Acto 20

A las ocho menos un cuarto, volvíamos al hotel. Angie, visiblemente agotada, solo habló en todo el camino de darse un larguísimo baño de burbujas, pero se le olvidó que en el modesto apartamento del hotel no había tina. Tendría que conformarse con darse un largo baño bajo la regadera. Decepcionada así lo hizo.

     —Lo siento, cariño —dijo entornando los ojos y con la voz soñolienta—, pero solo tengo ojos para esta reconfortante cama. ¿Comprendes, verdad?

     —Claro, Angie. Duerme —repliqué, pasando la mano por su frente, apartando los mechones que la cubrían—. Anda, duerme.

     Casi de inmediato se quedó dormida como un bebé. Me levanté de la cama y me dirigí a la pequeña mesa de la cocina. Yo sabía que el plan de entrar al Penthouse de Xavier Ventura era algo de locos por lo arriesgado que resultaba. Era un plan suicida.

     La única confesión aceptada por la corte sería una hecha sin ningún tipo de coacción; y la única forma de obtenerla debía ser dentro de los dominios del hampón. Pero ir yo solo significaba una probabilidad ínfima de éxito. Debía tener un apoyo logístico mayor, pues en cada pasillo del casino y del hotel la vigilancia era fuerte, con hombres armados y con dispositivos de seguridad. Casi todos mis amigos estaban jubilados y no tenían experiencia en infiltraciones encubiertas. El único que podía ayudar, y que de hecho lo haría, estaría a varios cientos de metros afuera del casino dándome instrucciones por una radio.

     Concluía una llamada en el móvil cuando Angie se acercó a mí.

     —¿Estás despierta? —dije, guardando a hurtadillas el móvil en el pantalón.

     —¿Qué hora es? —preguntó soñolienta, haciéndose los cabellos para atrás con los dedos.

     Miré el reloj de puño.

     —Dos de la madrugada —respondí—. Ven, toma un poco de café.

     Moví la silla mi lado para que ella se sentara. Ella se sentó. Vertí un poco de café en una de las tazas que, por costumbre, suelo mantener invertidas en la mesa para tomarlas de emergencia. Ella cogió la taza entre sus manos y dio un pequeño sorbo.

     —¿No has dormido, Snow? —preguntó, dejando la taza en la mesa pero sin apartar sus manos de ella.

     —Entré al Janeiro's Night Club —dije.

     —¿En serio? Cuéntame lo que pasó. ¿Pudiste hacer lo que querías?

     —No del todo. Resulta que no es como llegar y hacer una entrevista —lo que dije sonó sarcástico—. Lo siento, es que tengo los sentidos algo embotados... —Ella me vio con una tierna mirada—. Samuel me ayudó con lo de la entrada. Hay mucha vigilancia adentro, tal y como me lo esperaba...Vi a nuestros amigos Xavier y Lucía juntos. Pero hay buenas noticias: Sam logró coger la señal de una de las cámaras del corredor. —Ante su desconcierto, decidí explicarle mejor el asunto—. Lo que quiero decir es que podemos jaquear la transmisión de la cámara de vídeo y entrar sin ser vistos hasta la madriguera de Xavier.

     —Sé lo que quieres decir... Pero, ¿qué sigue después? Digamos que logras llegar hasta Xavier, ¿qué va a pasar después?

     Como sabía que ella mostraría resistencia a lo que tenía en mente y perdería la cabeza por mí, le dije que aún no tenía definido ni afinado el resto del plan, que debía tomar en cuenta los nuevos elementos del club. No tenía caso estresarla más de la cuenta, o peor aún, que se le antojara ser parte de mi locura y quisiera entrar conmigo.

     Angie bostezó cubriéndose la boca con la mano como solía hacerlo.

     —Ve a dormir —dije.

     —Sí, tengo sueño. Es que el café me da sueño —explicó con la voz cambiada por un bostezo. Se levantó de la silla y cuando iba detrás de mí para regresar a la habitación, colocó su mano derecha en mi hombro—. ¿Vendrás a dormir? —interrogó abrazándome con cariño por el cuello.

