Acto 7
Dan encendió un cigarrillo y empezó a llenarnos de humo. Novac conducía sin molestarse siquiera por el humo que embargaba la cabina.
El silencio reinó por un tramo de la ruta hasta que Novac decidió hablar.
—¿Recuerdas la pelirroja, la que se volvía loca cada vez que Ryan pasaba por la avenida?
—¿La prostituta de la esquina de la calle 65 y Charlotte? Claro que la recuerdo —respondió Dan, chupando y apretando entre los gruesos labios el cigarro—. ¿Con quién de la división no se pone como gata en celo?
—Pues la gata resultó asesina. ¡Una puta asesina! —Novac rugió una risa sin quitar los ojos del camino—. ¿Sabes que le voló los sesos a su proxeneta?
—Creí que lo había arrojado por una ventana del sexto piso. —Dan se sacó el cigarrillo de la boca y asperjó una humareda por la ventanilla.
—Ambos tenemos razón. Después que el tío le propinó una paliza —relataba Novac—, de esas que las mandan al hospital por una semana, quiso quitarle todo lo que la puta había recogido y la droga que tanto le costó. Pero la cabrona no se iba a dejar, así que le pescoceó con la cartera y, cuando el hombre yacía aturdido tirado en el piso, la mujerzuela le sacó la pistola.
—¡Espera! ¿El arma era del proxeneta o de ella?
—De ella. La llevaba en su cartera... ¿Capisci? Creo que estaba harta de las palizas y decidió vengarse de una vez por todas... Le disparó cinco veces. Solo esperó que se pusiera de pie y lo agujeró como un colador. Su cuerpo salió por la ventana y calló en la acera. La pobre ni siquiera intentó huir.
—Sí. Cómo es la vida. Alguien, a veces es más efectivo que la justicia. —Sonrió Dan con una pizca de maquiavélica maldad—. ¿Y tú, qué opinas de todo eso? —Torció el cuello y parte del dorso para atrás, intentando verme, y volvió la mirada al frente de nuevo.
—¿Por qué tan callado, amigo Snow? —dijo Novac.
—¿Qué dices de todo esto? ¿No crees que hay algo de justicia en lo del proxeneta? —interrogó Dan, con la pequeña braza humeante a un lado de la boca.
—¿Snow? ¿Será que tú hiciste lo mismo que la puta del cuento? —dijo Novac con ternura maquiavélica—. Te cargaste a Scolato por lo que te hicieron y te quedaste allí hasta que llegáramos para contarnos un tonto cuento. Al menos la mujerzuela nos dijo la verdad. Y nos libró de tanta investigación y papeleo... Sería bueno que también hicieras lo mismo... ¿Sabes? No debería decirte esto, pero comprendo los motivos que te llevaron a terminar con ese gusano. Yo habría hecho lo mismo si hubieran matado a mi familia, pero con mejor inventiva.
—Está bien, Snow, lo reconozco, no tenemos pistas de quién mató a Garren —prosiguió Dan, escupiendo humo por boca y nariz—. Pero con esto, podríamos comenzar a amarrar algunos cabos. ¿Qué tal si tu nombre aparece junto al de Garren también?
Callaron y aguardaron una reacción o una palabra de mi parte.
—Seré franco contigo, Dan —respondí sereno—. Si sigues fumando de esa manera, terminarás con cáncer, y tú, Novac, no sigas comiendo demasiado o seguirás siendo un cerdo.
Dan se torció un poco más en el asiento, sonrió de lado y escupió una nube de humo en mi cara, luego se acomodó bien en la silla y siguió riendo. Novac también expulsó una sardónica risa.
Cuando llegamos a la delegación, el reloj de la recepción indicaba las doce menos un cuarto de la noche. Los oficiales que alguna vez fueron mis colegas me vieron pasar esposado como un delincuente. Novac me dejó en custodia de su compañero mientras él preparaba los trámites para mi declaración. Me quitaron las esposas, me tomaron las huellas digitales y me fotografiaron de frente y de perfil. Lo normal que se hace en estos casos. Por desgracia no soy fotogénico, aun procurando poner mi mejor cara. Me condujeron al depósito de pertenencias en donde entregué reloj, corbata, cincho, los objetos dentro de los bolsillos, la cartera con doscientos dólares y las cintas de los zapatos. Me dejaron la chaqueta para que me abrigara, pues en las bartolinas de la delegación el frío dejaba dormir poco. Por último, fui llevado a lo que sería mi suite por esta noche, una celda en donde esperaría para rendir mi declaración (o mi confesión) más tarde, en el cuarto de interrogatorios. Al día siguiente, o más después, me harían un careo. Uno o varios testigos de los hechos, me reconocería entre un grupo de otros hombres y me señalaría como el sujeto que le disparó a Scolato. Vale que ellos mismos corroborarían mi historia. Dirán que Land fue quien disparó y mató a la mujer, luego de que esta le disparara con mala puntería, y yo lo maté a él como un acto de legítima defensa.
