Acto 2
Era un miércoles, cuando las agujas casi marcaban las tres de la tarde; todo indicaba que sería un día pasivo más cuando los Warren aparecieron en la puerta de la oficina.
Luego del acostumbrado anuncio de Angie por el aparato y el ingreso de la pareja, el hombre de apariencia delgada, vestido con un modesto traje barato, dijo:
—¿Míster Snow Barry...?
Me pareció fútil la pregunta, pues soy el único detective en la oficina.
—Sí, soy yo —respondí dando la vuelta a la hoja en donde ejercitaba mi talento de artista improvisado, garabateando con el lapicero—. Entren. ¿En qué les puedo ayudar?
Yo le mostré una inflexión en los labios a la mujer que le acompañaba, mientras me ponía de pie y extendía la mano en dirección de ambos para darles la bienvenida. Ser atento y amable era parte de la atención a mis futuros clientes. Mejor dicho a sus dólares.
—Mi nombre es Peter Warren y ella es mi esposa Sally Annett —se identificó el hombre, señalando a la morena que caminaba a su diestra.
—Mrs. Warren., míster Warren —dije, luego les indiqué las sillas atrás de ellos—. Tomen asiento. —Ellos se sentaron, yo me senté en mi silla giratoria—. Prosiga, míster Warren —le conminé.
El hombre, como de treinta y cinco años y setenta kilos, se despojó del sombrero y lo sostuvo entre las manos.
Aclaró la voz con un par de pujidos, y comenzó su relato:
—Bueno, verá. Hoy, hace ya una semana que nuestra hija desapareció. Fuimos a la policía, pero ellos no están haciendo su trabajo... Yo siento —miró a su esposa, y luego regresó los ojos a mí—. Sentimos que la policía lleva el caso despacio... No sé si eso siempre es así, o ellos no lo han tomado en serio. Oiga, ha pasado una semana y aun no nos han dicho nada... No podemos seguir esperando —dijo mientras encogía los hombros y negaba con la cabeza para enfatizar la decisión.
—Entiendo —dije, reclinándome en el asiento, sin apartar mi vista de sus ojos; de este modo podía entrar en su psiquis y saber qué tan sincero era porque, a veces, la gente miente.
Daba breves vistazos también a Mrs. Warren, observando su actitud ante la historia de su esposo. Y vi la verdad. Ambos guardaban una tensión reprimida. Supe que necesitaban de alguien con quien poder desahogar la frustración ante el caso de su hija extraviada.
—¿Puedo preguntarles cómo supieron de mí?... Verán, es una pregunta que siempre hago a mis clientes.
—¿Quiere decir que aceptará el caso? —dijo Mrs. Warren.
Ambos mostraron satisfacción. En cierto modo no podía dejar pasar la oportunidad aunque sabía que cobraría menos de lo esperado. No era ninguna obra de caridad porque, en definitiva, cobraría mis honorarios. Yo sabía a quienes podía cobrar suculentos salarios, y con quienes ser más indulgente. Los Warren, en ese sentido, me parecían una familia de clase media, de aquellos que sudan la camiseta en un trabajo mal pagado con el salario mínimo. Mrs. Warren, ciertamente era un ama de casa abnegada, lo sabía puesto que, a pesar de la crema con olor agradable, se le veía en las manos las huellas de las labores domésticas hechas sin la debida protección de un par de guantes.
¿Cómo sabía que trabajaba en su casa? Bueno, tanto su ropa como la de su marido estaban planchadas con esmero, con quiebres perfectos, los que hace una persona que se ha dedicado por años a esos menesteres, y que además no podrían pagar a terceros para hacerlos. «Una buena esposa sin duda». Eran de clase media por el tipo de ropa, algo al alcance de su corto bolsillo, en contraste con míster Carson, y otros como él con sus costosos vestidos.
