1 - Engranaje del Universo
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⚡ NaiiPhilpotts ⚡
Giro la llave y entro a mi casa. Un olor a salsa recalentada, que cocinamos la noche anterior, invade mis sentidos. Cierro la puerta y cuelgo las llaves en la pared mientras mi estómago comienza a rugir con una fiereza descomunal. Camino con pesadez hasta el sofá que se encuentra en el centro del living y tiro el morral que llevo a la universidad.
—¡Mamá! —grito.
La llamo, pero ella no me contesta. La televisión está alta y me aturde un noticiero que nadie está viendo. Me asomo a la cocina, y tampoco la veo. Hay una olla sobre el mechero con agua ya hirviendo; la destapo para que no se rebalse y bajo el fuego al mínimo. Escucho chillidos que provienen desde el jardín trasero, cerca del cuarto de lavado, y me asomo por la ventana. El terror comienza a escalar por mi cuerpo y lo que veo me hace querer huir. Syria, mi perra, acaba de hacer enojar a mi madre.
Y cómo.
Con valentía, salgo a enfrentar mi destino. Cada cosa que mi mascota hace mal recae sobre mí. Dijeron que cuando la perra se volviera adulta, se iba a comportar de manera decente; los años pasan y yo sigo esperando que eso ocurra. Ya asimilé que no va a pasar.
Salgo tarareando una canción y me acerco a mis dos mujeres:
—Eh... ¿Buen día? —digo con una sonrisa fingida al ver la situación: la perra vieja con complejo de cachorro hiperactivo ha roto algo importante—. Esto... ¿Qué hizo Syria ahora?
La pregunta la hago por pura cortesía, pero ya vi qué ocurrió. Solo lo hago para sondear el asunto y ver qué tan graves serán las consecuencias. Los ojos de mi madre se clavan en mí con una furia suavizada. Rápidamente, hago un cálculo mental de cuánto es que va a durar enojada y el resultado es alentador: para cuando nos sentemos a comer todo estará bien, pero se pueden prever lloviznas de reproches durante la semana.
—Tu perra —recalca el «tu» con brutalidad— rompió mis sábanas nuevas. —El juez termina por anunciar su veredicto—. Entró al cuarto de lavado y arrastró el canasto de la ropa limpia hasta el medio del jardín. De todo lo que pudo elegir para romper, se ensañó con mis pobres sábanas.
»Tuve que volver a lavar todo de nuevo. ¡Yo así no puedo, Emma! ¡No terminaré más! Para colmo, tú que no ayudas en nada y te la pasas con el celular...
Desconecto mi cerebro para dejar de escuchar y mastico el reproche que no soy capaz de anticipar. Lo digiero en medio de constipaciones gratuitas tras soltar un suspiro y le doy a mi madre un besito súper sonoro en la frente: con eso acabo de reducir cinco años de la condena.
—Ya, ya quítate —se queja haciendo espavientos con los brazos mientras tiene una de mis tangas en las manos—. Sabes que creo que los besos en la frente son para los muertos; no me gustan.
Me río:
—¿Te parece que esta semana lave los platos?
—Eso ni se pregunta —afirma con una sonrisa que amenaza con tirar de las comisuras de sus labios—. Y limpiar el piso.
Parada en el umbral de la puerta del cuarto de lavado, intento suprimir el chillido de fastidio que me da su nueva orden; pero es demasiado tarde: me escuchó. Mamá levanta una ceja de manera inquisidora y me mira amenazante. Se voltea a seguir metiendo la ropa limpia en el lavarropas. Hay cosas sucias con lodo, césped y pedacitos de las flores que mamá plantó hace un mes. ¡Dios mío, menos mal no notó las flores! Sino mi perra estaría muerta, y yo sería la siguiente víctima.
—¿Cómo fue tu día? ¿Pudiste hacer esos trámites? —Me tiro boca abajo sobre una silla replegable de plástico y la observo de lejos.
—Bien. Solo tuve que ir a registrar mi huella digital, pero está confirmado. El banco ya me aceptó el crédito y, si todo sale bien, podré alquilar y remodelar ese pequeño galpón del centro para volver a dar clases —sonríe con la emoción contenida—. Mis instrumentos están más felices que yo, te lo aseguro.
Abro mis ojos, sorprendida. La alegría comienza a adornar mi rostro. Estoy muy contenta por ella, demasiado. Se merece volver a dar sus clases de música. Sé lo mucho que sufrió cuando tuvo que dejar la música al divorciarse de mi papá.
