29 - Sangre

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NaiiPhilpotts

Encuentro a Syria hecha un ovillo en el mismo lugar que la dejé. El alivio me cae encima y creo que ya puedo volver a respirar. Apresurada, desato la correa y la paso por mi muñeca. Comienzo por llamarla mientras muevo el contenedor. Escucho que llorisquea y mi corazón se resquebraja en pedazos. Me meto dentro del hueco de la escalera para llamarla con más fuerza y la veo.

Está temblando sobre un charlo de orín que se ha secado, pero el olor ácido permanece en el ambiente. La libero de su encierro y ella corre hasta mis brazos cuando se percata de mi voz en busca de mis caricias. Me agacho a su altura, y la abrazo con fuerza. La dejo llenarme de besos hasta que se cansa y me tira al piso. Está aterrada. Me imagino que el ruido de los helicópteros debió haberla mortificado a más no poder. Le pido perdón por haberla dejado. Le pido perdón por haberme demorado tanto. Le pido perdón por haber tenido miedo y no poder haber sido más rápida.

Soy incapaz de dejarla ir, de soltarla.

Ella parece entender lo que viví, porque lo único que hace es darme todo su amor incondicional, su apoyo, su fuerza. Le cuento todo lo que hice y que, incluso, traje su comida favorita y unos regalos para ella —un juguete para morder y un frasco entero de caramelos caninos que también son buenos para sus dientes.

Pero nuestro reencuentro no puede ser eterno. El atardecer está por caer y nosotras debemos movernos con rapidez. Con suerte llegaremos al spa para cuando la oscuridad domine la ciudad. Son pocas cuadras, pero yo estoy demasiado cansada. Las piernas me duelen de tanto caminar; agradezco tener zapatillas cómodas, si no estoy segura de que mis pies se hubieran llenado de ampollas otra vez.

Pronto anochecerá. El cielo está tan enrojecido como mis manos. Me arden de tanto golpear una de las persianas metálicas con un extintor de diez kilogramos que arranqué de una de las paredes. No busqué una salida, creé la mía propia. No quise perder más tiempo así que cree un hueco lo suficientemente grande para pasar mis cosas. Si la maleta cabía, yo lo haría también.

Y así fue.

Me duele el cuerpo, me duelen los pies, me duelen los brazos. Solo quiero llegar al spa, asearme y dormir. Tengo hambre, pero el olor a césped quemado que se percibe en el ambiente solo me da náuseas.

Nos dirigimos hacia el estacionamiento trasero del edificio y, con tan solo ver la escena, puedo imaginarme el caos que se armó en ese lugar. Hay autos que miran en todas direcciones, dos han chocado entre sí, vidrios rotos, por doquier, destrozos varios. Son los restos de una manifestación que fue brutalmente frenada. En el centro de lo que fue una fogata, veo granadas similares a la que vi cuando entré por segunda vez en la estación de policía. Un escalofríos inmenso me recorre. No entiendo qué son, pero por los videos y la información que encontré cuando estuve en el hospital, decían que se trataban de un gas para calmar a las personas. Algunos postearon que en realidad era un virus diferente; otros que era venenoso. Incluso recuerdo haberlo visto en uno de los videos de Kat, quien estaba a punto de un colapso nervioso por todo el asunto de la hija. Con impotencia, la mujer preguntó a viva voz qué es lo que se suponía les estaban tirando, si pretendían intoxicarlos. Nadie le contestó. Más tarde, en los foros pude leer que hablaron de un potente tranquilizante que solo les hacía efecto a los animales. Podría ser cierto, pues aquello de Kat ocurrió en el zoológico, y en la comisaría podrían haberlo tirado para calmar a Olaf y los otros perros policía... Sin embargo, si eso fuese así, no me explico por qué lo tiraron aquí.

«Animales, claro...», pienso con ironía mientras imagino la reacción de los detenidos de la prisión, las personas asustadas de zoológico y los manifestantes del centro comercial.

Decido ni siquiera acercarme a patear el recipiente y me alejo sin más curiosidad. No tengo que verlas de cerca como para saber que el líquido amarillo que expulsaron debe haberse borrado con las lluvias y que, si sigue ahí, solo podría traerme problemas.

Ya con ropa limpia y tras haberme obligado a comer algo, me asomo al balcón de mi habitación.

Durante el regreso, con Syria volvimos por una calle que nos hizo cortar camino. Entre el caos de autos y soledad, pude reconocerla como la calle de la manifestación del video donde golpeaban brutalmente a la chica y nadie hacia nada para detenerlos. Arrastré la maleta que me pesaba como los mil demonios lo más rápido que pude. Sin siquiera saber si esas personas estaban muertas, sentía que sus fantasmas seguían acechando en los recovecos.

