Capítulo 8: El fantasma del pasado

Los ojos de Alma se abrían, y no por la alarma de su teléfono, o por un llamado, ni siquiera por una pesadilla. Se despertaba sola, su ciclo de sueño concluía de forma natural, borrándole de la memoria cualquier mal sueño que hubiese tenido en la noche. Ella rodó un par de veces en su cama hasta comprender que seguía siendo temprano, por lo que aprovechó a darse el baño que merecía tras el día anterior.

—¡Achís!

Era un mal momento para enfermarse, sin embargo los chuchos de frío no se hicieron esperar al momento de salir envuelta de toallas del baño.

—¡Qué mal te ves! —exclamó Cathy, al cruzarse a su sobrina semidesnuda por los pasillos.

De inmediato, Cathy le tomó la temperatura con su mano. La piel de Alma se volvía amarillenta y contrastaba con enormes manchones rojos, al igual que sus ojos irritados y la punta de su nariz, la cual no dejaba de gotear.

—Con un antigripal estaré como nueva. —Alma decía esto a pesar que los chuchos de frío la invadían—. Ayer tomé algo de frío.

—Necesitas reposo. —Cathy asintió segura de lo que decía—. Acuéstate en la cama y te llevaré un té de limón y el antigripal.

Alma hizo caso, no se negaría, aún no recibía noticias de los centinelas. Haber pasado todo el día con el cuerpo húmedo, mientras desgastaba el físico, tenía sus obvias consecuencias.

En ese instante de relajación el teléfono sonó. Alma ahogó sus insultos para ver de quién se trataba.

"Estoy en la puerta de tu casa, ¿tomamos el tren juntas?"

Era Jazmín.

<<Bendito alivio>>, pensó.

Olvidaba que de vez en cuando podían viajar en compañía, charlar y compartir galletas. Como buenas vecinas y mejores amigas, acostumbraban a ir a todos lados juntas, aunque eso se había cortado un poco desde que sus horarios de estudio no coincidían.

"¿Puedes pasar a saludarme? Estoy en la cama con fiebre".

Sin pensarlo dos veces, Jazmín golpeó la puerta y Cathy la atendió de manera amable. La joven, era parte de la familia.

—¡Qué horror! —exclamó la morocha, abriendo la puerta de un azote. Su energía era exuberante para la mañana, siempre alegre, con ganas de vivir—. ¿Por qué pareces la representación del suicidio?

Alma, en cambio, era un pan mojado. Sus niveles de endorfinas estaban por el piso.

—Quizás lo sea. —Alma se sentó en su cama y abrazó a Jazmín—. Ayer tuve un día fatal. Casi me muero cuatro veces.

Jazmín carcajeó escupiéndole la cara, a pesar que no se trataba de un chiste.

—¡Siempre tan exagerada! —Jazmín le golpeó la espalda—. Pero te entiendo, así es la universidad. ¿Qué tienes que leer? Puedo ayudarte a repasar, tengo resaltadores nuevos, huelen exquisito.

—Gracias, Jaz, me estoy organizando. Imagino que tú también tienes trabajo que hacer. —Un largo suspiro escapó de Alma, por un momento creía haber olvidado cómo actuar normal frente a su amiga, la cual, por sus muecas, comenzaba a sospechar que las cosas no andaban bien.

—Lo siento, Alma —barbulló Jazmín, con la mirada culposa—. La vez pasada parecías alterada y no te di espacio para que te pudieras expresar.

Una dulce sonrisa se dibujó en Alma, quien estiró su mano para acariciar la suave mejilla de Jazmín. Era gracias a esa dulzura de la morena de ojos verdes que su amistad perduraba; existían tantos calificativos para adular a Jazmín que siempre se iba a quedar corta. Estaba feliz de tenerla a su lado.

—Fue mi culpa, fumé hierba y me peleé con Cathy. —La mentira de Alma sonó a verdad, Jazmín no debía involucrarse con la Sociedad Centinela—. Me alteré, no debí consumir con ansiedad.

