Acto 9

El hombre mitad irlandesa y afroamericana, levantó de nuevo la serena mirada parda de gato mañoso. Repartió algunas botellas de cervezas, copas y vasos de otras bebidas embriagantes a los parroquianos de su negocio. Trabajaban para él un ayudante negro, un hombre como de treinta años y de cabellos rizados como los suyos, pero largos y amarrados con una cinta, formando una cola alborotada como la de un gato Angora Turco; y una camarera, una mujer blanca de alrededor de veintiocho años muy friki, flaca y ojerosa, de cabellos negros, algunos mechones cenicientos y labios excesivamente pintados de azul arándano, con un manojo de pulseras de pandora y otras cuentas de colores en cada muñeca.

     Llegué al mostrador y le hice saber de mi urgencia de dialogar con él. Jerry le indicó a su ayudante, situado en ese momento a su derecha detrás del mostrador, que se encargara de la barra mientras se ausentaba un rato en la trastienda.

     —¿Qué ocurre, Barry? —me preguntó mientras se limpiaba las manos con un trapo toalla, y cerraba la puerta de la tras­tienda—. Debe ser algo muy malo... ¿Es por Scolato?

     —Lo asesiné —repliqué con la mejor naturalidad—. Y aunque fue en defensa propia, lo han hecho aparecer como un asesinato... Pero todo ha sido una artimaña y caí redondo. Quien lo planeó sabía bien que me tragaría el anzuelo como un principiante. Ahora la policía viene tras de mí. No sé cómo diablos no pude preverlo.

     Jerry abrió los ojos que parecían escapárseles de las cuencas.

     —¡Vaya! Eso sí es una mala noticia. —Enmudeció. Arrojó el trapo por allí en una mesa con cajas mal apiladas atestadas de paquetes de cigarrillos y cajas de botellas de whisky, Ginebra, Bourbon y cervezas. Luego de rascarse la barba dijo con tranquilidad—: ¿Qué piensas hacer?

     Reflexioné. Tenía mi mente saturada.

—No tengo ninguna pista por ahora —me disgustó decir.

     El hombre se rascó la rizada y canosa cabeza y habló con la sabiduría de alguien que ha aprendido bien las lecciones de la vida en las calles:

     —¿Por qué no vas al principio? —explicó sobándose ahora el brazo derecho—. Es por ahí, por donde uno suele comenzar las cosas. ¿En dónde empezó todo esto?

     No debí remontar mi memoria mucho en el tiempo. Dentro de mi mente recapitulé algunos hechos.

     —Creo que debo visitar a un cantinero —dije.

     —¿Un cantinero? Suena a buen comienzo. ¿Sabes?, relativamente, los cantineros solemos ser una gran fuente de información, nada más debes hacer las preguntas correctas para tener las respuestas correctas.

     —Haré un par de llamadas y algunas visitas por ahí... Y acerca del coche, ¿qué sabes?

     —Oh, sí. Precisamente hoy por la mañana, me vino algo de información. Aunque te diré que no es mucho, pero, según me han dicho, ese Plymouth lo han visto rodando en el territorio de Scolato. Y los dos que lo manejan son gente de su organización.

     —¿Sus nombres?

     —Lo siento. No los tengo. Si fuera el Buen Señor lo sabría todo. —Sonrió mostrando los dientes blancos y la incrustación de oro en su incisivo derecho inferior—. Oye, no puedes andar con esas fachas; llamarás la atención de todo el mundo... A ver. Hay algo por aquí. —Dio la vuelta y rebuscó detrás de unos trapos que colgaban de un gancho en la esquina del cuarto, a un lado de la puerta. Pronto se volteó trayendo entre manos un abrigo, un sobretodo algo gastado pero, en general, en buen estado—. Es de Joe, mi ayudante. Él es de tu mismo porte... No te preocupes por él, yo le diré que lo tomé pres­tado... Espera, toma esto también. —Jerry regresó al mismo gancho y tomó el sombrero—. El que llevas está mejor, con esto le recompensaremos por su abrigo, y además hace juego.

     Le entregué el sombrero de Dan y él me dio el de Joe. Me cubrí con el abrigo y el sombrero chapucero del ayudante y dispuse a irme.

     —Oh, espera. ¿No piensas irte en taxi otra vez? —Registró adentro de la bolsa derecha del pantalón—. Toma, llévate mi Roll Royce. Es el que está en el callejón. Pero me lo cuidas porque es un verdadero clásico, y ha sido mi compañero desde hace mucho... En realidad desde hace poco. —Me entregó las llaves de su coche—. Ven mañana y te tendré uno para ti. ¡Cuídate tú también, amigo! No sé quién es más peligroso, si la gente de Scolato o la policía.

