Acto 18
La luz roja se proyectaba a través de la ventana, sobre la pared y en mi rostro. Miré a Angie, ella dormía profundamente. Me deslicé dejando en mi espalda un par de almohadas como respaldo. Ella se ladeó hacia mí, y un silencioso suspiro se escapó de su pecho; y luego, en medio del sueño, se arropó con la sábana. Le di un nuevo vistazo —creo que no me cansaría de verla siempre—, dormida semejaba lo que su nombre: un ángel; despierta, era una increíble mujer muy decidida y llena de energía.
Encendí un cigarrillo, abaniqué el cerillo para apagarlo y lo dejé en el cenicero de la cómoda. Mientras asperjaba el humo por la boca y las fosas nasales, contemplaba el rojizo resplandor del rótulo del hotel, y pensaba en cuáles serían los pasos siguientes.
Por el momento, la policía no era un problema grave en comparación con Xavier Ventura. A diferencia de la policía, Xavier tenía a su disposición todos los ojos de los criminales del este de la ciudad para atraparme; y muchos de ellos, asesinos a sueldo. Intentaba inferir la importancia de mantenerme vivo, o si muerto valdría más a sus propósitos. Garren Howard resultó mejor muerto porque un testigo de soborno muerto, ya no puede revelar el nombre de a quien le había vendido su alma, y ese nombre era Xavier Ventura.
En medio de la noche, entre algún grito perdido de un ebrio o un drogadicto y los ruidos de los coches de los viajantes nocturnos que se filtraban como ladrones por la ventana, concebí la idea de que algo le obligaba a mantener alejado su nombre de la escena del crimen. A alguien como Ventura se le facilitaba asesinar a Land sin tanta trama, pero prefirió conseguir a un chivo expiatorio; un sujeto con motivos para matarlo. Un chivo expiatorio que cargaría sobre él dos destinos: o acabar en prisión o morir en las calles a manos de la vendetta por la muerte de Land Scolato. ¿Quién podría infundir tanto miedo a Xavier Ventura, como para armar una compleja trama? ¿La policía? No, Xavier ha vivido al margen de la ley durante años sin temor alguno a la justicia; entonces, debía ser a alguien peor que la justicia, alguien sin una pizca de piedad.
Los ojos me pesaban, el sueño acabó por vencerme luego de unos minutos de luchar contra él.
Un súbito ruido me despertó. Miré a la entrada próxima del apartamento, a un lado de la cama... No había nadie. Volteé a la ventana, estaba abierta. Las cortinas ondeaban al paso del viento helado. Alguien se había recién colado. Lo supe de inmediato. Podía oler el peligro. La oscuridad nos envolvía, y la luz roja del rótulo parpadeaba emitiendo un intermitente zumbido eléctrico. Una sombra se desprendió de la negrura del rincón y se abalanzó sobre mí como un espectro. El rostro oculto entre la penumbra me impedía identificar al intruso, quien portaba un revólver en la diestra. Vestía una gabardina roída negra, y debajo de la misma, un traje marrón manchado de carmesí. La malvada aparición habló al fin, su voz me era conocida, era la voz de Land Scolato. «¡Muere!», dijo con voz áspera y vengativa, y accionó el gatillo. La detonación me despertó y mi sobresalto despertó a Angie.
—Solo ha sido una pesadilla —dijo ella poniendo su mano en mi pecho.
—Sí... Vuelve a dormir —susurré.
Deslicé la mano debajo de la almohada hasta palpar la pistola oculta allí, y la acerqué un poco más a la orilla, dejándola a mi alcance. Volví a cerrar los ojos con cierta cautela o temor. Angie me abrazó y, en breve, ambos nos quedamos dormidos.
Después del almuerzo una leve lluvia se cernía sobre la ciudad. El clima estaba helado, suficiente para obligarnos a usar más de un suéter de lana y gabardinas de cuero. Me aseguré de llevar la escuadra en la funda axilar. Como siempre, le había recordado a Angie llevar la Beretta lista dentro de la cartera por si cualquier eventualidad.
Durante los años que Land Scolato permaneció en prisión, me desligué casi por completo del mundo del crimen. Ninguno de mis casos posteriores involucró al bajo mundo. Nunca supe de Xavier Ventura. En lo que a mí concernía, el imperio de Scolato podía irse al infierno. Pero hoy, lo único que deseaba era la cabeza de Xavier.