     Cubrí su mano con la mía y le respondí que pronto.

     Subía por la fosa de la escalera de emergencia, bajo el influjo siniestro de unas luces color sangre. Pronto llegaría al piso del Penthouse de Xavier. Al final de la escalinata había una puerta de servicio. Tiré la manija y la hoja de metal plomizo se abrió muda como la tapa de un ataúd. Un largo corredor alfombrado se extendía solitario por delante. La puerta color vino era la única en el corredor. Las farolas de la pared iluminaban tímidamente el camino. En el fondo del pasillo, una cámara de vigilancia monitoreaba el sitio. Desenfundé el arma y apunté a la cámara. Un par de tiros acabaron con el aparato, dejando sus tripas electrónicas colgadas del techo. Me dirigí a la puerta color vino cuya cerradura estaba abierta; la empujé suavemente, y entré al cuarto con la misma cautela de un es­pectro.

     Mi respiración está agitada, sé que Xavier Ventura perma­nece allí dentro junto con media docena de sicarios que le cuidan las espaldas. El recibidor también está deshabitado. Yo no sospecho nada, no sospecho que pueda tratarse de una trampa, de una emboscada. Una puerta más se encuentra de­lante de mí, es la que da acceso a la oficina del narcotraficante. Camino en silencio hasta ella; lo único que escucho es mi respiración lenta y forzada. La mano con la que cojo la pistola me suda; entonces, reacomodo la empuñadura de la 38 en la palma, estiro los dedos engarrotados procurando relajarlos. Amartillo el arma. Se oye su clic. El índice que va entre la guarda y el gatillo está listo para disparar. Con la otra mano giro el picaporte, y empello la puerta que se desliza abriéndose del todo en silencio. La habitación está iluminada. Por los ventanales penetra una intensa luz pues las cortinas púrpuras que llegan al piso están corridas a los lados. Miro el entorno, y observo a cinco hombres flanqueando un escritorio grande y lustroso. Atrás del mismo, un hombre de pie, trajeado de casimir da la espalda; se ríe sonoramente y dice en tanto se voltea:

     —Pero si es mi viejo amigo Snow Barry.

     Al darse la vuelta, su rostro me llena de odio y amargura, es Land Scolato y está vivo.

     —Estás muerto. Yo te maté —dije apretando la cacha.

     Los hombres hacen ademanes de desenfundar las armas, pero se quedan inmóviles al amenazarles con matar a su jefe si apenas asoman las pistolas. Scolato realiza un ademán con la mano y los hombres devuelven nerviosos las armas a sus lugares.

     —¿Crees que saldrás vivo de aquí? —dice gesticulando una mofa de sonrisa.

     Levanto el arma y antes de apuntarle a la cabeza para matarlo, el ruido de tres disparos y el olor a pólvora quemada llenan el aire. Un punzante dolor en el abdomen me dobla. Bajo la pistola que ya no puedo sostener porque mi brazo y mis dedos están entume­cidos, y el arma cae en el piso amor­tiguada por la alfombra persa. Miro a mi derecha (lado de donde provinieron los tiros), es Xavier Ventura mi atacante, y se ríe como un sádico. Llevo la mano al abdomen y siento humedad, una humedad viscosa y cálida. Es mi sangre que brota profusa y con ella se va yendo poco a poco mi vida. Se doblegan mis piernas, y me derrumbo en el piso. Quedo tirado con las piernas flexionadas a un lado y el tórax y la vista apuntando arriba, con los brazos extendidos a los lados. Land Scolato y Xavier Ventura se aproximan a mi lecho de muerte, hasta quedar por encima de mi rostro, y ríen burlones, con muecas exageradas. Se dan una mirada entre ellos, decidiendo quién se arroga el placer de rematarme; luego de unos segun­dos, ambos apuntan a mi frente y... todo se acaba.

     Deslizo la mano en mi abdomen desnudo, no hay heridas, no hay sangre..., ni siquiera dolor.

     Inhalo y exhalo con violencia, todo ha sido un mal sueño.

