Capítulo 14: Matar para vivir
Un trabajo de papelerío, nada de otro mundo. Alma recordaba las mentiras con las cuales había sido embaucada en un principio. Entendía que no podrían haberle dicho todo en un solo día, sin embargo, que su primera tarea, luego de la iniciación, fuera la de asesinar a su propio hermano la aturdía. Podía odiar a Mateo, pero de ninguna manera lo haría, prefería morir ella a convertirse en una asesina.
—¡No es solo eso! —estalló Gary, envuelto en llanto—. ¡A los infectados hay que descuartizarlo e incinerarlos! ¡A Timoteo le importa una mierda, a Leonardo, a los Altos Mandos! ¡Quieren que se eliminen a todos!
—Tienes que estar jodiendo —Mao se puso pálido cual fantasma—. ¡De ninguna manera! ¡Ni nosotros, ni nadie le tocará un pelo!
—¡¿Y qué piensan hacer?! —bramó Lisandro—. ¡Mateo despertará como un zombi de los Salomónicos! ¡No hay cura, no hay nada que podamos hacer!
—¡¿Prefieres matarlo?! —Gary se acercó a Lisandro con aires provocativos.
—Intento decir que podríamos empeorarlo.
—Matarlo no lo soluciona —Yaco se interpuso entre ambos—. Si matamos a cada uno que se infecte no quedará nadie. La Sociedad busca la salida fácil.
Los chicos peleaban entre ellos, los gritos se volvían más enérgicos, la tensión era palpable. Alma estaba en el medio, creyendo estar en un sueño, su debilitado cuerpo temblequeaba. Deseaba apretar sus puños, pero las fuerzas le eran insuficientes.
—No quiero... —balbuceó Alma, en medio de la discusión—. No quiero que muera así.
Alma llevó sus manos al rostro, sin quererlo, había roto en llanto. La discusión cesó, y en la mansión solo sus gemidos angustiosos hicieron eco. Todo el tiempo habían pretendido estar bien, hasta que la realidad les daba un cachetazo de lleno en la cara.
Gary corrió hacia Alma para envolverla en un reconfortante abrazo, y ella pudo aflojar su cuerpo para llorar sin culpas. Ella, que bromeaba con matarlo, que jamás había escuchado historias de él, ahora lloraba por aquel que culpaba de todas sus desgracias. De igual manera, Yaco se acercó a Alma para colocarle la mano sobre su cabeza.
—No lo haremos, Alma. De ningún modo.
—Perdóname —dijo Lisandro, y Alma alzó su vista llorosa a él—. No quiero matarlo, no quiero que muera, pero, tampoco quiero que sufra, no quiero que otro salga afectado. Si no hay alternativa, ¿qué es lo que deberíamos hacer?
—No..., no lo sé. —Alma limpió su rostro con los puños, sintiendo un punzante dolor en la garganta—. Quiero verlo... —pidió.
—Está en su habitación —indicó Yaco—. Ve, luego te llevo a tu casa.
—Dejaremos la fiesta para otro día —dijo Mao, con la mirada devastada.
Alma intentó sonreír con su rostro hecho un desastre, y así subió los peldaños hacia la habitación de Mateo, su hermano.
Antes de abrir esa maldita puerta, al final del pasillo, Alma recordó lo largo del día a comparación de los anteriores, ¿de eso se trataba la teoría de la relatividad? Algunos días eran fugaces, otro infinitos.
Parado, al lado de la cama de Mateo, Luca se mantenía firme, cubierto con su capucha negra; quizás la costumbre, quizás ni siquiera él mismo soportaba verse. La curvatura de su espalda y su perfil destruido era todo lo que Alma veía.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, tan agrio que ella tuvo miedo de él, otra vez.
—Ya sé cuál es la orden de su abuelo.
—¿Vienes a cumplir tu deber? —Luca se giró a ella y le dedicó una sonrisa sarcástica.
—¡Jamás lo haría! —bramó Alma, desesperada—. Quería verlo. Luca, esto es horrible para todos.
