34 - Shapes

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🛐🛐🛐🛐 Etiqueta a un amigo al que le recomendarías esta historia o Syria tendrá pesadillas. 🐶 💣

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NaiiPhilpotts

El salitre del océano llega a mí como el aroma de una comida de la infancia por la que tienes reservas. En cuanto me acerco a las puertas, noto que tienen una traba electrónica. Me pregunto si pasar será sencillo o es alguna clase de señal para que no lo haga. En teoría, deberían abrirse solas al notar mi presencia, pero, por obvias razones, no ocurre.

Apoyo mi mano en el cristal y empujo con fuerza hacia hasta que, por fin, comienza a ceder. Pongo todo de mí para que la puerta continúe arrastrándose hasta que se abre por completo sin mayores inconvenientes.

Los primeros pasos siempre son los más difíciles, más dentro de un lugar donde ni mi imaginación puede ayudarme con lo que podría contener aquí dentro.

La recepción parece estar congelada en el tiempo. El polvillo flota a contraluz como la magia brillantes de las películas infantiles. Me hace picar la nariz y debo contener las ganas de estornudar. Llevo mi mano a la punta de mi nariz y me la froto para dispersar mis ganas.

Syria estornuda por mí. Por más que quiera sonreír, no puedo hacerlo. El lugar no me lo permite. Además, debo apresurarme. Aún me quedan unas cinco horas de luz del día, pero de igual modo tengo que ser rápida. No quisiera que caiga la noche conmigo aquí dentro.

El usual dolor de estómago que me agarra cuando estoy nerviosa me asalta y me sorprende, hacía tiempo que no me atacaban estos nervios tan agudos. Limpio mi mano contra mi ropa y seco el sudor que se acumula en mis palmas.

Pensé que me había acostumbrado a los lugares abandonados, pero veo que no es cierto. El miedo ha comenzado a abrazarme como un viejo amigo con derechos, y yo me siento muy incómoda con sus manos sobre mi cuerpo.

Observo el espacio que ocupa la entrada. Hay varios sillones para esperar y dos pasillos. Todo el sitio es blanco, incluso los cuadros y los detalles en la mueblería. Con Syria a mi lado, me acerco al gran escritorio curvo de información, el cual está perfectamente arreglado. En él hay tres sillas, estilo oficinista, también blancas, a juego con la increíble pulcritud y el minimalismo del sitio. Casi que puedo imaginar a las personas que trabajaban aquí, con batas blancas o uniformes blancos, y un perfecto orden hasta en sus peinados.

Hasta las computadoras son perfectas a pesar de estar cubiertas por una capa de polvillo. Los tres sectores son iguales de la madera blanca y curva se ven casi aburridos si no fueran tan precisos. Solo uno de los lugares se diferencia del resto por tener una pequeña maceta al lado de la pantalla, presumiblemente táctil. Un pequeño cactus agoniza por estar tantos meses sin agua.

Saco mi botella y lo riego. Él no tiene la culpa de que también lo hayan dejado aquí.

Atisbo una sonrisa triste que se esfuma cuando comienzo a revisar los cajones. La gran mayoría de ellos está vacío y, los que contienen algo, tienen papeles en blanco. Frunzo el entrecejo.

Es imposible que exista tanta perfección.

«¿Todo esto habrá sido plantado? Pero... ¿por qué?».

El sitio huele a encierro y maldad. No sé cómo es que sería el olor de esta última, pero quisiera dársela a como huele el edificio de Shapes. Con una de mis linternas en mano y ya preparada para continuar, alumbro mis pasos. Me acerco al ancho pasillo que va hacia a un costado y me aferro al celular hasta que mis dedos se graban contra los bordes de la pantalla. En este costado la claridad es menor, pues la luz de las puertas de vidrio no llega a iluminar la instancia. Veo un juego de cinco ascensores a cada lado del grueso pasillo. Entre medio de cada uno hay macetas con plantas ahora muertas. Me pregunto si habrán sido potus; nunca vi uno y, si lo hice, jamás me molesté en recordarlos. También hay una puerta que dice «baños».

Del otro lado, la situación es igual. Sin embargo, además de los diez ascensores, hay dos puertas contra la pared.