     Me yergo sentándome en la orilla de la cama, y corro los dedos de las manos entre las mechas húmedas de mi cabello; y después enjugo el sudor helado de la cara con la mano.

     Volteo la cabeza, Angie está acostada dándome la espalda. Entonces, tomo la cajetilla de cigarros de la gaveta y cojo un cigarrillo que llevo a la boca. La luz, el ruido y el humo luego de rozar la cerilla en la tabla de la mesita de noche perturban el silencio. Aspiro el humo y lo suelto por la boca y las fosas nasales. Vuelvo aspirar y retiro el cigarrillo de los labios; exhalo por la boca. Me deshago del pitillo sin haberlo acabado, apenas a la tercera calada, aplastándolo en el cenicero de vidrio verde. Suelto el humo y me quedo allí sentado, sobándome las sienes con las dos manos.

     —Aquella vez —dije—. Habían llegado rumores de que el hampa mataría a las familias de los policías que estuviéramos involucrados en la investigación... Sabiendo eso, lo subestimé... Fui negligente. Todavía Rocco me dijo que me volviera a casa, pero tenía que ver a un informante más tarde, una pieza clave...

     Angie se volteó hacia mí.

     —Snow, hiciste lo que creíste mejor. No podías saber con seguridad lo que pasaría... Solo querías encerrar a un asesino.

     Ella se deslizó en la cama y se sentó a mi lado.

     —Esa misma noche mataron al único testigo protegido que teníamos. Fue una noche sangrienta. Lo peor de mi vida.

     Ambos callamos un momento. Luego ella dijo:

     —¿Tus pesadillas?...

     —Sí, las tengo desde entonces.

     Guardamos silencio.

     —¿Hay alguna forma de ayudarte?

      La miré.

     —No, creo que no. Tarde o temprano terminarán... No te preocupes.

     Y la abracé para besarla.

     Muchas veces he temido que solo la muerte pudiera libe­rarme de esos recuerdos.

     Antes de la salida del sol, y sin que Angie se diera cuenta, dejé el apartamento y una hora más tarde volvía.

      Al abrir la puerta, Angie estaba sentada a la mesa ya vestida.

     —Hola —saludó—. No me di cuenta a qué hora saliste.

     —Lo siento —traté de inventar algo—. No quise despertarte... Salí a dar una vuelta. Necesitaba aclarar mis ideas.

     —Sí, comprendo —replicó con incredulidad.

      Pasé a su lado y, antes de proseguir al dormitorio, le di un beso a flor de piel en la frente, un beso casi fraternal. Ambos debíamos estar listos para visitar a Xavier.

      Conducía hasta la casa de Samuel. Era alrededor de las ocho de la mañana cuando arribamos donde Samuel. Él nos esperaba con la furgoneta y todos los implementos preparados. Como hacía falta afinar el plan primero, nos dedicamos a trazar la ruta de acceso y escape sobre el plano del club, extendido en la mesa del comedor.

     Según Samuel, la cámara intervenida solo podía estar en nuestro control por veinte minutos antes que la seguridad se diera cuenta; por tanto, tendría escasos veinte minutos para llegar a Xavier Ventura.

     —Debes subir por el ducto de la escalera de emergencia, por aquí —dijo Sam, señalando la ruta en el plano—. En el ducto no hay cámaras. Pero necesitarás de una distracción. Aquí es en donde entras tú, Angie. Debes distraer al guarda por un momento mientras Barry entra.

     —Pienso que no será tan difícil —replicó Angie—. ¿Qué más haré?

     Samuel la miró, y le respondió de inmediato:

     —Eso será todo. Lo demás corre a cuenta de Barry...

     —¿Cómo? Creí que ayudaría en más —reprochó, posando la mirada en mí.

     —Es tu primera vez, Angie —dije—. No esperarás que te arriesguemos. Es más, tan pronto termines con tu parte, te vas de allí. No quiero llegar hasta arriba pensando en que estás aún aquí. Quiero estar concentrado en a lo que voy.

     —Está bien, aunque quiero quedarme por si fuera de utilidad.

     —Ángela Blake, será mejor que hagas como te digo. No insistas —respondí disgustado—. No olvides que tenemos un acuerdo.

