Acto 3
La oficina, como era lo habitual, permanecía solitaria, únicamente la presencia de Angie rompía la soledad del lugar a esa hora de la mañana. Durante el transcurso del día, si era un buen día, algún cliente se presentaría; o para salvarlo de la cruda monotonía de un día tedioso de hacer nada, la repentina presencia de algún viejo camarada invitándome a departir unas copas en el bar.
Angie venía a las nueve de la mañana, su hora de entrada a la pequeña oficina ubicada en la tercera planta del edificio Sherwood. Ella se tomaba su tiempo para limpiar el polvo y recoger los papeles que yo dejaba desordenados en mi escritorio la noche anterior; vaciaba el cenicero, acomodaba el pisapapeles y las demás cosas en su sitio. Cuando yo llegaba una hora más tarde, encontraba el lugar pulcro y ordenado.
Como mencioné antes, a veces venían casos que sabía aprovechar para obtener jugosos emolumentos por mis servicios en cosas simples como fisgonear parejas infieles, en muchas veces, contratado por hombres o mujeres acaudalados. En uno de esos casos, para variar un poco, un hombre me contrató para seguir las huellas de su amante. Bien, esos dineros servían para mantener mi negocio a flote durante las vacas flacas, en que transcurrían días y semanas sin que un solo cliente asomara la nariz.
Era un jueves por la mañana, como a eso de las doce menos un cuarto, cuando Angie recibió una llamada a través del conmutador.
—Snow, es Samuel, dice que enciendas la televisión en el canal siete —dijo alzando la voz desde su estación afuera de mi cubil.
Encendí la televisión con el telemando. Se desarrollaba una noticia en vivo.
—«¿Qué siente luego de haber pasado cinco años en prisión y estar ahora libre?» —dijo la reportera acercándole el micrófono inalámbrico al hombre embutido de carnes y alto de estatura, vestido con un traje carísimo.
Una multitud de periodistas se agolpaban a su alrededor tratando de obtener las primeras declaraciones del ex convicto, escoltado por policías metropolitanos.
El hombre se detuvo un momento. Probablemente porque le pareció buena la pregunta, o fue la única que alcanzó a escuchar en medio de la algarabía o porque la trigueña mujer le pareció bella, él quiso responder. Todos los demás micrófonos, grabadoras y celulares se concentraron en la respuesta.
—«Diez millones. Sí, diez millones le costará a la ciudad esta injusticia —respondió indignado el corpulento hombre frunciendo el ceño; pero, luego de estas primeras palabras, relajó las facciones y dijo de una forma más moderada—: Pero le diré a mis abogados que retiren la demanda. Quiero comenzar mi nueva libertad demostrando mi buena voluntad a la ciudad. Que no hay rencores de mi parte. Mis negocios siempre han sido lícitos y honestos... Quizá, uno que otro mal entendido con las autoridades, pero ¿quién no los ha tenido?» —Y mostró una mueca que semejaba una rudimentaria sonrisa.
El hombre con la apariencia de un magnate hizo a un lado con la mano el micrófono y prosiguió su camino. Las cámaras de los reporteros le siguieron gradas abajo, tratando de obtener la mejor toma. El hombre se introdujo en un lujoso vehículo negro que le esperaba y se marchó, abandonando rápidamente el edificio de la corte.
—Así que quedó en libertad —dijo Angie con el mal sabor de haber presenciado una injusticia—. Lo lamento, Barry.
Ella quiso colocar su mano en mi hombro dejándolo solo como una intención.
Apgué el aparato y callé por un momento, momento en que ella no hizo a un lado su mirada de mí.
—A veces se gana..., y otras no —le dije, tirando el telemando en el escritorio.
Traté de ser poco expresivo, quería guardarme mis conclusiones y mis sentimientos. Llevé mi mano derecha apuñada a mi boca; quería meditar. Angie tuvo a bien dejarme a solas; me conocía lo suficiente y sabía que quería asimilar la situación. Me quedé meditabundo sentado en la pequeña silla giratoria con los pies sobre el escritorio. De suerte que en el resto del día nadie llegó, así que, por esta vez, me fui antes que mi secretaria.