Hasta que conoció a mi padre y me tuvo a mí, su único amor era tomar clases en el Conservatorio Nacional de Montresa. En el CNM obtuvo una especialización en piano, chelo y, su amor verdadero, el violín. De hecho, muchas veces me ha dicho que yo soy su segundo amor porque el violín es el primero —y que encima tiene prioridades porque está en su vida desde antes que yo—.
—Llamando a Tierra... ¿Emma está ahí? —Su voz me trae de regreso. Me me ha estado hablando y no la escuché; la miro confundida—: Te preguntaba que cómo fue tu día.
—Agotador, y no. Aún no me decido qué elegir. Basta, no me lo preguntes más —respondo de manera anticipada. Mi madre se ríe porque la corto antes de que ella pueda preguntarme si ya escogí carrera.
Técnicamente acabo de comenzar mi primer año de universidad, pero como aún no sé qué estudiar, estoy tomando materias que me pueden servir para varias carreras que tengo en mi larga lista de indecisión.
Mi mamá quiere saber qué haré con mi vida académica y es su costumbre diaria atormentarme con ello.
—¿No te gustaba informática?
—Sí... pero me enteré que Evelyn está ahí.
Syria se acerca hasta a mí arrastrándose como una oruga. Sé que está arrepentida por lo que ha hecho. Gimotea a mis espaldas mientras se acerca despacito y me lame la mano que tengo colgando. Como no la acaricio, me pone su hocico debajo de mi palma para que la toque. Insiste.
—¡Oh! ¿Esa no es la chica... —hace una pausa de dubitativa—, esa a la que golpeaste y le destruiste los cuadernos de clases, la que terminó con el tabique doblado y por la que te suspendieron por una semana.
Suspiro. Sí, Evelyn es esa misma chica. ¿Acaso mi mamá nunca se va a olvidar de ese pequeño accidente? Ella sabe que, en aquel entonces, actué bajo defensa propia. La cretina de Evelyn me había pisado mis anteojos nuevos «sin querer». Anteojos que, casualmente, ella había quitado de mi rostro y tirado al piso, también, obvio, «sin querer».
Frunzo el ceño y me giro en la silla plástica. Mis ojos se topan con la carita de Syria y sus ojitos brillantes. Siento que cuando me ve, sonríe; comienza a mover la cola con desesperación y alegría. La chisteo para que se calme y no llame la atención.
—No tienes remedio, hija —añade desde la puerta del cuarto de lavado.
La miro y le guiño un ojo. Me levanto con pereza de la silla y abrazo a Syria que se impacienta porque cree que se le levantó el castigo. Disfruto de la sensación agradable que me deja su pelaje y hundo mis dedos entre su pelo sedoso. Ella suelta un ladrido agudo y me lengüetea la cara.
Ups.
—¡A tu casa! ¡Ahora! —ordena mi madre y veo cómo «mi hija» se aleja con la cabeza gacha y la cola entre las patas.
—¿No te da pena? —pregunto mientras me sacudo las manos en el pantalón.
—Un poquito. —Una media sonrisa suaviza sus rasgos endurecidos por la edad—. Pero si se entera me destrozará cincuenta cosas más —suspira—, y ahora ve y átala. Luego, lávate las manos que tocaste a Syria y te anduvo pasando su lengua. Ajjj, asquerosa.
»Apresúrate. Pondré la pasta a hervir que me muero de hambre. Tardaste mucho.
—Se demoró el bus... Ni me lo recuerdes —respondo mientras obedezco su orden. Ya le expliqué la razón de mi tardanza por chat.
Tengo una hora de viaje desde que salgo de la Universidad Nacional de Montresa hasta mi casa. Siempre llego alrededor de la una de la tarde, pero hoy llegué un poco antes de las dos porque el bus se demoró. Espero que no se torne una costumbre y solo sea una excepción.
—Claro, inventa otra excusa... también fui joven —añade, suspicaz—. ¿No habrás visto a Gael?
—Eso fue cruel. —Finjo un gesto muy dramático—.¿Cómo osas dudar de mi palabra?
Mamá rueda los ojos. Juntas, entramos a la cocina riéndonos. Antes de cerrar la puerta, veo más de cien retazos de sábanas rotas desperdigados por el césped e imagino a Syria jugando con ellos con una felicidad tan pura que me enternece. Supongo que más tarde me tocará juntarlos.
Un apetitoso plato de espagueti con salsa humea frente a mí. Mi estómago ruge y mi boca se llena de saliva mientras coloco unas cuántas cucharadas de queso rallado por encima Cuanto más, mejor, más rico.