Me acerco a la primera. Giro la perilla y, cuando intento abrir, no cede. Sin embargo, como no parece estar cerrada con llave, empujo lo suficiente hasta que, por fin, tras un ruido sordo apretujado, se termina de abrir. Al parecer, la humedad ha hecho que la madera se infle y, por consiguiente se trabe la madera contra las guías .

Me meto al cuarto por esa puerta mientras alumbro con el móvil en lo alto, sin embargo, hay luz que entra por el gran ventanal que está al fondo de la habitación. Una especie de cuarto para empleados de lujo, más grande aún que la recepción, se extiende ante mí. Parece una especie de restaurante increíblemente bonito. Imagino que es una especie de cuarto de descanso para que los empleados compartan el almuerzo o un café rápido. Además, hay un baño privado con varios cubículos y hasta duchas y un botiquín obligatorio de primeros auxilios.

Debo admitir que amo tener razón, es demasiado satisfactorio: en las oficinas siempre hay provisiones. A un costado hay diferentes estilos de cafeteras y estantes. Encuentro muchas opciones de cafetería que guardo en mi mochila. Incluso hasta hay paquetes de galletas que, de seguro, están pasados, pero que Syria podría comer con gusto.

Guardo también todo tipo de infusiones. Hay tés de todos los sabores y países, y hay café de regiones exóticas de las que nunca en mi vida escuché hablar, pero tan solo olerlo es demasiado agradable y, por ello, me embarga de una calidez entrañable.

A un costado del sector de la cafetería, hay una exhibidora metálica, de las que en los restaurantes suelen tener todo tipo de ensaladas y comidas para mantenerlas frescas, con diferentes divisiones que están vacías. Además hay una serie de microondas y varias neveras y frigobares repletos de sodas y bebidas; a la parte de lácteos ni me quiero acercar.

Hay un juego de varios sofás y sitios de descanso con el mismo estilo blanco impoluto que lo poco que voy viendo de este edificio. Me tiro en uno de ellos y me dejo hundir en su comodidad mientras como un barrita de cereal de las muchas que encontré en un cuenco.

Hay tantas cosas aquí que me gustaría volver con tiempo para llevarme todo.

«Si en el motel consigo una maleta, vendré por todo». Aunque el viaje de regreso se demore, no me importa. No quisiera volver aquí nunca más. El ambiente es tan perfecto que se siente raro. El orden es casi idílico, ni en sus mejores días este sitio debió estar así.

Con la mochila más cargada de lo que me gustaría, salgo. Mis ojos se clavan en el cartel de salida «Salida» en color verde que está en la parte superior del marco de la puerta, la cual tiene la típica barra en el medio que se acciona al oprimirla hacia abajo.

Vuelvo a preparar mi linterna y la acciono con cuidado: ante mí hay unas escaleras que parecen eternas. Me asomo al hueco, aferrada del barandal de la escalera tipo caracol, la típica de cualquier edificio gigantesco. Primero miro para arriba y un escozor recorre mi cuerpo cuando la oscuridad traga demasiado pronto mi visión. Al mirar hacia abajo ocurre lo mismo; pero la sensación de vacío es peor.

Doy un paso hacia atrás y me alejo del barandal.

Puedo subir o bajar.

Decido bajar.

Me acerco hacia los escalones que marcan el descenso. Con solo apoyar un pie fuera del piso plano del descanso, una luz con sensor de movimiento se enciende arriba de mi cabeza. No soy capaz de precisar qué es lo que me asusta más, si el ruido imperceptible del foco al calentarse o la momentánea ceguera causada por la iluminación.

Con el corazón más alterado que antes y con la agitación dominando mi cuerpo, continúo bajando. Más luces se encienden, como si marcaran mi recorrido mientras otras más se apagan. Esta claro que el edificio debe tener sectores autosuficientes alimentados por paneles solares, en toda la zona industrial los hay.

Cada tanto, creo escuchar ruidos, suenan como crujidos extraños que me hacen creer que el edificio tiene vida propia. Lo cierto es que soy incapaz de diferenciar cuáles son reales y cuáles son productos de mi propia imaginación.

Otro escalón y uno más. Bajo lo suficiente hasta donde se supone que debería haber una puerta.

