Acto 8
Los corredores eran poco concurridos debido a que distábamos del área de las oficinas, en donde se encontraba la mayoría de uniformados y detectives. Luego de circular por varios minutos por el pasillo, llegamos al cuarto de interrogaciones. Antes de entrar, pude ver la presencia del Teniente Rocco en las inmediaciones. Por lo visto él escucharía mi declaración del otro lado del vidrio reflector. Novac se separó y se dirigió junto a Rocco; comprendí entonces que el interrogatorio estaría a cargo de Dan Spose. En breve, entramos en el pequeño cuarto. Un agente uniformado se quedó afuera custodiando la entrada. Sospeché que por intercesión del Teniente Rocco las esposas no habían vuelto a sujetar mis muñecas.
—¡Siéntate! —me ordenó el detective Dan. Me senté. Él se quedó del otro lado de la pequeña y gastada mesa gris, y dijo mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba del respaldo de la silla, cercana a él en su lado—: Créeme que esto no me gusta más que a ti... —Dejó el sombrero en la mesa y comenzó arrollarse las mangas—. Pero, sin necesidad de tener un abogado cooperas y te declaras culpable, arreglaremos con el fiscal para que no te den la pena máxima... Dejemos a un lado todos los disgustos entre tú y yo, olvidémonos de eso... —dijo con tono reconciliador—. Snow, te hablo como un amigo.
Me adelanté a la mesa, puse las manos en el borde, le miré a los ojos y dije:
—No me haré cargo de un asesinato a sangre fría. No importa lo que ellos digan o crean haber visto... Les digo que todo esto es una trampa. Esa mujer existe y está viva...
—¡Eh! Espera. Ahora resulta que la mujer está viva —interrumpió con voz displicente—. ¿Qué dirás después? ¿Qué se fue volando? —farfulló risueño. Calló un instante, se pasó la mano abierta desde la frente hasta el mentón, limpiándose un sudor imaginario. Continuó como si se tratara de una charla coloquial retomando el mismo tono suave y amistoso de antes—: Ahórrale dinero a los contribuyentes —dijo. Yo callé. Él resopló por la nariz y luego extrajo una cajetilla a medio andar de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Tomó uno y, con el encendedor que llevaba en la bolsa del pantalón, lo encendió. Arrojó el encendedor en la mesa junto a una carpeta plástica. Toda esa parsimonia, el humo del cigarrillo, el cuarto en penumbra, los cambios de humor del interrogador y la falta a la ley por interrogarme sin un abogado presente, era para quebrantar mi voluntad—. Investigamos las llamadas —dijo, chupó el cigarro; echó estelas de blancuzco humo por las comisuras de la boca y las fosas nasales. Abrió la carpeta que yacía en la mesa y agarró un par de hojas de él—. Este es el registro de llamadas a tu oficina. —Las deslizó por la mesa acercándomelas—. Como ves, no hay ninguna llamada en las horas que, según tu historia, te hicieron en esos dos días y las de más temprano fueron de una entidad bancaria y de un tal Mr. Augusto Flyan. Nada de interés para la investigación.
Así como dijo Dan Spose, y pude constatarlo con mis propios ojos, no figuraba ninguna llamada a la oficina ni antes ni después de las seis en el registro.
—Pero esto no es cierto —balbuceé. No podía ser que la empresa telefónica también estuviera implicada.