—Dijiste que lo habías dejado —susurró Jaz, con la mirada más brillante e intrigada—. Debiste llamarme, nos hubiésemos tomado una cerveza en la esquina, y habríamos hablado de lo que te preocupa.

—Fue un desliz, no tengo intenciones de quemar mis neuronas en épocas de exámenes. —Alma observó la hora en el celular—. Te estoy retrasando.

—Faltaré a la primera clase. —Jazmín apretó a Alma entre sus brazos tatuados—. Además, te tengo una noticia. ¡Adivina!

—¿Eres la presidenta del centro de estudiantes?

—¡No! —Jazmín soltó una grácil carcajada.

—¿Te harás otro tatuaje de flor? ¡Un floripondio!

—¡No! —Jazmín se desternillaba de la risa con cualquier idiotez—. ¡Ja, ja, ja!

—No lo sé, dime. —Jugar a las adivinanzas estaba hartando a Alma.

—¡El chino me ha habilitado El Antro para tocar con la banda! —Jazmín aplaudió con felicidad—. Tocaremos covers, comeremos pizza y tomaremos cerveza gratis.

—No puedo creerlo. —Los ojos de Alma brillaron un fugaz instante.

Entre las tantas cualidades de Jazmín estaba la de tener una voz privilegiada, o al menos le servía para cantar algo de punk o metal. Su banda under: Gatas Ácidas, no pasaba de ser un proyecto barrial, pero se divertía tocando en festivales de poca monta, y a lo máximo que podía aspirar era a tocar en la meca de los marginales, un bar llamado El Antro, manejado por la mafia china, ¡una belleza! Alma recordaba su paso por la banda, y el momento en que decidió abandonarla por no ser buena con el bajo, ni con poner suficiente entusiasmo.

La charla carecía de relevancia: los estudios, el clima, las canciones que Jazmín cantaría. Estaba bien así, olvidar el giro fantástico de su nueva vida y tocar tierra otra vez. Aterrizar, pensar en lo simple, lo cotidiano; no significaba que fuera fácil, pero al menos era lo que conocía, lo que la hacía sentir sana, en paz, en casa.

Pasada un poco más de media hora, Jazmín prosiguió con su ruta, y Alma dejó caer la cabeza en la almohada otra vez. Aunque no por mucho tiempo. Su celular vibraba y vibraba en la mesa de luz, a punto de caerse al suelo.

—¿Hola? —Ella atendió a pesar que el número era desconocido. Podía darse una idea de qué se trataba.

—Buen día, soy Gary. —Su voz podía reconocerse a la primera; suave, clara, algo musical—. Sé que hoy teníamos la segunda instancia de iniciación, pero las cosas se complicaron con Mao.

—¿Mao? —Ese nombre le sonaba de algún lado.

—Parte del equipo Alfa que debes liderar —respondió el chico, bajando el tono de su voz—. Está encaprichado, no te quiere como líder.

—Es un chico inteligente.

—Mao es cualquier cosa menos inteligente —respondió, y casi pareció ofuscarse—. Tendremos que vernos mañana.

—Mejor, me siento algo enferma —confesó Alma con alivio, por fin un día de paz—. Mi cuerpo está débil, tengo fiebre, solo quiero...

—¡¿Qué?! —La exclamación de Gary aturdió el pobre tímpano de Alma—. ¡No, no, no! Mao será el que tendrá que esperar. Paso por ti a las tres.

Gary colgó. La mirada atónita de Alma aún observaba el celular. No quería pensar en lo peor, pero ante la reacción de Gary no tenía muchas opciones.



Tenía que hacerlo aunque le costara horrores. Debía fingir salud a pesar de querer arrastrarse por el suelo. Temía a una muerte horrenda de agonía, no quería quedar en coma, no quería terminar en el hospital otra vez. ¿Qué pasaba si su consciencia seguía lúcida y veía el momento en el que desconectaban su suero o respirador? No, no quería saberlo, por eso prefería tomar su última alternativa: pasar las pruebas.

Ya eran las tres, y en su casa reinaba la soledad. Era mejor si evitaba dar excusas.