     Samuel se limitaba a vernos sin emitir palabra alguna.

     Angie inspiró y exhaló.

     —Bien, bien —dijo, aceptando—. Me iré, pero créeme que no estaré tranquila.

     Yo quería que viera la seriedad y el peligro de entrar a la guarida de los lobos.

     Era obvio —y, además, estaba contemplado en nuestros planes— que para salir debía traer conmigo a Xavier a punta de pistola, pero la evidencia ya estaría en mis manos. No era el mejor plan de escape porque, en cualquier instante, podría ser alcanzado por las balas de sus secuaces. No había otra opción. Lograda la confesión, yo mismo podía arrestar a Xavier Ventura, y entregarlo junto con la evidencia a la policía.

     Para conseguir la confesión, debía ser muy listo. Si ellos sospechaban que se trataba de una treta, callarían y la gran oportunidad se perdería para siempre. Antes, lo había pensado mucho, incluso podría ser que nada funcionara y que yo resultara muerto antes de llegar al gánster.

     Una vez terminamos los pormenores, nos pusimos al camino.

     Samuel iba en la furgoneta, mientras Ángela y yo en el Ferrari. En todo el trayecto, hablamos poco, pese a los intentos de Samuel de meternos conversación, pero yo no quería hablar de nada. Comenzaba a arrepentirme de inmiscuir a Angie en todo esto.

     Un cuarto para las ocho p.m., John Petrarca descendía del Ferrari acompañado de una bella mujer. Le di la llave del coche al mozo y éste se marchó rápidamente a depositarlo en el estacionamiento. Hasta ahora todo corría bien.

     —¿Coges la señal? —susurré por la solapa.

     Angie me apretaba el brazo.

     —«Claro y fuerte, como si estuvieras a tan solo tres pasos de mí —respon­dió Samuel por el audífono—. También tengo buena imagen».

     Miré a Angie y con un gesto le hice saber que todo iba bien.

     Dejamos los abrigos en el guardarropa del casino y nos adentramos en las salas de juego.

     Señalé con discreción las posiciones en donde yacían las cámaras a Angie, y le dije que esperaríamos. Miré el reloj, aún no era la hora correcta; habíamos llegado un poco antes.

     —Vamos a la mesa —le dije—. Si estamos aquí es para divertirnos.

     —Sí —replicó ella con una mueca de preocupación.

      Cambiamos algunos dólares por fichas y nos unimos a una de las mesas de las ruletas. Apostamos unos dólares un par de veces al diez negro, y ganamos cincuenta dólares. Parecía que era nuestra noche de suerte. Yo esperaba que en todo lo demás la suerte nos sonriera igual. Cuando vi a Xavier cerca, creí que eso de la buena suerte se estaba dando. Él veía la multitud en la sala y se quedaba absorto en ella.

     —Tal vez busca a Lucy —dijo Angie—. ¿No te digo? Mira, ahí la tienes —agregó al ver la presencia de la mujer.

     —La veo bien. No está mal. Veo que ese azul le sienta de maravilla —observé. Angie se empurró y me dio un pequeño codazo en el costado.

     Xavier Ventura, dio un largo beso a Lucy en la boca, echó otro vistazo alrededor, y después se encaminó al pasillo de los ascensores.

     Miré el reloj.

     —Vamos —dije. Por sus facciones, supe que estaba bas­tante nerviosa—. ¿Quieres seguir? —le pregunté por si había cambiado de idea.

     —Sí, ya estamos aquí. —Su determinación me asombró.