Muero de hambre. Miro a mi madre y me sonríe. Es extraño comer con ella. En la semana, nunca almorzamos juntas por su trabajo, por lo que yo suelo comer porquerías poco sanas o comprar algo por ahí mientras mato tiempo en la biblioteca y volvernos juntas cuando sale a las cinco . Los domingos son la excepción y si llego a fallar me puede caer una maldición con reproches continuos hasta el domingo siguiente.
Pronto, mamá se levanta y me dice que va a ir a la cocina por el pan que se nos olvidó traer.
La miro irse y sonrío. Sé que adora la pasta tanto como yo, siempre no peleamos por ver quién es la primera en poner el pan dentro de la olla de salsa. Mamá y yo vivimos solas desde hace mucho tiempo. Adoro su compañía, no necesitamos a nadie más porque así somos felices. Desde muy pequeña, aprendí que ella es la única que va a estar para mí; nadie más lo me protegerá. Cuando mi padre se fue a vivir a Estados Unidos por negocios, yo era una niña. Me ofreció mudarme con él, pero no quise. De hecho, todos los años me insiste en que me quede con ellos. Porque, claro, no regresará. Se casó con la secretaria, que es quince años menor que él. Ella me detesta, pero me alegra confirmar que es mutuo. La veo más como una hermanastra con complejo de sugar daddy, más que como una madrastra.
Hace un par de años, tuvieron un hijo que ahora debe rondar los cinco años. Lo vi solo un par de veces y nuestra relación no prosperó; no me gustan los mocosos. Además, es el capricho personificado. Irritable, malcriado y en extremo mal educado: idéntico a su madre. En el fondo sé que el niño no tiene la culpa; no obstante, mi instinto es más fuerte que yo. El solo hecho de escuchar su vocecita chillona crispa mis débiles nervios que siempre están al borde de la histeria. Por eso es que hace dos años que no los veo. Estar con ellos me resulta un suplicio y fingir jugar a la familia feliz no es lo mío.
Mamá vuelve a entrar y apoya la bolsa de papel madera que contiene el pan en el centro de la mesa de vidrio. Como estoy sentada en la punta, debo estirarme por una hogaza. Varios de mis mechones de cabello se ensucian con salsa, pero no me importa porque debo bañarme. Le doy un mordisco: está blando, fresco y delicioso. Se nota que es pan de hoy y no recalentado en microondas.
Mamá toma su móvil y enciende la televisión. Pone un noticiero. Sonrío mientras pongo los ojos en blanco; no sé cuándo se acostumbrará a hacer los gestos.
—... los muertos ya han subido a 95. Aún hay peligro de réplicas. El desastre es realmente abrumador. En minutos estaremos ampliando este tema —menciona con congoja la periodista mientras pasan imágenes grabadas desde un dron especiali— que ha asombrado a todo el mundo.
—¡Oh! Lo escuché de los chicos hoy, en la Universidad. Fue un terremoto de 8.5 en la escala de Richter. Menos mal que sucedió del otro lado del archipiélago, y que en el medio tenemos a Australia, sino nuestra isla la estaría pasando muy mal.
—¡Emma! ¡No digas esas cosas! ¡Pobres personas!
Hago silencio y suspiro. Ella cambia de canales buscando más información. Al parecer, no se había enterado de la noticia del terremoto. No me extraña, solo se la pasa escuchando música. De pronto, mi teléfono móvil suena y lo saco del bolsillo de mi pantalón de jean. Lo apoyo sobre la mesa y cancelo la llamada de mi novio con un gesto, para evitar machar la pantalla con mis dedos manchados de salsa. Mi mamá estira su cabeza y trata de confirmar quién es.
—Bloquéate —le ordeno al asistente, por medio de un comando de voz, y el celular apaga su pantalla de manera automática.
—Ahora, ya ni comer te deja ese chico —dice fingiendo molestia—. ¿Qué quiere? ¿En la noche saldrán? —inquiere con curiosidad.
A veces, me pregunto si ella tiene poderes mentales o algo. Acaba de acertar, o al menos en parte. Shaileen, la hermana de Gael, me invitó a una fiesta por haberse recibido de médica.
—Sí. Shai hace una fiesta porque por le entregaron su título. Es en la playa Les Magnolias, ¿puedo ir? Juro que ya te estaba por decir. —Pongo mis manos en posición de rezo y cierro mis ojos con exageración.
—Ya eres mayor de edad, ¿para qué me preguntas? —responde como si nada.
—Ay, por favor. No te hagas, mamá —bufo mientras como otro pedazo de pan; debo alejarme de la bolsa o me la acabaré antes del postre—. Porque luego me desheredas y no me hablas por un mes.
—Ey... Esa no era la respuesta que quería oír. Podrías esmerarte más y adularme, al menos, un poquito.
