Acto 5

Volví a casa. Me despojé de la chaqueta y los zapatos y me arrojé en el colchón, quedando dormido luego de un par de horas de pensar en la mujer y en las pruebas que afirmaba tener en su poder.

     A la mañana siguiente regresé al despacho. Mis planes continuaban seguir siendo la sombra de Scolato. Yo también tenía contactos en el bajo mundo, mis ojos y oídos y, a veces, mi olfato.

     —¿Ha llamado alguien? —interrogué a Angie, a punto de entrar en la oficina. Yo pensaba en la misteriosa mujer, en que tal vez haya querido comunicarse.

     Angie permanecía sentada detrás de su escritorio, leyendo alguno de sus libros con los que solía pasar el rato, mientras no había cosa mejor que hacer.

     —No, jefe. ¿Esperas una llamada?

     —Probablemente no —dije con desazón.

     Entré al despacho y, considerando que sería uno de esos días de ocio obligado, salí dos horas más tarde para informarme de las nuevas ocurridas en el inframundo del crimen.

     —¿Ya te vas? —se escuchó como un reclamo de parte de mi secretaria.

     —Si alguien busca, llámame. No andaré lejos —fueron mis instrucciones.

     —¿Vendrás pronto? —preguntó resignada.

     —Seguro que sí... En tal caso se me ocurriera pasar a tomarme una copa o tuviera un contratiempo, serás la primera en saberlo.

      Monté en el coche y conduje con destino al Jerry's Bar.

     Jerry Evans, hijo de padre irlandés y madre afroamericana. Lo conocía desde antes de pensar siquiera en abdicar al cuerpo de detectives. Él era mi ventana al mundo delincuencial; sus ojos y oídos veían y escuchaban por mí. Antes de tener el bar, Jerry fue convicto por asalto a mano armada y tentativa de asesinato. Debido a su mala suerte de haber nacido y vivido en uno de los peores barrios de Chicago y de los Estados Unidos, nunca conoció otra vida mejor fuera de las pandillas. Cuando niño, su padre los abandonó a él y a su madre, y a ella apenas le alcanzaba el dinero para alimentar a ambos, a pesar de trabajar en distintos lugares, todos mal pagados.

     Así es como aprendió a desenvolverse en medio de esta selva, a luchar contra todo y todos para sobrevivir. Entonces Jerry Evans comenzó a ganarse sus alimentos vendiendo drogas en la escuela, por lo que fue remitido en varias ocasiones a la correc­cional de menores y expulsado de la escuela por temporadas. No era fácil para un chico considerado ni blanco ni negro ser aceptado por los demás, pues las raíces en el barrio donde creces son tan importantes como la gente con quienes te juntas. Los demás chicos siempre buscaron la manera de apartarlo, rechazarlo y humillarlo por su doble raíz. Fue luego de entrar en la pandilla cuando encontró su lugar. Así lo pensó entonces.

     Aunque nunca hirió de muerte a nadie, aquella vez lo hizo. Un miércoles, tres adultos jóvenes, él entre ellos, ingresaron como a eso de las nueve de la noche al pequeño supermercado de la esquina entre la calle Richmond y Harley. El dueño se llamaba Matt Abraham, un hombre negro que prácticamente les vio crecer. Al hombre de sesenta años no le extrañó verlo entrar porque desde siempre lo hacía, pero le molestó verlo en compañía de aquellos otros dos sujetos con reputaciones de asalta negocios. Los dos tenían la costumbre de entrar y salir de la cárcel, y hasta probaron las mazmorras de la prisión por tres años. Matt y su mujer preten­dieron ignorar la presencia de los tres que, al parecer, solo querían comprar. Cuando los dos únicos clientes reales terminaron las compras y salieron del negocio, Jerry se acercó a la caja registradora llevando un paquete de seis cervezas. Los otros dos fingieron estar interesados en los cigarrillos del mostrador de la caja. Uno de ellos retrocedió a la puerta y la cerró. Los tres sacaron sus pistolas y amenazaron a la pareja de viejos. Matt quiso razonar con ellos, apelando a los recuerdos de la niñez de los ladrones para no ser despojados de los únicos trescientos veinte dólares, recogidos durante todo el día. Sin em­bargo, esto solo hizo enfurecer a los dos delincuentes veteranos. Uno de ellos blandió amenazador la pistola en el rostro de la anciana, profiriendo injurias y jurando matarla si no le entregaban la pasta. Matt sabía que hablaban en serio, entonces abrió la caja registradora, y, en vez de tomar el dinero, cogió el revólver de seis tiros escondido en su interior. El viejo logró atinarle un tiro en el hombro al que le apuntaba a su mu­jer, pero el nerviosismo y la confusión se aprovecharon del miedo de morir de todos, y las balas saltaron de los cañones de las armas. Para buena suerte de uno de ellos su herida en el hombro no era de cuidado; y para mala suerte de dos, del viejo Matt y de Jerry, el hombre viejo tuvo una lesión en el pecho cerca del corazón, causada por el arma de Jerry. Los ladrones veteranos huyeron dejando al muchacho en el supermercado. Al ver lo que había hecho, Jerry se apresuró a llamar una ambulancia y se quedó junto a Matt, arrepentido por lo ocurrido. Felizmente el anciano pudo sanar sus heridas y, tristemente, el joven agre­sor fue condenado a un total de ocho años. Pero se le redujo a seis por haberse quedado y atender al anciano, y porque este no murió. Aunque se le permitió salir con solo cuatro años de la sentencia por buena conducta. El destino de los otros dos fue la prisión por un pe­ríodo mucho mayor. Jerry Evans pasó diez años trabajando como un esclavo, ahorrando cada centavo para poder comprar el bar. Hoy, Jerry, tiene sesenta años.