—¿Quieres que haga algo? —preguntó ella.
—Solo cierra y vete a casa. Mañana será otro día —le dije mientras me ponía la gabardina negra y el sombrero de fieltro y me retiraba. Angie se limitó a verme, con una apagada sonrisa de despedida.
Conducía el coche con la idea de volver a casa, sin embargo, no lo hice. Me quedé frente al portón de la mansión de Land Scolato, quizá por un par de horas, mientras me acababa la botella de whisky sentado delante del timón, mirando como pasaba el tiempo, mirando con impotencia y con oscuros pensamientos de venganza llenándome la cabeza. Debí llegar a media botella cuando me quedé dormido. Eran como las nueve de la noche —tres horas más tarde— cuando desperté y proseguí la ruta a casa, para no amanecer allí.
Me arrojé en la cama con la botella como compañía. Seguía bebiendo para olvidar el pasado, pero la ira que sentía, y creía reprimida, se apoderó de mi mente y mi conciencia otra vez. Entonces tomé más y más hasta que el alcohol me noqueó.
La casa estaba a oscuras. Oprimí dos veces el interruptor de la luz, pero la negrura siguió imperando. Caminé a tientas, rozándome con los muebles de la sala de estar. De pronto mis pies percibieron algo diferente, como una humedad, un líquido derramado en la alfombra. Al deslizar los dedos por el tapete, encontré que se trataba de un líquido viscoso, y por su olor inconfundible era sangre. Me desesperé, presentí lo peor. Entonces saqué el revólver de la funda y seguí palpando la alfombra hasta llegar al origen, y toqué un cuerpo tendido boca abajo. Sabía que se trataba de Helen, mi esposa. Su rostro ya había perdido su calor. Tenía su cabello enmarañado, hecho un amasijo sanguinolento. Aterrorizado, corrí por las gradas hasta la segunda planta donde mis hijos dormían. Las puertas de las dos habitaciones contiguas permanecían abiertas, no habían sido violentadas. Entré en el cuarto del niño, en el de John, mi hijo de ocho años. Estrujé su cuerpo sin vida contra mi pecho, tratando de contener la fuerte emoción que me embargaba y que, al final, no pude evitar al encontrar en igual circunstancia a mi hija de dieciséis, tirada a un lado de la cama de John. Ambos estaban acribillados con armas de fuego.
—¡Lo siento, Barry! —dijo Thomas Rocco, teniente a cargo del departamento de investigación. Puso su mano en mi hombro. El hombre permanecía embutido en su sobretodo gris oscuro. Un espeso vaho salía de su boca al hablar y se ahogaba en la frialdad de la noche.
Vi en silencio como el equipo del forense sacaba los cuerpos en las camillas rodantes, enfundados con bolsas negras para cadáveres, y los introducían en las ambulancias de aspectos fúnebres. En ese instante, Harry Williams, del laboratorio de criminología, se acercó; traía en la mano una pequeña bolsa de plástico sellada y marcada como prueba #1.
—Tenemos una pista —dijo mostrándonos una colilla de cigarro encontrada en la escena del crimen—. Son una marca muy exclusiva. Son contados los que pueden darse este lujo. ¿No son de los mismos que fuma Land Scolato? Si encontramos su ADN aquí, será nuestro. Y hay ocho casquillos de al menos tres calibres diferentes. Lo que hace suponer que hubo un mínimo de tres agresores. —Al verme en mal estado y que no me encontraba para sacar conclusiones o escuchar los pormenores, se disculpó por su falta de tacto, dio la vuelta y se alejó.
—¿Tienes a dónde pasar la noche? —me interrogó el teniente Rocco—. Puedes quedarte en mi casa... Mañana puedes dar tu declaración.
—Te agradezco, Thom —respondí. La ambulancia del forense abandonaba la escena pintando la noche de azul y rojo—. Iré con una familiar —dije.
Los vecinos curiosos permanecían en las puertas de sus casas, envueltos en batas y abrigos gruesos debido al hielo que hacía.
Los de investigación acordonaron con la cinta amarilla la entrada de la casa y así permanecería el tiempo que las experticias duraran.