Sin embargo, hay una pared pintada de blanco.

Con el móvil, alumbro el sector y noto que la baranda de la escalera parece ser tragada por la pared. La toco y golpeo, comprobando que es sólida, sin embargo, algo está mal. Me vuelvo a asomar por el hueco de la escalera y trato de iluminar el fondo para ver hasta dónde llega.

El halo de luz me permite ver solo dos pisos más antes de ser tragado por la oscuridad: los pisos siguen su descenso. Sin embargo, en eso, mis pies patean un piedra de cemento. Me agacho para recogerla y la arrojo al vacío.

No soy capaz de escuchar cuando llega al suelo.

Acepto lo que veo; no forzaré las cosas. Ya bajé una vez y fue un error. No quiero que vuelva a pasarme un incidente como el del hospital.

«Es hora de subir», pienso mientras me encamino para deshacer el tramo que acabo de realizar. Miro hacia arriba y me parece notar reflejos de luces de emergencia que agonizan.

A medida que voy subiendo, solo me topo con pisos cerrados con llave. Es una tarea mecánica, odiosa y aterradora porque nunca sé si alguna de las perillas que giro cederá ante mi contacto y me dejará pasar.

Casi todos los entrepisos están señalados con un número y el nombre del departamento o sector. Ya he pasado por varios, la mayoría administrativos como ingresos, cobranzas, maestranza, atención al cliente, administración y servicio técnico. Pero también me tope con cosas como cuidado ambiental, salud y sociedad, movilidad, bienestar social, y un extenso etcétera.

Ahora estoy por tecnología, y el piso que sigue, el diecisiete, es aerotecnología. Por un momento me es imposible no pensar en aviones mientras suelto un bostezo y me acerco a la puerta que me llevaría al piso.

Sin embargo, la puerta se abre y mi bostezo se corta en el aire.

A veces, el universo te acostumbra a que siempre suceda lo mismo, una y otra vez, como una rutina, así que cuando ocurre algo distinto, tu instinto te lleva a sobresaltarte y, en mi caso, casi morir de un infarto.

Justo cuando en mi cabeza estaba tomando forma la idea de que, de verdad, convirtieron todo el edificio en una fortaleza inaccesible, pasa esto.

Suelto la perilla de la puerta como si el metal me quemara al contacto con mis dedos y grito. Syria se asusta conmigo y me ladra en un regaño que juraría es intenso. Acaricio sus orejas en señal de disculpa y tras un suspiro en el cual largo parte de mis nervios, entro.

Las luz que entra por las persianas medio bajas apenas iluminan el polvillo que hay en el lugar. Camino un par de pasos y noto que, al lado del típico extintor de incendios obligatorio, hay un mapa parcial del edificio. Un frío seco se apodera de mis manos cuando noto que el edificio es extremadamente grande. Según esto, y es que en Shapes no se puede confiar, hay veinte diferentes tipos de subsuelos y cuarenta y siete pisos superiores.

Paso mi lengua por mis labios resecos en un intento de refrescarlos. Me ha quedado la boca seca por el impacto de notar dónde es que estoy. Y no solo «dónde», por encontrarme en la raíz de todo, sino «dónde» por estar en un sitio tan perturbadoramente inmenso.

Mis ganas de conseguir algo han bajado considerablemente, pero la curiosidad arde en mi cuerpo. La luz de la escalera pronto se apaga y, a pesar de que espero que se prendan las del piso, no sucede. Frente a mí, la puerta del baño de la planta espera entreabierta y solo atino a terminarla de cerrar.

Salgo del apartado pasillo y me dirijo hacia las ventanas. Corro las esterillas y me asomo por los enormes ventanales de vidrio. El sol de la tarde me anuncia que la hora es tirana y que el tiempo no espera.

El borde de la isla se ve increíble. Desde acá, la ciudad es inaccesible, pues frente a mí solo está el mar. El oleaje rompe, furioso, contra la hielera de acantilados y riscos tan predominantes en la zona. La lucha del color, entre el blanco ahuesado de la piedra caliza, y el verde azulado del océano me hace sentir en ínfima, pequeña, capaz de desaparecer.