—Y como si fuera poco para ti, el cantinero del "Bar del Pescador" —dijo el interrogador, jalando la silla para sentarse frente a mí del otro lado de la mesa—. Sí te recuerda, dice que estuviste por más de una hora en el lugar, esperando a alguien... —Soltó lentamente un chorro de humo ceniciento a su izquierda—. Eso estaría bien para ti si hubieras estado esperando a la mujer tal como nos contaste, pero resulta que quien frecuentaba ese lugar era Scolato. —«¡Mierda!», pensé. Quien quiera que haya sido el artífice del plan para desacreditarme e inculparme, la había hecho muy bien—. El cantinero dijo que llevabas un arma debajo de la chaqueta... —Dan empujó su silla y cruzó los brazos y escupió humo desde su risueña boca—. Pero eso no tiene nada de malo. Siempre llevamos una. ¿No?... Además, encontramos otra cosa en tu casa. —Hurgó otra vez en la carpeta y deslizó en la mesa un fajo de recortes de periódicos contenidos adentro de bolsas de evidencias—. Los detectives las hallaron pegadas en la pared de tu cuarto. Creo que desde hace mucho que esperabas cargártelo, y que por fin lo lograste, Snow.
—Eso no es mío... —Al escucharme, sonó como las mismas frases dichas por tantos sospechosos—. Seguramente fueron plantadas —agregué.
—Vamos, Snow, todos los recortes son de periódicos viejos y recientes, de cuando asesinaron a tu familia y de cuando Scolato salió en libertad. Son importantes, especialmente, porque todas las fotos del hampón están encerradas en un círculo y marcadas en rojo. ¿El porqué de esas marcas? ¿Querías señalar que era hombre muerto? Seguramente el loquero descubrirá la obsesión que sentías por el asesino de tu familia...
Las palabras de Dan se perdían en el limbo, ya no las escuchaba. Pensé qué decir.
—Te apostaría a que no hallaron mis huellas en esos recortes —afirmé. Dan se mutó—. No las encontraron porque yo no...
Recordé entonces que al menos un recorte sí las tendría. El del último periódico que compré y no deseché estaría plagado con mis huellas digitales, y si quien plantó la falsa evidencia fue listo, los agregó a los otros.
—Te equivocas. Al parecer, te olvidaste de usar guantes en los últimos. —Segregó del resto un par de recortes y las arrojó para que yo pudiera verlas mejor—. Nadie es infalible.
A pesar que todo era circunstancial, entendí que el caso llevado por un experimentado fiscal me hacía correr el riesgo de perder mi libertad, entonces, supe que las puertas se comenzaban a cerrar a mis espaldas, y yo me quedaba adentro de una prisión por más de veinte años. Luego de ver con insistencia las hojas del registro telefónico y los recortes incriminadores, dije:
—Entonces no me dejas otra opción. Tendré que cambiar mi historia: diré que él me siguió hasta el mirador con la intención de matarme porque se hartó que le pisara las huellas, y disparó primero y yo me defendí. De seguro que ya tienes los resultados de balística. Verán que un disparo fue hecho con su pistola. Declararé que él me atacó primero y falló el tiro.
—Snow, ¿No creíste que teníamos un caso solo con tu disparatada historia y esto? —Señaló la carpeta de la mesa—. Podrías hacer eso de cambiar tu testimonio, pero tienes un inconveniente: hay un testigo que declaró que tú disparaste primero, y que él apenas pudo sacar el arma después de ser herido. Es quien te acaba de identificar —replicó.
Era el calor dentro del pequeño cuarto o la abrumadora situación, pero el sudor me bajaba por la frente, el cuello, las axilas y me empapaba la camisa.
—¡Qué! —exclamé intranquilo y alterado. Clavé los ojos en Dan, por quien ya comenzaba a sentir una aversión desmedida. Estúpidamente creí que estaba probándome porque no podía ser que me estuviera lloviendo sobre mojado, pero al verle a los ojos vi que hablaba en serio—. No es verdad por la sencilla razón que los hechos no fueron así. Tu testigo es parte de la trampa —alegué.
Para la ley y la justicia se necesita de mucho más que mis simples opiniones, alegatos y sospechas personales, debía demostrarlo. Por su parte, la justicia me tenía en sus manos, o mejor dicho en sus garras, pues no se trataba ahora de que ellos demostraran mi culpabilidad pues todas las cartas, por lo visto, estaban en mi contra; se trataba de que yo demostrara mi inocencia.
—Bien, ¿qué dices? —insistió Dan, ahora apoyando los brazos en la mesa mientras seguía llenando el aire de humo.