No pensé en llamar a ningún abogado si no había necesidad. Me acosté en el angosto catre y procuré dormir un poco. Fue una pena no llamar a Angie desde antes que llegaran los policías, para ahorrarle preocupaciones. Avisarle que no llegaría a la oficina hasta el día siguiente cuando todo se aclarara. Ahora se intranquilizará y se enfadará conmigo por no haberlo hecho. Con estas cavilaciones me doy cuenta qué tanto está esa pequeña chica de apenas un metro y sesenta y cinco centímetros entre mis dos sienes.
La noche discurrió sin novedad y pude dormir algunas horas, salvo los momentos en que el borrachín de la celda contigua comenzaba a gritar creyéndose una especie de coyote.
La luz se resbaló por entre los barrotes de la reducida ventana y comenzó a llenar el cuartucho de la mazmorra con un tenue resplandor amarillento. Sé que debo esperar hasta la media mañana para brindar mi declaración y que los testigos vengan a rendir la propia.
Era tarde, muy tarde, más de las cuatro. Por el momento no había señales de Novac o de Dan; esto me preocupó un poco, sobre todo, si el susodicho cuerpo de la mujer no aparecía. Me arrojé en el magullado colchón del catre. Miré al techo y mientras dilucidaba el montón de diminutas alimañas atrapadas en las telarañas de las esquinas, volvieron aflorar en mi psiquis cosas que surgieron después de la afirmación del rescatista sobre la inexistencia de un cuerpo, y me estremecieron. ¿Había sido acaso tan estúpido y ciego de haber caído en una trampa tan obvia? Las pistas que no tuve el suficiente alcance de ver apuntaban ahora a eso. Yo era una de esas alimañas en la red de una araña, de una maldita viuda negra. Me puse de pie y me dirigí a los barrotes.
—¡Hey! —grité en tres veces, nadie respondió.
—¿Qué te ocurre? —dijo con voz atiplada el huésped del calabozo contiguo—. Si esperas que vengan, estás borracho o eres un loco. Puedes gritar todo lo que quieras y ellos te ignorarán.
Era de mediana edad, con el cabello sucio y revuelto. Debajo de la mugre de su traje, el sujeto aparentaba ser un hombre distinto, menos un vago; sus atuendos correspondían a las de un personaje de oficina.
—¿Desde cuándo se le vienen pasando las copas? —le interrogué.
Más cuerdo que durante la noche y la madrugada, aunque, notablemente bajo los efectos de una goma de varios días de borracheras, dijo:
—No soy un borracho..., no soy un ebrio... Solo se me pasaron un poco las copas.
Le escruté los ojos —a través de ellos se percibe la verdad—, sonreí con malicia y le dije:
—Buen hombre, su traje cuesta como quinientos dólares...
—Seiscientos cincuenta para ser exactos —dijo, corrigiéndome.
Miré sus manos que prensaban los barrotes.
—A juzgar por las dos marcas de anillos en sus dedos, diría que está, o estuvo casado y el otro que le falta, por el tamaño de la marca del chatón, corresponde a un anillo de graduación, tal vez de una universidad. —Proseguí mi análisis—. Usted debe ser un hombre de oficina por sus manos, clase media alta, seguramente; aunque sucias, las tiene bien cuidadas. Dice la verdad cuando afirma que no es un ebrio, de lo contrario no vestiría ropa así, y si fuera alguien con mayor poder adquisitivo, sus abogados lo hubieran sacado de inmediato. Si me deja especular, diría que se ha entrado a la bebida por una decepción financiera o amorosa. Pero la causa de estar aquí, gozando de una de las habitaciones, podría ser que, en algún momento, se le zafó la canica. A lo mejor se puso a joder en medio de la calle o le tiró el coche a alguien... O quizá le faltó el respeto a un uniformado. —Concluí.
—¿Es usted clarividente? —dijo abriendo los ojos, formando con las cejas un solo arco cerrado—. Sí, sí. Mi mujer me abandonó, me dejó por un compañero de trabajo, pero no fue eso la causa de mis tres días de borrachera. Sino que perdí la maldita cuenta de "Houston Company", por diez millones de dólares... Lo de mi mujer no me tomó por sorpresa, ya lo veía venir desde hace mucho. —Pausó mientras ronroneaba aclarando la ronquera, luego dijo—: También acertó cuando dijo que fue por faltarle al respeto a un uniformado. Bueno, no creí que decir que chupara mis huevos fuera tan malo. —Su risa desvaída sonó. El hombre fijó su mirada en mí persona, y dijo—: Ya vio lo que ha hecho, me ha hecho contarle parte de mi vida... ¿Quién es usted?