Las nuevas circunstancias me sacaron de mi confortable mundo de infidelidades y engaños, y me obligaron a enfrentar la inmundicia y el caos del submundo criminal. Volvía a combatir en la oscuridad a los habituados a ella.
Me preguntaba si seríamos capaces de salir sin ninguna herida de todo esto. Nunca me sentí vulnerable como hoy, y eso me molestaba en gran medida. No por mí mismo, sino por las personas cercanas a mí. Sabía de los extremos a los que podían llegar ellos. Que no se trataba de un juego con reglas. El crimen podía golpear tan bajo como lo deseara. No obstante, existía algo a mi favor, y es que yo también podía golpearles tan bajo como quisiera. Ya nada me impedía ser como ellos, jugar su mismo juego sin reglas.
—Sabes que el plan se trata de perseguir a nuestra sospechosa —le recordaba—. Pero insistes en venir conmigo de todas formas. Si yo estuviera en tus zapatos, me quedaría y disfrutaría de la televisión —le reproché—. No te gustará pasar horas dentro del coche... Morirás de aburrimiento.
—No importa qué tanto me trates de convencer, Barry, yo quiero ir —replicó ella con determinación—. Cuando todo esto acabe, ya no seré más tu secretaria. Te lo digo de una vez. Por eso debo aprender bien el negocio.
—Eres la persona más obstinada que he conocido en mi vida.
—Cuéntaselo a mi madre —replicó con tal tranquilidad que llegaba a ser hasta chocante.
Como ella seguía empecinada, no me quedó otra opción que aceptar su decisión. Procuré mostrarme enfadado con ella. La miraba con el rabillo del ojo, apretando las comisuras de mi boca, pero eso pareció no importarle. Sí, nunca conocí mujer más segura de sí misma y más terca que una mula. Pero me gustaba su implacable determinación.
Al cabo de un rato, llegamos al club de tiro y nos atrincheramos en el mismo lugar de antes.
Una multitud abrigada con trajes de pieles reales y sintéticas, bajo sombrillas multicolores y negros paraguas, andaba en las aceras en medio de la fría lluvia. Iban apresurados mientras unos pocos se entretenían en las vitrinas; se agolpaban en los cruces y, al cambio de la luz, el enjambre retomaba la marcha. Y el tráfico vehicular se movía como una interminable procesión, volviéndose a veces ruidoso y caótico. Chicago es una ciudad populosa, y en las horas pico es la regla general ver en sus calles, sea el tiempo que fuere, el mismo retrato de caos.
Vigilar solo era parte de un trabajo, pero se necesitaba de entrenamiento, de mucha autodisciplina, de tener unos intestinos y una vejiga fuertes para aguantar largos ratos de espera dentro de un coche, y de estar dotados de una paciencia de santo. Sabía que para un principiante como Angie, aprender el arte de la observación y la deducción sería difícil como lo fue para mí hace mucho.
Pasaron dos horas y Angie se acomodó un par de veces en el asiento.
—¿Cansada? —le interrogué.
Ella volteó a verme y dibujó una sonrisa fingida.
—No, todo está bien... Solamente que este asiento es algo incómodo.
Callamos. Pasaron largos minutos en que ninguno de los dos emitimos palabras, tal vez un casi silencioso pujido, un inaudible carraspear, u otro callado ruidito.
—¿Tienes hambre? —pregunté. Yo acostumbraba a merendar algo a esta hora de la tarde.
—Sí.
—Mira en la guantera. Creo que hay algo por ahí.
Angie abrió el compartimento y extrajo una lata de papas. Le quitó la tapadera plástica e hizo que se deslizara desde el fondo algunas hojuelas y se las echó a la boca.
—Están algo rancias —expresó algo disgustada. Y a pesar de eso, siguió comiéndolas. Tras consumir otras, me preguntó—: ¿Y tú, no quieres? —Y me las ofreció en su mano.
Observé las hojuelas, y le dije:
—Pues sí, se me apetece comer. Pero no de esas. —Estiré el brazo y cogí una bolsa del asiento trasero. Ella se mantuvo a la expectativa—. Creo que mejor de estas. —Abrí la bolsa de papel y sustraje una lata de papas. La destapé y rompí el sello de aluminio—. Estas son nuevas. —Metí unas hojuelas en mi boca y las mastiqué saboreándolas.
—¿Cómo pudiste? —dijo indignada, a punto de arrojarme las hojuelas que tenía en su mano—. Me has hecho comer estas papas rancias estando esas.
