Capítulo 7: El niño prodigio

Desde los tiempos más remotos la Sociedad Centinela tenía la obligación de manejar cientos de organizaciones, y una de esas tantas era un pequeño hogar de niños a las afueras de la ciudad. Los infantes que ahí llegaban eran indocumentados, concebidos en secreto, de orígenes difícil de comprobar o abandonados al nacer, es decir, seres por los que nadie velaría, seres que nadie reclamaría o buscaría en un futuro, o tal vez sí, pero, como sus existencias eran cual fantasmas, sería algo imposible de encontrar.

¿Por qué una secta tan poderosa le importaba esto? La respuesta era fácil. La mercadería humana era útil para varias tareas. A través de los desamparados se podían obtener, espías, seguridad de élite, empleados multiusos, pero, sobre todas las cosas, su valor residía en ser material de experimentación, monedas de intercambio, y excelentes para la diversión.

Cada centinela aprendía al nacer que existían personas de "diferentes categorías", así era el mundo, así debía serlo hasta madurar, y que cada ser fuese tan digno como ellos. Por eso, cada vez que la familia Santamarina visitaba esas instituciones, Mateo, de solo diez años, observaba con desdén a esos que parecían de su especie.

Desde la ventana de la oficina del director se tenía una vista panorámica al patio de juegos, que no era más que una porción de tierra con algunas hamacas oxidadas y pelotas desinfladas. Su madre, Leila, una mujer rubia de aspecto anémico, miraba a su hijo con cierta preocupación.

—Mat, ve a jugar con los niños —dijo con un tono dulce—, con el director debemos tratar negocios de adultos.

—Sé de qué se trata. —Mateo alzó una ceja—. Papá me está instruyendo para cuando sea su sustituto; hay que intercambiar la mercadería humana de las IPC, conseguir comida de vampiro y actores para...

—¡Mateo! —Las facciones de la mujer se endurecieron—. No son trabajos para ti, ve a jugar.

Mateo sonrió y se dispuso a cumplir órdenes.

—De acuerdo, mamá.

Tras cerrar la puerta en su espalda, Mateo borró su sonrisa y fue directo al patio de juegos. Analizó con su mirada a cada niño, eran todos varones entre cinco y quizás doce años. Jugaban y reían en medio de su miseria, desconociendo el futuro que les deparaba. Entre todos, Mateo distinguió a un muchacho de cabello negro y mirada triste que se ocultaba tras un árbol. La sonrisa volvió a su rostro y se dirigió a él.

—¡Hola! —exclamó Mateo, alegre—. ¿Cómo te llamas?

El niño lo miró con cierto temor.

—Me llamo Luca —murmuró con la vista al suelo.

—Yo soy Mateo, no te había visto antes, ¿eres nuevo?

—No, estoy aquí desde hace algunos años —respondió—, pero a ti no te había visto nunca.

Luca se dio cuenta de las finas ropas de Mateo, de su piel suave y sus mejillas regordetas. No era un huérfano.

—Mi madre está en la oficina. —Mateo jugueteó con su cabello—. Venimos de vez en cuando, hace tiempo quiero un hermano, pero no les agrado mucho a los niños de este lugar.

De inmediato, Luca abrió sus castaños ojos de par en par, y avistó a sus alrededores. Algunos niños murmuraban y los veían de soslayo.

—¿Qui-quieres un hermano? —preguntó Luca, él podía presentir que era la oportunidad de oro para cualquiera.

—Ninguno es suficientemente bueno. —Mateo veía sus auras enturbiadas—. Tú pareces un buen chico, pero... ¿cómo llegaste aquí? No me gustaría un hermano que se metiera en pleitos.

Luca tragó duro, Mateo lo tenía en cuenta para la adopción.

—Traté de defender a mi madre de mi padre —confesó con los ojos colmándose en lágrimas—. No pude. Él... la asesinó.

Antes de que se quebrara, Mateo habló:

—¿Dónde vivías?

—En la calle, en cualquier lugar.

Era obvio, Luca tampoco tenía documentación o un registro de su nacimiento. A Mateo le brillaron los ojos. Era perfecto.

—Qué pena —murmuró Mateo—, aquí, los niños no tienen la posibilidad de un futuro mejor.

—¿De qué hablas? —Luca dejó la timidez de lado y se acercó a Mateo.

—Los niños no quieren creerme. —Mateo ladeó su cabeza—. Nadie vendrá a buscarlos, un destino horrible les depara a quienes terminan en estos hogares de paso. Dicen que soy malvado, un niño rico que disfruta del sufrimiento. No es así, solo soy sincero.