—Está bien... No diré nada más sin mi abogado presente en esta sala —argüí estoico. Sin embargo, yo no dejaría mi futuro de hombre libre en las manos de un inepto tinterío de oficio, o en las garras de un voraz abogado.
Dan extrajo el cigarro de la boca con su mano izquierda y lo miró fijamente, con una mueca de disgusto. Apartó la atención de la humeante brasilla y sonrió con crueldad y maldad poco disimuladas.
—Está bien... Si es lo que quieres. Entonces no habrá otra oportunidad después. —Alejó la silla de la mesa para erguirse, se desenrolló las mangas, se metió la chaqueta cuyos pliegues alisó con cuidado y apretó el nudo de la corbata mientras me miraba con una inflexión sarcástica en los labios.
Se dirigió a la puerta y tocó para que el policía de afuera la abriera. Al separase la hoja, la ancha figura de Novac penetró. Dan vino por mí y me tomó por el brazo y, por esta vez debido a mi perplejidad, me dejé llevar como un corderito.
Los tres salimos del recinto.
Volvimos por el solitario pasillo de regreso a las celdas. Novac y yo veníamos adelante con Dan a tres pasos de distancia.
—Solo danos tu confesión, pero si quieres tener a tu abogado a la par, puedes hacerlo. —Novac insistió en convencerme—. Pero las cosas no se pintan bien para ti... —dijo, colocando su mano en mi nuca—. Es solo el consejo de un amigo —Se mostraba amable conmigo; con la misma amabilidad que el ganador de la partida le tendría al derrotado.
Volteé hacia él y asentí con la cabeza. Como las cosas no se veían nada bien, debía buscar otro medio alternativo y poco ortodoxo para resolver mi problema.
Llevé con disimulo la vista hasta la barriga de Novac y la regresé a su rostro. Y le dije:
—Sí, tienes mucha razón. Todo parece estar en mi contra. No contaba con ese testigo —dije distraído—. Y un abogado no serviría de mucho en esto... —Faltaba solo doblar un par de recodos para llegar a las gradas y, de allí para abajo, a las mazmorras. Observé el pasillo por delante y, luego, dirigí fugazmente la vista a la retaguardia fingiendo mirar a Dan. Éramos los únicos en el corredor. Una ventana próxima que daba al parqueo me dio la pauta para hacer una arriesgada y estúpida elección—. Si te pido que me disculpes por haberte golpeado, ¿me perdonarías? —le pregunté a Novac.
Él volteó el rostro hacia mí, y dijo divertido:
—¿Perdonarte por golpearme? ¿Cuándo me golpeas...?
Antes de terminar la pregunta, mi puño izquierdo iba directo a su rostro, y antes de darse cuenta, el segundo puñetazo con la derecha le aplastó de nuevo la nariz. Novac cayó de espaldas frenando la caída con las manos en la pared sin poder evitar deslizarse un corto trecho en ella, sin desplomarse del todo. En su caída, aproveché a cogerle la pistola del estuche del cincho antes de que se recobrara. Al entender lo que pasaba, Dan quiso someterme, o en su defecto, apuñetearme también, quedando frustrada la acción al encañonarle y amenazarle de inmediato:
—¡Mejor quédate quieto!... Recuerda que, según ustedes, ya he matado a sangre fría a un hombre. No quieran ser los siguientes. Y créeme que no dudaría en abrirte un agujero.
El detective alzó las manos con las palmas abiertas, con las facciones marcadas de tanto apretar las mandíbulas. Respiraba como un toro a punto de cornear.
Novac se sobó el rostro aporreado, se irguió tambaleante siempre sosteniéndose de la pared y clavó sus furiosos ojos colorados en mí, y gruñó:
—¡Maldito, Snow! ¿Qué mierda haces? Esto no se va a quedar así. —Se paró sobre sus plantas torciendo la comisura de la boca de enojo. Unas lágrimas le humedecieron las pupilas.