Una bocina sonó. Alma golpeó su frente con la palma de su mano, el automóvil de Gary llamaba la atención de todo el barrio, un Chevy Chevelle modelo 69 color negro. Pensaba que esa reliquia solo podía gustarle a Jazmín, quien había tenido una época pin-up antes de darse cuenta lo malo de ser una mujer en la década de los 50'.

La puerta trasera se abrió, ya que de copiloto iba Lisandro.

—¿Cómo estás Alma? —preguntó Gary a penas ella se sentó en el sofá de cuero.

—Cómo la mierda. Pero ya tomé cuanta pastilla hallé en mi casa.

—No es bueno auto medicarse —comentó Lisandro.

—Ni tirarse de un acantilado. —Alma suspiró más entristecida que irónica.

Gary sintió la angustia y entendió el dolor que podría estar padeciendo Alma, y seguro que ninguna palabra de aliento sería suficiente, por lo menos quería intentar darle algo de su apoyo.

—Siento que no puedas descansar, pero si tus defensas están bajas es mejor prevenir a curar.

—Porque no hay cura —rumió Lisandro.

—No te preocupes, Alma —intervino Gary, arrancando el vehículo—. El abuelo indicó que lo mejor es seguir adelante. Si te haces fuerte, la infección se disipará, solo un poco más y todo será una mal recuerdo.

Alma asintió con una leve contorsión de su cabeza, pero la tormenta en su mente continuaba y le nublaba las ideas.



El vehículo se deslizaba a través de las carreteras despobladas; iban de camino más allá de la ciudad, más allá del bosque, del monte y de la urbe vecina. Gary quería conversar, romper la tensión, preguntaba a Alma los detalles de su día con Luca, y Lisandro era su comentarista, lo que demostraba ser más ocurrente que malvado. Pero no podía soportar seguir hablando de las pruebas; así que los interrumpió con lo que menos imaginaban.

—¿Cómo está Mateo?

Los rostros de los muchachos se tornaron serios, pálidos y preocupados. Fue Gary quien tomó la palabra.

—Queremos mantener las esperanzas. Ayer por la noche llegó un informe acerca de la posibilidad que la infección sea producto de una secta que se creía extinta.

Alma abrió la boca y llevó su mano a la misma.

—Pensé que los centinelas eran la sociedad más importante entre todas, la que manejaba todos los hilos, ¿cómo es posible que hasta el momento no supieran nada?

La vergüenza se apoderó de las mejillas de Gary, él tampoco entendía como a la Sociedad se le podía pasar por alto la existencia de una secta que provocase esas desgracias, por lo que decidió guardar silencio ante la falta de respuestas.

—Algunos dicen que se trata del segundo secreto, pero eso es solo una teoría —dijo Lisandro mostrando una misteriosa sonrisa que acaparó tanto la atención de Alma como la de Gary.

—¿Segundo secreto?— preguntó Alma sin titubear, se merecía saber la verdad.

—Hay una teoría entre centinelas —prosiguió Lisandro—. Esta dice que, para mantener el correcto equilibro del universo, es necesario que, incluso nosotros, no sepamos todas las verdades. Por eso hay tres grandes secretos universales; uno, son las enseñanzas que te estamos trasmitiendo. El segundo secreto, tiene que ver con esta secta llamada la Orden de Salomón y su poder; y luego está el tercer secreto, del cual no se dice nada. Para muchos, no deja de ser un mito creado para mantener la curiosidad viva y no sentirnos omnipotentes en el mundo.

Gary intervino:

—No hay razón lógica para que la Sociedad Centinela no tenga la identidad de alguien. Con la tecnología actual, desde el día en que naces también nace un archivo que describe cada paso que das. Solo alguien con el mismo poder de la Sociedad Centinela podría esconderse, por eso reflotan las ideas del segundo secreto.

—¿De dónde ha surgido ese mito?—insistió Alma, intrigada por las fantasías que le revelaban.