Suelto un suspiro mientras bebo el último trago del té que tengo en las manos. Me fijo en el mar y lo noto intranquilo; en el horizonte parece estar gestándose una tormenta. Las nubes atiborradas comienzan a ennegrecerse y sé que se avecina un temporal de los grandes.

«Espero que se lo trague el mar», pienso. Ni siquiera sé lo que significa esa frase, o si tiene una base lógica, pero siempre la he escuchado.

Tengo sueño, pero sé que me costará conciliarlo. Mi cuerpo necesita descansar, mi cerebro necesita dormir y, por primera vez en mucho tiempo, dejar de tener pesadillas. La niña, mi periodo, las criaturas y, ahora, se han sumado los helicópteros y los incendios.

«¿El fantasma de la niña se habrá quedado en el hospital?». El pensamiento me sorprende y los vellos de mis brazos se erizan. «¿O estará aquí, conmigo?».

La noche profunda me sonríe, creo que en su completa oscuridad se burla de mí. Intento buscar la luna para que con su luz pueda calmarme, pero no está. Las nubes dominan el cielo y no soy capaz de encontrar siquiera una estrella. La tormenta parece querer desatarse en cualquier momento. Agudizo mis oídos y lo único que alcanzo a oír es el mar.

Los pelos de mi nuca acompañan a los de mis brazos y la extraña sensación de que las cosas malas seguirían ocurriendo me visita. Es como sentir una alarma en el propio cuerpo que te advierte de que algo malo va a ocurrir. Sin embargo, no dejo que me perjudique. Convivo con ella desde que me desperté en la bañera hace treinta y cinco días... ¿o son treinta y seis?

Cierro el balcón, pues ya me está dando demasiado frío, y me meto en el cuarto. Syria está comiendo en uno de los sofás uno de sus caramelos. Ella cenó con mucho gusto y parece otra. Su humor cambió considerablemente gracias al alimento.

Dejo la taza vacía en la mesita de noche y, al lado, pongo el teléfono que estoy usando como linterna. Del rollo de servilleta de papel tomo una y la doblo en cuatro.

Me siento en la cama y me bajo las bragas. Como todas las noches antes de dormir y, con el pragmatismo de una enfermera, abro las piernas lo suficiente como para bajar una de mis manos a mi zona íntima. Introduzco superficialmente mi anular en busca de una pista que me adelante la respuesta que quiero. Tomo la servilleta y limpio mis dedos en ella.

Observo el resultado.

El nudo en mi estómago se hace más grande y pesado.

El papel sigue blanco.

La ansiedad me carcome por dentro y, de salir manchado, saberlo unas horas antes me ayudaría a manejar el estrés. Vuelvo a colocarme mis bragas y me arrastro dentro de las mantas.

«Cuando me vaya, extrañaré esta cama», pienso para alejarme de mis pensamientos. Sin embargo, no es suficiente.

Pronto, me dejo embriagar por la calidez de las sábanas de seda e increíblemente logro dormir.

A tientas busco la linterna. Me acabo de despertar y me cuesta orientarme. Me siento levemente mareada por haberme sentado con brusquedad. Estimo que he tenido otra pesadilla, pero no recuerdo.

Fuera escucho el auge de una tormenta. Cuando mis dedos encuentran el móvil, le doy tres golpecitos rápidos a la pantalla para que se prenda la linterna. Doy un vistazo a la y habitación. Los ojos iluminados de Syria me miran desde el sillón; jamás me acostumbraré a ello. Me remuevo incómoda y el haz cae en la cama.

Sangre.

Me olvido de lo que es respirar por un instante y la adrenalina comienza a inundar mi torrente sanguíneo. El sangrado mancha entre mis muslos y ha llegado hasta el colchón.

Mi pecho aletea por la satisfacción de ver el manchado de sangre a causa de mi periodo. Sin embargo, a pesar de la felicidad, no puedo evitar pensar en que se ve tétrico en contraposición con el blanco impoluto de la ropa de cama.

Sabía que un embarazo era casi imposible, pues la última vez que Gael y yo tuvimos relaciones sexuales fue uno o dos días antes de que todo ocurriera, momento en que dejé de cuidarme. El verdadero problema hubiera estado si hubiéramos estado juntos después de los olvidos de las píldoras.

¡Es la primera menstruación que recibo con tanta alegría, nunca festejé tanto un momento así!

La lógica parece volver a mí, con una sonrisa. Ahora cobra sentido que pude haber tenido el periodo los días que me enfermé y de los que poco recuerdo. Sé que vi manchas de sangre, pero tenía tanta fiebre que las atribuí a otra cosa.