—Míster Snow, ¿cuánto nos costarán sus servicios? —dijo Sally Warren con una mirada de aquellas que pones cuando vas a pagar la cuenta en el supermercado y sabes que será alta, y que apenas te quedará para el pasaje, o cuando la trabajadora social te dice que tu seguro médico no cubre los gastos del hospital al que has llegado de emergencia.
Puse mis ojos en ellos.
—¿Cuánto vale para ustedes hallar a su hija? —dije con cinismo, ese cinismo del que a veces no me gusta despojarme. Bueno, tenía que cuidar mis honorarios.
—Es nuestra vida, daríamos todo por Michelle —replicó Sally con un semblante que reflejaba dolor y desesperación.
—Verá, solo contamos con mil quinientos dólares. Son todos nuestros ahorros —dijo míster Warren—. Pero si es necesario, podemos vender algunas cosas.
«Solo mil quinientos», me decía mi cabeza. Pensé por un momento, y les dije:
—Como ustedes ya sabrán, el trabajo de investigación es mucho más caro que eso. —Reflexioné un instante—. Bien, denme doscientos dólares como anticipo y el resto después del trabajo. Sobre el resto, luego hablaremos de eso... Tendrán que darme alguna información. Cualquier cosa que recuerden podría ser útil. ¿Dicen que lleva ya una semana extraviada?
—Sí —respondieron los dos.
Consideré cuestionar sabiendo las respuestas:
—¿Preguntaron a sus amigos? ¿La buscaron en hospitales?
—Sí —replicó míster Warren—. Les preguntamos a sus amigas conocidas por nosotros... y cuando todo fue negativo, la buscamos en los hospitales... No hubo nada.
—Bien. Lo que les preguntaré tal vez les irrite, pero debo hacerlo... ¿Buscaron en la morgue..., míster Warren? —creí mejor dirigir la pregunta a él.
—Sí..., también —respondió con desazón.
—¿Saben si tenía problemas con alguien del barrio o de la escuela?
Se miraron entre ellos como esperando que el otro supiera la respuesta. Míster Warren respondió:
—Bueno, que sepamos no. Ella nunca nos comentó nada.
Pensé irme por algo más simple, pero factible
—¿Saben si había algún pretendiente?... Algunas veces los hay sin que los padres lo sepan...
—¡No! Nuestra Michelle no andaría en eso; sabe bien que no nos habría gustado —se apresuró la madre a responder a la defensiva.
—Comprendo —repliqué—. Creo que comenzaré en la escuela. Interrogaré a sus amigos. Espero puedan facilitarme algunos detalles.
—Claro, lo que sea necesario. —Peter Warren extrajo la billetera de la americana, la abrió y sacó la cantidad de dinero acordada sin vacilar—. Amor, dale las direcciones y teléfonos de sus amigos... Por cierto, ella va a la Escuela Secundaria de Chicago. —Observé como él lo dijo en tiempo presente; el hombre tenía esperanzas que su hija estuviese bien.
Sally Warren abrió su cartera de mano, revolvió el interior y sacó una pequeña libretica.
—Tenga —dijo, y me la entregó—. Están los nombres y teléfonos que usted necesita. Puede quedarse con ella, es solo una copia. La traía por si acaso: fue lo que la policía nos pidió también.
—¡Angie! ¿Puedes venir? —la llamé por el aparatico de comunicación que, aunque a veces me parecía tonto usarlo, le daba más carácter al negocio—. Extiende a míster Warren un recibo por esta cantidad —le indiqué tan pronto vino hasta el escritorio. Le escribí la cantidad en una página de notas y se la entregué.
Un momento antes de irse les aseguré que yo encontraría a su hija y que el caso estaba en buenas manos. No es que yo fuera un pretencioso, pero me consideraba un buen sabueso privado.
