó la hora de hablar.
Gracias por sus hermosos mensajitos mientras tuve COVID, aún no estoy recuperada al 100 %, pero de a poco vamos recuperando vida normal. 🙏🏻✨
¿Qué opinan de Gabriel? 👀
¿Nos enteraremos en el próximo capítulo de lo que hablan? 😦
¿Amamos a Syria traidora o no? 🙈
Emma está muy confundida, ¿ustedes cómo reaccionarían ante algo así? 💨
Velita de la buena suerte para la prota. 🕯✨✨✨
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