El laboratorio concluyó que los asesinos usaron pistolas de diferente tipo con silenciadores, pues nadie reportó haber escuchado disparos. En las semanas posteriores, tras los análisis de ADN, de la única prueba, se demostró que le pertenecía a Land Scolato. La muestra fue comparada con una que meses antes había sido obtenida a partir de una copa de vino del Italian Restaurant, lugar visitado por el gánster. En un garrafal descuido, el rey del narcotráfico del Este de Chicago, dejó lo necesario para ser inculpado. Alrededor de veinte muertes debido a la guerra por el control del territorio se le atribuían directamente al jefe contrabandista. Era sabido por todos que, Land Scolato, prefería llevar él mismo las ejecuciones o, al menos, estar presente en esos momentos. Había corrido el rumor por las calles del bajo mundo que la familia de un policía sería exterminada, como represalia por el hostigamiento de las fuerzas policíacas; en concreto, una familia por semana de los detectives del Departamento del Crimen Organizado. Pero nadie daría cuenta de estos rumores porque todos temían al poder de Land Scolato, y sabían que, de hacerlo, acabarían como peces en el fondo de alguna cisterna con agua, arrollados en una solitaria calle, o terminarían como queso suizo con decenas de agujeros dentro del cofre de un auto abandonado, como había sucedido en otras veces. Sabían además que las amenazas de Land Scolato debían tomarse muy en serio, y que no existía escapatoria a sus tentáculos.
Debí entender que el hombre cumpliría su palabra, nunca creí que se atrevería atentar contra la familia de un policía, mi familia.
A pesar que sabía en dónde encontrarlo, tomé la determinación de dejar todo en manos de la justicia, y la justicia cumplió con su tarea esta vez. Luego de seis meses de proceso, Land Scolato fue condenado a pasar el resto de su vida en prisión, sin posibilidad de salir bajo palabra. Él siempre sostuvo su inocencia, pero yo sabía que mentía.
Escuché un grito en la noche, era mi propio grito. Me desperté, me erguí con la respiración agitada haciendo que resbalara de la cama la botella vacía de whisky, pero esta no se rompió al caer en el tapete y rodó bajo la cama. Pasé la mano por la frente, mojándola con el frío sudor. Mi corazón latía a más de cien por minuto por la pesadilla, que durante los últimos cinco años me atormentaba despertándome en medio de alguna noche. No podía quitarme de la mente la imagen de Helen, mi mujer, y de mis hijos muriendo a manos de los brutales asesinos de Scolato, como si todo hubiese ocurrido delante de mí.
A pesar que la ley lo llevó tras las rejas, todo dio marcha en reversa cuando, hace unos meses, un agente de la fuerza admitió haber plantado evidencia incriminatoria en contra del traficante. Durante el nuevo proceso de revisión y apelación, el agente Garren Howard declaró haber obtenido la colilla de cigarro de manos de un enmascarado que lo amenazó para dejarlo en la escena del crimen luego de los homicidios. El extraño lo encañonó y coaccionó al mostrarle las fotos de su familia, y le dijo además, que sabían en dónde encontrarlos en todo momento, pues las fotos así lo demostraban, y que no debía de tratar de sacarlos de la ciudad, de lo contrario morirían en el acto. Ante esta presión, el agente decidió silenciar antes que poner en riesgo a su familia. "Lo que me sucedió a mí, pudo haberle pasado también a él", según sus propias palabras. Años más tarde, en una redada de pandilleros, uno de ellos le dijo que sabía quién era el extraño que le amenazó aquella vez y que le revelaría su nombre a cambio de su libertad. Aunque el pandillero no se salió con la suya, llegó a un arreglo con la fiscalía para obtener una reducción de la condena por cooperar. En el intento de captura, sin embargo, el extraño cuyo nombre era Wayne Johnson, un pistolero originario de Nueva Jersey, resultó muerto y la amenaza que pesaba sobre la familia del policía se disipó. Fue entonces que el oficial rompió el silencio y le contó a su mujer lo sucedido. Por un raro desborde de conciencia, Howard, confesó ante la justicia su crimen: "sembrar pruebas incriminatorias", dando origen al proceso de excarcelación de Scolato al no tenerse más evidencias en su contra. El oficial Howard fue dado de baja sin el derecho a la pensión. Debido a los atenuantes, solo cumpliría una condena de seis meses de trabajo comunitario.