El primer paso fue una serie de visitas a la escuela donde Michelle Warren estudiaba. El director me facilitó entrevistar tanto a maestros como a estudiantes. Entre las compañeras de la escuela se encontraban las mismas chicas que los Warren habían señalado como buenas amigas de Michelle. También había dos chicos con quienes ella se llevaba bien; uno de ellos, por cierto, no era estudiante de la escuela y estaba fuera de la lista de amistades entregada por la madre. Descubrí que este chico llegaba a traerla casi a diario. El que proporcionó la información fue Alexis Chandler, amigo cercano de Michelle, pero dijo desconocer cómo se llamaba. Él me contó, además, que eso era sabido por Wanda Tomalin, compañera y amiga muy íntima de la chica desaparecida. Me sonó raro que Wanda no lo hubiera mencionado durante nuestra entrevista. Decidí entonces centrar mi atención en ella, y entrevistarla de nuevo.
Pregunté a los padres de Michelle si conocían a ese otro muchacho, la respuesta fue negativa. Todas las amistades eran de la escuela, tal como lo corroboré en la investigación.
¿Qué tenía hasta el momento?, una chica con amnesia y un misterioso joven aparente novio de Michelle.
Padres, maestros y compañeros, todos convergían en las mismas opiniones: Michelle Warren, chica honesta, alumna aplicada, buena amiga, buena hija..., una persona ejemplar.
¿Quién querría hacerle daño? ¿Era un secuestro? En estos tiempos, nadie secuestra para pedir rescates. ¿Un loco?... No estaba enterado de casos recientes de desapariciones. Podía ser una posibilidad..., aunque remota. Mi instinto demandaba que apuntara la nariz en otra dirección. Presentía que pronto, alguien daría respuesta a las preguntas.
—La última vez que hablamos, creo que olvidó mencionar sobre el chico que venía a recoger a Michelle —le dije a Wanda Tomalin, manteniendo en mi mano la libreta de anotaciones, sobre todo para impresionarla y presionarla psicológicamente; claro que yo no podía coaccionarla por ser menor de edad, por tanto debía hacerlo de un modo sutil. Y todas mis entrevistas con los estudiantes fueron asistidas por la subdirectora de la escuela.
Apoyaba mi trasero en el filo del escritorio, mi mirada fija en Wanda, esperando surtiera efecto mi papel de detective duro. Ella, sentada delante de mí en una de las sillas del salón de clases, cruzó las piernas, me arrojó una desdeñosa mirada, y después de pensar un minuto en que miró en dirección de la puerta y la ventana, dijo, volviendo la vista a mi persona:
—¿Verdad que usted no es policía?
Le mostré una sonrisa discreta y solemne.
—No, no lo soy... Soy un investigador privado como usted ya lo sabe... Mire, Wanda —decidí hacer a un lado mi papel de hombre rudo y tratar de razonar con la adolescente—, le seré franco, trataba de hacerme pasar por un sujeto malo... Es algo que no soy. Quiero explicarle esto: a veces uno debe hacer las cosas correctas, no las que se quisieran hacer por un amigo..., o una amiga en este caso... ¿Ha hablado con los padres de su amiga?
—No, no últimamente —replicó.
—Están destrozados y desesperados por saber nada de su hija... Algo me dice que usted sabe dónde está —me aventuré a especular, y dije—: ¿Está con el chico que la venía a traer?
Wanda bajó la mirada como queriendo esconder su culpa. Balbuceó el principio de una palabra ininteligible y calló. Dio una fugaz mirada a la subdirectora quien la observaba con los brazos cruzados. Vaciló por un instante, pero ante la actitud condescendiente de la autoridad escolar, dijo:
—Es que Michelle no ha hecho nada malo... —explicó resuelta a liberarse del secreto que guardaba—, solo quería sentirse querida... amada por un chico. ¿Qué hay de malo en eso?
—Nada... —repliqué, guardando la libreta en el bolsillo interior de mi chaqueta—. No tiene nada de malo que alguien quiera ser amado... Pero, ¿por qué de ese modo?
—Ellos me odiarán por haber callado —dijo anonadada la adolescente cuyo rostro pecoso se había vuelto un tanto más colorado.
El cabello rojizo alborotado le caía en los hombros como los nemes de los faraones egipcios.