—Te dije que me perdonaras —le recordé. Agité la pistola para apurar a Dan y se moviera a la par de Novac—. Dense la vuelta y manos a la pared. —Nerviosos y tensos obedecieron la orden. Les registré rápido y minucioso la cintura, bajo las axilas y las piernas comenzando con Dan, despojándole del arma del cinto que no pudo extraer en el momento de la refriega, y la eché en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Luego revisé a Novac sin apartar la vista del otro agente, hombre de más cuidado. Completado el procedimiento en cuestión de menos de quince segundos, miré en los extremos del corredor; no olvidaba en dónde me encontraba. Aunque era una zona de la estación poca transitada, uno tan solo que asomara la nariz, daría fin a mi plan de fuga y agregaría un par de cargos más a mi lista.
—Estás loco, no podrás salir de aquí —gruñó Dan, torciendo el cuello para verme de reojo—. Basta un solo disparo para que tengas a toda la fuerza encima de ti —me amenazó.
—No creo que quieras probar tu hipótesis y terminar con un infeliz agujero en tu bonita camisa. —Como el tiempo apremiaba, les ordené quitarse las corbatas, amenazándoles con el arma. Prácticamente se arrancaron de un jalón las prendas—. Tú. —Señalé a Dan con la pistola—. ¡Amárrale las manos por la espalda! ¡Date prisa! No tienes todo el día. —Dan ató a su compañero. Yo revisé la consistencia del nudo, estaba fuerte—. Buen nudo... ¿Tienes pañuelo? —le interrogué; él extrajo su pañuelo blanco del bolsillo trasero del pantalón. Le ordené—: Adentro de su boca y amordázalo después con la corbata. —Novac intentó voltearse al escuchar lo que le venía. Dan acabó con lo indicado y me inquirió con los ojos llenos de indignación.
—¿Qué harás conmigo? —farfulló observando la ausencia de otras corbatas.
Abrí la puerta de una pequeña bodega en donde se guardaban los utensilios de aseo, a pocos pasos de nosotros en el corredor.
—¡Entren! Tú primero, Novac. —Sacudí la escuadra para apresurarlos. El detective entró en silencio en el cuartucho; cualquier cosa que pudiera decir de nada serviría—. Ahora tú y no me hagas perder el tiempo. —Encañoné al segundo detective—. Espera un momento —le dije. Llevé la vista hasta su sombrero y, sin apartar el arma de su humanidad, se lo quité; arrojé de mi cabeza el mío con el dorso de la mano, y me tallé el suyo; estaba hecho a mi medida. Blandí el cañón para hacerle continuar—. ¡Espera!, quería explicarte... —Y antes de terminar la frase, una trompada de mi parte en pleno mentón le dejaba inconsciente, tirado adentro del cuartico de almacenaje. Puse los ojos en Novac y, mientras abría y cerraba la mano para aliviar la molestia dejada por el puñetazo, le dije—: Dale mi recado: Dile que también a mí me dolió.
Cerré la puerta del almacén y corrí al hueco de la pared. Antes de salir, deposité las dos pistolas en el piso, al pie de la ventana. Las dejé para no ser reportado como "armado y peligroso". Cuando saltaba a mi libertad, Novac, comenzaba a dar de porrazos a la puerta y a balbucir como un animal en cautiverio.
La ventana se conectaba con el estacionamiento para oficiales del lado norte de la delegación. Corrí buscando alejarme lo más posible del edificio policial. Tan pronto se diera el aviso de mi fuga, mi fotografía y mi descripción pasarían a ser parte de los informes de las patrullas y de cada agente a pie de la calle. Después de la primera media cuadra, traté de alizar el traje resultando casi una tarea imposible por el sinnúmero de arrugas debido a haberlo usado como cobertor; y me compuse el sombrero. De quedarme en las proximidades por largo rato, sería cosa de poco tiempo mi recaptura.