—Espera —reí—. Todo ha sido con un propósito pedagógico —intenté explicar con seriedad—. Ya que deseas vivir la experiencia de un "ojo fisgón", debes acostumbrarte a muchas cosas, y eso incluye no comer por largas horas, o comer cosas rancias, o saber anticipar y tener una buena provisión para entretener el hambre... Sin mencionar que tendrás que obligar a tu vejiga e intestinos a no joder. Ahora, ¿qué dices? ¿Quieres de las mías?
Ella frunció la comisura derecha primero y luego la izquierda, y dijo:
—No, me terminaré estas. —Y siguió comiendo las papas rancias. Al parecer, le pasó el disgusto.
El reloj marcaba las cinco de la tarde cuando Lucía Angly apareció.
—Ahí está ella —informó Angie a sabiendas de que yo le había visto.
—¡Toma el volante! —le indiqué.
Tan pronto Lucía se puso en marcha en la calle, entramos en acción. Al igual que la vez anterior, su destino inmediato fue su casa, pero tras esperar un tiempo más, la mujer volvió a salir. Esta vez llevaba un vestido azul ceñido, con aplicaciones Brokat, de un solo hombro. Abordó su coche y apresuró la marcha.
Al entrar a una de las calles principales, el tráfico se volvió denso, y así estuvo por casi cuarenta minutos. Después tomó una de las avenidas donde el parque vehicular disminuyó, y el flujo se hizo más rápido.
—No se dirige a la mansión de Xavier —dijo la aprendiz de detective—. Vamos rumbo al norte.
—No despegues la vista de ella —le insistí, aunque no era necesario; yo confiaba en su buen juicio.
La perseguimos, procurando estar siempre por detrás a dos o tres coches que nos servían de cobertura. Nos incorporamos dentro de la ciudad, donde los comercios movían grandes capitales lejos de la parte Este. A pocos kilómetros se alzaban los emblemáticos rascacielos de la gran ciudad, pero nosotros nos dirigíamos a la orilla del Lago Michigan.
El edificio tenía una altura de veinte pisos y un estacionamiento subterráneo. A su alrededor, palmeras Washingtonia Robusta adornaban las calzadas que nos conducían a él. Un suntuoso rótulo de neón de varios pisos nos hacía saber que se trataba del Janeiro's Night Club; a simple vista un sitio exclusivo.
El deportivo de Lucía Angly se detuvo en el pórtico de la casa club. Ella salió del coche y entregó las llaves al valet que le sostenía la puerta, y, éste, pronto se lo llevó al aparcadero en el sótano del edificio.
Bajé de la Chevrolet y corrí por la banqueta para no perderla de vista. Llegué a un pórtico flanqueado de rollizas columnas de mármol veteado. Un corto corredor de lustrosos pisos marmoleados conducía hasta una puerta de cristal, por donde Lucy recién desapareció. La entrada permanecía custodiada por tres hombres vestidos de etiqueta. Al querer entrar, el que estaba a cargo del cordón me detuvo.
—¿Tiene pase? —interrogó.
Fingí buscar en los bolsillos del traje.
—Creo que lo he dejado en casa —me excusé.
—Si no es miembro del club o no tiene un pase, no puede ingresar, amigo.
—Está bien, amigo —dije y di la vuelta.
Regresé por el corredor del pórtico, echando una breve mirada para atrás y en los alrededores en donde descubrí varias cámaras de circuito cerrado.
Retorné al coche.
—¿Cómo te ha ido? —interrogó Angie.
—El sitio parece estar bien vigilado... No pude entrar.
—Vaya, vaya. La chica debe tener amigos influyentes. Tiene una hermosa casa y es miembro de un club de ricos —dijo disgustada.
—Volvamos —le indiqué.
Pensé en hacer una corta visita a Jerry para saber qué nuevas tenía.
Eran las nueve y media de la noche cuando llegamos al bar.
—¿Es aquí? —interrogó Angie.
Yo asentí con un corto sonido gutural.
Abandonamos el coche y nos apresuramos a llegar a la entrada, pues la lluvia caía recia. En el bar de Jerry permanecía un modesto número de parroquianos. Caí en la cuenta que nunca le avisaba a Jerry, y esta vez se sorprendió al por dos al vernos cruzar por el umbral.
—Supongo que esta bella señorita es tu secretaria. —Esbozó una sonrisa mostrando los blancos incisivos.