Mientras intento apartar el pensamiento de cómo sería una caída desde ellos, me percato de algo. Frente a mí, frente al edificio y frente al hermoso paisaje, veo una especie de base militar. Una flota de seis barcos, que desde mi distancia lucen como moscas, descansan alrededor de un cuadrado metálico sobre el mar. Incluso, tras frotarme los ojos para ver más nítido, determino que en efecto hay un submarino sobre la superficie del mar.

Parecen ser parte de una isla flotante fantasma que vigilan lo que ocurre en la isla real. Tengo el impulso de buscar los binoculares en mi mochila, pero no los he traído conmigo. No me parecían necesarios para la misión a la que venía: buscar semillas.

Ninguna de las estructuras se mueve, hasta que una lo hace.

Y, lo que pensé era una base, terminó por ser un portaaviones. Cuatro aviones y dos helicópteros se posan en el lugar de manera tan silenciosa que, desde mi posición, parece que estoy viendo una televisión en mudo.

A pesar de sentirme abrumada por mi descubrimiento, intento concentrarme en mi presente y revisar el piso que tengo por delante.

El lugar es grande, más grande que la recepción y el restaurante juntos. Sin embargo, hay puras máquinas y herramientas. Parece ser una especie de centro de desarrollo en donde hay planos, maquetas, múltiples computadoras y herramientas. Aquí, las paredes son blancas; pero las decoraciones y amueblamiento de color azul. En ciertos sectores hay cuadros fotográficos de aviones antiguos o los primeros helicópteros, incluso, veo una fotografía de la consola de un avión de la Primera Guerra Mundial.

Mientras recorro los escritorios azul oscuro, casi negros, me topo con una pared que tiene propaganda institucional de Shapes. Sin embargo, a su lado, veo tres carteles.

«Prohibido fumar».

«Prohibido beber».

«Prohibido comer».

Una oleada de alivio con una pizca de decepción se apodera de mí. No tendré provisiones aquí, pero definitivamente podré explorar unos cuantos pisos más antes de tener que marcharme.

Por simple curiosidad, me adentro en un sector denominado como «área de reparación». Es una zona en otra tonalidad de azul un poco más opaco en donde visiblemente hay muchas más maquinarias que antes. Algunas parecen robots con brazos de herramientas, listas para armar o torturar quién sabe qué cosas. También hay un sector repleto de soldadoras, agujereadoras y destornilladores de todo tipos y tamaños. Incluso veo pinzas y frascos que contienen tuercas, arandelas y tornillos.

Hay decenas de mesas, dispuestas como si fueran camillas metálicas por todo el lugar. La mayoría está vacía, pero las que no, tienen piezas desarmadas de máquinas tecnológicas. Pero hay una que resalta por encima del resto.

Con cuidado, me acerco a ella. Es un bulto, ni muy grande ni muy pequeño, cubierto por una sábana blanca. Mis dedos tiemblan cuando me acerco al borde de la tela para tironearla.

Tomo aire y la empujo hacia abajo. La tela aletea con sonoridad y, pronto, todo el aire de a mi alrededor se llena de polvo. Llevo mi codo hacia mi boca para cubrirme y así no respirar la tierra que vuela por el ambiente.

Un dron, de lo que creo que sería una línea de lujo, descansa en la camilla a la espera de que alguien lo reanime. Mis dedos lo recorren con intriga y suavidad sus acabados en pintura metálica, casi espejada, y la delicadeza de sus bordes desata un frío abrumador contra mi piel. Intento moverlo, pero enseguida me doy cuenta de que pesa demasiado.

Por un momento, no entiendo porque los drones del gobierno se crean en Shapes, hasta que la verdad viene hacia mí por sí sola: nunca fueron del gobierno ni parte de la evacuación.

Todo fue obra de Shapes.

Aparto mis dedos como si el aparato me hubiera dado un shock eléctrico y decido salir de esa habitación cuanto antes. Lo mejor será que me apresure a recorrer unos cuantos pisos más antes de, por fin, dejar este infernal lugar.

Pero así, casi sin darme cuenta, subo hasta el piso veintisiete. En vez de leer un capítulo más, mi meta se convirtió en una escalera más, pensando en que quizá al estar todos cerrados, obtendría una respuesta más concisa sobre este lugar.

