Acto 6

Retorné a la oficina.

      —Me parece que dijiste que vendrías pronto —dijo Angie, levantándose de su asiento y persiguiéndome con su agenda en mano hasta el despacho—. Esta molesta mujer del banco ha llamado en tres veces —colgué la gabar­dina y el sombrero en el perchero—, en la primera vez le dije que volviera a llamar en 30 minutos —me senté en la silla giratoria mientras la seguía escuchando sin que pausara para respirar—, luego, en la segunda vez le dije que en 20 minutos y en la última, que media hora. Y no ha vuelto a llamar. —Dio un profundo pero corto respiro finalmente—. Me tenías preocupada porque tu celular me mandaba al buzón de voz. ¡Estúpida grabación que ya me tenía harta!

     Cogí el celular del porta móvil colgado en el cincho y lo traje al alcance de mi vista.

     —Vaya, es cierto, está apagado. ¿Qué te parece? Se le acabó la carga. —Mostré una sonrisa que debió parecerle idiota, o en su defecto, de mal gusto—. ¿En dónde dejé el cable? —Revolví la gaveta central del escritorio—. Aquí está. —Y lo enchufé a la toma de la pared. Guardé un silencio en donde creí que solo una jovial inflexión en los labios bastaría para calmar los ánimos crispados de la rubicunda—. ¿Y bien? ¿Quién era y cuál fue el recado? —agregué sin dejar de sonreírle mientras cogía la pistola de la chaqueta y la guardaba en la misma gaveta.

     Angie hizo un pequeño gesto de disgusto con la boca, y puso la mano en su cintura como si estuviera modelando su vestido color lila.

     —No quiso decir su nombre y ningún recado, dijo que era personal —respondió dando un suspiro de desahogo.

     —Si es importante, volverá a llamar —dije a modo de consuelo. En mis interiores esperaba que se tratara de la mujer de la tarde anterior, tratando de concertar una nueva reunión.

     —También llamó Mr. Flyan preguntando si tienes tiempo para el sábado 27.

     —¿Y bien? —dije—. ¿Tengo tiempo libre?

     Angie abrió la agenda y la volteó para que pudiera verla; ambas páginas lucían vacías.

     —Ya veo... Llámale y dile que no puedo ir, que estaré ocupado las próximas dos semanas.

      Mr. Flyan es un empresario y tiene una procesadora de salmón en el área industrial de Chicago, en las márgenes del lago Michigan; suele llamarme dos o tres veces al mes e invitarme a jugar a los bolos. Pero yo trataba de salir lo menos posible con él debido a esa molesta afición que tiene de siempre vencerme en las partidas.

     La tarde expiró pronto. La rubicunda a mi servicio se despidió, deseándome buenas noches, seguido del "nos veremos mañana". Lo último que veía de ella, su mirada y la sonrisa, me dejaban pensando y soñando muchas cosas. Solo porque sabía, por experiencia de mis casos, que las relaciones sentimentales entre un jefe y su secretaria no funcionaban, nunca le externé lo mucho que me gustaba.

     Su cabello no es rubio, es moreno, pero eso no cambia en nada ninguna de sus cualidades. Así que, antes de perderme de su compañía por un desatino romántico, prefería callar.

     El ring del teléfono me sacó de mi introspectiva. Tan rápido escuché la voz por el auricular, supe quién era.

     —Mr. Snow, lo siento mucho, pero no pude llegar —fueron sus primeras palabras—. Tuve un terrible contratiempo. Tuve que estar con él en todo momento... Él es un hombre muy celoso y no resiste que esté alejada.

     —Pudo llamarme por su celular —repliqué.

     —Como le digo, es tan celoso que siempre me pregunta con quién hablo y no dudaría en revisar mis llamadas.

     —Okey, le creo —respondí. Era factible aquella excusa, pero la voz de mi instinto me demandaba cautela. Uno nunca debe de fiarse al cien por cien de nadie o de ninguna situación—. ¿Podemos vernos? —añadí.

     —Eso mismo le iba a proponer... —Ella titubeó—. Hay..., hay un lugar muy apropiado donde podríamos vernos. Es un mirador que está en las afueras de la ciudad. Esta noche iré a visitar a unos parientes y volveré la próxima semana. Solo es cuando Land me deja ir sin mandar a sus se­cuaces detrás para vigilarme. ¿Sería posible vernos pronto? ¿Digamos ma­ñana mismo?