—Tú no conoces a Mateo —gruñó, casi como un perro—. Sientes culpa, no dolor. Todos están preocupados por tu estúpida iniciación mientras Mateo muere, ¿te das cuenta que estás aquí gracias a una muerte?
—Yo no lo pedí —afirmó Alma, con los puños encogidos.
—Claro que no. —Luca dio un paso a ella, que lo miraba con fijeza—. Y nadie te habría elegido, no eres ni la mitad de capaz de lo que era Mateo. Nació con un siddhi que le permitió elegirnos, pasó su iniciación de forma impecable, tenía carisma, valores, ideales por los que peleaba... por más que seas su melliza no eres ni una sombra de lo que era él. No tienes méritos propios, solo estás aquí por tu sangre.
—¡¿Por qué?! —Cuando Alma no pudo ponerse más rígida, estalló—. ¡¿Por qué mierda me dices esas cosas?! ¡¿Por qué eres cruel conmigo?! ¡No te hice nada, Luca! ¡Nada!
Los dientes de Luca rechinaron, su oscuro ojo la miró con odio. Alma temía ser golpeada, pero si eso sucedía, si Luca osaba ponerle un dedo, respondería con el doble de violencia.
—Porque tú presencia significa su muerte.
Luca avanzó y pasó a su lado para marcharse de ahí. Lo había dicho, lo había escupido. No debía malinterpretarlo, no era bienvenida, nunca lo sería.
La puerta se cerró de un azote y Alma quedó frente a frente con Mateo. Respiraba de forma controlada y profunda, intentando de borrar las palabras de Luca de su mente. Toda la terapia pretendía irse al carajo con un tipo que le recordaba lo poco que creía valer. Las lágrimas de frustración saltaron por si solas. No, no lloraba por Mateo. Lo odiaba otra vez.
Mateo casi parecía un ángel durmiendo. Tan pálido, débil, con ese maldito cabello rubio, ¿por qué ella no era así de bella si era su melliza? Ansiado, elegido, poderoso, rodeado de amigos incondicionales, de lujos, de una enorme familia, de estabilidad laboral. ¡Mateo era el puto centro del universo! Y ella... ella estaba demasiado cerca del respirador, pero no lo hizo. Alma no era nada, ni siquiera una psicópata. Resignada, se sentó a su lado y lo tomó de la mano. Era demasiado delicado para ser un hombre, ¿habría tenido novia alguna vez?
—Alma... —Gary entraba a la habitación, sus ojos seguían irritados—, ¿estás bien?
—S-sí... —balbuceó Alma, aunque su rostro mostraba lo contrario—, creo que verlo me hace mal. Mateo es un chico perfecto, dudo que pueda rellenar sus zapatos.
Gary negó con la cabeza y sonrió con levedad.
—Mateo es un desastre con los papeles, torpe como él solo, siempre encuentra la manera de hacerte pasar vergüenza, es un pesado al punto de la exasperación. —Gary decía eso, pero no sonaba como verdaderos defectos—, aun así era excepcional...
—Ya lo sé. —Alma soltó la mano de Mateo casi con asco—, todo el tiempo me recuerdan lo perfecto que es. Luca acaba de hacerlo. Es agotador.
—No tienes que compararte con él.
—¡Claro! —Alma se levantó de sus aposentos—. No hay comparación.
—Es momento de que vuelvas a tu casa a descansar. —Gary la interrumpió, y por un instante dejó de parecer amable—. Ha sido un día demasiado largo.
Alma se detuvo pensativa.
—¿Y mañana qué haré?
—Puedes tomarte el día, nosotros te llamaremos.
<<¿Qué? Así es cómo te rechazan en una oferta laboral>>, pensó.
Alma sentía dolor ante la indiferencia, se daba cuenta de lo que sucedía: la dejaban de lado luego de usarla para cumplir sus tareas.
—¿Qué... qué harán con Mateo? —inquirió antes de ser despachada.