     —Gracias, Jerry. —Extendí la mano y Jerry la apretó con fuerza—. Si viene la policía —agregué—, porque hay un testigo que me trajo hasta aquí, y puede que no tarden en dar contigo, no niegues que me conoces. Pero inventa cualquier cosa creí­ble.

     —No te preocupes. Algo se me ocurrirá si llega a pasar.

     —En cuanto a Joe y la chica.

     —También descuida. Ellos no han visto nada. No saben nada.

     Di la vuelta y me marché. Jerry era una de las pocas personas en quienes podía confiar.

     Por lo vivido en las últimas horas, y años antes, recapacité en las palabras de Jerry y le concedí algo de razón acerca de que el peligro también podía venir de la policía. Sin embargo, sabía que, si bien en el departamento había algunos elementos podridos, no por eso lo estaban todos. Por ejemplo, Novac y Dan no eran buenos elementos pues no se apegaban a la Ley y siempre hacían las cosas como se le venían en gana. Debajo de sus sombreros solo había mucho humo. Cuando pertenecí al Departamento de Detectives de la Policía de Chicago, resolví varios casos difíciles. Agentes como Novac, Dan y otros se mantuvieron con un bajo perfil que, al final de cuentas, solo sirvió para llenarles de rencor en contra mía. Se volvieron brutales para resolver los casos, sin importar si los sospechosos eran inocentes. Estos tipos son los que tuercen las leyes a su antojo, para atrapar a los criminales y resolver los casos a su modo. Pero, aun así, solo eran algunos elementos medio podridos. Y estaban los verda­deramente podridos hasta la médula, los corruptos al cien por ciento, los que aceptan sobornos y venden a testigos y hasta a sus propios compañeros. Elementos tan malos como los mismos criminales, y sobre quienes los de Asuntos Internos solían abrir expedientes, pero nunca pescaban por falta de pruebas porque sabían encubrirse entre ellos. Esto se evidenció más en casos como el de Scolato a quien, desde hacía algunos años, le pisábamos los talones; le desbaratamos algunos negocios importantes pero las pistas nos condujeron siempre a callejones sin salida, a peces importantes pero menores, que preferían callar y vivir tras los barrotes y no hablar y acabar en una tumba; nunca nos llevaban al pez más grande. Harto de sus pérdidas millonarias, amenazó con asesinar a la familia de los policías que intervenían en las operaciones. Claro que sabíamos que las amenazas venían de él, no en forma directa, pero no podíamos demostrarlo. Cuando en una ocasión tuvimos la oportunidad de llevarlo ante el gran jurado, el testigo bajo la custodia de los agentes federales fue asesinado por la bala de un franco tira­dor. La segunda vez que le pisamos los talones, acabó con mi familia y un testigo clave bajo el régimen de protección. El resto de la historia de cómo pudimos ponerlo tras las rejas fue difundido por todos los medios noticiosos. Fue un festín mediático que sacó a relucir la debilidad del sistema. En cuanto al programa de protección a testigos falló porque hubo fuga de información sensible, y por eso mismo murieron personas inocentes.

     Nadie debería sentir pena por una alimaña como Land Scolato; yo no la tuve. Pero, al decir verdad, la satisfacción que creí sentir al verlo tirado muerto no se produjo. A pesar de todo el mal que hizo..., que me hizo, no pude sentir placer. Ahora, ya no siento odio hacia él. Ahora hay algo más importante que ese rencor, y es probar mi inocencia.

     Llegué al callejón en donde Jerry dejaba su coche. Es un Mustang rojo de la Ford con franjas blancas bien conservado. Debía ser este porque era el único en el callejón y porque al introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Lo abordé y lo encendí. Al girar la llave, el motor ronroneó con la potencia de un tigre. Me pregunté qué había hecho el viejo Dodge Charger negro que tenía desde hace años. Comprobé que el viejo Jerry tenía un buen sentido del humor y un buen gusto por lo clásico.

     Mi mente se concentraba en Angie, necesitaba de su ayuda. Encendí la radio para escuchar algo de música y relajarme un poco, aclarar la cabeza y pensar en lo que debía hacer.

     A unas cuantas calles de llegar vi una cabina telefónica y pensé en llamarla, pero podría suceder que su teléfono estuviera intervenido, así proseguí la marcha dejando de lado por el momento esa idea.

