Acto 4
El ruidoso ring del teléfono me despertó. Vi el reloj ubicado junto a la lámpara de pantalla de la mesa de noche, este marcaba las nueve y quince minutos de la mañana. Aun medio dormido —y después de maldecir por despertarme— levanté el auricular y respondí.
—¡Debes venir, y pronto! —dijo la voz apurada y nerviosa de Angie—. Se han metido en el despacho y creo que han robado.
Me senté en el borde de la cama.
—Llego pronto —respondí y colgué.
En minutos, me encontraba con una secretaria ya calmada, dando los pormenores a la policía.
—Todo está revuelto. Tendría que hacer un inventario para saber si falta algo —decía ella.
—Está bien, Miss, cuando tenga la lista de las cosas robadas háganos saber —replicó el oficial que tomaba notas en su libreta.
Reconocí al agente de apariencia abultada y achaparrada.
—¿Y bien, oficial Carl, qué opina? —le interrogué.
—Hola, Snow —replicó el policía sin dejar de escribir, ni apartar su atención de la libreta—. ¿Así que esta es tu oficina? Vaya, vaya parece que ni los ojos fisgones se salvan de los ladrones hoy en día.
Percibí una pizca de burla en el comentario, pero recordé entonces que es parte de su personalidad ser un mentecato.
—Seguro que es por la falta de buenos policías agarrando delincuentes en las calles.
—Eh, hablando de delincuentes en las calles, ¿sabes que Scolato volvió a ellas? —dejó de anotar en el cuadernillo y adoptó un tono serio—. ¿Cómo no lo sabrás? Es una mierda... Lo peor del caso es que uno de los nuestros lo haya dejado libre. ¿Sabes? Aquí hay gato encerrado. Y si me preguntas, Garren se vendió. Pero el muy estúpido ya recibió lo suyo. ¿Sabes que ayer encontraron su cadáver en las afueras de la ciudad? Tenía en el bolsillo cien mil dólares. Quien se lo cargó no iba por el dinero, iba por él.
—¿Hallaron alguna pista? —interrogué.
—Sí, unos cuantos casquillos y las marcas borrosas de unos neumáticos que el sesenta por ciento de la ciudad usa... Y, según tengo entendido, las balas traspasaron su cuerpo y probablemente no las encontremos en medio de esas chatarras. Bueno, la vida es así —frunció la boca—. ¿No te parece, Snow? Bueno, esto es todo. Si recuerdan algo más ya sabes qué hacer. Aunque seguro que tú mismo querrás hacer la investigación. Al parecer es el trabajo de un raterillo por la forma poco profesional como entró. —El policía cerró de golpe la libreta y la guardó en el depósito a un lado del cinturón.
—Lo vi. —El intruso había forzado las cerraduras con una barra.
Los hombres del oficial Carl cogieron sus equipos para tomar huellas dactilares y se fueron.
Recogimos el monitor de la computadora del piso, y otras cosillas tiradas como adornos y retratos. Las gavetas del archivador estaban sacadas y su contenido alborotado o dispersos por el suelo.
—Es extraño que se hayan esforzado tanto para entrar y no se llevaron nada —analizó Angie—. ¿No te parece?
—Tal vez nada era de su gusto o buscaban algo con otro valor —respondí. Luego de reflexionar por unos segundos, le pregunté si había revisado los expedientes.
—No —dijo moviendo los ojos hacia mí—. ¿Supones que él o los ladrones estarían interesados en alguno de nuestros casos?
—Podría ser.
—Pero me tomará algún tiempo revisarlos todos —dijo fastidiada.
—No te preocupes, yo te ayudaré... ¿Para qué estamos los jefes?
El resto de la tarde buscamos en el archivero, cuya cerradura fue violentada por medio de una serie de garrotazos hechos con un cuerpo duro de hierro o bronce, como por ejemplo, la estatuilla de la diosa Minerva cargando un ánfora que durante años adornó el estante, y encontramos a un lado del mueble imitando a la Venus sin brazos.
Terminamos la tediosa tarea de revisar después de un par de horas. Cotejamos todos los expedientes contra la información contenida en el disco duro del ordenador; afortunadamente estaban completos. Angie, cada vez que un caso era cerrado, se encargaba de escanear los informes consistentes en minuciosos diarios de los lugares visitados y las descripciones de los actos realizados por los investigados, como una prueba del trabajo hecho para mis clientes. De este modo determinamos que nada faltaba.