—¿Los padres de ella? —pregunté procurando seguir con el interrogatorio—. Nadie puede ser condenado por querer ser buena amiga. Usted lo vio desde otra perspectiva.
Ella miró hacia la ventana.
—¿Por qué ella quería ocultarlo?, me preguntaba usted, detective —susurró sin dejar de ver la ventana—. Porque ella veía que todas nosotras teníamos un "novio", mientras que su madre no se lo permitió —giró el rostro hacia mí, pero sus ojos grises miraban al suelo—. Ella le preguntó a su madre si le daba permiso. Su mamá no esperó que terminara y le dio un rotundo no, y además, le dijo que no quería volver a saber del tema... Ella sufría mucho, así que..., yo... le presenté a mi primo Camille... No sabía que ellos se escaparían de casa... Me hicieron prometer que no diría nada... Esto es toda la verdad.
Yo escuchaba en silencio su relato.
La chica volteó hacia la subdirectora.
—Miss Ross, ¿no me castigará por haber callado, verdad? Yo no sabía qué tan malo era esto.
La subdirectora, quien mantenía siempre la misma postura corporal, dijo:
—Es mejor que le digas todo. Luego hablaremos tú y yo.
—Así que sabes en dónde están —afirmé.
—Sí... lo sé... Siento mucho lo que pasó.
—Has hecho bien en decirlo —le expresé.
Wanda me dio la dirección de donde se hallaban Camille y Michelle. No estaban lejos, en un distrito no muy apartado de la escuela, en una zona de edificios familiares.
Me encontraba delante de la puerta del apartamento B12. Toqué a la puerta. Una voz grave joven respondió:
—«¿Quién es?» —Sonó ahuecada del otro lado de la puerta.
—Mi nombre es Snow Barry, y soy detective privado. ¿Es usted Camille Thomson? —interrogué. El chico enmudeció, luego hubo un cuchicheo entre quienes parecían ser él y una chica.
—«Es la policía» —susurró arrebatada la voz de ella.
—«¿Qué hacemos ahora?» —replicó el muchacho; también se escuchaba alterado.
—¿Camille? —interrogué acercándome a la mirilla de la puerta—. No soy policía. Camille, su prima Wanda me dio la dirección. —El cuchicheo cesó—. Solo quiero hablar con los dos. No vengo a por nadie.
—¿Mi prima Wanda? —volvió la voz del chico.
—Sí, ella me dijo dónde encontrarlos. Solo quiero hablar. Michelle, sus padres están devastados por no saber nada de usted... Ellos desean que vuelva a casa.
Hubo otro silencio.
Ellos susurraron: «Pero si es mentira y es policía»..., dijo el chico. «Quiero hablar con él», le interrumpió ella.
Callaron por unos segundos.
Sonó el pasador de la cadena de seguridad al ser retirado y el pestillo del picaporte. La puerta se abrió un poco y el rostro de la chica se asomó.
Le mostré mi identificación de detective privado.
—Michelle, ¿me deja entrar? Solo quiero conversar.
La adolescente apretó los labios, afirmó suave con la cabeza y desapareció a un lado de la puerta para cederme el paso. Abrí la puerta y entré. Camille se hallaba a pocos pasos por delante de mí. Era un chico delgaducho alto, cabello rubicundo rizado y de ojos cenicientos. Al pasar, vi que Michelle permanecía sentada en un sofá en el centro de la sala, a la izquierda. Saludé a Camille con un movimiento de cabeza. Él no me quitaba los ojos de encima. Me dirigí hasta el mueble a un costado del sofá donde Michelle me esperaba con la mirada turbada y los ojos brillantes. Tenía las manos en el regazo y se mostraba alterada.
—Como les mencioné, no soy policía pero sus padres me contrataron para encontrarla, Michelle. —Camille dejó su pose de estatua y se acercó para sentarse junto a ella en el mueble. Ambos se tomaron de la mano—. Quiero que sepa que es mi obligación decirle a ellos en dónde está —le informé—. Sé que usted está por su voluntad aquí. Pero quisiera que me explicara ¿por qué lo hizo?... ¿Huye acaso de sus padres? ¿Ellos la han maltratado?