Contrario a las declaraciones de Howard, yo sabía que mentía. La versión oficial es que había sido una pandilla antagónica a la de Landa Scolato la autora del crimen de mi familia. Pero mis instintos me dicen que Scolato es el asesino y que, de una manera u otra, pagará por lo que ha hecho sea por la justicia o por mi mano.
He perseguido como una sombra al asesino y al ex policía Howard, en espera de algún contacto entre ellos. Hasta ahora nada se ha dado, pero soy paciente. Hace tres días, Angie me llamó al celular preguntándome por qué no he llegado al despacho; le he respondido que quise tomarme unos días de descanso. No obstante, ella no es una torpe y estoy seguro que sabe que algo tramo, pero no se atreve a preguntar. Lo detecto por el tono peculiar de su voz aun a través del celular. Por ese tono dubitativo cuando dice "Ah", al final de alguna explicación mía que no le ha parecido tan verídica.
Cuatro días después de la liberación de Land Scolato, perseguí en coche a Garren Howard por casi cinco kilómetros, desde su casa hasta un sitio en los suburbios del noreste de la ciudad. Éste se detuvo en un terreno baldío rodeado por un alto valladar de madera de pino. Oculté el convertible en una calleja secundaria y tomé la cámara digital para después perseguirlo a pie por los corredores formados por las cercas. Me moví despacio a una distancia prudente para no ser detectado por el ex policía. A cada tantos metros un recodo me permitía detenerme y quedar oculto, y continuar la persecución luego de que este cruzara en la siguiente esquina. Minutos después me encontré en campo abierto. El sitio era un botadero de chatarras de aparatos eléctricos, acumulados en montañas de casi dos metros de altura y varios de envergadura. Garren avanzó a un lugar descubierto polvoso. Así que alisté la cámara digital y esperé detrás de un promontorio. Él se quedó de pie en medio del claro de tierra blanca. Parecía esperar a alguien. Cinco minutos más tarde, un coche Plymouth Laser azul con rojo paró a pocos metros del ex policía. Dos sujetos, uno de ellos vestido con chamarra de cuero azul, pantalones vaquero desteñido, barbudo y escaso de cabellos descendió del área del conductor; y un segundo, de cabellos largos, pantalones vaquero negros y camisa mangas largas a cuadros, bajó del asiento del acompañante. El que descendió del área del conductor se aproximó al ex policía, mientras el otro se arrimó en la puerta del vehículo. Al estar frente a frente, Garren y el sujeto, intercambiaron palabras inaudibles desde mi posición. Apunté mi cámara y obtuve algunas fotos de los tres hombres y del coche. Sin embargo la placa estaba oculta tras un matorral. El hombre de escaso cabellos le entregó un sobre bastante gordo. Yo hice un acercamiento y enfoqué el sobre; por lo visto, y por mi experiencia, debía estar lleno de billetes. Garren lo cogió, dio un rápido vistazo al contenido y lo echó en el interior de su chamarra marrón quemado. Volvieron a cruzar palabras y el hombre del Plymouth Laser giró para volver al coche. Garren le dio la espalda. Inesperadamente, el que se había quedado arrimado en la puerta del auto extrajo de atrás de su cinturón un arma, apuntó y disparó sobre el ex policía. Las balas entraron por la espalda y salieron por el pecho y lo derribaron de boca al piso. Yo salté de mi escondite con 45 y cámara en mano, y disparé sobre el hombre de cabellos largos. Los proyectiles agujeraron el parabrisas del coche dejando fracturas con forma de pequeñas telarañas. El que retornaba al auto giró hacia mí y quedó tieso como un troco, en tanto su cómplice me devolvía los tiros, que impactaron en las chatarras o se fueron de largo.
—¡Tiene una cámara! ¡Mátalo! —gritó haciendo el ademán de sacar un arma.
Me arrojé tras la pila de chatarras, golpeando la cámara contra algo; esta voló y se perdió de vista.