—De otro mito —respondió Lisandro—. Ahora mismo te estamos llevando al lugar donde realizarás distintos viajes astrales para abrir tu mente, tus chacras, entre otras cosas. Es en esa prueba donde empezó el mito. Un sinnúmero de miembros antiguos dijeron que se les fue revelada la existencia de los tres secretos universales. Más tarde se lo consideró una paranoia colectiva, hoy en día, y desde hace incontables años, ya nadie tiene esa visión como para confirmarlo o estudiarlo. Se trata de fe, algo de lo que carecen los centinelas.

—¿Qué tiene que ver ello con la infección? —inquirió Alma.

—La Orden de Salomón siempre fue enemiga de la Sociedad Centinela —explicó Lisandro—, a lo mejor quieren matarnos.

—Qué tonterías dices, Lis —dijo Gary, con la vista en el camino—, no la asustes.

—Tampoco creo en ello —añadió Lisandro, a pesar de ser quien hablaba de esa posibilidad—. Pero es una teoría entretenida, e ideal para contextualizar lo que viene.

Alma se hundió en el asiento de cuero negro, su curiosidad solo había servido para terminar más embrollada. No creía en mitos ni cuentos, a duras penas confiaba en sus sentidos, y lo que veía ahora era una caja gris en medio de una extensión verde. Un enorme cubo de metal y vidrio, una especie de construcción modernista en medio de un prado con colinas y árboles.

Gary estacionó el auto cerca de la entrada del edificio, del cual no se distinguían las puertas o ventanas. Tan solo cuando fueron acercándose, se distinguió el revestimiento de vidrio negro y una puerta corrediza que tenía tallado el símbolo de los centinelas.

Lisandro colocó su palma en un recuadro sobre el vidrio negro y un sonido metálico se oyó antes de que las compuertas se deslizaran, dejándolos ingresar a un espacio amplio, vacío. Al alzar su vista hacia el techo, notó que la claridad del recinto se debía a que éste era de cristal, el sol les deba justo en la cara. También distinguía los barandales del segundo y tercer piso. El gran cubo poseía múltiples habitaciones y plantas colgantes entremezcladas con las grandes banderas azules que le recordaban que ese sitio pertenecía a la Sociedad Centinela.

Los pasos hacían eco, y a medida que seguía a los jóvenes por los salones de la planta baja, percibió aromas frutales y especias que se intensificaron al final de un pasillo, que daba paso a un salón con sillones de terciopelo negro y ribetes azules, así como una mesa central decorada con una caja dorada, la cual poseía un grabado centinela.

Alma se perdía en la extrañeza de ese lugar, en los ventanales y los laberínticos pasillos. Era difícil considerar que ese sitio futurista estuviera a pocas horas de su hogar. En tanto se perdía en sus pensamientos, Lisandro tomó la caja rectangular en la que podría entrar una botella de agua, y además del grabado centinela, estaba el nombre de Alma perfectamente tallado.

—Es tu tótem — dijo Lisandro extendiéndole el paquete—. Un regalo hecho por el presidente para las altas divisiones.

Gary mostraba una sonrisa ansiosa, mientras Alma abría la caja, intrigada, pero cuando lo desentrañó por completo, su cara de desencanto lo dijo todo.

—Un palo.

<<Para metérmelo en el trasero>>, concluyó en su mente.

—No es un palo, es tu tótem —reiteró Lisandro—. Tu arma y tu protección.

Era una vara, una de metal o una especie de acero, medía unos treinta centímetros de largo, por dos de diámetro; de color plateado, fría y pesada, con unos finos lirios tallados en toda su totalidad, además de unas pequeñas líneas que dividían a la vara en tres.

—Los presidentes de cada sede, deben de regalarle un arma a los miembros que formarán parte de los escuadrones más importantes —explicó Gary— Este regalo se hace en base a la investigación de la persona, además en la sociedad las armas son llamados tótem o canalizadores de siddhi, puesto que sin ellas se perdería el control en las siguientes etapas de iniciación.

—¿Qué es siddhi?— preguntó Alma, con la vista apagada en la vara.