—El equipo presidencial está fuera, así mismo las divisiones de lucha —explicó Gary—, podemos tomarnos un tiempo para pensarlo.
—Al menos me darían un teléfono para comunicarnos. —Alma recordó que en la mañana habría deseado comunicarse, pero no tenía cómo—. Se supone que sigo infectada.
—Sí, te añadiré a nuestro grupo. —Gary tomó el móvil de Alma y agendó a cada uno de los chicos—, por lo otro no debes preocuparte. Lo peor ya pasó, si sigues de pie, y no has vuelto a ver a la sombra negra, es seguro que la energía negativa se haya disipado por completo.
Ella quería creer en sus palabras, lo último que le faltaba era quedar postrada en una cama esperando a ser desmembrada e incinerada, sabía que Luca lo haría con gusto. Sin embargo, si eso sucedía, al menos ya no tendría de que preocuparse.
—Increíble, ya son las once de la noche —farfulló Alma al colocar las llaves en la cerradura de su casa.
Al ingresar notó que las luces de la cocina seguían encendidas. Cathy tomaba un té con el pijama puesto.
—Siento llegar tan tarde. —Alma hablaba entre dientes buscando una buena excusa.
—Me imagino —comentó Cathy con cierta preocupación—. Es el día en el que cursas más horas, debes estar exhausta.
<<¡Ah, la facultad! ¡Los exámenes! ¡Carajo, carajo!>>, recordó Alma.
La joven forzó una sonrisa. Había olvidado que era estudiante, se salvaba de inventar excusas para Cathy, pero no las habría para cuando tuviera que rendir sin estudiar.
—Sí, creo que me va a dar una embolia cerebral. —Alma rió tomando asiento.
—¿Cómo te fue con Margarita?
<<¿Eso sucedió hoy? Ah, sí, esta mañana horrible y lluviosa>>, recordó.
—Bien —vaciló, a pesar que no tenía obligación alguna de dar detalles—. Estoy algo estresada con los estudios. Hablamos de ello, de mi futuro incierto.
—No tienes que decirme todo. —Cathy lanzó un largo suspiro y se levantó para preparar un té a su sobrina, Alma lo sabía, quería hablar de algo—. Hablé con tu madre, me contó que la llamaste para hacerle una peculiar pregunta.
Alma mordió su labio.
—Yo no lo sabía, Alma. —Cathy la miró, conteniendo las lágrimas en sus ojos—. Tienes un...
—Un hermano mellizo —completó Alma, y sus palabras salieron fluidas—. Recordé algunos chismes de Nana, y quise sacarme las dudas. Era cierto, ella alquiló su vientre para que mi padre tuviera un hijo varón, pero no contaban con tener daños colaterales.
Cathy se cubrió el rostro, ocultando sus lágrimas. Alma podía darse cuenta como su tía no tenía idea de nada.
—¡Podemos buscarlo! —dijo Cathy, precipitada.
—No, no quiero. —Alma sacudió sus manos en negativa—. Pretendía quitarme esta inquietud, no necesito tener relación con desconocidos. Y dudo que Sofía quiera conocerlo. Con suerte me soporta a mí.
—No digas eso, Alma. —Cathy entregó la taza de té a Alma y se sentó junto a ella—. Quizás no hayan tenido los mejores padres, ¿quién los tiene? ¿Eso importa cuando nos tenemos las unas a las otras? Yo las amo, estaré siempre con ustedes, en las buenas y las malas. —La voz de Cathy comenzó a quebrarse—. Tienes una familia en la que apoyarte, tienes una amiga incondicional, un hogar cálido, y un futuro brillante. Nada más importa.
La barbilla de Alma comenzó a temblar, no quería llorar, no iba a hacerlo.
—Lamento no haberte escuchado aquella noche —musitó Cathy—, dijiste algo sobre un hermano mellizo.
—Sé que no te gusta hablar del pasado. —Alma bajó su mirada y limpió algunas lágrimas—. Tan solo quisiera entender por qué sucedieron las cosas así. No lo sé, siento que no sé nada de...
