13 - Virus
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Syria y yo estamos acurrucadas en la sala desde no sé hace cuánto tiempo. Poco a poco comencé a sentirme mal, por lo que decidí frenar para recuperar fuerzas. No obstante, fue en vano. He ido empeorando. No quise subir y quedarme en el cuarto de Gael, me da miedo estar ahí sin él, me genera una incomodidad que me es imposible explicar.
Por la luz, sé que fuera ya ha oscurecido. No tuve apetito así que aún no he comido. No obstante, debería moverme para darle algo a Syria, ella no tiene la culpa de nada. La muevo ya que ella descansa sobre mi regazo. Estuvo toda la tarde encima de mis piernas, disfrutando de mis caricias mientras lo único que hacía era ver mi relicario.
«Al menos, el día no lo he perdido», me digo como autoconvencimiento al ver el pequeño campamento que armé durante la mañana. Recogí toda la comida que encontré y la ordené dentro de una caja. Además, deseché las cosas caducadas que encontré dentro de la nevera y el freezer. Luego, en el garaje, asalté la sección campista y me hice con una bolsa de dormir abrigada, una luz de emergencia con baterías extras, velas, otras linternas y... un arma. Mientras revolvía la caja de herramientas de mi suegro, hallé un revólver con una caja de balas. No tengo ni idea de cómo utilizarlo. ¡No hay una lista con instrucciones! Pero, por si acaso, decidí guardarlo, aunque me dio miedo.
Sé que las armas no son un juego, pero yo no estoy jugando. Mi vida no es algo que se pueda tomar a la ligera.
Sobreviviría. Perseguiría mi camino.
Más allá de eso, cuando aún me sentía bien, volví a ordenar mis pertenencias —en realidad, la ropa de Lisa, algunas cosas de Shayleen y las poquitas prendas que tenía de Gael—. Esta vez, pasé todo a una mochila de campista que casi mide la mitad de mi cuerpo. Debo ser cuidadosa en llenarla o se me hará imposible moverme con ella. De hecho, me sucedió. Al distribuir mal el peso, saturaba muchísimo el hombro izquierdo y por eso tuve que hacerlo dos veces.
Incluso, empecé a bocetar planes en un cuaderno vacío que tomé de la habitación de mi novio.
Sin embargo, ya no tengo energía para pensar en ello. El sudor me gotea por la frente y la mascarilla improvisada me resulta insoportable. Termino de reincorporame en el suelo y me ayudo con el sofá que tengo en la espalda. No lo usé para pasar el rato porque me resulta increíblemente incómodo.
Miro el desastre que he hecho y creo que a la madre de Gael le daría un infarto. Mi «zona» está llena de almohadones y cobijas. La bolsa de dormir es lo que ocupa más espacio. Además, me he adueñado de la mesita de café y encima de ella he improvisado un escritorio con mi cuaderno, varios bolígrafos, un mapa cutre de restaurantes y puntos de interés, y fotos.
—Syria —la llamo. Mi cabeza duele demasiado. Es el golpe de la ducha, supongo. Necesito unos analgésicos, urgente, el dolor me está matando. En la casa de Lisa no había y tampoco encontré el botiquín de primeros auxilios que Shayleen suele guardar en su habitación.
Encontré algunos en las cosas que mi madre traía en su bolso, pero me los acabé hace horas y no me surtieron efecto.
—Maldición —digo al dar el primer paso y pensar que el piso se mueve.
Me agacho junto a la caja de provisiones, pero nada de lo que veo me apetece. Levanto una lata de arvejas, otra de atún y me topo con unos cereales a medio comer. También encuentro un sobre de sopa instantánea, un paquete arroz condimentado —que guardaré como el tesoro más preciado—, un paquete de pasta seca, una caja de jugos en sobre y unas pocas cosas más. La verdad es que solo esto es lo que conseguí. Por más que busqué de manera exhaustiva, no hallé muchas cosas. La casa había sido claramente vaciada antes de que yo llegara.
Me sentí como una rata en busca de comida.
Enfilo hacia la cocina con la vaga idea de hacerme un té, dejé una bolsita preparada con varios saquitos que encontré al fondo de un tarro, listos para guardarlos a último momento, y terminar de aniquilar las galletas que me quedan de cuando saqueé la máquina dispensadora.
Lo primero que hago la ingresar es abrir el freezer, ya que allí guardé lo que separé para Syria porque aún conserva algo de frío, y le doy un tupper con sobras. Algunas de las cosas de la heladera aún están buenas y ella las puede comer tranquilamente. La electricidad, por suerte, no se ha ido hace mucho.