—Gracias a Dios, este fue el último. —Ella se restregó los párpados y estiró los brazos en tanto un bostezo se le escapaba sin querer. Colocó la mano en la boca para contener los demás bostezos y se levantó de la silla puesta a un lado del escritorio. Se sobó la nuca e hizo un par de movimientos de estiramientos para aliviar la tensión. Cogió la carpeta del escritorio y caminó hasta el archivero en donde la depositó. Yo la seguía con la vista. Al percatarse que la observaba, se detuvo y preguntó inocentemente con una tierna inflexión en los labios—: ¿Por qué me miras de ese modo?
—Tienes una pequeña manchita aquí —Le señalé en mi rostro por donde ella lo tenía.
—No me digas que se ha corrido el delineado. —Y se apuró en buscar en su bolso la polvera. Se escrutó en el espejito circular y se sonrió—. No es mucho —dijo aliviada.
Yo reí en mis adentros, recordé cuando la dejé marcharse con unas ojeras de muerte, hechas por el delineado corrido de sus ojos. Aquel día hacía tanto calor que ella se refrescó la cara, envolviendo hielo en un pañuelo que ponía delante del ventilador de mesa. Al derretirse el hielo, las gotas de agua arrojadas por el viento le mojaron el rostro corriéndole el maquillaje. Al marcharse no le quedó tiempo de verse al espejo para repintarse como solía hacer, pues ya se le había hecho tarde. Fue una broma de mi parte el no decirle, una broma que me valió su enojo por varios días. Pero Angie es una mujer inteligente y sensata, y pronto se le pasó. Para contentarla la invité a almorzar en el restaurante de su preferencia. Fue solo una comida entre un jefe y su secretaria. Aunque me salió bastante caro.
Recogimos el desorden. La oficina volvió a su estado de antes de la indeseable visita que terminé considerando como un simple acto vandálico. Aunque pudo ser también la venganza de un cliente insatisfecho o uno de los iracundos investigados atrapado en medio de un acto deshonesto. ¿Qué más daba? Una lección obtuve de esto. Como dijo el oficial Carl: ni los detectives privados nos salvamos de los saqueadores. Entonces, pensé que lo mejor sería reforzar la seguridad con una mejor cerradura y alguna alarma.
Cierto jueves, alrededor de las seis de la tarde, recibí una llamada telefónica en el despacho. Esa vez, Angie se retiró temprano por un asunto personal suyo. Estaba a punto de marcharme a casa cuando el teléfono sonó. Al levantar el auricular, escuché la voz de una mujer.
—¿Oficina de Mr. Snow Barry? —preguntó ella. Era una voz corriente como cualquier otra voz de mujer. Pero lo que me diría después ya no sería corriente.
—Sí, al habla —respondí.
—Necesito hablar urgentemente con usted, es cuestión de vida o muerte —su voz cambió de lo normal a una con tono de urgencia y desesperación.
—¿De vida o muerte? ¿Para quién? —interrogué, suponiendo que pudiera tratarse de una bromista perdiendo mi tiempo—. ¿Para usted? —dije creyendo que la broma se refería a sí misma.
—No, para usted —repuso de inmediato—. Mr. Barry, es su vida la que está en riesgo.
Pensé por un momento si aquella afirmación pudiera ser cierta.
—¿A qué se refiere? ¿Cómo se llama usted?
—No puedo decirle mi nombre de momento, pero debe confiar en mí... Insisto, Mr. Barry, su vida está en peligro.
Vi el reloj de pulsera. Eran las seis y diez.
—Bien —decidí darle un par de minutos a su historia, luego la echaría al cesto de la basura como a otras tantas recibidas. En mi carrera ocurren este tipo de llamadas cada cierto tiempo—. Cuénteme, pero me gustaría que se apure porque tengo otros asuntos más importantes que hacer.
—Está bien. Es sobre Land Scolato —continuó la mujer, desmedrando la voz por la bocina.
El nombre me hizo interesarme un poco por la conversación.
—¿Sí? Bueno. Creo que puedo concederle unos minutos. ¿Qué sabe de él?
—Mucho y lo suficiente para que pueda meterlo el resto de su vida en prisión —afirmó ella—. Sé que él está preparando algo contra usted... Le quiere muerto, y pronto.