—Ha sido mi culpa. —Cathy tomó las manos de Alma—. Decidí no hablar del pasado con la intención de protegerlas, pero en cambio les negué parte de su identidad. No quiero justificar a Delfina, pero ella ha hecho lo que su vida le hizo creer que era lo correcto. Si estás dispuesta, puedo contarte mi parte.
—Quiero saber, Cathy —insistió Alma, entonces Cathy decidió hablar.
Tras la agonía de una larga enfermedad, la señora Clavel de Maciello fallecía en el suelo de una cocina que no era suya, eso no le había impedido trabajar hasta el último aliento en la mansión de una acaudalada familia, y ese triste legado era el que le tocaba a sus hijas: Catherine y Delfina. Años atrás, su padre, el jardinero, se había electrocutado tras cortar unos cables por error. El destino parecía estar escrito en esas criaturas de siete y trece años, respectivamente, que ahora eran parte de la servidumbre a cambio de una cama y un plato de comida, o bien podían irse a un orfanato, ¿qué era lo mejor? No podían elegir. Los señores de la casa, en un acto de "bondad", habían decido cuidarlas hasta la mayoría de edad. Claro, si querían seguir trabajando allí, podían hacerlo toda la vida.
Desde la ventana de la cocina, Delfina veía a las hermosas niñas de su edad cabalgar con elegantes ropajes. Era el cumpleaños de la señorita Isabella, la hija menor de los patrones, tenía su edad y ya acariciaba un futuro brillante, digno de una princesa. ¿Qué había hecho ella para merecerlo? ¿Acaso lavaba los platos o tendía las camas? ¿Fregaba los pisos o planchaba camisas desde que tenía memoria? No, sin embargo, quien oía ese cuento del esfuerzo para obtener un buen futuro era ella, quien se vestía con los harapos que la señorita ya no usaba, quien sabía que todo el empeño no tendría ningún fruto al final del camino.
Al lado de Delfina, Catherine lloraba mientras colocaba las masas finas en los platos de fina porcelana.
—Deja de llorar —gruñó Delfina, con amargura—. Se te van a empañar los ojos y tirarás la comida, luego tendré que limpiar yo.
—Extraño a mamá —balbuceó la pequeña.
Delfina le quitó la bandeja de un tirón.
—Vete a la habitación —ordenó—, diré a la señora que tomarás un descanso.
Delfina estaba enojada con el mundo, con la vida que le había tocado, con sus padres, con sus patrones y con cualquier persona. No entendía por qué era parte de los que no tenían nada, no entendía por qué algunos lo tenían todo, y eso siempre se lo hacía saber a Cathy antes de dormir.
Ambas debían compartir una pequeña habitación cerca de la cocina. Poseía dos camas individuales y un guardarropas al lado de una ventana con vista a un lavadero.
—Esa perra lanzó todas las masas al suelo —rumiaba con la vista en el techo—. En vez de enojarse, sus padres llamaron a un catering nuevo, ¿te das cuenta Cathy?
—Yo quería comer esas masas —murmuró Cathy, con la frazada hasta el cuello.
—No podemos siquiera saborear un poco de crema, no podemos comer más que las sobras de las delicias. —Delfina apretó sus puños—. Es culpa de nuestros padres, no pensaron antes de concebirnos en esta pobreza, estoy harta de no poder tener las cosas bellas que Isabella, que se ríe de mí, estoy harta de ser una empleada, estoy harta de trabajar día y noche.
—También estoy cansada de esto —confesó Catherine—. ¿Cuándo podremos tener nuestra casa?
—¡Nunca! —Delfina se tapó hasta la cabeza—. El mundo es injusto... tan injusto —repitió con la voz quebrada.
¿Qué más podían hacer? Los señores de la casa decían que eran muy afortunadas, un orfanato era mil veces peor, y no tenían chances algunas de ser adoptadas, eran grandes para ello. Era difícil encontrar la salida cuando nadie les mostraba otro camino.