     Un poco antes de llegar al pasillo, nos separamos. Angie se adelantó, cogió una copa que una mesera traía en la bandeja, y siguió aproximándose a la puerta de emergencia en donde permanecía un hombre cuidando. Yo iba atrás, del otro lado del corredor, y me detuve a unos pasos de la puerta pero sin dejar que el hombre me viera. Angie fingió que las copas se le habían subido a la cabeza tal como lo indicaba el plan —admiré su facilidad teatral, algo que desconocía de entre sus talentos—, llegó próxima al hom­bre de etiqueta, y le dijo con voz de ebria:

     —¡Oiga, buen hombre! —se balanceó sin exagerar. El hombre no le hizo caso—. Oiga ¿Sabrá en dónde está el tocador para damas? —preguntó. Pero al no atraer su atención, se le acercó, y con voz sensual le susurró—. ¿No te han dicho que eres guapo? ¿Especialmente cuando eres serio?      —El hombre le di­rigió la mirada entornada y le sonrió detrás de su espeso bigote de pugilista de comienzos del siglo XX—. ¿Ves? Es lo que te digo. Tienes una bella sonrisa.

     El hombre se adelantó, y le dijo con tono grave, pero amable:

     —Miss, ¿qué dónde están los baños? Mire, siga derecho por ahí, por el corredor, doble después a la izquierda...

     Yo aproveché el momento de distracción logrado por ella y con la ganzúa quité llave a la puerta.

     Angie, se tropezó —aunque quedé con la duda si fue fingido—, y cayó en los brazos del hombre justo cuando este se daba la vuelta para regresar a su puesto.

     —¿Está bien, miss? —dijo él, ayudándola a erguirse.

     —Sí, gracias —replicó Angie, poniendo su mirada en mí.

     Yo fruncí el ceño a modo que supiera que había hecho bien su papel, me deslicé por la puerta metálica y la cerré.

     Subí por las gradas. No había cámaras a la vista, como dijo Sam. Eso me pareció poco ortodoxo.

     —Ya estoy en las gradas de emergencia. ¿Me copias? —dije por el micrófono.

     —«Claro y fuerte» —replicó Samuel.

     Continué hasta el segundo nivel, de ahí al tercero, y pronto me encontré en el séptimo piso. Me detuve y quise comunicarme, pero nadie me respondió. Tal vez las paredes del cubo de la escalera eran demasiado gruesas, o era una falla en los equipos. Miré el reloj, debía hacer la llamada. Marqué un nú­mero.

     —La transmisión no funciona —dije.

     Un hombre me respondió.

     —«En cinco minutos» —dijo y colgó.

     Guardé el móvil, y proseguí con la misma cautela con la que había subido los pisos anteriores. La puerta estaba ahí delante de mí, como en el sueño. «¿Una premonición, quizá?». La ganzúa entró en el ojo de la cerradura. La hoja se abrió. La alfombra se extendía a lo largo del pasi­llo, aunque era de un color diferente al del sueño. Ingresé, sabía que la pequeña cámara de vigilancia ya no tenía impor­tancia pues estaba bajo el control de MacNamara. Escuché dos voces que conversaban con tono subido al otro lado de un recodo, aunque podrían ser más de dos hombres aposta­dos cuidando el elevador. Caminé por el pasi­llo en dirección del recodo, pasando junto a la entrada de un tocador. Un poco más allá de la esquina yacía una puerta esmaltada de turquesa, el acceso al Penthouse. Los hombres reían; debían estar contando cosas divertidas. A unos pasos de llegar a la esquina, me oculté atrás de un pilar cuadrado que sobresalía bastante de la pared, al escuchar una de las voces acercándose a la esquina por el lado del elevador. Un tipo alto, de camisa blanca, con las mangas arrolladas, de corbata negra y una cuarenta y cinco en el arnés apareció y caminó por el corredor, pero se alejó en dirección de la puerta turquesa. Al desaparecer éste en la habitación, salí del escondite y me apresuré alcanzar la esquina.

     —Vendré pronto —dijo una voz—. No me extrañes. Tan solo voy a la vuelta a derramar un poco de agua.

     —Tárdate todo lo que quieras —respondió la otra voz.