Luca dio dos pasos atrás, su rostro empalideció.

—¿Qué sucederá con nosotros?

—Es un secreto. —Mateo le guiñó un ojo—. Solo quien sea parte de mi familia podría saberlo, o podría intentar cambiarlo.

—¿Cambiarlo? —preguntó Luca.

—Mi padre está convencido que lo inevitable no existe, esas son excusas, y yo también lo creo.

—¡Mateo, vámonos ya! —Leila se acercó a la puerta del patio y llamó a su hijo.

Mateo corrió a su madre y dio la espalda a Luca, dejándolo petrificado del miedo. El hogar de paso no era un lugar de adopción, se suponía que los niños que moraban allí aguardaban a ser reinsertados en sus familias, y cada tanto, algunos niños abandonaban el lugar de un día para otro. Esas eran las historias que se contaban, las cuales cobraban más sentido con lo que Mateo decía. ¿Qué cosas horribles le esperaban? No quería averiguarlo.



—Mamá, ¿puedo tener un hermano? —preguntó Mateo a Leila, enarcando una grácil sonrisa de camino a la salida—. Quiero tener a alguien con quien jugar, quizás pueda elegir a alguien cuya aura sea especial.

Leila miró a Mateo con extrañeza, se detuvo un segundo antes de partir del hogar.

—Un hermano no es una mascota —dijo Leila, con la mirada firme puesta en el niño—. Un hermano será tu familia, y eso implica muchas cosas dentro de tu vida y de la Sociedad Centinela.

—Me siento solo, mamá. —Mateo mordió su labio y sus ojos se colmaron en lágrimas—. Tú no puedes tener hijos, y mi padre me quitó a mis hermanas. Los niños centinelas me odian, y lo único que hago es seguir instrucciones para el futuro, y tú también, solo sigues órdenes de papá, y sé que él se negará si se lo pido, pero si lo desobedecieras tú...

Las lágrimas cayeron, el corazón de Leila se rompía. Para ser solo un niño, sabía cómo tocar las fibras más sensibles.

—¿Acaso conociste a alguien en el patio de juegos? —Leila le limpió las lágrimas con su mano—. ¿Te gustaría que adopte un niño de aquí?

Mateo alzó su vista. Para Leila no suponía ningún esfuerzo adoptar a un niño. Sin problemas económicos ni de tiempo, podría contratar otra niñera que se encargara del huérfano para que Mateo fuera feliz, asimismo ansiaba que su hijo se alejara del oscuro mundo laboral que suponía ser el sucesor de la División Alfa.

—Me gustaría—explicó Mateo—, solo si ese niño quisiera ser mi hermano.

Leila sonrió y extendió la mano a Mateo, ella cargaría con los reproches al regresar a su casa, pero no le importaba si con ello Mateo volvía a actuar como el niño que era.

—Podríamos preguntárselo a ellos —propuso Leila.

Mateo pensó en Luca y nadie más, quien a pesar de su infeliz infancia, su aura era más grande que cualquiera, una energía abrasadora lo envolvía. No lo conocía, pero confiaba en lo que su habilidad innata le indicaba. Debía estar a su lado.

Esa misma tarde, Luca armó su bolso para dejar el hogar atrás, sin saberlo, también lo hizo para unirse a la Sociedad Centinela.



Los gritos retumbaron por todas las habitaciones de la gran casa. A pesar de estar en su recámara, Luca y Mateo oían la discusión de sus padres con claridad.

—¡No puedes traer a cualquier indigente a la Sociedad! —exclamaba Leonardo—. Existe un fino equilibrio que debemos mantener, ¡y tú lo pones en riesgo por el capricho de un niño!

—¡No eres el único que puede decidir tener hijos, Leonardo! —reclamó Leila—. Tú te revolcaste con una forastera cuando podríamos haber intentado un tratamiento de fertilización.

—¿Haces esto por despecho? —preguntó Leonardo, con la voz encrespada—. Mateo es especial, tiene mis genes y un siddhi natural, y quienes no han nacido como él se han quedado fuera de la Sociedad. Esto se trata de cumplir con un legado, no de idioteces.

—¡Cómo sea, el niño ya está aquí! —bramó Leila, con su voz rasgada—. Mis padres, quienes están en la DII que tanto anhelas alcanzar, ya lo han aceptado y no me hacen estos reclamos absurdos. Lo que digas está de más.