Michelle miró el suelo y negó con la cabeza.
—No, nada de eso... Yo sé que ellos me aman..., demasiado. En especial mi madre. Ella es sobreprotectora y me negó algo que yo quería, y que todas mis amigas del colegio tienen. —Sollozó, pero al voltear la cabeza hacia Camille, una inflexión de felicidad en los labios ahogó el sollozo. Ambos apretaron sus dedos.
—Creo comprenderla... ¿Qué edad tienes, Michelle?
Deseaba que hicieran hincapié en eso.
—Catorce.
—¿Y usted, Camille?
—Dieciséis... Pero no hemos hecho nada malo.
—No es muy común que chicos tan jóvenes se fuguen... ¿Y qué han hecho todo este tiempo?
Ambos pensaron. Ella dijo:
—Viendo televisión, comiendo palomitas de maíz...
—Hemos salido de paseo.
—Ya veo. Pero, ¿cómo es que sobreviven así?, es decir, deben alimentarse ¿Cómo pagan la renta? —Aunque Wanda ya me había mencionado que el apartamento pertenecía a su otro primo mayor, me pareció pertinente escucharlo de boca del mismo Camille.
Camille dijo:
—Mis padres que viven en Nueva Jersey, regularmente me envían dinero para mis estudios, solo que estos días no he ido al colegio. En cuanto a este lugar, es de mi hermano mayor, pero él se ausenta por temporadas por el trabajo. Él sabe que puedo cuidarme solo, así que me deja la llave. Pero, Hilhan, no sabe nada de esto. Cuando Michelle se vino para aquí..., mejor dicho, cuando yo la traje, mi hermano estaba fuera, así que no lo involucre.
—¡Cálmese, Camille! —le incité—. Nadie ha interpuesto ninguna demanda. —Dirigí la vista a Michelle, y le dije—: Y como os dije, sus padres están tristes por su ausencia. Ellos no saben nada del escape con su amigo, creen que pudo sucederle lo peor y aun así no han cejado en su búsqueda. —Miré a ambos. Yo no podía obligarla a volver, y para ahorrarles más penas y dificultades, debía convencerla de tomar esa decisión por sí sola—. Piensen bien esto: no pueden pasar el resto de sus vidas escapando. ¿De qué vivirán? ¿De las mesadas de sus padres, Camille? ¿Qué dirá su hermano cuándo regrese? ¿Cree que él aceptará esto?
Los chicos se miraron desconcertados.
—Hilhan nunca lo aceptaría —me dijo—. Él es un hombre muy centrado, y nos diría lo mismo que usted. —Y viendo a los ojos de ella, le expresó con tristeza—: Creo que cometimos un error, Michelle.
Ella reclinó la cabeza. Suspiró. Apretó y acarició la flaca mano de su novio.
—Todo fue hermoso mientras duró. —La joven levantó las cejas esbozando una inflexión ambivalente entre felicidad y tristeza en los labios—. Siento haberte causado problemas, Camille...
—¿Problemas? No, Michelle, estar contigo estos días ha sido lo mejor..., y volvería hacerlo. Jamás conocí a una chica que tuviera los mismos gustos que yo... Eres maravillosa. —El muchacho adoptó una postura decidida, y dijo—: No te dejaré ir de mi vida. Les demostraré a tus padres que te merezco y que estoy dispuesto a todo por ti.
Los chicos, allí sentados, se abrazaron y dieron un beso en las mejías y siguieron abrazados.
—Está bien, volveré con usted, Míster. —murmuró.
—Bien. Debe comprender que será lo más pronto posible. Aliste sus cosas, volveré por usted en la tarde.
—Pero prométame que no le harán nada a Camille.
—Sé que sus padres son personas razonables.