En ese momento yo tenía mejor ventaja pues los altos promontorios de metal me protegían, pero me resultaba incómodo disparar con la mano izquierda.
No tenían pensado quedarse para averiguar quién era yo, así, subieron al coche y se dieron a la fuga. El vehículo rojo dio un rápido giro en una U cerrada y se fue por donde había venido, levantando una ola de tierra y una profusa estela de polvo con las ruedas traseras. Salí del escondite disparando pero los hombres ya estaban lejos para poder atinarles, o ellos a mí. Fui donde el herido, este agonizaba. Le levanté la cabeza tratando de acomodarlo.
—¿Quiénes eran, Garren? —le interrogué, pero el hombre apenas podía hablar. De su garganta salía un sonido de gorgoteo, como agua hirviendo; enseguida arrojó sangre por la boca y nariz—. ¿Son hombres de Scolato? —interrogué de nuevo.
Garren entornó los ojos y dejó de respirar. Su cabeza cayó de lado y su cuerpo se puso flácido. Deposité el cadáver en el suelo y limpié la tierra de mi chaqueta. «¡Pobre infeliz, aquí está tu paga!», pensé. Enfundé la escuadra en el estuche abajo de la chaqueta y recogí la cámara digital que permanecía hundida en un armatoste de lata con agua estancada, verdosa y mal oliente. La sequé con el pañuelo y le quité la suciedad adherida. Al intentar encenderla, descubrí que no resistió el agua. Mil quinientos dólares tirados a la basura, y las fotos, importante evidencia, perdidas para siempre. Aunque existía la posibilidad de que Sam MacNamara pudiera rescatar la información.
Me tomé mi tiempo para levantar los cartuchos de mi arma y barrer las huellas de mis zapatos con un arbustillo que arranqué y tiré al otro lado de una cerca. Es mucha la información que pueden encontrar los chicos del laboratorio de criminología, partiendo de cosas tan insignificantes como un cabello o una pequeña mota.
No era tan cruel como para dejar abandonado aquel cuerpo en medio de la basura, a merced de los hambrientos perros. De regreso a la urbe paré en un teléfono público y llamé a la policía. Les dije que era un ciudadano que no quería dar mi nombre y que había escuchado unos disparos y visto un cadáver; les di la localización del lugar. Dije que no quería involucrarme y dar declaraciones de lo ocurrido, deseaba que mi nombre no fuera mencionado en los medios, y colgué.
Subí a mi apartamento.
Bajo la regadera recordaba lo recién sucedido. Dentro de la cabeza daban vueltas mis pensamientos. Los hombres, siguiendo las órdenes de Land Scolato, lo mataron para evitar que algún día pudiera hablar. Pasé las manos en mi cabeza recogiéndome el cabello hacia atrás. Abrí la válvula al máximo y apoyé las manos en la pared y dejé que el agua me golpeara en la nuca y la espalda. El agua caía por mi columna como una vertiginosa cascada y se arremolinaba en el tragante.
Envuelto con la bata, fui a la cocina y eché en la taza el café, que unos minutos antes dejé en la hornilla de la cocina. Pero no quería beber eso, así que lo tiré al fregadero. Mis pensamientos seguían dando vueltas en torno al hampón. Sabía que él había comprado a Garren para que declarara a su favor, para que se echara la culpa sobre la falsa evidencia. Sabía que toda la historia contada por Howard era una vil mentira para quedarse con buena pasta. Era la única forma de evadir la justicia por parte de Land.
Estando recostado en la cama, observé la botella de whisky dejada en la cómoda la noche anterior, conservaba un par de tragos todavía. Me erguí sobre la cama para alcanzarla; una vez en mi poder, me apoyé en la cabecera con la intención de terminarme el contenido. Desenrosqué la tapadera de latón dorado, y contemplé el transparente contenido una vez más. Acerqué la boquilla a mi nariz y percibí su dulce aroma. Podía saborear el líquido, sentir desde antes su fuego en la garganta y quemarme el estómago. Pero me contuve, así, enrosqué la tapadera. Le sonreí y luego de darle mi adiós, mil fragmentos de cristal se esparcieron por el piso. El líquido etílico dibujó una deforme estrella en el muro enfrente de la cama.
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