—No piensas con la cabeza —gruñó el líder de la División Alfa—. Nunca tuviste lo que se necesita para ser un centinela, te conformas con tontas tareas pasivas y ahora pretendes ahogar tus frustraciones maternales con cualquiera, por eso prefiero tener hijos con una forastera a correr el riesgo y que hereden tu debilidad.

El estruendo de un cachetazo llegó a la habitación de los niños. La conversación llegaba a su fin.

—¿Van a devolverme? —preguntó Luca, espantado.

—De ninguna manera. —Mateo rió y comenzó a buscar en su clóset algunas prendas—. Lo bueno de entrar aquí, es que no pueden descartarte.

—Eso espero. —Luca se sentó en el borde de la cama, con la mirada preocupada en el suelo—. Dijiste que a los niños del hogar les espera un fatal destino, ¿eso... era verdad?

Mateo entregó una camiseta negra y unos jeans a Luca, tenía la mirada concentrada en la ropa, aun así respondió.

—Te dije que no soy un mentiroso —rumió Mateo—, la verdad es que, el haberte salvado de un destino fatal, no significa que nunca presencies actos de horror. Mi familia pertenece hace siglos a una sociedad secreta, ¿sabes lo que eso significa?

Luca negó con la cabeza, y Mateo le extendió su mano.

—Vamos al templo —dijo Mateo—, supongo que no lo entenderás hasta verlo con tus ojos.

Tras avisarle a Leila, los niños tomaron sus bicicletas y partieron por el enorme predio cerrado de viviendas exuberantes, lejos de la gran ciudad, a resguardo de los simples humanos.



Como si se tratara de un mundo paralelo, Luca pedaleaba entre palacios y tupidas arboledas de flores violetas, que caían como llovizna con la brisa primaveral. Iba tras la espalda de Mateo, ese extraño niño que en un abrir y cerrar de ojos le había cambiado su vida por completo. ¿Podría confiar en él? Tenía en cuanta que ningún adulto era honesto, sus años en la calle, su padre asesino y la gente con una pizca de poder le habían enseñado que el mal era humano, que debía formar una coraza de desconfianza para no ser herido, pero Mateo era un niño como él, era difícil pensar en malas intenciones de su parte.

Mateo siguió un sendero que se volvía más estrecho, atravesó una plaza y la escuela de la Sociedad Centinela, en cuyo mástil había una enorme bandera azul con un extraño símbolo. Luego, más allá de toda edificación, una construcción parecida a un templo religioso se alzaba con columnas y altos techos de estilo gótico, sin ninguna ventana. La bicicleta de Mateo frenó de golpe, el chico miró a Luca y habló:

—Este es el templo —dijo—, la entrada está restringida a los altos rangos, y como ahora eres nieto del presidente, y de los directores de la DII, puedes echar un vistazo.

Luca no entendía nada de lo que le decía Mateo, y esa extraña casa le generaba una vibra espantosa. ¿Qué más daba? No podía elegir a donde ir, y una parte de él quería creer que, el haber sido adoptado por esa extraña familia, había sido su mejor opción.

En una silla, en un cuarto pequeño rodeado de muros negros, frente a una pantalla, Luca se sentó a ver una serie de vídeos que Mateo tenía preparado, a fin de mostrarle su mundo. Con el transcurso de la tarde, frente a las imágenes que se le mostraban, Luca comprendió que un ángel acababa de salvarlo de una inmunda realidad. La verdad lo asqueó al punto de traumatizarlo de por vida. Los horrores que cometía la gente, con la validación de la Sociedad Centinela, era algo que huía a la morbosidad mundana, iba más allá de lo diabólico. De títere a titiritero, jamás le alcanzaría la vida para agradecerle a su "hermano" el haberlo salvarlo del infierno, y así, se comprometería en su visión de un mundo mejor.

Cuando el último vídeo finalizo, Luca vomitó en el suelo. Por algunos segundos respiró agitado, con las manos en el piso y la mirada perdida en la comida devuelta.

—Los vídeos de las IPC son fuertes. —Mateo apagó la pantalla—. Lo único que pretendía es que me creyeras respecto al futuro de esos niños.

—¿Por qué...? —Luca intentó recomponerse.

—Porque podemos —respondió Mateo, entendiendo el interrogante de Luca—, porque siendo dioses estamos libre del castigo que conllevan los pecados.

—No es justo. —Luca comenzó a llorar.

—No lo es. —Mateo le extendió su mano, asombrado por el fulgor del aura de Luca—. Deberíamos cambiarlo, ¿no es cierto? Tenemos el poder.