Regresé atrás del pilar y me pegué a la pared pues, para llegar al baño, el hampón debía pasar delante del escondite. Empuñé la pistola a la altura del pecho; en segundos me vería. El sujeto pasó, pero tardó una fracción de segundo en reaccionar. Para evitar que alertara a su compañero, quise darle un porrazo con la cacha de la pistola; yo no quería asesinarlo si no era necesario, pero él se defendió a tiempo cogiéndome el brazo. Entonces le golpeé la garganta con el puño izquierdo. Este se cogió el gaznate con las manos y retrocedió balbuciendo. Y aunque no podía hablar, pudo usar muy bien los puños. Soltó un mazazo izquierdo directo al mentón que me sacó de balance, y destrozó las prótesis de látex del rostro en cuanto me estrellaba en el pilar. Solté la pistola y esta cayó a un metro de distancia. Cuando el hampón iba a repetir la acción, logré conectarle el puño derecho al pómulo izquierdo, volteándole el rostro. Lo cogí por los tirantes del pantalón y las solapas de la camisa, que casi reventaron, y lo arrojé contra la puerta del baño, sonando duro.

     El hombre del otro lado del recodo se rio.

     —¿Te está dando líos la puta puerta? —interrogó pero no dio señal de venir—. Alguna vez la arreglarán.

     Un nuevo tirón lo estrelló contra la pared opuesta del corredor. El gánster intentó atacarme, pero las fuerzas lo habían abandonado. Lo apuñeteé fracturándole la nariz, fulminándolo definitivamente. Su cuerpo inerte se deslizó flácido como un muñeco de trapo y cayó en el piso medio sentado.

     Arranqué lo poco que quedaba de las prótesis faciales, la dentadura y la peluca, y fui en busca del cómplice.

     —Levanta las manos —le dije, apuntándole al rostro. El hombre se levantó de la silla con las manos en alto—. Date la vuelta —le ordené meneando la pistola para un lado.

     —¿No me irá a disparar...? —no terminó la pregunta, su cuerpo cayó desvanecido por el golpe de la empuñadura de mi pistola en su cráneo.

    —Si no das problemas —repliqué.

    Seguí hasta la puerta turquesa. Giré la perilla, estaba sin llave. Empujé con suavidad la puerta; la hoja de ma­dera se entornó. Entré cauteloso con la pistola por delante. Mi pulso andaba por los cielos. Revisé atrás de la puerta, no había nada. El recibidor estaba solitario.

     Vi varias puertas pintadas de caoba. Las voces venían solo de una de ellas; me dirigí a esa puerta. Recordé el sueño. Y como parte de un destino preestablecido, sabía que debía cumplirlo.

     —Pase, Mr. Snow —dijo alguien del otro lado—. Lo es­peraba desde hace rato. Vamos, entre. —Supuse que de querer matarme lo hubiese hecho sin cavilaciones. Sabía que algo quería de mí, y que pronto me lo diría—. Entre, y todos estaremos en familia.

     Obedecí.

     Los hombres que allí estaban —seis en suma—, mostraban las pistolas, menos uno de ellos: Xavier Ventura, que se mantenía del otro lado del escritorio.

      —Xavier Ventura —dije.

     Reconocí los rostros de Damato Costello, Ryan Longer y un sujeto con un vendaje alrededor de las sienes cuyo nombre desconozco, los del Plymouth Laser y el que herí en la cabeza de un tiro en el aparta­mento de Angie. Como siempre, con cara de pocos amigos.

     —Sí. Espero no ser tan conocido como usted, Mr. Snow Barry —replicó con semblante serio, en tanto se llevaba el pitillo encendido a la boca y lo aspiraba, atizando la brasa anaranjada. Arrojó por la boca una sucinta niebla. Se sacó el cigarrillo y dijo tranquilo—: ¿Por qué no guarda su pistola y hablamos?... Como puede ver, de todas formas está en desventaja.

     Apunté a la cabeza de mi interlocutor, este se estremeció.

     —Yo, ya no tengo qué perder. Digamos que soy hombre muerto, pero usted con todo esto —estiré un poco más el brazo—, creo que perdería mucho. Su buena vida.

     Xavier sonrió, y dijo:

     —Bien. Tal vez sea cierto que ya no aprecia su vida. Aunque creo que si me dispara no solo usted morirá, sino esta bella mujer que usted conoce.

     Hizo un ademán, y uno de los secuaces apostado cerca de una puerta la abrió. Dos mu­jeres aparecieron: la primera era Angie, y la segunda, Lucy quien la sujetaba por el brazo y le apuntaba con un revólver.