Tras cinco años, Delfina tenía la fortuna de cumplir la mayoría de edad y de terminar sus estudios, ya que por orden de la ley, sus tutores debían hacerse cargo de ello, claro que había ido a una escuela pública, a las afueras de la estancia, de ninguna manera pisaría la misma institución que los hijos de los señores de la casa.
Catherine recordó ese día, un día que Delfina había estado aguardando en silencio.
—¿Qué te sucedió? —Catherine corrió hacia su hermana al verle el rostro golpeado y el cabello revuelto.
—El señorito Alejandro otra vez. —Defina se colocó frente al espejo de la habitación y limpió sus heridas con una gran sonrisa de mejilla a mejilla.
El "señorito Alejandro" no era nada más ni nada menos que el hermano mayor de Isabella, y sus abusos habían comenzado desde que ambas eran huérfanas.
—¿Por qué te pegó? —Cathy corrió a abrazar a Delfina—. Nunca lo había hecho.
—Yo me la busqué. —Delfina siguió sonriéndole a su reflejo—. Ahora, prepara tu bolso. Nos vamos de esta casa.
Catherine no lo entendió, pero cuando vio a la policía arribar a la estancia, lo supo. Con dieciocho años y sus ahorros, Delfina ya podía ser su tutora, y con la denuncia de los abusos, de los maltratos, del trabajo infantil, y de las muertes lamentables de sus padres, podía ganar un juicio por una buena cantidad de dinero.
Por primera vez tenían un lugar al que llamar hogar. Si bien no se había llegado a la instancia de un juicio formal, un soborno a cambio del silencio les había alcanzado para un pequeño apartamento, y para sobrevivir algunos años, mientras Delfina estudiaba para ser azafata.
Lejos de unirse, la relación entre ambas hermanas comenzó a fracturarse. Tras el triunfo sobre los estancieros, Delfina vio todo lo que el mundo podía ofrecerle si actuaba con inteligencia, se imaginaba a sí misma como la gran señora de una mansión, siendo ella la portadora del látigo. No pensaba en cambiar el mundo, no, pensaba en seguir en el juego y llegar a la cima.
Cada noche se arreglaba para ir a los mejores bares en busca del hombre más poderoso que pudiera manipular, porque bien sabía que ningún tipo de estudio la llevaría a donde quería llegar.
Catherine optó por una vida simple, lejos de los abusos y el lujo exacerbado. Conocía a esa gente, conocía sus costumbres y conocía la miseria. No quería nada de eso nunca más.
Con el tiempo, Delfina ya no volvió al departamento, porque viajaba en jets privados por el mundo, mientras Catherine estudiaba para ser maestra en jardines de infantes. Ya no podían compartir una charla sin relucir sus diferencias, y eso era todo.
Catherine finalizó su relato ante una mirada estupefacta de su sobrina, que poco y nada sabía de sus progenitores.
—Teníamos temporadas enteras sin hablar —confesó Catherine—, volvimos a vernos con frecuencia cuando me avisó de tu nacimiento. Cuidé de ti algunas veces, luego de Sofía.
—Creo que puedo entender mejor —murmuró Alma—. Es muy triste lo que han tenido que pasar.
—Yo no padecí como ella —afirmó Catherine—. Fueron pocos años, y de alguna forma siempre me sentí protegida. Delfina tomó muchas decisiones por su cuenta, y gracias a ello pude liberarme de esa familia y tener una vida plena. Le debo mucho, y a la vez me enoja el camino que eligió, porque sé que no es feliz, porque nunca se dejó ayudar y dañó a otros, las dañó a ustedes.
—Es una extraña para mí —dijo Alma, pensativa—. No puedo saber si es o no feliz, pero sé cuánto dañó y sé que no podría ayudarla. Lo importante de conocer un poco más, es que puedo encontrar algunas respuestas a sus comportamientos.
—No quería abrumarte.