Me río con la boca llena y algunas miguitas cubiertas de baba se escapan. Mi mamá se aburre de pasear por todo los noticiarios y vuelve al primero que encontró. Con paciencia, enrolla un poco de pasta y me dice:
—Si hubiera imaginado que vender la casa del centro me hubiera traído tantos líos contigo, quizá lo pensaba un poco más. Ahora que estás grande, te la pasas en la zona de la bahía y no me gusta que viajes sola de noche.
Y no se equivoca. Todo lo que una joven de mi edad puede necesitar está en la zona de la bahía Montpellier. Pero nosotras vivimos donde sencillamente no hay nada, en la vieja casa del abuelo. Ruta, campo, cosechas y vacas. Ni vecinos tenemos. Las casas más cercanas están como a medio kilómetro y son casas de vacaciones que tienen algunos tipos ricos. Vivimos en la ciudad capital de la República de Montresa, pero me siento aislada de todo el puto mundo.
—Mañana vengan a almorzar conmigo, tengo el día libre porque es feriado y la intendencia no trabaja. Haré algo al horno, dile a Gael que compraré el postre que le gusta.
—¿Es en serio? ¿Por qué lo malcrías más a él, Justice? —Hago silencio y me quedo pensando—. Espera... ¿feriado? ¿De qué?
—Se nota que como es sábado no le dan importancia los de tu generación. —Pone los ojos en blanco—. Si tanto quieres saber, pídele a tu súper celular que te lo responda... —Rueda los ojos con autosuficiencia—. ¡Y no soy Justice, soy tu madre!
Acto seguido, su teléfono celular comienza a sonar. Ahora soy yo la que se estira para observar su pantalla. Mi madre se levanta a tomar la llamada y alcanzo a oír que es de su trabajo. Me quedo mirándola y suspiro. Ojalá pudiera llegar así de hermosa a su edad. Por dentro y por fuera. Tiene sus curvas algo llenitas, pero de amor, como siempre suele decir. Además, es un ser muy noble; primero piensa en los demás, luego en ella. Así hizo con la música; dejo de dar sus clases por mí. Eso la llevó a conseguir un trabajo fijo que odia, pero jamás lo hace mal y, de hecho, se esmera por cumplir. Por lo que, luego del divorcio, ella comenzó a trabajar en la intendencia. Con los años la ascendieron y ahora está como secretaria de Blocksenn, el intendente de la ciudad. El sueldo es bueno, sí. Pero no lo vale para su salud mental. De todos modos, sé que eso también sucede porque Justice es la mujer más terca del mundo. Nunca quiso aceptar el dinero que mi padre enviaba para mi manutención; decía que estaba manchado.
La verdad, aún no sé exactamente qué ocurrió entre ellos, ninguno me lo ha dicho, pero no me puedo imaginar a mi papá como un estafador. Mi teoría es que la engañó con otra secretaria o algo por el estilo. No lo sé, es un tema delicado para ella y no porque aún lo ame; más bien, diría yo que es lo contrario: ella lo odia y con toda su alma.
Mi madre y yo somos muy diferentes. Por más que me pese, soy el calco de mi padre. Heredé sus ojos verdes y su cabello castaño ondulado; en cambio, ella los tiene miel y castaño oscuro. Yo siempre me visto con aire rebelde y moderno; ella trata de lucir elegante y casual, muy bohemia —al menos de las puertas para afuera—. Creo que se moriría si sus amigas se enteran que dentro de la casa se pasea en un camisón rotoso, lleno de agujeros, que conserva desde que tengo uso de razón.
Vuelvo a mirar la noticia del terremoto con aire distraído. Por alguna razón que desconozco me toco el tatuaje que tengo en la nuca. Es una frase en francés que dice la frase Engrenage de l'Universe: tiene tuercas y un estilo muy steampunk que me fascina. Mamá odia los tatuajes y aún no sabe que lo tengo. Un escalofrío me recorre el cuerpo de imaginar que lo descubra. No quiero decirle. No estoy lista. Temo que si lo hago no me hablará por meses. Justice enojada es como una fiera enjaulada y no podría vivir tanto tiempo sin la voz de mi madre.
Mamá se dirige a la cocina con el semblante turbado para continuar con la llamada en un ámbito más privado. Yo continúo con mi almuerzo y la miro enarcando una ceja.
Nota de autora:
Espero que disfruten mucho de esta nueva versión.
¿Quienes de acá son lectores nuevos? ¿Y viejos? ¿Desde que año siguen supporteándome?
Un abrazo para todos y cuidense.
#YoMeQuedoEnCasa
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