Unas pisadas acercándose nos distrajeron. Por fin alguien venía. Eran dos agentes uniformados de camisa celeste y pantalón azul negro junto con dos hombres de trajes. Los hombres de trajes eran Novac y Dan, y venían por el corredor.
—Vamos, amigo. Puede irse. —dijo uno de los agentes de uniforme—. Su abogado ya pagó su fianza.
Quitó llave y deslizó a un lado la puerta de la celda de mi vecino; éste corrió al fondo, al catrecillo, y recogió los zapatos que fue metiéndose antes de cruzar la reja para salir. El otro policía uniformado lo cogió por el brazo y se lo llevó con dirección fuera de las mazmorras. Pero antes de avanzar mucho, cuando pasaba delante de los detectives, volteó y con su voz todavía chueca por la resaca, dijo:
—Fue un placer. Espero que le vaya bien. —E hizo un gracioso movimiento con los dedos para despedirse.
Novac se mantenía a un lado de mi celda con los brazos cruzados, esperando su turno mientras, Dan, solo estaba allí, erguido como una estatua, con los ojos clavados en mi humanidad. El policía uniformado quitó el cerrojo con la llave que, junto a otras, mantenía engarzada en un aro. Y empujó la pesada puerta de barrotes a un lado.
—Vamos, Snow. Es tu turno —dijo Novac; dio un profundo suspiro, y continuó—: Ya averiguamos algo más.
—Los testigos corroboraron lo dicho —afirmé.
Los labios de Dan hicieron un gesto de regodeo.
—Sí, como digas, Snow. Al parecer nadie vio lo que dices que pasó —explicó Novac—. Ellos afirman que no vieron a ninguna mujer en la escena. Te vieron solo a ti con el arma en la mano junto al cadáver de un hombre.
—Te llevamos al careo, luego nos contarás lo que en verdad pasó —intervino Dan.
Dan quiso cogerme por el brazo, pero yo lo aparté. No dejaría que me trataran como a un criminal. Dan desistió del intento. Hizo bien, de lo contrario se me hubiera agregado el cargo de agresión contra un agente de la ley. Con la chaqueta en el brazo y el sombrero maltratado en la mano, llegamos hasta la sala de careo en el primer piso del edificio.
Hice una fila junto a otros cuatro individuos con rasgos símiles a los míos.
—Ponte la chaqueta y el sombrero —me indicó Novac.
Nos repartieron unos trozos cuadrados de cartón enumerados del uno al cinco, que debíamos llevar entre las manos al momento de mostrarnos. Luego, entramos en fila india en la bien iluminada sala y subimos a una tarima.
—Formados ahí. Miren de frente al vidrio —ordenó el oficial a cargo del careo.
Todos volteamos hacia la ventana, un hueco rectangular de casi el mismo largo del cuarto y provisto de un cristal reflector. Al otro lado de la ventana, dos o más personas me señalarían como el sujeto que le disparó a Scolato.
—Volteen a su derecha —ordenó la voz. Un par de minutos después mandaba ponernos de frente otra vez.
Por el intercomunicador colgado de la pared, escuché una voz: la de Novac.
—El número tres, de un paso adelante. —Ese era yo. Di el paso—. Regrese a su lugar —ordenó poco después; así lo hice. Poco menos de un minuto volvió a ordenar—: Ya los pueden sacar a todos, menos el número tres.
Los otros fueron sacados de la habitación por una puerta distinta a la que entramos, por el extremo opuesto de la tarima. A mí me condujeron fuera de la sala por la misma puerta por donde habíamos ingresado. Novac y Dan ya estaban esperándome allí afuera. El semblante de contradicción de Novac contrastaba con el fútil de su compañero. Novac se cogió los traslapes del traje e hizo un ademán de abotonarlo, pero no lo hizo.
—Creo que tienes mucho que contar —expresó Novac con una falsa condescendencia—. Ellos te contradijeron... Anda, sabes lo que viene. Si quieres un abogado, es tu oportunidad de llamarlo, pero te diré que no tendrías chance de ganar este caso. Pero si te declaras culpable...
—Vamos, Novac, no creerás que yo soy así —dije procurando sacar una idea de la manga, quería hacer un trato pero no declarándome culpable—. Tú sabes que si me entrego y tomo esa oferta, no tendré oportunidad de probar mi inocencia. —Bajé la voz—. Pero si me dejas ir, te aseguro que te traeré a los culpables... Solo ten fe en mí —le propuse
El detective más alto miró a los lados y negó con la cabeza torciendo la comisura derecha de la boca.
—Lo lamento, eso no se puede hacer —dijo Novac meneando todavía la cabeza—. Mejor acompáñanos que hay mucho que aclarar.
Dan, con su rostro sombrío e inquisidora mirada, dijo:
—Tienes una cita con nosotros ahora mismo.
Novac se dedicó entonces solo a darme una fugaz y desdeñosa mirada.
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