Llegamos a la barra. Jerry alargó el brazo para estrechar la mano con la de ella.
—Y supongo que usted es Jerry —dijo Angie, cogiendo la mano de él.
—Es un placer muy grande conocerla por fin, señorita.
—Llámeme Angie. —Sonrió ella—. Todos mis amigos me llaman así.
—Bien, Angie... Y supongo que no es una visita de cortesía nada más. —Jerry fue al grano, moviendo los ojos hacia mí.
—Sabes que no, Jerry —respondí—. Necesito más información de Xavier Ventura. ¿Dónde puedo encontrarlo? Me refiero a su guarida en los barrios bajos.
Él paseó sus ojos en nosotros.
—Si te digo querrás ir en su busca... Eso es muy peligroso, es como entrar en una madriguera de serpientes venenosas... Perdón por mi falta de educación, Angie. No les he invitado a sentarse. —Nos acomodamos en las bancas de madera del mostrador—. ¿Querrán algo de beber? ¿Una copa de algo? ¿Café? Tengo unos panecillos también, o si gustan unos sándwiches. Le diré a Melanie que los prepare.
—Solo café, por favor, Jerry. No quisiera molestarlo. Veo que están bien ocupados —dijo Angie.
—Oh no, no es ninguna molestia... ¡Melanie! —La chica friki de mechones cenicientos se abocó en silencio—. Prepara un par de sándwiches de jamón con queso para cada uno y se los traes pronto. Ya sabes: con jamón, queso, tomate y todas esas cosas.
La mujer dio la vuelta y se dirigió al otro extremo de la barra y desapareció por una puerta.
—Bien. Gracias —replicó Angie, mostrándole una inflexión en los labios.
Jerry sirvió los cafés, y tomó uno para él también.
—Te preguntaba, Jerry, ¿dónde puedo encontrar a Xavier? —insistí.
—Está bien, te diré. Hay un lugar que es como su casa, no la mansión en donde estuviste, Angie. Esa mansión solo es una pista para sus opulentas fiestas. Raras veces se mete con la chusma de los barrios bajos; para eso él manda a sus hombres de confianza. En donde lo puedes encontrar es en el Janeiro's Night Club. Está en...
—Conocemos el lugar —dije.
—Recién venimos de allá —dijo Angie—. Pero ya había escuchado antes de ese lugar. Unas amigas me contaron que tenían pases para entrar. Parece que es un lugar predilecto de adinerados y... otras como mis amigas que eran, a su vez, amigas de gente con pases. Ah, bueno, fue hace algún tiempo. Pero claro que nunca fui con ellas. Tuve la intención...
—Bueno, creo que después de todo podrás ir. Tengo un plan —dije.
—¿Ah sí? —dijo como temiendo escuchar de qué se trataba.
La miré a los ojos.
—Tendrás que comprarte un bonito traje, uno muy elegante. Pero no irás sola.
Jerry nos observaba callado, quizá imaginando lo que yo concebía en mi mente.
—¿No querrás entrar en esa guarida? —interrogó consternado—. Hasta donde sé, el lugar está mejor cuidado que una prisión.
—Les aseguro que los pases serán legales y no habrá problemas para entrar —les expliqué.
Melanie llegó cargando una pequeña bandeja con el pedido de Jerry.
—También te traje para ti, Jerry —habló la chica con una voz melodiosa. Me impresionó el hecho de que debajo de ese sobrecargado maquillaje, una hermosa voz se escondiera.
—Gracias, Melanie, eres un ángel. Anden, coman. Les aseguro que les encantará. Esta mujer prepara los mejores bocadillos de Chicago; ¿qué de Chicago?, de todo el mundo. —Y se rio alegre.
La chica sonrió tímida y se hizo a un lado, pero sin alejarse.
—Pregunto. ¿Cómo pretendes conseguir los pases? —interrogó Angie.
—Sam podrá sacar unas copias perfectas. Hablaré con él esta noche. Luego será de esperar la ocasión para entrar.
Jerry dejó de masticar y dijo, casi como una disculpa:
—Lamento no haber aportado más, pero mis informantes no tienen acceso a todo.
—Comprendo, Jerry. Haz hecho demasiado por mí... Debemos irnos.
—Sí. Gracias por los sándwiches —dijo Angie—. Gracias Melanie. Estaban deliciosos.
Al rostro de la chica regresó la tímida sonrisa.