Lleno una olla con agua del grifo, le coloco una gotita de cloro que hallé junto a los limpiadores del baño, y me dispongo a hervirla con sumo cuidado. Sin embargo, no sé hasta qué punto es seguro hacer eso. Enciendo el mechero con alivio de notar que aún funciona el suministro de gas natural...
«Pero ¿hasta cuándo?», sacudo mi cabeza para espantar los malos pensamientos.
Syria come a mi lado un plato de espagueti que me recuerda a mamá mientras miro el brillo del fuego del quemador con nostalgia. La luz me hace sentir viva.
Por un momento, me quedo absorta en mis pensamientos. Muchísimas veces pensé en los «¿qué pasaría si el mundo...?». Siempre tuve tendencia a adorar la ciencia ficción: catástrofes naturales mundiales, invasiones alienígenas, muertos vivientes, inundaciones, erupciones volcánicas magnánimas, guerras mundiales, enfermedades que arrasan con el mundo y acaban con el sistema capitalista, un PEM mundial... Pero nunca había pensado en que esas «aventuras» las tendría que vivir sola. Siempre había encontrado cierta diversión en esos pensamientos, adoraba imaginar que serían momentos de oportunidades y de descubrimientos; no de sufrimiento y de desolación, de separación y de pérdida. Quería recorrer el mundo a pie junto a Gael, encontrar y explorar lugares mágicos, cocinar y vivir a la intemperie, hacer trueques y comerciar como si fuera un maldito juego de rol, vivir una vida pacífica.
Y, sin embargo, contra todo pronóstico, ahora me encuentro viviendo uno de esos malditos «qué pasaría».
Me siento abrumada y, por primera vez en mi vida, me odio por haber tenido esos pensamientos en los que amo perderme desde que tengo uso de razón...
—¡Auch! —grito, de pronto, y me llevo la mano al pecho. Sin darme cuenta, mis dedos han tocado el fuego.
Aparto la olla con precaución y corro hasta el grifo para enfriar la quemadura. No me explico cómo me acabo de lastimar.
Me envuelvo los dedos con un pequeño paño de papel, por suerte no ha sido nada grave, y continúo haciéndome la infusión.
Agobiada, decido salir a tomar algo de aire fuera. Bajo un poco la tela con la que protejo mis vías respiratorias —y de la cuál sé que es inútil tener porque no sé qué tan efectiva o nula es— para beber mi tisana. Un dejo a menta, anís y desinfectante inundan mi organismo.
Doy pequeños sorbos mientras camino a pasos cortos por el jardín trasero. Me siento diminuta, a pesar de que no es una casa excesivamente grande, por culpa de la inmensidad de la fría noche. El amargor del té me escoce las entrañas y me da el abrigo cálido que tanto me hace falta.
Observo el cielo nocturno: está brumoso y la neblina que hay gracias a la cercanía de la zona costera se hace presente. Me percato de que la quietud es insoportable, implacable; solo llega el chillido lejano de algún que otro insecto. Me da pavor hacer algo para interrumpir la calma del ambiente. Trato de aguzar mi oído, pero no escucho nada. Ni el arrullo del viento o el chillar de los pájaros, ni el ladrido de algún perro o el maullar de algún gato abandonado.
Ser consciente de ese hecho no hizo más que inquietarme.
La taquicardia se hace presente mientras termino mi bebida. Dejo la taza sobre el césped y camino hasta la pequeña construcción de madera que hay en el centro de la estancia. Es una glorieta de blanca, desteñida por los años, pero con un irremediable toque vintage del que mi suegro se excusaba para no restaurarla. La verdad, es bastante pequeña y sin gracia. Mi suegra quiere quitarla para poner una alberca —y yo apoyo su idea—.
«¿O apoyaba?», me digo y me veo asaltada por otros recuerdos.
«Ahí dentro, Gael y yo nos dimos nuestro primer beso», rememoro con nostalgia.
Camino hacia ella de manera automatizada y me siento en los almohadones que hay en el piso. Siempre le decía a Gael que un día quería pasar la noche ahí fuera, como suelen hacer en las películas cursis que nunca suelo ver. En broma, le decía que Lisa la decoraría para nosotros con lucecitas doradas y telas bonitas.
Suspiro y miro la nada. Luego, cierro los ojos.
El dolo físico me despedaza. El dolor mental me desespera. El calor me consume.