—¿Cómo sabe todo eso? ¿Por qué debo creer que es verdad lo que dice? —quería asegurarme que no se trataba de la llamada de una desquiciada que solo quería divertirse a expensas mía—. Todo el mundo sabe lo que ese hombre le hizo a mi familia...
—Como le dije, no puedo hablar mucho por teléfono... Pero le diré algo que no salió en los medios... Esa noche que mataron a su familia, Land, lo hizo junto a tres hombres, uno de ellos, apodado "El Carnicero", pero su nombre real usted lo conoce. Se llama...
—¡Ford! —dije, agravando la voz.
—Sí. Ford Smill. Es un asesino brutal y merece morir... Mr. Barry, yo le puedo proporcionar evidencia de todos los crímenes que han cometido desde hace 15 años. Todas las extorciones, las fechas de las entradas de la droga y los asesinatos cometidos, y la gente a quienes él ha sobornado: policías y otros funcionarios.
—Está bien. ¿Qué propone? —le pregunté interesado.
—Vernos mañana por la tarde. Hay un bar en la avenida Euclid y calle Broadway, al sur de la ciudad.
—Sí, conozco el lugar, es el "Bar del Pescador".
—Sí, lo veré allí. Sin falta a las 6 de la tarde. Llevaré un blusón azul. Por favor, no falte. —Ella sonaba nerviosa—. Si saben que hablé con usted, también me matarán.
—¿Cómo dijo que se llama? —insistí en que me revelara su nombre.
—Susan... Y no insista en preguntar más... No puedo decirle por teléfono. Mañana, Mr. Snow. Mañana.
La mujer colgó de súbito.
Los fuertes vientos de 50 km por hora de la célebre ciudad hacían vibrar el capote de lona del convertible Chevrolet Bel Air. Conducía por la Avenida Euclid, rumbo a la cita con la misteriosa mujer en el "Bar del Pescador", nombre irónico si considerábamos su distancia a la costa del gran lago y que se apartaba de ser solo un bar, se trataba de una casa de juegos encubierta. El Bar del Pescador siempre ha sido un punto de reunión de toda clase de gente de mal vivir, y de personas particulares que en ocasiones convergían allí sin saber en dónde se metían.
Luego de la información proporcionada tenía ahora pocas dudas de su veracidad. Así como lo afirmó la misteriosa mujer, en ningún noticiario se mencionó el nombre del hampón que yo conocía y que ella parecía conocer también, como uno de los implicados en el asesinato de mi esposa y mis hijos. Nunca se mencionó públicamente su nombre porque el hombre tenía una firme cuartada, y para no entorpecer las investigaciones. Cuando Scolato fue atrapado no mencionó cómplices, puesto que siempre sostuvo su inocencia, y las pruebas lo incriminaban a él. Lo que yo no lograba entender era por qué tardó tanto tiempo en salir de prisión, teniendo el poder y los recursos. Puedo especular que no encontraban la manera de llegar hasta Garren, o cualquier otro, para sobornarle o amenazarle. Tal vez un momento de avaricia del agente fue suficiente para caer en sus garras, y ellos supieron hacerlo bien. Pero ¿quién vende su alma al diablo solo por cien mil dólares cuando pudo pedir mucho más?
Desde hace años que Scolato dominaba la parte Este de Chicago, y cometía crímenes atroces que nunca se le pudieron comprobar. El terror infundido por sus secuaces en el bajo mundo le proporcionaba un ámbito de impunidad. Nunca nadie vio o escuchó nada, nunca hubo testigos. Contaba con una serie de abogados y contadores que encubrían sus turbios negocios con otros legales, con los cuales justificaba su peculio. Es decir, siempre tenía la manera para borrar todo rastro que nos condujera a él.
A sazón de una hora llegué a la dirección señalada.