—Habilidades energéticas personales —afirmó Lisandro, le empezaba a agradar a Alma que no diera tantas vueltas—. Que se logran mediante las instancias de iniciación.

—Suena a una palabra hindú.

—Es verdad —afirmó Gary—. Si bien los hinduistas conocen la palabra no tienen idea como desarrollar un siddhi real. El único motivo por el cual saben de su existencia fue una filtración de información en tiempos sin tecnología.

Alma se encogió de hombros, no quería caer tan rápido justificar todo con mitos y magia. De todas formas el palo no dejaba de decepcionarla.

—Es una bonita arma, delicada como tú —añadió Gary, tratando de animar a Alma, aunque ella elevó sus cejas en asombro <<¿delicada?>>—. Esas grietas que tiene son para que las separes, de esa forma se convertirá en una vara más larga; se puede quebrar en tres y sus partes quedarán unidas por las cadenas que tiene en su interior; como una especie de santsetsukon.

—No tengo idea de que hablas —murmuró Alma—. Tendré que googlearlo.

La joven intentó demostrar más simpatía para no hacer que el esfuerzo de Gary fuera en vano. Tomó su vara y trató de transformarla, aunque sin resultado. Alma no servía para nada que tuviera que ver con deportes o peleas. Sin meditarlo, abandonó su débil intento de hacer algo bien con la frustración quemándole la garganta.

—Vamos a hacer eso de los viajes astrales —expresó Alma volviendo al enfado—. Suena menos peligroso que meterme a un lago sin saber nadar.

Lisandro se dio por vencido y se encogió de hombros, no podía con una novata. Gary se sentía avergonzado al ver sus intentos, por alegrar acercarse a Alma, fracasar uno tras otro.

Caminaron un trecho más por los enrevesados pasillos con aroma a canela y estética modernista, un enigmático contraste que deseaba descifrar. A pesar de que Alma no se alegraba por su regalo, el lugar en sí mismo era una sorpresa más grata. Su segundo día de iniciación era se perfilaba de un modo más agradable que con Luca. Gary le otorgaba tranquilidad y amparo, cosa que no sentía desde hacía mucho tiempo. Y si bien Lisandro no demostraba ser el más complaciente, al menos mantenía su desprecio a raya.

Los tres jóvenes se detuvieron en una puerta doble al final del pasillo. Encima del marco había un grabado en dorado similar a una pequeña rueda. Las puertas se deslizaron a los lados con el tacto de Gary.

Alma asomó su ansiosa cabeza para descubrir lo que le depararía en aquel sitio. Ahí, en ese cuarto de sólidas paredes blancas, solo había una antigua tina, de cuatro patas, en medio. La misma era tan grande como para que cupiera su cuerpo sin inconvenientes, y descansaba sobre una alfombra amplia, de colores tierra. Así también observó los aromatizadores ubicados en cada esquina del lugar. La inquietud hizo vibrar su cuerpo, su imaginación vivaz ya cavilaba miles de ideas extrañas.

—Debes introducirte en la tina, incluyendo la cabeza —explicó Gary, dando un paso hacia adelante—. El líquido con el que está llena lo llamamos praná, y no te ahogaras si lo respiras. Una vez sumergida, tendrás un sueño que te enviará a ver momentos de los primeros centinelas, no es un viaje en el tiempo. Es una epifanía en la que se te hace entrega de la verdad.

—Te esperaremos afuera —dijo Lisandro—. Tal vez te parezca mucho tiempo, pero tan solo serán tres minutos.

—¿Praná? ¿Epifanía? —preguntó Alma—. ¿Te dije que mi tía me consiguió cita con el psicólogo porque dejaste mi ropa apestando a marihuana?

—Fue adrede —confesó Gary, con la vista en el suelo—. Era para evitar más problemas.

Los ojos de Alma se pusieron en blanco, era obvio.

—¿Vas a meterte sí o no? —interrumpió Lisandro.

Alma, algo incrédula, observó el líquido de la tina, parecía tener un leve tinte violeta tornasolado.

<<¿Qué carajos es praná?>>, pensó mirando el agua.