Tan pronto salí del apartamento, telefoneé a los padres de la chica para darles la nueva, sin embargo, me pareció mejor conversar en persona sobre el caso.
Me quedé por media hora en las afueras del edificio por si los chicos quisieran irse sin avisar, al cabo me retiré tranquilo.
En casa de los Warren les expliqué mejor la situación. Ellos quedaron conformes con la propuesta de llevarla por la tarde. Pude convencerlos de no levantar cargos contra Camille, tal como se lo prometí a Wanda y a Michelle, apuntando además que como su hija se fue voluntariamente con él, no constituía una privación de libertad. Sally al principio se mostró reacia; al final aceptó. Sin importar, de todas maneras si aceptaban o no, era mi deber devolver a la prófuga.
En la noche, a las siete más cuarenta minutos, arribé con Michelle a su casa. La joven iba envuelta con mi sobretodo porque la noche era fría y el suéter que llevaba no era caliente. Paré frente a la casa. Yo salí primero, di la vuelta por delante del coche y abrí la puerta para que Michelle bajara. La chica estaba intranquila. Descendió despacio. Me dispuse escoltarla a la entrada de la casa. Íbamos a medio camino cuando los padres abrieron la puerta y salieron. Caminaron al encuentro de la hija, yo me detuve y me quedé atrás. El padre la abrazó mientras la madre esperó impávida. La chica la miró, el padre la soltó y vio como ella se adelantaba vacilante hasta la madre. Por un instante, me pareció que la acción se detuvo; hija y madre no se movieron sino que se contemplaron. La acción prosiguió un segundo más tarde. La madre la abrazó primero, mientras la joven le pedía perdón y le aseguraba jamás volver hacerlo.
Míster Peter Warren caminó hasta mí, y externó con la voz todavía entrecortada:
—¡Gracias, míster Snow!... Yo vendí mi carro por cuatro mil dólares... —introdujo la mano en el bolsillo trasero del pantalón, levantó el suéter, y sacó la billetera—. ¿Será suficiente por sus servicios? Si no lo es, puedo vender algo más.
Él sacó los cuatro mil dólares y me los ofreció. Y yo los cogí de buen agrado.
—Cuéntelos, por favor —dijo Míster Warren y esperó a que así lo hiciera.
En el fajo había billetes de veinte, cincuenta y, en su mayoría, de cien dólares, pero no los conté. Yo sabía que ahí estaba la cantidad dicha por él. Cogí dos papeles con el rostro de Benjamín Franklin y le respondí:
—Bueno, no recuerdo haber dicho una cantidad exacta. ¿Usted sí, Míster Warren? —Le devolví el resto—. Tampoco recuerdo que haya firmado un contrato conmigo. Esto cubre mis gastos —doblé los billetes y los guardé en el bolsillo de la chaqueta—. Pase buenas noches —me despedí.
Di la vuelta sin decir, ni esperar a escuchar más, pero oí cuando él me agradecía.
Subí a mi coche. Los tres iban abrazados a la casa con la chica al centro. Los padres ya no parecían angustiados. «Algo bueno ha de salir de esto», me dije. Di la vuelta a la llave, el motor se encendió. En el momento que me disponía a irme, Michelle salió; traía consigo mi sobretodo. Se detuvo junto a mi ventanilla.
—Gracias por todo —sonrió y me entregó el abrigo.
Lo tomé, miré a la chica, cogí el ala de mi sombrero para despedirme y me marché.
Esto ocurrió varios meses atrás como dije antes. El "Caso Warren" concluyó bien. No negaré que llegué a pensar, en su momento, que podía ser algo más serio y dramático. Llevo en el negocio de investigador privado cinco años, y antes de esto, por cinco años fui detective de homicidios de la policía. En ese entonces vi verdaderos casos de secuestros, de robos, asaltos, violaciones..., asesinatos. Los Warren deben sentirse felices que solo se trató de un simple caso de romance adolescente porque pudo ser mucho más grave.
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