     Al llegar a la esquina cercana al edificio donde ella vivía quise verificar la presencia de algún vehículo sospechoso. Entre los muchos estacionados en ambos lados de la calle, uno pertenecía a la policía no uniformada. Nunca aprendieron a disimular. Conduje despacio y di la vuelta a la esquina y pasé delante de los dos policías de la patrulla, estacionándome varios metros después, detrás de otros coches aparcados. Angie vivía en un apartamento en el lado oeste del segundo piso de un modesto edificio multifamiliar. Como todos los edificios de este barrio cuenta con escaleras de emergencia. Tantos años de conocerla y nunca entré en su apartamento; hoy lo haría como un ladrón. Bajé del Mustang, me ajusté el sobretodo. La noche era helada tanto que el vaho que exhalaba salía tan espeso como la mantequilla. Llevaba las manos engarrotadas pues no tenía un par de guantes para protegerlas. Las frotaba con fuerza para darme calor mientras esperaba una oportunidad, o se me ocurría cómo crear una.

     Casi siempre, en estos lugares, hay algunos vagabundos calentándose cerca de depósitos de basura de latón que usan como fogatas improvisadas. Busqué en los alrededores y no tardé mucho en encontrar a un grupo de ellos en una calleja. El frío me hizo apretar el paso y llegar pronto donde ellos. Temblaba como un viejo motor con los cojinetes averiados. Los hombres que allí se calentaban y sostenían una charla de vagabundos, al verme se callaron y me hicieron un lugar alrededor de la lata de basura. Compartían una botella de Vodka barato. El que tenía la botella, un anciano con la barba hasta el pecho, la convidó conmigo sin decir palabra alguna. Yo la cogí con las dos manos temblorosas y la empiné rápidamente en mi boca, engullendo un largo trago. El hombre barbudo esbozó una alegre sonrisa. En sus ojos brillaban danzarines reflejos de las llamas en el interior del depósito de lata; y luminosos claros oscuros naranjas se retorcían y pululaban en el arrugado rostro y los pliegues de la abultada ropa del indigente. Para contrarrestar el intenso frío, el viejo de la calle se cubría con muchos suéteres y abrigos desvencijados a la vez, una capucha y, sobre esta, dos o tres sucios gorros de lana agujerados, y, al menos, tres pantalones en iguales condiciones. Los seis camaradas acompañantes vestían de la misma manera.

     Tan pronto entré en calor, después del segundo trago, le devolví la botella. El anciano movió la cabeza de arriba abajo riendo, y los que estaban junto a mí me palmearon los hombros, y se alegraban, quizá, para darme a entender que me aceptaban en su club de vagabundos. Seguí frotándome las ma­nos al calor del fuego y del vodka. Nuestras sombras también temblaban en las paredes de ladrillos desnudos del callejón. Al acabarse la bebida yo les dije:

     —¿Quieren otra? —Y les mostré un billete de diez dólares—. Es de ustedes si hacen lo que les diga.

     Les expliqué lo que debían hacer.

     Así, aclarados mis deseos, los siete, incluyéndome, cruzamos la calle chistando cosas sin sentido, hablando y arrojando vaho como viejas locomotoras de carbón. Íbamos tan cerca los unos de los otros que a los policías de la patrulla debimos parecerles solo un grupejo de vagos anónimos migrando a algún bar. Seguimos por la acera, pasando frente al edificio de Angie. Antes de apar­tarme de mis amigos vagabundos, le entregué el dinero al viejo feliz. Corrí agachado, ocultándome a un lado de los botes y contenedores de basura, amontonados en la entrada del callejón del edificio de Angie. Media vez constaté que me encontraba fuera de la vista de los agentes, jalé la cadena para bajar la escalinata y subí a la segunda planta sin hacer ruido. Estando allí me acurruqué husmeando por el cristal; una cortina me impedía ver. Según concluí alguna vez, mi trabajo dependía de andar husmeando en las ventanas ajenas.

      Probé si la guillotina subía; esta se deslizó sin problema. «Le he dicho que siempre asegure bien las ventanas», pensé. Menos mal que no me hizo caso. Estaba oscuro. Ella dormía o no se encontraba en el apartamento. Introduje una pierna pri­mero. Mi pie topó con un objeto que sonó a cristal o porcelana. Me detuve y retrocedí. Metí un brazo y cogí el objeto: un florero que deposité afuera de la ventana. Intenté de nuevo, esta vez con éxito. Bajé la pieza deslizante de la ventana y penetré en el apartamento. Un lugar extraño e igual de excitante: el hogar de Angie Blake. A media luz, tropecé con algunas cosillas en el camino hasta que palpando en el vacío me encontré una lámpara en una mesita al final de un sofá. Jalé el cordón del interruptor y parte de la habitación se iluminó. Como se sabe por experiencia, el trabajo o el oficio hace al hombre, no podía hacer menos que husmear en el apartamento. Giré con cautela el picaporte de la puerta del dormitorio y abrí suavemente la hoja; el cuarto permanecía a oscuras. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas entrecruzadas no dejaban pasar el menor haz de luz de las lámparas de la calle.