—Estuve en vertederos peores —musitó para sí misma.

Introdujo su mano en el líquido, esa sustancia era más pesada que el agua, de temperatura cálida, similar a la gelatina derretida, aunque con aroma a flores silvestres. Iba a meterse, quería confiar en ellos, pero a la primera que no pudiera respirar desistiría de lo que siguiera. Por el momento no tenía ganas de verse al borde de la muerte otra vez.

Lisandro, al ver la susceptibilidad de Alma, añadió:

—Es un elemento derivado del oxígeno, mezclado con algunas hierbas. Hace más de cien años que se implementó este método para facilitar la epifanía de tiempos pasados, antes se solía hacer mediante sesiones de hipnosis y drogas prohibidas, solían llevar alrededor de un día y muchas veces fallaba.

Alma asintió con la cabeza, diciéndose por dentro: voy a morir. Los chicos abandonaron la habitación, así ella pudo quitarse sus ropas e introducirse con suma lentitud en la templanza del brebaje. Con suma lentitud se recostó despacio y fue hundiendo su cabeza, aguantando la respiración.

Ya, con su cuerpo inmerso, inhaló el praná. La perplejidad de Alma no tuvo precedente al notar que podía respirar; bueno, en realidad, era algo similar a respirar, era como si no necesitara hacerlo para vivir. El oxígeno entraba en ella por cualquiera de sus poros, además de que su organismo se encontraba en un estado pleno de sosiego. El dolor, que le labraban las acciones de los días pasados, se había desvanecido, tampoco le afectaba la fiebre, era como ser un bebé en el vientre de su madre. Paz, armonía y calor. Como los primeros segundos tras una droga fuerte. Sumergida en pensamientos, sus ojos se cerraron y su mente fue sosegándose en un mar de paz.



Similar a un sueño lúcido, Alma volaba por un túnel lleno de imágenes, sensaciones, aromas y emociones. Viajaba a la velocidad de la luz, y eso se sentía tan bien como nada en el mundo. Lo material se desvanecía y se convertía en brillante energía. Su mente cotejaba todas la millones de impresiones del pasado en tan solo segundos. Se trataba de una experiencia capaz de desafiar la comprensión humana, algo imposible de poner en palabras.

Miles de años de historia de los centinelas en unos pocos segundos. Un rompecabezas al que le faltaban muchas piezas. En el principio vio una pequeña tribu, en medio de un paisaje de vegetación y de hermosura extraordinaria, a la orilla de una playa paradisíaca. Hombres, mujeres y niños vestían túnicas de colores y armaban sus casas con troncos de árbol y techos de hojas de palmeras, otras personas recolectaban grandes cantidades de distintos frutos que les regalaba la amable naturaleza. Sus rostros solo denotaban paz y felicidad, sus días pasaban ahí, en medio de esa isla, quién sabe dónde. Allí practicaban meditación, distintos tipos de entrenamientos físicos; fuera dentro del agua, cerca de un volcán, entre las cuevas y en los acantilados, sin perder la risueña sonrisa.

Más tarde, descubrió como la pequeña tribu se había multiplicado. Pasaron de ser decenas a cientos, y miles. Ya no vivían en la pequeña y pacífica isla, ahora habitaban una gran nación, en un paisaje selvático, en el que los arroyos y lagos ornamentaban el hábitat con enormes palacios de piedra, que se elevaban majestuosos queriendo alcanzar el cielo. En medio de esa postal, había quienes tatuaban el símbolo de los centinelas a todos los habitantes. Otras personas se encontraban tallando escrituras en un idioma que Alma no comprendía.

Aquella sociedad se comunicaba en otra lengua, en la que ella solo era una observadora. La esencia de Alma ingresó por los pasillos y corredores amplios y pulcros, que poseían vitrales multicolores alegrando los espacios con su iridiscencia. Las áreas eran tan luminosas como pomposas. En las algunas habitaciones las personas ordenaban libros en una monumental biblioteca; en otra, tres viejos hablaba en una enorme mesa redonda. ¿Qué decían? No lo sabía.