     Con todo lo que me había dicho, podía entender que ella era alguien importante para Scolato... ¿Una amante tal vez?

     —Imagino que se refiere al Mirador a quince kilómetros al noroeste de la ciudad.

     —Sí. ¿Puede llegar como a las cinco, Mr. Snow?

     —Sí puedo. La pregunta correcta es si usted llegará —dije.

     —Descuide —dijo apenada—. Allí estaré sin falta. Y llevaré lo que le prometí. Me reconocerá por el pantalón vaquero y por mi suéter azul brillante con una franja blanca a medio pecho. Aunque yo estaré atenta a usted.

     —Okey.

     Ella colgó.

     Dicho lugar consistía de una cafetería de ventanales grandes con vista a una hondonada rocosa de casi treinta metros de profundidad, y a las lejanas montañas arropadas con exiguos pinares. A continuación, un mirador construido con acero y madera que se alongaba alrededor de tres o cuatro metros de la orilla de la barranca. Una baranda con pasamanos de tablones barnizados en rojo ponían a salvo a los visitantes de caer al vacío en un lecho de afiladas piedras.

     En el área del mirador machihembrado de teca, apenas un par de docenas de transeúntes paseaban distraídos, distendidos y a gustos a pesar de las heladas ráfagas del norte; iban y venían con sus cámaras y celulares, tomándose selfies con el cielo azul oscuro y poco nublado, y las achaparradas montañas de fondo. La poca presencia de los visitantes se debía a lo tarde del día, hora en que la mayoría ya volvía a la ciudad antes del anochecer.

     Yo, desde luego, estaba desde las tres de la tarde, sentado en el interior de la cafetería, cuando el sol deslizaba todavía sus rayos por las ventanas del lado este. Como todo individuo que no desea ser visto me cubría el rostro con el periódico de la "Chicago Tribune" y pasaba las páginas cada que entraba un nuevo grupo de turistas; doblaba las alargadas hojas y prolongaba una furtiva mirada por encima del periódico y por debajo del ala del sombrero. Entonces, la mesera vino a tomar la orden; pedí solo café porque, en este lugar, no sirven bebidas alcohólicas. Quizá era así para prevenir que algún pobre hombre demasiado alegre o demasiado hastiado de su vida, cometiera la locura de sentirse una avecilla y tratara de volar saltando desde la baranda al vacío.

     Cuando las manecillas de mi reloj marcaban cerca de las cuatro, la mujer entró. No se percató de mi presencia por encontrarme leyendo la sección de finanzas por décima vez. Vestía tal como dijo, más un sombrero de paja, unos lentes oscuros y un carterón tejido de palma. Ella pasó al mirador sin reparar en mi persona; yo me encontraba sentado delante como a seis mesas de la entrada. Doblé el periódico y lo dejé en la mesa, arreglé mi chaqueta y sombrero, y la seguí mezclado entre la gente que venía de afuera y las que también salían del restaurante para integrarse a la contempla­ción del paisaje. La mujer se detuvo justo en la orilla, pegada a la baranda, y dejó en el suelo el carterón, se agachó y pareció limpiar la sandalia izquierda de algo pegado; luego, se cogió de la baranda para ayudarse a erguir de nuevo. Estando de pie se volteó en dirección del camino por donde vino e hizo una des­vaída observación en el entorno, dándose cuenta de inmediato de mi presencia. Sus labios realizaron una tímida inflexión que más bien parecía una mueca de preocupación. Una larga cabellera negra se desparramaba por debajo del ala del sombrero de paja, y caía encima de su pecho por el lado izquierdo del cuello. Su ropa más bien parecía un disfraz, para no ser reconocida que la vestimenta de una turista. Ella se agachó para recoger la cartera del piso y se la colgó del hombro derecho. Se pasó la mano izquierda por detrás de la cintura como arreglándose los pliegues del suéter, y luego la trajo por delante para aferrarla a la correa de la cartera.

     Yo me dirigí donde ella permanecía y paré delante suyo.

     —Soy Snow Barry —le dije. No creía conocer a la mujer, aunque su rostro me parecía familiar.

     La misma sonrisa de hace unos momentos se asomó en el marco cuadrado de su pálido rostro.