     El bar está rodeado de lupanares de la peor calaña imaginable, donde hay trata de blancas, con bellas chicas de dudosa edad vendiendo un poco de su amor por unos cuantos dólares en las calles; y hay también un incipiente comercio de estupefacientes que se venden como caramelos bajo las mismas narices de la ciudad. No era así antes el barrio.

     Cerré la puerta del convertible y me dirigí al bar. Un borrachín sucio y mal oliente yacía dormido, tirado en la acera junto a la entrada. Pasé por encima de él displicente a su perdición. El negocio estaba abierto. Jerry me esperaba debido a mi llamada avisándole de mi pronta visita. Su bar era como cualquier otro ubicado en un barrio de la misma calaña: solitario en las horas antes de las cinco de la tarde. Después de las cinco, se abarrotaba de parroquianos, unos para botar el estrés de sus trabajos bebiendo algunas copas de licor; otros para cenar, departir en compañía de amigos, o iban para ahogar toda clase de penas. Pero lo que Jerry no permitía era el negocio de la prostitución o las drogas dentro de su local; y sabía además cuándo servirles la última copa de licor a los clientes, aquella que no le obligara sacar a rastras a nadie.

     —¿Qué tal te va? —dijo Jerry con su voz carrasposa, vestigio de una más potente en sus años jóvenes, dándome una larga mirada desde que entré.

     Yo me senté en la banca delante de la barra, él permanecía del otro lado. Sus lustrosos ojos marrones seguían fijos en mi rostro.

     —Necesito de tu ayuda —dije, arrimándome sobre el mostrador—. ¿Qué sabes de Scolato?

     Él pensó y siguió ordenando en el estante los vasos de vidrio.

     —Dicen en las calles que está retomando los hilos del negocio —aseveró, rascándose el pliegue derecho abajo de la nariz con el pulgar—. Ha sucedido muy poco, relativamente... Y un ex-policía que apareció muerto, pero es un completo misterio por ahora... Pero eso seguramente ya lo sabes —dijo entornando los ojos como un gato mañoso—. Se trata del hombre que ayudó a Scolato a salir de prisión. —Jerry cogió dos tazas regordetas de abajo del mostrador y las dejó arriba, luego tomó la cafetera que permanecía encendida a su derecha sobre el mostrador del fondo, y vertió en las tazas. El vapor brotó del oscuro líquido así como el fuerte aroma a café—. Es muy temprano para las copas —dijo, y deslizó una taza cerca de mí.

     —Escuché de Garren..., de su deceso. Aparte de las noticias de la televisión —dije, bebiendo y dejando la taza en su puesto—, ¿hay alguna novedad de él? Siempre hay algo más..., especulaciones que se dicen. ¿Conoces por casualidad a dos fulanos que se manejan un Plymouth Laser del 90?

     —¿Un Plymouth Laser 90? —Movió las pupilas hacia arriba a la derecha, y luego recorrió con ellas la mesa de la barra. Posó los ojos de nuevo en mi rostro, y dijo—: Investigaré. ¿En dónde lo has visto? No dirás que quieres uno —bromeó—. En cuanto a lo otro, como te he dicho, Snow, lo del policía muerto es un misterio sin resolver —Jerry dio un pequeño sorbo a la taza—. Pero, relativamente, hay algunas especulaciones. A ver cuál te gusta de todas. Algunos dicen que Scolato lo mandó a quemar para que no dijera que fue él quien lo sobornó para dejarlo libre. Alguien más: que lo mandaron a vivir al panteón como una venganza por haberlo liberado. Suena creíble porque dicen que fueron los del Oeste, la competencia de Scolato, quienes no lo querían de vuelta en las calles.