Pero antes de terminar de dar la vuelta, Jerry me detuvo.
—Espera un segundo —susurró Jerry. Noté que no quería que Angie escuchara lo que iba a decir—. Dile que te espere en el auto.
Comprendí que debía ser muy importante.
—Angie. ¿Puedes esperarme un momento... en el coche?
—Ah, sí. —A ella no pareció gustarle que la excluyera de la conversación, pero aun así, hizo caso.
—¿Qué ocurre?
—Como puedes suponer, Barry, no he querido que Angie escuchara esto. Pero debo decirte que han puesto precio a sus cabezas.
—¿Sí?
—Deben ser muy importantes para Xavier puesto que paga diez mil dólares por ti y cinco mil por ella... vivos o de preferencia muertos.
Alguna vez sospeché que tarde o temprano ocurriría esto.
—Está bien, Jerry. Me doy por enterado... No sé cómo pude ser tan descuidado. En algún momento siguieron a Angie hasta su apartamento.
Él agitó la cabeza. Parecía acongojado.
—Son unos demonios. Tú lo sabes, Snow... Y es mejor que se vayan de la ciudad —dijo—. Al menos por una temporada, hasta que se enfríe la situación.
—Lo pensaré.
Puse mi mano sobre las de él que las tenía en el tablero del mostrador, y di la vuelta.
Al tomar el volante, las palabras del viejo Jerry se repetían dentro de mi cabeza. Esto cambiaba las cosas. Tenía que valorar su sugerencia, y lo estaba haciendo en serio.
Angie debió notarme distante porque me preguntó qué me ocurría. Yo no podía ocultarle la terrible noticia, pues se trataba de su vida también.
—¿Sabes? Pensaba en que sería mejor que abandonara toda la idea... ¿Qué te parece si nos vamos a otra ciudad?
Debió sonarle como un disparate mi idea.
—¿Cómo? No entiendo qué dices, Snow. ¿Irnos? ¿A dónde?... —balbuceó—. ¿Qué ocurre? Tú no eres de los que escapan, Snow. ¿Qué ocurrió allá adentro? ¿Qué te dijo Jerry?
Me enfadé mucho, tanto que de coraje le confesé:
—Está bien, te diré. Ese malnacido ha puesto precio a nuestras vidas. En este momento todos los sicarios, adictos y demás escoria de Chicago vendrán por nuestras cabezas por la recompensa.
Ella se estremeció, y la respiración se le aceleró.
—¡Cielos! —exclamó, y tras calmarse luego de unos segundos de ver a través de la ventanilla, preguntó—: ¿Él puede hacer eso? Digo, ¿puede realmente matarnos por encargo?
—¿Qué crees? —repliqué—. Pero tienes razón, no puedo dejar todo así. Si me voy, quedaré como un asesino, y me buscarán en todos los estados... Angie, reconsidera irte tú. La policía no te busca. Y puedes comenzar una nueva vida en otra parte, lejos de esta inmundicia.
Ella no decía nada, y eso me molestaba porque significaba que me objetaría.
—No. Me quedaré contigo. Eso no cambia en nada mi decisión anterior —acabó su discurso.
Entonces, le respondí:
—Está bien.
Angie volvió a guardar un corto silencio.
—¿Cómo, no me dirás nada más? —replicó asombrada.
—¿De qué sirve que discuta contigo, si al final terminaré aceptando lo que quieres?
—Snow, no sé si tomar eso como un cumplido.
No lo reflexioné mucho y dije, en parte, lo contrario de lo que en verdad creía:
—Creo que no deberías tomarlo como un cumplido. En tal caso sería para mí, puesto que soy yo el que siempre respeta tus decisiones. Pero déjame decirte que creo que eres una incauta. Y si mueres, eso no me ayuda en nada... —Estaba muy enojado—. Yo, ya pasé por eso. Y créeme, no estoy dispuesto a pasar por lo mismo.
Llegamos al hotel. Ella salió del coche cerrando la puerta con un porrazo y subió rápido por las gradas. Estaba furiosa, o herida. No lo sabía. Me quité el sombrero y pasé la mano por mi cara y el cabello para escurrirme el agua de la lluvia, mientras la veía desaparecer en el interior del edificio.