     —Sí, le conozco, Mr. Snow —replicó—. Aquí está lo que le dije —movió nerviosa los ojos hacia la cartera en tanto deslizaba la mano a su interior. Me estre­meció una idea: "ella podría estar sacando un arma". Tuve la intención de tomar la mía de la chaqueta, pero decidí no hacerlo y correr el riesgo. La mujer sacó la mano llevando un delgado libro de pasta negra—. Temo andar esto con­migo... Si descubren que lo tengo, seguro me matarán. —Yo lo cogí y comencé a ojearlo—. Usted verá que hay nombres, direcciones y fechas que le serán de mucho interés...

     La mujer interrumpió su alocución abruptamente y levantó la mirada apuntando más atrás de mis espaldas. Su boca se entre abrió mostrando los dientes, y los labios pintados de bermellón le temblaron. Farfulló algo que semejaba un quejido e hizo el intento de dar un paso atrás, pero el pasamano de la baranda la detuvo. Su cara empalideció más. Yo volteé el rostro y descubrí a Land Scolato con la vista clavada en nosotros. Él permanecía en la entrada del mirador, arrugando el entrecejo debajo del ala del sombrero como un perro rabioso a punto de morder. Como un autó­mata, emprendió la marcha apurada, quedándose parado como a cuatro metros. Traía desencajados los ojos y el rostro colorado por la ira.

     —¡Snow! —exclamó al reconocerme. Y mirando a la mujer, le interrogó desaforado—: Y tú, ¿qué haces con este?

     La mujer tomó el libro de mis manos y lo deslizó dentro de la cartera, volteó la cabeza para los lados, acaso pensando en escapar, y le dijo:

     —¡Land! Yo, yo —tartamudeó—. Yo no te estaba traicionando... Te lo juro. —Esta vez, solo meneó los ojos, mordió un lado de su labio superior e introdujo la mano en el carterón mientras le decía con voz angustiada—: No me mates...

     Pronto sacó la mano de la cartera empuñando una pequeña pistola plateada calibre 22. Scolato mutó el semblante de rabia por uno de sorpresa. Sus ojos se pegaron a la pequeña pistola plateada que le apuntaba.

     —¡Perra! ¿Qué haces? —farfulló el gánster.

     —¡Matarte!... ¡Muere, maldito! —dijo con los dientes apretados y accionó el gatillo.

Se escuchó como un petardo. Pero, a pesar de la poca distancia, la bala no alcanzó el corpulento objetivo. Se veía la inexperiencia de ella con las armas. Al verse intacto, Scolato no hizo esperar su reacción, sustrajo de adentro de la chaqueta un revólver Ruger 357. En el arma de ella aún quedaba una bala, eso lo sabía yo como seguro lo sabía Scolato. Las intenciones de la mujer eran claras: las de acabar con la vida del asesino. Pero él disparó contra la mujer asestándole un tiro justo en el pecho. Yo actué demasiado tarde para salvarla. En cosa de un parpadeo, cogí la 45 de la sobaquera y, en el momento que la chica giraba su cuerpo y se despeñaba por sobre la baranda y se perdía en el vacío, y Scolato se disponía a atacarme, yo le disparé atinándole tres veces en el pecho. Las detonaciones reverberaron en el aire muchas veces, atrayendo la atención de la gente.

     Land Scolato se derrumbó de inmediato y quedó tendido con una expresión de sorpresa en la cara: con la boca abierta y con los ojos desencajados. Apuntándole todavía, me aproximé y pateé el arma de su mano. Tres profusos ríos de sangre le empaparon el traje café, tiñéndolo de un color rojo oscuro.

     —Snow... —balbuceó, y con frases entre cortadas, intentó reír, y dijo—: Te saliste con... la tuya... Debí matarte... a ti primero. —El pecho se le infló con dificultad, los pulmones se le co­menzaban a llenar de sangre y los labios le temblaron, amo­ratándose como una berenjena. Las palabras le reverberaban por la sangre que brotaba de la boca—. Te veré en... el in­fierno. —Fueron sus últimas palabras antes de blanquear los ojos.

     El viento arrastró el sombrero del gánster por el piso, llevándolo a varios metros y arrojándolo al barranco.