     —Angie —susurré, esperando no causarle un colapso nervioso al encontrarme de repente en su habitación—. Angie..., Angie —Llegué hasta la cama y palpé con cuidado. El lecho estaba vacío. Al parecer no había estado en su casa desde que se fue al trabajo. No podía encender la luz porque los policías que vigilaban el apartamento sospecharían.

     Volví a la sala. Iba a sentarme en el sofá cuando vi en la pared de al lado una estantería con libros y adornos. Entonces, mientras me disponía a dejar pasar el tiempo en tanto ella venía, quise saber un poco de los gustos literarios de Angie Blake. Quería saber un poco más de ella. Tomé uno de los libros del estante de madera de arriba, el título decía: "El halcón Maltés". Otros que cogí llevaban por títulos: "La llave de cristal", "La ventana rota", "La chica del tren", sumando alrededor de una decena de libros de la misma índole, repartidos en los dos estantes. Me sorprendió el gusto de Angie Blake; a ella le fascinaban las novelas de policías y ladrones.

     Dejé de escudriñar y me senté en el sofá cubierto con una manta negra con hojas y flores de acanto rosadas y lilas. Miré el papel tapiz rosado de las paredes con sus diminutas florecillas y rayas verticales. Colgados en la pared había cuadros de paisajes y algunas copias de garabatos coloridos, semejante a los brochazos pintados por un chiquillo de cinco años, rubricados por un supuesto pintor famoso. Volví la mirada de nuevo al estante y observé unos retratos que no vi la primera vez. Una de ellas me picó la curiosidad. Dejé el confort del sofá y tomé el retrato. «Vaya, vaya ¡qué sorpresa!», pensé mientras lo contemplaba. Escrito con su puño y letra en forma diagonal en la esquina inferior derecha, decía: "Larry y yo. Te amo". Tenía el rostro de dos personas: uno de ellos era el suyo, pero más juvenil; el otro, el de un joven un poco mayor que ella, de cabellos castaños bien recortados y de semblante fornido; ambos sonreían contentos. Parecían estar alegres. En el momento de depositar el porta fotos en su lugar, noté un peculiar retrato entre otros, el de un hombre con sombrero, ceño fruncido, con una ceja arqueada y una sonrisa torcida; era yo. Siempre en diagonal, pero en la esquina izquierda superior, un epigrama con su letra decía: "Mi jefe, el gruñón". Intenté recordar en qué momento aquella fotografía fue tomada; debía ser de hace varios años pues el traje con el que aparecía dejé de usarlo tiempo atrás. Devolví y acomodé el retrato en el anaquel, y seguí husmeando otros en que aparecía solo Larry, o acompañado de ella, o de otras personas.

     Había más porta fotos de Angie y su familia: su madre y una hermana, a quienes ya conocía. Pero ninguna con su padre. Sospeché que este no había formado parte de su vida. Regresé al sofá tras terminar aquella exhaustiva revisión. Apoyé la espalda contra el respaldo, estiré las piernas arriba de la mesita de caoba color vino y desconecté la lámpara. Me envolví bien en el sobretodo y me encapoté la cara con el sombrero, cerré los ojos y dejé que el sueño hiciera lo suyo pronto. No quise oponerme porque la noche anterior y este día habían sido turbulentos.

     No fue el súbito resplandor lo que me despertó, sino el golpe en la cabeza y los gritos desaforados de una loca. Salté del sofá cubriéndome la cabeza de los objetos que volaban muy cerca. Traté de calmarla, en el momento en que se disponía a regresar a la puerta por donde acababa de entrar, o para coger cualquier artilugio y lanzarlo en contra del ladrón que halló en el sofá, en medio de su sala de estar. Ella se detuvo en seco al reconocerme.

     —¿¡Snow!? ¿Eres tú? —profirió haciendo un gesto de enojo y sorpresa—. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué vistes así?... La policía llegó a la oficina a buscarte... Y hay una patrulla sin insignias enfrente de mi casa. Los puedo oler a veinte metros.

     —¿Qué hora es?

     Ella cogió el pequeño reloj dorado colgado de la muñeca y lo examinó.

     —Son las nueve.

     —¿Están todavía allí afuera?... Es obvio que sí, si acabas de verlos —expresé de inmediato—. En cuanto a que por qué visto así y qué ha pasado conmigo, es una larga historia para contártela toda... Pero, ¡siéntate por favor! —Ella pasó por delante del sillón desde donde me estuvo atacando, y se sentó—. Te lo resumo así: He caído en una trampa y terminé matando a Scolato. ¡Rayos! Y todo apunta a que lo hice con alevosía y premeditación. Pero tengo la certeza de que la mujer que me engañó es quien está detrás de todo. Y para esclarecerlo necesito de tu valiosa ayuda... Tú serás mi enlace.

     —¿Una mujer? ¿Qué mujer? —sonó como un reclamo de celo.

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