     —No, no congenio mucho con eso —repliqué—. Sería como declarar la guerra. Romper los acuerdos que se traen. Scolato ya habría reaccionado contra ellos, aunque Garren no fuera uno de los suyos, solo por el hecho de haberse colado en el territorio.

     Jerry puso semblante dubitativo, y dijo:

     —Sí, suena bien eso que has dicho. Y puede que sea así porque llevan un par de años sin joderse entre ellos... Pero espera. —Sonrió bajo el espeso bigote negro canoso—. Hay otra teoría más interesante. Se dice mucho que fueron algunos de sus ex camaradas los que se lo cargaron por traidor. Tú, mejor que nadie, sabes que hay algunos polis que toman esto muy en serio y que hacen las cosas fuera de toda ley para llegar a donde quieren —dijo con voz grave y torva—. Si me preguntas, creo que eso podría ser también. A lo peor para Garren, quizá no les simpatizó que hubiera contribuido con un criminal tan importante como Scolato.

     —Bien, tengo que irme. Estaremos en contacto. —Deslicé la mano sobre mi cabello para someterlo bajo el sombrero, y agregué—: Tan pronto sepas algo sobre el coche y cualquier otra cosa, hazme saber.

     Por su expresión corporal y facial me di cuenta que él no había terminado.

     —Quería decirte que... —titubeó un segundo, y to­mando un respiro, dijo—: Andan unos rumores acerca de ti... —Y volvió a titubear como si temiera decir algo ofensivo.

     —¡Habla!, di de qué se trata —lo animé.

     —Bueno, corre la voz que vas tras Scolato. Te han visto persiguiéndolo por diferentes lugares.

     —Como dices, Jerry, solo son rumores.

     Las marcas de sus carrillos se alisaron al empuñar la boca antes de decir:

     —Sabes de sobra que Land Scolato no anda con juegos. Él ya lo sabe también.

     Lo miré a los ojos cetrinos y alicaídos.

     —Quisiera tenerlo de frente, él también sabría que tampoco ando con juegos.

     Di la vuelta para salir del bar.

     —¡Cuídate, Snow! —dijo apurado.

     De regreso a la oficina, vi por el espejuelo retrovisor del parabrisas y observé a dos hombres en el interior de un vehículo. Venían a varios coches de distancia atrás de mí. Para ase­gurarme que el conductor adrede me perseguía, doblé un par de veces por las calles y avenidas, haciéndolo con cuidado de encubrir el propósito verdadero de mis movimientos.

     El sedán Ford Taurus azul negro me había seguido desde que salí del bar de Jerry. Ese tipo de coche me era familiar, sabía quiénes podían ser los dos hombres a bordo. Un par de maniobras de mi parte me dieron la ventaja necesaria para adelantarme lo suficiente, estacionar el convertible y diri­girme a un callejón solitario próximo; dejando al descubierto mi intención de evadirlos. Adentro había un portal ubicado a la derecha con una puerta en el fondo. Ingresé en el portal que me recordaba, más bien, a una cueva poco profunda, anegada de oscuridad. Se trataba de una pequeña bodega, con cajas de madera amontonadas en las paredes.

     Intenté abrir la puerta, pero esta se encontraba cerrada por dentro. Encontré donde agazaparme tras una pila de cajas a mitad del pasadizo. Saqué la escuadra del bolsillo externo de la chaqueta y la mantuve lista, por si me equivocaba en cuanto a los dos sujetos. Siempre llevaba conmigo tres pistolas: la de la sobaquera, la del bolsillo de la chaqueta y la de apoyo en la tobillera.

     Respiré lentamente y aguardé yerto. Sabía que pronto se apare­cerían al ver mi coche estacionado. Y así fue. El primero traía una semiautomática Springfield Armory de 9 mm en la mano derecha; y el que le acompañaba, en la izquierda, una Smith & Wesson del mismo calibre. El de adelante vestía un traje azul negro; el de atrás, gris oscuro. Caminaban con cautela, en silencio, intercalando y pausando las miradas a la izquierda y luego a la derecha. El sujeto del traje azul negro, alto y ba­rrigudo, se detuvo e hizo una seña a su compañero para que se adelantara por el callejón y cubriera el flanco izquierdo, en tanto él se encargaba de la parte alta de las escaleras de emer­gencia y la derecha del callejón. El que mandaba entró en el corredor del portal en donde me ocultaba. Pasó justo a mi lado sin verme. Yo sabía que venía deslumbrado por el cambio de luz a la oscuridad. Sus ojos no estaban adaptados a la oscuridad, pero los míos sí, entonces le tomé por sorpresa. Cuando el hombre pasó, inad­vertido de mi presencia, alargué el brazo desde las sombras del escondite y le puse el arma en la nuca. Al sentir el frío metal del cañón, levantó las manos y se detuvo quedando quieto como una estatua, apenas movió la cabeza hacia mí.