La puerta del departamento de mapeo se abre y, cuando ingreso, noto a causa de los ventanales que el sol ya está empezando a caer. Un escalofríos escala por mi piel: se me ha hecho tarde. La luz solar pronto escaseará y yo debo irme cuanto antes.

Pero antes, debo bajar treinta pisos.

Mis piernas tiran con cansancio mientras camino por el piso que luce como una oficina normal. Varias mamparas que me llegan hasta los hombros, las cuales dividen los escritorios. Sin embargo, no avanzo demasiado, pues la incomodidad escala por mi piel y cada vez me siento más vigilada.

Doblo en un pasillo de escritorios y algo cruje bajo mis pies. Observo y noto que estoy pisando una gorra de policía color gris. Cuando la levanto, leo «Oficial Federal de la Nación Libre de Montresa» y me percato que está manchada con sangre seca.

La suelto y cierro los ojos. Los ruidos extraños que emite el propio edificio cada vez me alteran más. Me siento demasiado inquieta y quiero salir de aquí de una bendita vez. El aire me sabe pesado y, a pesar del vasto espacio, no puedo respirar.

Reconozco el miedo que navega por mi ser justo en el momento que Syria comienza a ladrar.

El hermoso dron último modelo vuela con parsimonia y sus armas afuera, mientras emite un zumbido suave, similar al aleteo de un mosquito en pleno verano.

Atino a agacharme y taparme la boca para acallar al posible grito que se me ha quedado atorado en la garganta. Me echo en cuatro patas y comienzo a gatear hasta que me oculto tras una pared divisoria sin perderlo de vista. Sin embargo, él se acerca a nosotras.

Con rapidez, volvemos a corrernos de sitio. Syria parece querer atacarlo, pero no la dejo. Debo mantenerla a raya tirando de su collar para que no haga ruido. Por momentos, el aparato parece desviado, sin embargo, nunca falla en hallar el sector en donde nos ocultamos.

Hasta que dispara.

La bala sale y se estrella con el cuadro del primer aeroplano. El estruendo de los cristales al caer me aturde, pero parecen distraer al aparato, el cual se acerca a inspeccionar los que ha hecho. Sin dudarlo, me paro y salgo corriendo en dirección a las escaleras. Syria me sigue de cerca, sin despegarse de mí por un momento, no puede decidirse entre hacer frente para defenderme o esconderse y huir por el ruido.

Detrás nuestro escucho varios disparos más, pero ninguno acierta en su objetivo: nosotras.

Bajo los escalones tan rápido como puedo, con el teléfono y la correa de Syria aferrado a mis manos. Por momentos mis piernas queman tanta que creo que terminaré por caerme y rodar escaleras abajo.

Sin embargo, es imposible esconderse del dron.

En donde estoy, él me descubre. Cuando estoy cerca del piso diecisiete decido meterme a buscar un escondite. Bajamos los suficientemente rápido como para que piense que seguimos de largo, sin embargo, el aparato también ingresa en el cuarto.

Apago la linterna del móvil. El sudor frío desciende por mi espalda mientras tiemblo debajo de un escritorio con el rostro de Syria entre mis manos, en un vano intento de tranquilizarla y de que no haga ruido. Sin embargo, un disparo seguido de un ardor intenso en mi hombro me invade.

Me quedo sin aire y mis ojos se abren todo lo que pueden. El dolor no se hace esperar y envía miles de shock eléctricos a mi cuerpo. Es como si me estuviera quemando, pero con una cortada profunda que no cesa y mana sangre que se absorbe en mi camiseta. La bala sigue de largo y se estampa en la pared más cercana.

Suelto un sollozo de dolor y Syria salta hacia atrás por el impacto. El aire por fin vuelve a mi torrente sanguíneo y la sensación de ahogo cesa aunque sea un poco. Miro a mi brazo izquierdo, solo ha sido un roce... pero... no entiendo cómo es que ha podido darme, ni siquiera me había visto...

A no ser...

A no ser...

«Tiene sensores de calor», pienso. «Debe saber dónde estoy aunque no me vea».

—¡Mierda!