     Me agaché y le tomé el pulso en la carótida para verificar su estado: el hombre yacía muerto. Ahora, ya no aparentaba ser el gran criminal, el terror de muchos, era solo un cadáver más que llenaría un agujero en el cementerio. Vi en los alrededores esperando la intervención de sus inseparables guardaespaldas, pero ninguno de ellos vino en su auxilio.

     —¡Apártense! —le grité a los curiosos que comenzaban a rodear la escena. Otros, se alejaban nerviosos—. Soy detective. No se acerquen... El hombre está muerto —dije para que no me confundieran con un criminal o un terrorista.

     Devolví el arma a la funda mientras caminaba a la orilla del barranco. Vi abajo intentando localizar el cuerpo de la mujer. No lo encontré entre las rocas del fondo, la tierra se lo tragó.

     El bombero rescatista terminó de subir y vino a donde el Teniente Rocco y yo conversábamos. Meneó la cabeza de lado a lado y dijo:


     —Lo siento, Teniente, pero no hay nada en las rocas del fondo. —Y agregó con un buen humor digno de caer mal en situaciones como la mía—. Si alguien cayó por allí, debió irse volando.

     Miré a los ojos de Rocco y el rostro inexpresivo del detective Novac Scord. Dan Spose, entre tanto, se dedicaba a tomar nota, y levantaba la mirada de vez en vez, con una expresión en la cara tan dura como el granito.

     No sabía qué replicar ante la afirmación del rescatista. Pensé en lo difícil de dar una historia creíble.

     Al terminar de contarles todo el cuento de cómo la misteriosa mujer me llamó para citarme en las dos ocasiones: la primera vez, la cita fallida en el Bar del Pescador y la segunda en el lugar de los hechos, y los sucesos que culminaron con la muerte del asesino, me sonó como sacado de una novela. Les conté como el libro secreto en donde Land Scolato registraba los turbios y criminales negocios, había estado en mis manos y... ya no estuvo. ¡Una sarta de mierda increíble de creer!

     Los inquisidores ojos de Novac me escrutaban con dureza, en contraste a la afable de Rocco, pero en los de este último existía un atisbo de incredulidad muy perjudicial para mí.

     —Si creen que sería un idiota para asesinar a sangre fría a Scolato, no me conocen —dije—. Vamos, Rocco, de haber querido hacerlo habría sido más imaginativo para inventar una historia. ¿Crees que inventé lo de la mujer? ¿Quién asesina­ría a alguien delante de testigos, cuando tuve la oportunidad perfecta en otras veces?... Pueden buscar en el registro telefónico, seguramente encontrarán el origen de las llamadas. Pueden comenzar por allí.

     El silencio del teniente significaba que estaba sopesando la situación. Y por su rostro supe que había llegado a una decisión desfavorable para mí.

     —Lo siento, Snow, pero no me queda otra opción —dijo con desazón—. Sabes cómo son las cosas... Habrá una investigación... Mientras tanto...

     —Okey, conozco la rutina. —Di la vuelta con las manos en la nuca. Estaba dispuesto a pasar un par de noches en la cárcel mientras se corroboraba mi historia.

     El Teniente asintió ligeramente con la cabeza y Dan procedió a cogerme una mano y llevarla por atrás de mi espalda para esposarla, tomó la otra e hizo lo mismo.

     —Créeme, Snow, siento hacerte esto —se excusó Dan, aunque percibí una pizca de satisfacción en la manera grosera de aprisionarme con las esposas.

     Estando así me registró cada bolsillo del sobretodo, de los pantalones, alrededor de la cintura, se apoderó de la 45 del arnés y del arma de la tobillera.

     Me recitó mis derechos sobre mantenerme "callado o que todo lo que dijera podría ser usado en mi contra en un juicio", y sobre que tenía derecho a un abogado. Puso la mano en mi hombro y me empujó hasta su coche Ford Taurus, estacionado a pocos metros afuera de la zona acordonada. Aplastó mi sombrero con la mano al meterme en la parte trasera del coche destinada a los delincuentes.

     —¡Oye, ten cuidado con mi sombrero! —le reclamé apartando la cabeza para liberarla del agarre de sus dedos.

     Una vez adentro, me quitó el sombrero apachurrado y lo tiró a mi lado en el asiento.

     Novac subió al área del conductor y emprendimos el retorno a la ciudad, bajo el celaje estrellado de la fría noche.



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