     —Si fuera usted, soltaría la pistola —le amenacé, empujándole la escuadra un poco más para intimidarle—. Ande, no sea tímido. Le aseguro que si se porta bien, no le haré daño.

     El hombre soltó el arma y ésta produjo un sonido sordo en el piso.

     —Deja de joder, Snow. Sabes bien quien soy —dijo con la voz tensa, e intentó bajar los brazos.

     —¡Ha, ha! —le hundí más el cañón—. Todavía no, hasta que me digas por qué me persiguen. No creo que solo quieran saludarme.

     Yo también me descuidé un segundo. Sentí el cañón de una pistola en la parte posterior del cráneo, empujando la parte trasera del sombrero.

     —Baja el arma —dijo con aspereza el otro policía—. No sea que haya un accidente y alguien salga herido.

     Subí los brazos y el detective a mis espaldas se apoderó de mi pistola. Di la vuelta despacio quedando de cara a los dos hombres. El del traje azul recogió su arma, medio la pulsó antes de devolverla a su funda del cinto. Al apartar la chaqueta quedó a la vista, colgada del cinto, la placa del departamento de detectives de Chicago.

     —¿Por qué de esa actitud, Snow? —dijo esbozando una sonrisa agria y sarcástica.

     —Bueno, uno nunca sabe quién viene a nuestras espaldas. Puede ser un asesino —repliqué, bajando las ma­nos—. ¿Si no te importa? —le dije al que me apuntaba. El jefe le indicó con un gesto que no había problema—. Su­pongo que debe ser importante como para haberme seguido por seis cuadras, Novac.

     —Si no te hubieras escabullido de nosotros, esto habría sido algo rutinario. Unas cuantas preguntas —dijo el otro, el del traje gris oscuro—. Creímos que escapabas. —Meneó el arma según desgranaba la última frase.

     —Como ya dije, Dan, uno nunca sabe con certeza quien viene detrás de ti —no sentía ningún gusto de ver sus desagradables rostros, y sabía que tampoco a ellos les agradaba el mío—. No los reconocí sin su viejo auto negro. Aparte que has engordado un poco, Novac, y tú has perdido algo más de cabello, Dan.

     A ambos les efervesció la ira, no por lo que les dije, sino porque era mi persona lo que ellos detestaban. Novac dibujó una mueca que se transformó en una risa.

     —Está bien, Snow. Puedes decir lo que piensas —dijo Novac, acercándose a mí—. Ah, y por simple curiosidad, tal vez quisieras decirnos a dónde estuviste el lunes anterior a las cuatro de la tarde.

     La pregunta se relacionaba con la muerte de Garren Howard.

     —¿Este lunes, a las cuatro? —Yo pensé—. Es sencillo: perseguía a Scolato. Estuve frente a su casa desde las tres p.m. hasta las siete de la noche.

     Era una cuartada que yo no podía probar, pero tampoco ellos podían desacreditar, pues es lógico que en mi trabajo, casi nunca hay testigos de mi presencia. No obstante haber sido descuidado, eso me favorecía por cuanto, si la policía decidía profundizar en la investigación, los testigos afirmarían haberme visto tras Land Scolato tal como lo afirmé.

     —Supongo que tienes testigos que corroboren esa cuartada —farfulló Dan.

     —No. No hay porque hago bien mi trabajo —repliqué confiado—. Si no hay otra pregunta, ¿crees que puedas darme mi arma ahora?

     Novac fijó sus redondos ojos negros en Dan y extendió la manota abierta para que se la diera. Dan se la entregó con algo de renuencia. El agente del traje azul negro la observó por unos segundos y dijo:

     —Si la lleváramos a balística, ¿estás seguro que nada saldría de esta arma? —Sabía que las balas de los asesinos atravesaron el cuerpo de Garren. Sonreí desafiante. Aunque mis balas hubieran matado al ex policía Garren, balística no tenía nada en su poder con que demostrar la culpabilidad de nadie—. Puedes llevártela si tienes una orden a la mano. Pero, solo tal vez, si me la pides de buen modo, puedes revisarla. —Y para fastidiarlo le propuse—: Si consigues la orden, también puedes revisar esta otra. —Extraje de la sobaquera la pistola de apoyo y, aunque llevaba una tercera en la tobillera, esa no tuve la intención de mostrársela pues no convenía darle a conocer todo mi poder de fuego.

     El agente torció la boca con disgusto.

     —Está bien. Quédatelas —contestó, devolviéndome la45—. Pero quiero que sepas que estamos detrás de ti —agregó para no sentirse humilladodel todo.

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