     —Snow lo siento, no pude irme. Tan pronto subiste me atraparon —dijo Angie.

     —Calma, nena, todo está bien —Pretendí mostrarle una expresión de ánimo—. Está bien, tú ganas —dije a Xavier.

     Arrojé la pistola.

     —¿No creerá que después de ofrecer diez mil dólares por su cabeza y la de su amiga, los dejaría ir así como así?

     —No pensé que las cosas salieran tan mal —dije, sin mos­trar miedo, sino incomodidad—. No entiendo cómo sucedió. Todo parecía perfecto. —Miré a Lucy—. Yo sé quién es usted, y no me refiero a su nombre falso: Lucy Corvino, sino a su verdadero nombre: Lucía Angly. También sé que su hermana Marta está metida en este asunto. De usted lo entiendo, pero de su hermana...

     —Verá usted —dijo la mujer—, somos una familia muy unida. Usted fue de mucha ayuda. Siento no haberle agradecido a tiempo, y siento que su vida sea tan corta.

     —Yo sé cómo lo hizo. Al principio me engañó. Estuve en su casa —Lucy se estremeció al escucharme—, y sé que es una buena montañista; pero dejó muchas evidencias en el camino. Los ganchos debajo del mirador que la llevaron a las rocas, y de ahí bajó sin que nadie la viera. Aunque el camino para llegar hasta donde la esperaba el coche de su cómplice es escabroso. Debió tardar algunos minutos. —Miré a los dos del Plymouth Laser—. O como esos dos alfeñiques que asesinaron a Garren Howard. Al principio creía que era obra de Land Scolato para callarlo, pero luego lo pensé mejor. No fue él. —Volteé a Xavier Ventura—. Fue usted, Xavier... Para hablar de Garren Howard debo hablar de usted y de Scolato. Usted arregló el asesi­nato de su jefe; para eso él debía estar fuera de la prisión porque, adentro, nadie se habría atrevido a matarlo. Así que arregló que él pudiera salir, y sobornó a Garren con ese propó­sito; y después mandó a esas dos ratas a matarlo para que no hablara y lo involu­crara. Luego, acabó con Scolato. Sabía que yo caería en la trampa. Pero lo mío fue defensa propia, así que, para asegurarse que fuera el culpable, puso a su falsa testigo: Marta Angly.

     —Muy bien. ¿Qué más? —dijo Ventura—. Todo es correcto. Sí, yo soborné al policía y acabé con él, e hice que esta preciosa mujer lo embaucara a usted... Muy listo de mi parte. ¿No cree?

     —Pero hay algo que me rompe la cabeza —le confesé—: ¿Por qué tanto embrollo? ¿Por qué no matar a Land Scolato así nomás, sin tanta complicación? ¿Sin tanto drama?

     —No es tan sencillo como cree. Verá, ya que es lo último que sabrá, creo que no hay problema con que se lo diga.

     —¿Xavier? —intervino Lucy—. ¿No crees que sería mejor no decir nada?

     Xavier desestimó su consejo, y prosiguió.

     —Hay negocios muy importantes con los amigos de la zona Oeste de la ciudad, negocios de    muchos millones con los que Land no hubiera estado de acuerdo nunca. Resulta que en mi organización, hay muchos jefes que no habrían firmado sin la aprobación de Land. Por eso él debía morir en manos de alguien sin ninguna relación conmigo. ¿Quién mejor que usted, un vengativo ex policía? Ahora, por desgracia, de usted y su amiga nadie volverá a saber. La policía creerá que es un prófugo, o bien que alguien lo mató. Da lo mismo.

     —Espere, Xavier, no puede matarnos —dije.

     El hampón se rio, y se aproximó a mí.

      —¿Lo dice por el micrófono y la cámara que trae?... ¿Cree que todo lo que dije lo escuchó su amigo de afuera? —Lo que dijo me impresionó mucho—. Trae al otro —le dijo a Damato; este entró en otra habitación y llamó al hombre que esperaba en su interior—. Dicen que no hay ami­gos de verdad y usted, Snow, se dará cuenta de eso. Nunca debió fiarse de todos sus amigos, alguien puede desilusionarlo.