Me siento espléndida. Viví con miedo por días. Él estaba ahí, irracional, atormentándome a cada segundo. Es un alivio sobrenatural el saber que no seré madre en estas condiciones —aunque también sería un alivio si estuviera en condiciones normales; apenas tengo dieciocho años: los niños no están ni en mi futuro cercano ni los veo en el lejano—.

La jaqueca que siento es abrumadora. Pronto, todos los síntomas que he tenido recientemente cobran sentido y noto que eran por el ciclo. Los senos hinchados, la incomodidad generalizada, la irritabilidad excesiva como también las molestias abdominales y los dolores de cabeza.

Con la oleada de alivio aún latente en mi cuerpo, corro a mis pertenencias y busco ropa interior limpia. Sé también debo tener una toalla femenina por algún lado, creo que tomé las dos o tres que mi madre tenía en su cartera junto a un par de tampones, y que lisa tenía protectores diarios en el fondo del bolso que le saqué. No obstante, no tengo ni idea de dónde las puse. Me arrepiento de no haber buscado ayer cuando estuve en el Internacional Monstresa's Mall: la preocupación que sentía en esos momentos era tal que ni siquiera quería tocar ese tema, por lo que evité pensarlo incluso cuando busqué en vano durante casi una hora un maldito test de embarazo en la farmacia.

Después de revolver un buen rato todas las cosas, hallo lo que quería e, incluso, debajo de uno de los sofá encuentro el hoodie que llevaba puesto el día que dejé el hospital y no había podido encontrar por ningún lado.

Me pongo la ropa interior limpia y me coloco, al final, el único apósito que tengo. Suspiro. No pude hallar los protectores de Lisa y de las toallas higiénicas de mamá solo tengo una. Ahora que me siento con energía renovadas, y que incluso el apetito me ha vuelto con furia, me tendré que preocupar por no mancharme la ropa.

Nueva preocupación desbloqueada.

Levanto un poco las persianas, pensando que son las primeras horas de la mañana, con el objetivo de que ingrese un poco la luz, del sol; pero eso no ocurre. El cielo está demasiado oscuro y la tormenta solo empeora. Confundida, observo la hora en mi reloj y noto que son las cuatro de la mañana.

A lo lejos, puedo ver la luz de los refucilos y de los relámpagos; nunca entendí la diferencia entre ambos, si es que siquiera la hay.

Maldición. Me debe haber despertado un trueno y no me di cuenta. La tormenta se ha desatado con crudeza; el mar no se la tragó.

Los enormes truenos hacen retumbar las cerámicas que están bajo mis pies y la arena comienza a colarse por las ventanas. Me apresuro a cerrar bien todo para intentar, de nuevo, volver a sumirme en el sueño.

«Solo es una tormenta pasajera. Porque todas las tormentas pasan alguna vez», recito la frase que me solía decir mi madre. Ella pensaba que les tenía miedo, y que cuando yo le decía que en realidad las tormentas me gustaban, estaba mintiendo para transmitirle calma, pues a mi madre le aterran.

Syria gimotea en un rincón y se acerca a mí cuando me ve intentado tapar el borde inferior de las puertas de vidrio que dan al balcón con las sábanas manchadas, pues el agua ha comenzado a colarse por debajo.

Malditos políticos, maldita economía. Por años se avisó que el clima solo seguiría empeorando con los años y que cada vez se volvería más salvaje. Mi mamá siempre me contaba que, cuando iba al kínder las tormentas eran leves, suaves como una llovizna.

«Era extraño ver relámpagos; siempre me parecieron fascinantes», me decía.

Pero con los años, estas fueron empeorando, hasta que cuando estaba en el primer año de la secundaria presenció una gigantesca que voló árboles y tejados. Ella estaba dentro del bus, pegada a una de las ventanas mientras observaba casi hipnotizaba qué demonios estaba ocurriendo. El conductor tuvo que obligarla a meterse entre los asientos y alejarla de los vidrios por precaución. Cuando llegó a casa de los abuelos, nuestra actual casa, se enteró que había sido una línea de tormentas conocida como «eco del arco», ni tan comunes ni tan raras, que había formado cuatro tornados leves en simultáneo que azotaron diferentes áreas de la isla.

Fue una de las tormentas más grandes que presenció Montresa en su historia cercana.

Solo espero que esta no sea una así.

Para distraerme, trato de matar el tiempo haciendo otras cosas. Tengo mucho por hacer, si lo analizo. Puedo desayunar y tomar algo caliente. También puedo organizar mis cosas o puedo peinarme, sí, eso, peinarme y trenzarme el cabello también serían ideas excelentes.

«Dejará de llover rápido», pienso.