Alma ingresó a una habitación que olía a hierbas, ahí se encontraban alrededor de diez personas, hombres y mujeres de rostros borrosos, preparando infusiones y medicinas; examinando hojas y flores y haciendo anotaciones de las mismas. A penas podía entender de qué se trataba todo eso.

Era difícil ubicarse en tiempo y espacio, ¿era lo que llamaban antes de Cristo, o después? ¿Era la Mesopotamia, América, Oriente u Occidente? Imposible saber. Eso sí, se trataba de una civilización anterior a todo lo conocido, aunque muy avanzada, y las situaciones vistas no eran suficientes para entender cómo poseían tantos conocimientos y era tan buena su organización. Alma siguió marchando con ese interrogante. Las imágenes saltaban de generación en generación, los avances eran cada vez más notorios, y el pueblo cada vez más grande.

El tiempo se detuvo en un momento, donde, quienes parecían ser los líderes, discutían sobre un papel con extraños símbolos. La perturbación de la gente era palpable. La tensión reinaba.

Más tarde, vio desde muy alto en el cielo, como los grupos de centinelas se dividían en peregrinación por el mundo, y pudo ver, como los diferentes grupos interactuaban por primera vez con otras civilizaciones, que eran las que ella conocía y que todo el mundo conocía como las primeras civilizaciones. La epifanía le abría los ojos a la fuerza.

Alma siguió viajando mucho más adelante, pudo ver a los miembros de la sociedad entristecidos en pequeños sectores del mundo, eran pocos, y se encontraban rodeados de desastres ocasionados por guerras, las cuales no había visto. Pretendían reconstruirse, con sus rostros devastados por la tristeza.

Luego de esos hechos, los centinelas reaparecieron infiltrados en las sociedades de todo el mundo. Podía reconocerlos en los puestos políticos o de mayor influencia, hablando en confidencialidad, portando el símbolo que los identificaba. Era como si las personas normales no se dieran cuenta de eso, que todos eran guiados por los mismos titiriteros. Eran los reyes dentro de las monarquías, los líderes de los grupos de filósofos, que, junto a los sabios e inventores, reunían información y la recopilaban en los castillos pertenecientes a la renacida Sociedad Centinela. Cada uno labrando una telaraña que atraparía a todos bajo su reinado oculto.

Un impulso sacó a Alma del agua y la dejó sentada en la bañera, el viaje concluía. Alguien golpeó la puerta, era Gary, preguntaba con su tímida y dulce voz si podía pasar. Alma, conmocionada aún, salió de un brinco de la tina, recogiendo su ropa para tapar su desnudez.

—Te traje una toalla —dijo Gary, insistiendo del otro lado de la puerta.

—Pásamela y no mires —farfulló Alma, con el cerebro girando en miles de pensamientos.

Gary asomó su mano por la puerta sosteniendo una toalla, que Alma tomó de un rápido tirón. Ella se secó pensando en lo vivido, le parecía diferente a un sueño o a un recuerdo. Conmemoraba todo con tal claridad que le sería imposible olvidar un detalle. Era un recuerdo tan intenso y penetrante, que si alguien le pidiese que se lo contara, sería capaz de hacerlo tal y como si se tratara de su recamara o su familia, como si se tratase de algo visto miles de veces.

Al salir de la habitación los chicos esperaban por ella. Lisandro detenía un metrónomo sobre su mano, y murmuraba, cinco minutos, se cambió muy rápido. Gary, por su parte, mostraba una expresión ansiosa, una expresión que Alma ignoraba por seguir obnubilada.

—¿Qué fue ese viaje? —preguntó ella, insegura de estar usando las palabras correctas.

Lisandro alzó la vista curiosa, esperando más descripciones de su experiencia.

—No entiendo qué relación tiene las situaciones que vi —prosiguió Alma mirando sus pies—. Es decir, no entendía nada de lo que decían, ni lo que escribían. Ellos evolucionaban rápido, y no sabía que provocaba esas transiciones en sus vidas. Las etapas de guerra que provocaron los cambios no aparecían esas visiones.