Abro los ojos, con la esperanza de que todo haya acabado, de que todo sea un sueño, y me veo obligada a entrecerrarlos por la potencia del sol que acabo de mirar directamente.
Un cielo despejado, sin nubes, radiante me saluda. Atónita, intento procesar lo sucedido. Temo estar delirando, pero el ardor de mi cuerpo ante la exposición solar me lo corrobora. Tengo la ropa pegada al cuerpo y me arden los brazos y las piernas, me siento entumecida por haber estado quien sabe cuántas horas en la misma posición.
¿Me había dormido?
¿Me había desmayado?
No puedo analizar si estoy cansada ni en qué estado se encuentra mi cuerpo. El aturdimiento me imposibilita hacer lo que sea. Ver que mi piel pálida se ha tornado roja, como después de haber disfrutado de un día de playa sin haberme puesto bloqueador es demasiado shockeante.
Toco mi brazo con mis dedos y sufro por la zona que acabo de presionar.
—Tsssk... —Eso dolería por varios días si no lo hidrato.
Desorientada, me recompongo y me dirijo a la casa a trompicones. En el trayecto, pateo la taza y esta rueda sobre el césped humedecido.
—No puede ser, no puede ser —digo al borde de una crisis nerviosa. ¿Me estaría volviendo loca?
Pánico.
Miedo.
Desolación.
Sofocación.
Me tomo de la mesada de la cocina y trato de recuperar el aire. Abro los ojos y los clavo en la ventana que da al parque. La noche absoluta recibe mis ojos y la bruma me devuelve la mirada con una sonrisa maliciosa. Todo está a oscuras excepto por el tenue reflejo del mechero aun encendido.
En el aire puedo oler un dejo a té herbáceo. Con desespero, tomo la linterna que guardo siempre conmigo y la enciendo con torpeza. La respiración se me escapa segundo a segundo.
«No. No puede ser».
Observo por la ventana y el tenue brillo de la noche parece burlarse de mí en mi cara. Alumbro mis brazos: están blancos. Los toco con cuidado y me impacta notar que no me duelen; luego, los toco con más fuerza hasta que termino por dejar pellizcos que me irritan la piel.
«¿Qué mierda me está ocurriendo?».
Un ardor antinatural me consume el cerebro. Con mi corazón galopando a una velocidad antinatural, me acerco a la cocina y giro la perilla del mechero para apagarlo. No obstante, algo ocurre. El fuego crece y crece a una altura abismal. Se apodera de mi mano derecha y esta comienza a derretirse con tortuosa velocidad. Las llamas acaban con la dermis y el dolor que siento es horroroso.
«¿Cómo es que aún estoy consciente?».
Miles de agujas filosas penetran mi piel y retuercen mis terminales nerviosas para hacerme sufrir. Observo como es que primero se tuesta y, luego, cae hecha jirones sobre el aluminio, permitiendo que se vean mis músculos en carne viva. Sin embargo, la llama continua implacable y se apodera de ellos, deshaciéndolos. Las lenguas de fuego reptan por mi brazo y desaparecen al llegar a la altura de mi codo.
La carne se desprende para caer en el suelo como bolas de lodo teñidas de rubí. Una arcada imposible me sobreviene y mi corazón parece detenerse cuando veo cada uno de los huesos de mi brazo descarnados, pelados y limpios. Mis falanges desnudas responden a cada uno de mis actos y yo me siento presa en una pesadilla de terror absurdo.
«Necesito llamar a Shaileen para que me ayude a cuidar mis heridas», pienso en medio de un aturdimiento.
Espero por una pérdida de conocimiento que nunca llega. Caigo sobre las baldosas de cerámicas y me golpeo la cabeza, lo que genera una reacción con mi golpe anterior en la sien.
Sin motivo alguno, intento hacer un conteo mental de todas las marcas, moratones, inflamaciones, bultos, raspaduras y quemaduras que tengo en mi cuerpo. Me pierdo al llegar a la quinceava y abandono la absurda tarea. Apartando las lágrimas de mis ojos, quiero intentar entender que me está pasando. Pero no puedo. Es imposible.
Muevo mi brazo, otra vez recompuesto, y me quedo absorta observando mis dedos —con carne y piel—.
—No es lógico —me digo en un susurro—. El dolor fue real. El dolor «es» real.
«¿Ya me volví loca?»
No.
No es eso.
Es algo más.
—El virus —suelto en un último respiro.
Sí. Eso es.
Me he contagiado.
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