Sin embargo, no lo hace. La lluvia cesa, por fin, cerca de las cinco de la tarde.

Decido salir a la playa a ver cómo está todo y ver si hubo algún destrozo. Permito que Syria me acompañe sin correa. A ella también le hará bien un poco de aire fresco.

Tan solo cuando abro las puertas del balcón, el frío de afuera me congela. Me coloco el hoodie porque ha refrescado bastante tras la tormenta y me dispongo a salir.

Junto a Syria, camino en dirección opuesta al mar. Estoy descalza y siento que mis pies se entierran en la arena aún húmeda por la lluvia. Me entierro menos que de costumbre, pues está más sólida, pero se siente como si caminara sobre hielo.

—Pero al menos estamos vivas —murmuro con voz ronca. A veces temo olvidar cómo es que sueno, sin embargo, creo que ya no me reconozco.

Me subo en el camino de madera que rodea la zona de la playa. Las plantas de mis pies sufren cada vez que pisan una piedrita perdida con mucha punta o filo. Doy unos cuantos saltos y llego hasta la callejuela en donde se erige la entrada del spa, ahora descuida. Varios maceteros se han volado con la tormenta y hay varios destrozos, como dos palmeras arrancadas de cuajo.

El asfalto está frío bajo mis pies y el olor a la lluvia aún persiste. La inmensidad de la nada me rodea aunque estoy en el centro de la ciudad. Cierro los ojos y trato de centrarme en el sonido, no obstante la única constante que oigo es el ruido de mi respiración.

No sé cómo proceder.

Pero sé que aquí es muy peligroso quedarme.

¿Acaso irme de aquí me asegurará encontrar a alguien? ¿Podré llegar a las otras intendencias? ¿O estoy condenada a vivir aquí?

—A morir aquí...

¿De verdad soy capaz de llegar a pie? ¿No es una locura? Recuerdo que en coche el viaje duraba unas seis o siete horas de viaje por la autopista que está cerca de casa. Por la costa, son más de diez, ya que se bordea y no se atraviesa de forma directa.

Maldición, ¿y si no consigo sitios para pasar la noche? ¿O me agarra una tormenta durante el camino o me ataca algún animal? Me da miedo alejarme de la costa, me parece más segura que la ciudad porque no sé qué me podré encontrar y mucho menos quiero volver a toparme con las cosas que ya vi.

¿Y si me quedo? ¿Qué pasará si vuelven los drones? ¿Y si los helicópteros deciden incendiar esta parte de la cuidad?

Trago saliva en seco y avanzo un poco más. En el medio de la calle hay un auto último modelo de color blanco, totalmente atravesado y con las cuatro puertas abiertas.

Sonrió

Tomo carrera y salto sobre la tapa del motor. Esta se abolla por la presión de mi peso y una pequeña carcajada sale de mis labios. Luego escalo por su parabrisas y me paro en el techo. Syria me ladra desde abajo. Me pongo la mano para formar una visera y observo todo lo que me rodea hasta que me centro en el horizonte.

Nada.

Nadie.

Sola.

La brisa me llena y la piel de mis brazos se eriza por dentro del hoodie. La arena seca se desprende de mis pies. Soy muy consciente del frío que siento y que el sol no logra romper la pesada capa de nubes que domina todo el cielo.

Pronto, la brisa se transforma en viento y consigo barre el adorable olor a la arena mojada y la sal del agua de mar. El aire que corre en dirección de los incendios trae de nuevo la peste que ha dejado el juego. El olor es asqueroso. A veces, llega por oleadas suaves, apenas molestas, pero en otras es tal que incluso me lloran los ojos.

Busco los focos de humo y noto que quedan algunos en la lejanía.

Aún parada en el techo del coche, como un niño que juega a los exploradores, lo decido.

Si tenía alguna duda sobre quedarme en mi ciudad, esta se acaba de desvanecer por completo.

Nome quedaré para morir en una ciudad que ya está muerta.


¿Qué tal están? ¡Espero que les haya gustado el capítulo! 

Como siempre, les dejo unas preguntas porque me encanta saber qué piensan.

Felicito a todas mis lectoras sherlocks que sabían que Emma no estaba embarazada y descubrieron las pistas que les fui dando. 🙈

Ahora... 

¿Qué creen que hará Emma? 😎

(Además de buscar apósitos femeninos, claro jajaja).

¿Será capaz de encontrar a alguien? 😵

¿Por qué están incendiando todo? 🔥

¿Se irá? ¿A dónde? 🤔


¡Hemos llegado a la recta final de esta historia! Ahora sí, cada capítulo será decisivo en lo que falta para llegar al final de esta novela... 

Prepárense para el próximo. No digan que no se los advertí. 


😘

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