Desde el pequeño estacionamiento se podían ver las dos puertas de vidrio fusco que formaban la entrada del bar. Persianas americanas de láminas cafés impedían el contacto visual con el lúgubre mundo circundante, o evitaban las miradas curiosas e indeseables de afuera. El salón es un amplio recinto en penumbras en donde, en ciertos puntos del techo, lámparas con apariencias de sombreros chinos pendían emitiendo una luz tenue colorada. El único sitio mejor alumbrado es la barra, bañada por una luz cuyo halo se intensificaba de un tenue celeste a un blanco intenso a medida que uno se acercaba. En las paredes y los pilares cuadrados habían pegadas otras lamparillas de gráciles luces amarillentas. El aire viciado estaba inundado de olores de licor y tabaco y ligeras nubes de humo plomizo de cigarrillo. Rumbo a la barra pasé entre las mesas y sillas de metal y madera, ocupadas por los pocos parroquianos concurrentes a estas tempranas horas. Miraba en dirección de las visitas femeninas, procurando reconocer a la mujer por el atuendo convenido: un blusón azul. Me senté en una de las bancas de la barra desde donde podía observar la entrada y la mayor parte del salón.
Le hice una seña al barman. Este, con su característico mandil, se acercó.
—Un whisky en las rocas —le dije.
—¿Alguna marca en especial: J&B, Crown Royal, Grant's, Jameson, Chivas...?
—Cualquiera... No, espere. Un J&B.
El hombre de edad mediana, de treinta o treinta y cinco años, de barba y bigote castaños recortados a modo de candado, sacó un vaso corto y sirvió la bebida alcohólica en él desde una botella a medio vaciar.
Mientras bebía despacio, miraba a la concurrencia. La oscuridad me impedía verlo todo, y la combinación de las luces engañaba la vista al mimetizar el color real de las ropas con otros. Como fuera, la mujer sí me conocía; yo estaba en desventaja en ese sentido. Concluí que ella no se encontraba en el lugar todavía. Di un vistazo al reloj de pulsera, aún faltaban unos minutos para las seis. Pero los minutos transcurrieron. Así la primera hora y tres vasos de licor se consumaron.
—¿No vino? —dijo el barman, frotando el interior de una copa de cristal con un trapo, sin quitar los ojos de él. Moví la vista hacia el hombre—. ¿No vino a quien espera? —se encargó de dejar más clara la pregunta.
—¿Cómo sabe que espero a alguien?
—Bueno, no ha venido solo a beber —replicó—. Ha pasado una hora y únicamente ha bebido tres vasos. —El hombre volteó la cabeza para verme—. No recuerdo haberlo visto por aquí antes —agregó.
Apoyé los codos en la barra y le dije:
—¿Conoce a todos los que vienen? —Cogí el vaso y absorbí un trago; me quedé con el vaso en la mano esperando la respuesta.
El hombre calló unos segundos, pero pronto dejó escuchar su voz de nuevo.
—Tal vez —replicó con un tono evasivo, a lo mejor sopesando si debía charlar conmigo. Y dijo, vacilante—: ¿No será policía usted?
Dibujé una sórdida sonrisa.
Decanté el contenido del vaso y repliqué:
—¿Tengo cara de policía?
El hombre vaciló.
—Creo que no —dijo, volviendo a los vasos y el paño.
Si la mujer seleccionó este bar para nuestro encuentro es porque debió parecerle confiable, pensé.
Entraronpor la puerta de vidrio una pareja, un hombre más alto por dos cuartas que lamujer que le acompañaba, y buscaron un espacio vacío y solitario y se acomodaronen un rincón dentro de la penumbra. Había alguien que atendía en las mesas alos clientes, una mesera de aspecto delgaducho con una blusa floreada con fondonegro ajustada a sus líneas, de mangas hasta un poco por debajo de los codos yuna falda corta, negra, pegada a las caderas y muslos; sus calzados negros detacón de punta estiraban su altura por unos diez centímetros. Tras cruzaralgunas palabras, la pareja se puso de pie y se movió a una puerta angosta ocreubicada detrás de una cortina de gamuza roja brillante, dispuesta en una de lasesquinas del bar. Un hombre alto con aspecto de gorila vestido de traje y cabellos largos recogidos con unacola, permanecía sentado a la par custodiándola, se puso de pie y hablópor unos segundos con el hombre acompañante de la mujer; luego, abrió la puerta y la cerró tan pronto la pareja ingresó. En los siguientes minutos que estuve,salieron y entraron hombres y mujeres al bar, y por la angosta puertasolo algunos fueron admitidos; pero ni un rastro de la mujer con el blusónazul. Comenzaba a creer que, si bien no había sido un subterfugio de lamisteriosa mujer para hacerme llegar, algo malo debió sucederle. Dejé unbillete de veinte dólares en el mostrador y me largué.
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