Gary y Lisandro se miraron al tiempo que negaban con la cabeza.

—Es un viaje que permite verificar la existencia de los centinelas —explicó Gary—. Las epifanías carecen de situaciones de estrés, como las guerras. Su función es ser una fuente de conocimiento. La mayoría percibimos lo mismo y podemos reproducir con fidelidad lo que vimos o escuchamos. Algunos pocos han podido aportar datos nuevos sobre nuestros antepasados. Además, sirve de apertura mental para poder desarrollar los siddhis.

La cabeza de Alma asentía con sus ojazos abiertos y su mirada en la nada. Se sentía bien, sin dolores y sin paranoias sobre ser parte de una enorme simulación en su contra. Observaba la vara con una pizca más de cariño, acariciaba las florecillas talladas con la yema de sus dedos. Se alegraba del viaje al pasado y de sentir paz. Los centinelas eran parte de ella, y lo aceptaría. La serenidad la tomaba por completo.

Solo le quedaban dos puertas para atravesar cuyos riesgos eran nulos. Sin hablar demasiado, los tres, se dirigieron a la segunda puerta. Alma limitó sus interrogantes, con la fe de que todo iría desvelándose con calma.



Los muros de la segunda habitación consistían de un revestimiento de maderas color rojizo, dándole una sensación más cálida que la anterior. Los aromatizantes en las esquinas lanzaban un tenue vapor, creaban un ambiente envolvente, casi como un déjà vu. Al echar un vistazo al techo, Alma, notó que colgaban llamadores de ángeles que generaban un leve sonido de campanillas. Al principio no lo percibió por completo, más tarde notó una ligera densidad en el ambiente, y a diferencia de una tina, solo reposaba una alfombra redonda. Alma se precipitó para ingresar, pero Lisandro la detuvo del brazo.

—Debes beber un té específico —indicó el chico de ojos violáceos—. Lo llamamos brebaje de maná. En este caso es uno muy especial de praná, setas y lilas que afectan a un punto específico en tu psiquis.

Era difícil dar una respuesta inmediata, por lo que Alma dio algunos pasos atrás, buscando a Gary con la mirada, quien se acercaba con una pequeña taza de porcelana china, sobre una bandeja de plata.

Gary le extendió la taza, sosteniendo su sonrisa.

—Es necesario para el viaje —dijo.

Alma tomó la pequeña pieza, que contenía un líquido caliente anaranjado; olía dulce, demasiado empalagoso. Al mover en círculos la taza, el té se veía irisado y de viscoso espesor; lo bebió sin más, de un solo sorbo. El azúcar aceitada se deslizaba por su lengua y garganta, asqueándola, mas no le quedaba más alternativa que pasarlo sin paladear.

Una vez vacía la taza, ingresó a la habitación.

—Recuéstate en la alfombra —indicó Lisandro, mientras Alma seguía las instrucciones—. Concéntrate en los llamadores y los aromas, poco a poco te dormirás.

—Regresaremos por ti en algunos minutos —explicó Gary.

—De acuerdo. —Alma cerró los ojos sin temor, podía confiar.

El aroma a anís, jazmines y canela penetraban los poros de su nariz, sumergiéndola en un mundo de fantasía, en tanto su boca seguía disolviendo el dulce sabor a hierbas exóticas. Procurando relajarse, Alma se concentró en el campaneo de los llamadores, algunos de madera y otros de metal; sus sonidos entremezclados generaban una sensación de cosquilleo en la nuca y oídos. Poco a poco la joven se sumía en un profundo y tibio sueño del que no desearía salir el resto del día.

Cuando abrió los ojos, despertó en otro mundo; uno muy familiar, su mundo, un mundo que olía a la vieja niñez, incluso se vio posesionada en su pequeño cuerpo de niña de cinco años, que se movía y hablaba con voluntad propia, mientras ella una observadora.

Otro viaje en el tiempo, eso era lo que parecía. Otro viaje en el tiempo en el que solo podía recordar, pues el pasado era inmodificable.

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