     Xavier Ventura regresó atrás del escritorio.

Vino el hombrecillo. Yo temí, esperaba que no fuera verdad lo que mis ojos estaban a punto de ver.

     —¿Sam? —dije antes que se mostrara del todo.

     —¡Samuel! —exclamó Angie.

     —Lo siento, Snow..., Angie —habló tan pronto salió del escondrijo—. Yo-yo no quería traicionarlos, pero necesitaba mucho dinero. Tú sabes cómo es mi vida, Snow... Los nego­cios van mal, y pronto... Carola irá a la universidad... Perderé la casa... Tengo deudas muy fuertes ¿sabes? Y, además, nunca fuiste un buen amigo de verdad, Snow. Cuando quise entrar en la academia de polis, no me ayudaste cuando me rechazaron... No quiero ser solo un pelele hace disfraces... Lo siento por ti, Angie, porque pagarás una cuenta ajena... Y eso me duele mu­cho... Me caes bien.

     —Samuel..., eras nuestro amigo —Angie quiso inter­pelar a su sentimientos, pero Samuel ya no podía hacer nada.

     Nada de lo que haya hecho se equiparaba con lo que Xavier Ventura nos tenía preparado.

     —Sácale tus artefactos —le ordenó Xavier Ventura—. El micrófono y lo demás...

     Samuel caminó hacia mí.

     Angie me miraba, con sus ojos agrandados y atentos. Y, luego de unos segundos así, dio una mirada a su alrededor.

     Sam me registró la solapa y comenzó a sacar sus cosas de comunicación.

     —¿Desde cuándo te aliaste con esta rata? —le interrogué.

     —Te juro que no lo planeé desde el principio. Pero fue después que entraste al casino la primera vez. ¿Recuerdas los de System? Ellos me rastrearon y le avisaron a Xavier. Lo demás te lo puedes imaginar: me ofrecieron mucho dinero... Lo siento, Snow, yo no quería que les hicieran nada, yo los aprecio mucho pero... —de pronto enmudeció—. ¡Pero qué es esto! —dijo y jaló un cable delgado trabado dentro de la prótesis de Gregory—. ¡Esto no es mío! —y terminó de sa­carlo—. ¡Un vídeo transmisor!... ¡Alguien ha visto y escuchado todo!

     Volteó el rostro asustado hacia el gánster.

     Xavier frunció todos los pliegues de su cara y enrojeció como un rábano.

     Aproveché la confusión que Samuel creó. Tomé la pistola rápidamente de la tobillera y, mientras Angie daba un par de trompadas a Lucy y la ponía fuera de combate, disparé a los hombres de Xavier, comenzando con los del Plymouth. Angie no se quedó cruzada de brazos, dejó fuera de circula­ción a dos más hiriéndolos e incapacitándolos. A nadie se le ocurrió revisar debajo de su falda pues, de haberlo hecho, ha­brían encontrado una Beretta en una funda atada en su muslo izquierdo.

     Xavier se refugió tras el escritorio en medio de las balas que volaban por encima de él. Un hombre muerto, Ryan Longer, cayó tirando una silla de rodos hasta el fondo del cuarto, y quedó en el piso emanando sangre de la perforación craneal.

     El jefe del hampa jaló la gaveta del escritorio, ypudo sacar su pistola. Se levantó y disparó descargando toda la munición en mipecho. El maldito tuvo mejor puntería que yo, o mejor suerte. Sentí un intensodolor y los sentidos desvanecer. Antes que todo se os­cureciera y yo perdierala consciencia, vi cuando la mano de Xavier era perforada y desarmada por unabala. Vi a Angie correr hacia mí con las manos extendidas; ella estaba asustada.Todo daba vueltas. El detective Novac entraba, seguido del Teniente Rocco, deDan Spose y muchos policías uniforma­dos. Luego, se acabó. Todo se volvióoscuro y el silencio me envolvió.

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