Luca finalizó su relato y encendió un cigarro, dejando a Alma con intriga sobre los vídeos, pero con una leve sospecha de lo que podía ser. Era mejor no preguntar.

—Mateo me salvó, y me otorgó esperanza.

—Ahora confío menos en él. —Alma ya no pensaba en el espectro, de igual mano seguía aturdida—. Para tener diez años era un manipulador.

—¿Es que no lo entiendes? —Luca expulsó el humo de su boca y miró a Alma con fijeza—. No puedes pretender que Mateo fuera un niño normal siendo criado en la Sociedad Centinela.

Dijera lo que dijera, cualquier persona estaba dispuesta a defender a Mateo a capa y espada, así que Alma se guardó sus cuestionamientos y sus críticas.

—Por lo menos ahora entiendo lo mucho que significa para ti. —Alma entregó el casco a Luca—. Gracias por contarme todo esto, imagino que debe ser difícil remover algunas cuestiones, así que lo aprecio.

—Ya está superado. —Luca miró a un lado.

<<Claro que sí>>, Alma giró sus ojos.

—Nos vemos. —Alma saludó a Luca y partió a su hogar.

El día concluía de manera extraña. Había sido agotador, repleto de emociones, imposible de procesar, le dejaba más dudas que certezas, pero al menos algo la tranquilizaba: no se sentía sola.

Al retornar a su hogar, Cathy la saludó con amabilidad en el ínterin que cocinaba algo con aroma a especias; romero, orégano o tomillo. Sofía la ayudaba cortando cebollas para la salsa. Su hermana era algo torpe con los quehaceres domésticos, era fatal. Esa vez, Alma no se lo hizo notar, esa simple escena cotidiana hizo que de ella emergieran lágrimas, por lo que no tuvo más remedio que salir corriendo al baño. Sofía la vio, rara vez se le escapaba algo, sin más siguió con su trabajo.

—¿La ropa de Alma está tan vieja? —preguntó Cathy—. Siempre estoy preocupada con las cosas de la casa y el trabajo, deberíamos ir de compras.

Sofía mordió su labio y arrugó su ceño sin contestar, esa ropa no era tan vieja, por alguna razón tenía agujeros, manchas de tierra e incluso telarañas.

Alma se dirigió con prisa a su cuarto, para ponerse el pijama, el cual consistía en una camiseta vieja de Pinky y Cerebro, asimismo debía limpiar sus lágrimas absurdas. La anormalidad la invadía, la idea de tener vidas paralelas, diferentes y que una de ellas debía estar oculta a las personas que más apreciaba la agobiaba. No tenía escapatoria, y no quería desobedecer a quienes tenían el poder de hacerla pasar por una completa loca.

Sin demorarse de más, descendió por las escaleras, para cenar junto a su familia con un semblante que denotaba alegría y buena energía. Alma debería embaucar a su tía y a su hermana, aunque con la intención de protegerlas de lo desconocido. En medio de la cena inventaba una historia sobre su gran día, hablaba de lo bien que se llevaba con sus compañeras de curso y de todo lo aprendido. Ella sonreía por fuera, pero el horrible sentimiento que le aprisionaba el pecho no desaparecía. Unos ojos rojos seguían impostados en su mente.

Al terminar de comer, la joven lavó los platos y dejó todo en orden. Sonreía, canturreaba. Fue recién, cuando apoyó su cuerpo en la cama que comenzó a sentir los terribles dolores en su cuerpo. Sus músculos, sus huesos, sus nervios, todo el ser de Alma parecía haber corrido una maratón. Mostrando una apariencia de perfecta salud, tan solo le quedaba mantenerse así, sobrellevando el dolor físico y emocional. Sin contar que temía dormir, y que la terrible sombra negra se la llevara al infierno, tenía miedo de que la traicionaran y la mataran, o que asesinaran a su familia, que algo saliera por debajo de la cama, o del ropero.

Los miedos infantiles la atrapaban al olfatear su estrés, al notar su ataque de ansiedad, y un retraimiento absurdo la coartaba diciéndole que ya era grande para mostrarse débil a lo desconocido. Alma oía voces y veía cosas donde no las había; y el dolor, ese intenso e inhumano dolor, no cesaba. Esa noche, por más que parecía que sufriría de insomnio, Alma se durmió de una manera repentina y profunda luego de tanta agonía; pues el cansancio mental era mayor que cualquier dolor físico. 

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