Intento gatear para salir lo más pronto posible de donde estoy, pero la parte inferior de mi mochila se engancha con una de las sillas que está debajo del escritorio en donde nos ocultamos. En medio del desespero empujo a Syria con fuerza y la aviento varios metros por delante, a pesar de seguir unidas por sus correa. En medio de forcejeo, decido soltar la carpa de emergencia de sus amarras y, acto seguido, me echo cuerpo tierra con la cabeza tapada.

Una nueva bala silba por encima de mis dedos y se incrusta unos centímetros al lado que la anterior.

Sin perder tiempo, me paro y corro mientras suelto la correa de Syria para separarnos y asegurarme de que a ella no le pase nada. Mi móvil queda atrás y con ello mi fuente de luz. Está claro que el dron autónomo y se maneja por si solo, parece aprender de mí con cada uno de mis movimientos.

El sudor comienza a acumularse en mi frente y amenaza a caer por mi rostro mientras las terminales nerviosas de mi brazo continúan avisándome de que tengo una herida abierta que sangra sin control.

El dron sobrevuela cada vez más cerca de mí. De nuevo en la zona de las reparaciones, pateo una camilla metálica de la cual se caen un montón de utensilios de metal que retumban con fuerza en el piso. El dron se acerca con un silbido y comienza a dispararle a cada uno de los objetos que se estampa contra el suelo.

Aprovecho su distracción para avanzar en dirección contraria. Cada vez me cuesta más moverme, el agotamiento me domina y la cabeza embotada no me ayuda a pensar. Y afuera.... afuera está cada vez más oscuro. Buscar mi móvil entre los escritorios o los de repuesto en la mochila solo haría que me maten.

—¡Syria, vete. Corre! —ordeno con todas mis fuerzas.

Levanto la correa de Syria y le grito para que corra, para que piense que yo la seguiré. Ella me hace caso y se encamina hacia las escaleras sin detenerse. El dron vuelve a concentrarse en mí.

Su correa se escurre entre mis dedo mientras volteo a agarra el extintor de incendios que reposa a un costado.

Me defiendo.

Levanto el extintor con todas mis fuerzas y el dron vuelve a dispararme. Una de sus balas roza la piel de mi abdomen mientras estoy bajando el extintor para darle.

El dron cae en el suelo como las gotas de sangre que salen de la herida de mi abdomen. Sangro demasiado, duele demasiado. No soy capaz de determinar si tengo la bala adentro o qué.

El dron aletea y yo vuelvo a pegarle con el extintor. El movimiento destroza mis dos heridas, pero no puedo detenerme. Cada vez que le doy, grito. La necesidad de verlo acabado me domina y es más grande que mi propio dolor.

Quiero convertirlo en cenizas.

Un golpe, y otro, y otro. No siento cansancio, pero sí dolor. Sin embargo, soy capaz de ignorarlo mientas el sadismo me posee. El dron sigue apuntándome con sus brazos metálicos, y yo me siento como una presa que se ha vuelto loca. Las chispas dominan el aparato que está en el suelo mientras yo sigo aplastándolo con el tubo metálico.

Pero el dron vuelve a dispararme.

Una bala impacta en mi pierna y esta vez estoy segura de que la bala se impacta en el hueso. El rugido sale de mi garganta mientras termino por soltar el tubo del matafuego. El gran tubo de metal suena estruendoso contra el suelo mientras el dron emite unos últimos chirridos. Las hélices del aparato por fin terminan de girar. Las chispas se apagan, pero el dolor en mi pierna continúa vivo.

Me quedo completamente a oscuras.

Volteo hacia la escalera y comienzo a bajar. Syria me encuentra a mí antes de que yo la pueda notar. Entre sollozos agónicos y mareos que me sobrevienen sin poder controlarlos, bajamos.

Sin embargo, al llegar a la planta baja, me dejo caer. Ya no soy capaz de poder mantener mi cuerpo en mi pie por si sola. Ruedo los últimos escalones y todo se pone negro.


Gente, el capítulo que se viene es epicardo y uno de mis capítulos favoritos. 😋

¿Qué onda con el edificio de Shapes? 💉

¿Ustedes los hubieran recorrido? 🤔

¿Emma irá por las semillas? 👀

Si leen esto, dejen una F por el dron. 💔

Y otra por Emma. 🤭

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