No llevaba ningún céntimo encima, pues mi cartera permanecía en el depósito del recinto policial. Pensaba en Jerry, y en otros posibles escondites. Cualquier parte me quedaba muy distante para llegar. Entonces, le hice parada a un taxi. El hombre frenó de presto orillando el coche de alquiler.
—¿A dónde? —preguntó el hombre de nariz de boxeador y frente hasta la parte trasera de la cabeza. Le di la dirección de un lugar cercano al bar de Jerry—. Suba —dijo.
Abordé el asiento trasero del vehículo amarillo y partimos, alejándonos de la zona en medio del tráfico regularmente congestionado a esta hora. Una patrulla pasó a nuestro lado, obligándome a recular en el asiento para no llamar la atención de sus ocupantes, ni de los ojos del conductor del taxi a través del retrovisor por mi sospechoso modo de sentarme. A estas alturas, mis dos cautivos, debieron de haberse liberado y dado la alarma de la fuga.
—¿Cómo está Wall Street? —pregunté tratando de hacer conversación.
El sujeto pegó los ojos en el espejuelo de arriba.
—¿Wall Street? No sé ni mierda de eso —respondió amargado—. Mejor hábleme de béisbol y aquí tendrá un buen conversador.
—Bien, ¿cómo vamos en la temporada? —interrogué. El hombre se entretuvo parloteando todo sobre los Cachorros de Chicago, de cómo iban derecho a la final de la Serie Mundial por enésima vez contra Los Indios de Cleveland.
En los altos de los semáforos, debía ocultarme de la inevitable presencia al azar de la policía en las esquinas. Pero según nos internábamos en la parte Este de la ciudad, se volvieron escasos los uniformados.
Debido al congestionamiento tardamos alrededor de cuarenta minutos en arribar a nuestro destino. Bernie, como según dijo llamarse, se detuvo a una esquina a media cuadra de la entrada del bar. No convenía que conociera el lugar exacto, en tanto me dejaba revisar los alrededores también.
—Veinte dólares —dijo, volteándose, posando la mano derecha en la cabecera del asiento del acompañante—. Son treinta.
Me registré el traje a sabiendas que no llevaba ni un céntimo encima.
—¿Me esperaría un minuto? —le pregunté, y sin aguardar si estaba de acuerdo salí del coche.
—¡Hey, espere! —gritó abriendo la puerta y saliendo, pero se quedó allí solo mirándome desaparecer por la esquina de la cuadra.
—¡Barry! ¿Qué ocurre? Has venido de pronto —Jerry se mostró sorprendido al verme cruzar por la entrada con el paso apurado—. Parece que has tenido una mala noche. ¿Acaso te vapulearon? ¿Estás bien?
—Excelente —repliqué—. Oye... ¿podrías prestarme cincuenta dólares? Es que me quedé sin cambio y debo pagar el taxi.
Jerry vaciló, dio un vistazo al salón, a los parroquianos, antes de doblarse y meter las manos tras el mostrador.
—Sí, claro, Barry... ¿Qué le pasó a tu coche? —Luego de registrar y mover algunas cosas, irguió la mirada y regresó las manos arriba de la mesa del mostrador con unos billetes enrollados—. Toma, aquí hay trescientos. Y... si necesitas más...
—Está bien así —cogí los dólares y salí del local.
Bernie se hallaba del otro lado del taxi, arrimado contra la ventana del acompañante, con los brazos cruzados. Al verme aproximar se alegró, se enderezó y vino a mi encuentro.
—Por su aspecto pensé que me dejaría con un palmo de nariz. Ahora veo que todavía hay honestidad en el mundo.
Tomó el dinero y empezó a bolsearse al notar que debía entregarme el cambio.
—No, así que quede —dije.
—Bien —replicó de buen humor, enrollando los dólares y metiéndolos en el bolsillo de la camisa. Dio la vuelta por delante del vehículo, se montó y se fue.
Examiné con la mirada las calles y los locales próximos, comprobando la ausencia de agentes uniformados.
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