Supuse que al llegar arriba, ella estaría haciendo las maletas. Giré el picaporte y entré. La sala-comedor se hallaba solitaria; miré hacia el cuarto y fui allí. La puerta se encontraba medio abierta. Apenas se quitó el sobretodo y los zapatos, se había arrojado en la cama. Ahora dormía. Me despojé de la gabardina y la dejé caer en el piso. Y junto a la gabardina cayó el saco. Me senté en el borde de la cama y arranqué mis zapatos. Estando a su lado la abracé. Por la posición fetal de su cuerpo y las manos y los rastros en sus mejías, supe que había llorado. Al sentirme, se volteó y me abrazó.
—Lo siento —le susurré. Pero ella no dijo nada.
Los primeros rayos de sol entraban por la ventana. Hace una hora y quince minutos la lluvia amainó y el cielo mostraba con un tono plomizo.
Discurría el tiempo. Las agujas del reloj pronto marcarían las seis de la mañana. Los carros y los transeúntes comenzaban apoderarse de las calles. Dejaría a Angie en el aeropuerto con destino a la ciudad de Milwaukee, donde vive su madre, y luego cogería camino a casa de Samuel.
—Ya estoy lista —anunció Angie—. Ya hablé con ella. Me estará esperando en el aeropuerto de Milwaukee.
Di la vuelta y me acerqué. En realidad no quería que partiera, pero debía alejarla todo lo posible de mí.
—Sí, está bien —dije con desánimo. Puse mi mano en su hombro y tiré de ella con cariño para abrazarla—. Debes comprenderme —le dije.
—Te comprendo, Snow —musitó triste.
Tomé su equipaje, una pequeña maleta, pues no tuvo oportunidad de comprarse más ropa, y además solo llevaba lo necesario. Bajamos por las gradas; la llevaba abrazada por la cintura. Abordamos el Chevrolet y yo manejaría hasta el Aeropuerto Internacional Midway.
Íbamos por la Columbus Dr. y en poco tiempo conducía en la autopista industrial, rumbo al aeropuerto. Fue el ruido de los vagones y los trenes en las vías de abajo lo que me sacaron de mi introspectiva. Angie estaba muy callada. Ninguno de los dos teníamos mucho de qué hablar.
—¿Qué piensas? —rompí el silencio por fin.
Ella apartó la mirada de la ventanilla de su lado y volteó hacia mí.
—¿Que qué pienso? —respondió con un envidiable sosiego—. Que será la primera vez, desde que trabajo para ti, que nos separamos, quizá para siempre.
Le di un vistazo.
—Cuando esto termine te llamaré —dije. Callamos por un rato, luego pensé que no estaba bien que nos despidiéramos de esta forma, como dos extraños—. ¿Sabes? Recuerdo el primer día que llegaste al despacho.
—¿Sí?
—¡Cielos! ¡Qué chica más inusual!, pensé.
—¿Inusual? ¿Por qué? —dijo desconcertada.
—¿Qué recuerdas de ese día?
Ella se encogió de hombros y parecía no recordar.
—Bueno. Recuerdo, si no me equivoco, que era mi primera vez que me alejaba tanto de Milwaukee. Yo quería probar suerte buscando un trabajo digno, pero quería salir de mi ciudad. Apenas el año anterior mi padre había muerto y tuve que dejar la Universidad de Wisconsin. Bueno, perdona que te cuente todo eso.
—No, está bien. Creo que no sabía lo de tu padre. Lo siento mucho. Aunque un poco atrasado.
—Gracias Snow. Fue doloroso pero ya estoy bien... Como decía, salí de mi ciudad y, así como ahora, también traía poco equipaje... —Ella dejó de hablar—. ¡Oh! Ya entiendo a qué te refieres... Es que no tuve el cuidado de meter en la maleta ropa apropiada y fui a la entrevista con la ropa de siempre... No sabía que vestía tan estrafalaria entonces.
—¿Recuerdas esa ropa?
Angie se hundió en el asiento.
—Sí, pero no quiero hablar de eso.
—Debo decirte que ese es uno de los recuerdos más preciados que tengo de ti. Digamos que desde entonces te tuve un especial cariño.
—¿De veras?... Debí parecerte... rara.
Volteé el rostro a ella.
—No, solo me pareciste... inusual.
—Supongo que no fue por eso que me contrataste.
Le sonreí.
—En realidad, Angie, fuiste la única que llegó a la entrevista.
—¿En serio? —arqueó las cejas.
—Enserio. Y yo necesitaba urgente una secretaria y tú, como siempre, llegaste atiempo.
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