—No lo hiciste. —Alma abrazó a Cathy—. Gracias por ser sincera.
En la mansión, las cosas empeoraban. Ellos no lo mostraban frente a ella; sus preocupaciones, su dolor. Quizás a Luca le brotaba la sinceridad en sus arranques de ira, en tanto los demás procuraban ser condescendientes y mantener a Alma a un margen de lo sustancial.
En la gran biblioteca circular que utilizaban de oficina personal, los cinco, se hallaban revisando un sinfín de documentos, libros, buscando un halo de esperanza, una punta de la que sostenerse.
—¡No hay una mierda! —Luca botó un libro, de unas mil páginas al suelo. El ruido que hizo este se dispersó por cada rincón de la habitación—. ¡Solo es historia, aburrida e inservible!
—Dudo que haya algún libro que nos ayude con esto... —murmuró Mao, dejando de leer para frotar en puente de su nariz—. Seamos realistas, no podemos asesinar a Mateo, pero en cuanto despierte no podremos dejar que asesine a otros.
—Lo sé, lo sé —farfulló Yaco, con la vista en las pantallas de las computadoras—. Pero me parece una negligencia matarlo, al menos deberíamos encerrarlo para buscar una cura, o ¡no sé! Dar con el culpable.
—No podemos cuestionar las órdenes de los Altos Mandos —escupió Lisandro, ojeando algunos archivos para luego hacerlos a un lado—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Un petitorio mientras en las sedes centrales se están matando?
—Hay que conseguir más tiempo —dijo Gary—, la DII debe estar buscando una solución al problema, puede que no nos estén diciendo todo.
Ninguno pretendía dormir esa noche hasta hallar una resolución, no obstante las opciones escaseaban, y en el momento exacto en el que decidieron callar, un tintineo alarmante empezó a sonar desde la computadora más grande. Era un llamado.
—Es Timoteo —dijo Yaco, y de inmediato abrió la ventana de una conferencia por vídeo.
—Yaco, ¿estás con tus compañeros? —inquirió el anciano.
Los chicos acudieron, de un trote, alrededor de la pantalla.
—Aquí estamos, abuelo —dijo Luca—, y ninguno va a matar a Mateo.
—Era de esperarse. —El viejo frotó su rostro—. Sin embargo, si dejan que Mateo despierte, no tendrán más opción antes que el los contagie o los mate en el intento.
—¿De qué habla? —indagó Mao.
—Las altas castas que resultaron ser infectadas, luego de despertar, se convirtieron en entes de destrucción y focos de infección masiva —explicó Timoteo—. Si dejan que Mateo ande por ahí, como un monstruo, infectará a todos los que quiera; animales, personas inocentes y otros miembros de alto rango. Desatarán una catástrofe.
—¡Mierda! —Luca golpeó el escritorio con su puño—. ¡¿Por qué no buscan una cura?! ¡¿No es mejor enclaustrarlos a asesinarlos?!
—La DII ya aisló a algunos infectados para investigarlos —aclaró Timoteo—, no es necesario dejar a todos vivos. Suponen un riesgo sin precedentes. La situación es crítica. Filomena es un país pequeño, la infección no puede esparcirse más allá de las IPC.
—Es su nieto... —dijo Lisandro.
—Por eso les pido que no lo maten ahora, pero si despierta, no pueden dejar que ataque a nadie, y tampoco pueden permitir que sufra en esa condición.
Una voz al fondo llamó al anciano, éste cortó la comunicación sin un adiós.
—Está yendo contra los Altos Mandos —concluyó Yaco—. Ellos quieren que matemos a Mateo estando dormido, el viejo sabe que no podemos hacerlo.
—Tampoco nos ha da una solución —gruñó Luca.
—Lo dijo —musitó Lisandro—, debemos estar preparados para lo peor, pero ¿lo estamos?
—No...—suspiró Gary—. Esta mañana Mao nos demostró que no lo estamos.
Mao apretó su mandíbula. No quería creerlo, pero su lección servía en el peor momento.
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